La Iglesia Fuego II

LA IGLESIA FUEGO

Homilías

Monseñor Jean de Saint-Denis

OBRAS COMPLETAS

Volumen II

parte 2ª.

Vicariato Jean de Saint-Denis
de la Iglesia Católica Ortodoxa de Francia
en Buenos Aires

INDICE

La viuda de Naïm.

San Ireneo.

Transfiguración, las tres capas de la Iglesia.

Natividad de la Virgen.

San Miguel, destilador del óleo santo.

San Dionisio.

La Ortodoxia Occidental y la Iglesia de Oriente.

Todos los Santos.

LA VIUDA DE NAÏM
El Cristo, fuente de felicidad

Décimoquinto Domingo después de Pentecostés

Epístola: Gálatas 5/25-26 y 6/1-10

Evangelio: Lucas 7/11-16

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

Este domingo de la Viuda de Naïm nos descubre las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Naïm, la ciudad de Naïm, ¿qué significa esta palabra? Naïm quiere decir felicidad, ciudad de recreo, ciudad hermosa, ciudad de la felicidad.

El Evangelio nos cuenta que un día «Jesús Se dirigía a una ciudad llamada Naïm», y que «Sus discípulos iban con El, y una muchedumbre numerosa», precisa San Lucas. Tenemos, pues, ante nuestros ojos una muchedumbre que camina detrás del Cristo rodeado por Sus discípulos. ¿Adónde va esta muchedumbre? Hacia la Ciudad de la Felicidad. Más adelante nos enteramos que otra muchedumbre viene a su encuentro. Cuando estaban llegando, «cerca de la puerta de la ciudad, ocurrió que llevaban a un muerto, hijo único de su madre, viuda, y que mucha gente de la ciudad la acompañaba». Esta otra muchedumbre, que avanza hacia el Cristo, abandona la ciudad de la felicidad, llevando un muerto. San Lucas recalca toda la tragedia, todo el dolor de ese duelo: «Es el hijo único de una viuda», un hombre joven arrebatado en la flor de la edad, y su madre, que perdió a su marido, no tiene otro hijo; la muerte le ha quitado todo. Dos muchedumbres, dos movimientos. A la cabeza de la primera muchedumbre está la Fuente de Vida, el Cristo; a la cabeza de la segunda, está la juventud muerta, portadora de desesperación, conduciendo hacia un camino sin salida. Los unos caminan hacia la felicidad; los otros la dejan detrás. He aquí, dirá San Agustín, la imagen del Cristo, rodeado por Sus discípulos, frente al mundo; he aquí la imagen de Su encuentro.

¡La Iglesia! La Iglesia es esa muchedumbre que el Cristo arrastra hacia la felicidad. Muchos cristianos no se dan cuenta que al comprometerse a seguir al Cristo se han comprometido a buscar la felicidad. La mayoría cree que el camino del Cristo, de la religión, es, más bien, el camino de la tristeza, de un cierto coraje para soportar las pruebas, y para muchos de ellos la felicidad les parece casi una mala acción. Lo que es desagradable es virtud, lo que es agradable es pecado. No estoy inventando, rascad vuestra alma y constataréis que a menudo tenéis vergüenza de la felicidad. El Cristo nos arrastra hacia ella; así, pues, el cristiano es un hombre que camina hacia la felicidad. Puede ocurrir que esté triste, aplastado por la vida, pero su meta es luminosa.

¿Cómo alcanzará esta felicidad? ¿Cuál será el método para alcanzarla, el secreto de su camino? Los mandamientos del Cristo.

Pues sí, amigos míos, los mandamientos del Cristo no son sino una enseñanza de la sabiduría que conduce a la felicidad. No nos son dados con un fin didáctico y moralista, pesado, no; encierran la sabiduría de la felicidad. «Amad a vuestros enemigos»: tomemos este mandamiento, por ejemplo. Si amo a mis enemigos, si no odio a nadie, ya estoy en la felicidad, porque es el odio el que destruye el gozo. «No contéis con los príncipes ni con los hijos de los hombres, contad sólo con Dios», ¡qué mandamiento admirable para ir hacia la felicidad! Contamos con los hombres, éstos nos decepcionan, porque nos engañan, y al estar decepcionados nos sentimos desgraciados. ¡Qué felicidad la obediencia! Cuántas inquietudes borra. Podría enumerar decenas de ejemplos. Considerad las Bienaventuranzas y veréis que al cumplir los mandamientos del Cristo adquiriréis la felicidad y la paz que nadie os podrá quitar. Los otros goces os engañan; duran un instante y luego se agostan como la hierba de los campos. Son simples constataciones; sin embargo temo que este criterio de la felicidad no está para nada incorporado en el espíritu de los cristianos. La perfección en Cristo nos guía hacia la felicidad; la muchedumbre seguía a Nuestro Señor porque El se dirigía hacia Naïm.

Y por el otro lado, ese otro lado que se llama «mundo», ¿qué vemos?. El mundo es un Naïm exterior que engendra la desesperación. El Cristo es movido a compasión. Aquéllos que están con El y escuchan Sus mandamientos, tienen también piedad de esa muchedumbre que está de duelo; es la única actitud valedera del cristiano frente al mundo. No la indignación frente a la injusticia, o sentimientos artificiales, o un juicio teatral, sino la compasión. Detrás de los aprovechadores de este mundo, de los así llamados exitosos de este mundo –no en Cristo–, esos habitantes de Naïm que viven en la felicidad antes de la llegada de Dios, se esconde en general la desesperación. A través de esta quietud ya va llegando el duelo.

El Cristo detiene el féretro «con Su mano deificada, plena de la potencia del Verbo», dice San Cirilo de Alejandría. La mano detiene el féretro, la muchedumbre también se detiene, es la Encarnación del Cristo. En definitiva, la humanidad avanza con la viuda que está enterrando a su único hijo; pero la Encarnación del Hijo Unico de Dios suspende este dolor extremo. Nuestra misión es la de detener, en Cristo, la procesión del entierro del mundo.

Entonces el Cristo ordena: «Levántate». Y la muchedumbre, estupefacta, viendo la resurrección, exclama: «¡Dios ha visitado el mundo!».

Para que la Iglesia pueda resucitar toda cosa en Cristo, es necesario comenzar por el principio: seguir al Verbo hacia la felicidad, obedeciendo sus mandamientos.

Esto es lo que yo querría subrayar hoy. Querría que renunciarais a una religión triste, que renunciarais a esta convicción de que el camino del Amigo del Hombre es duro. El dijo: «Mi carga es dulce y Mi yugo es liviano. Soy manso y humilde de corazón. Venid a Mí, vosotros que estáis cansados y agobiados, y Yo os aliviaré». Todo aquello que parece pesado: ayuno, paciencia, coraje, perdón, si lo aceptamos plenamente, sin equívocos, se vuelve un yugo, un peso y una cruz desbordantes de consuelo. Por eso podemos decir, en este día que cierra la octava de la Exaltación de la Santa Cruz, que la cruz es el símbolo, el camino y la puerta de la ciudad de Naïm, la ciudad de la felicidad.

Amén.

SAN IRENEO
El hombre se resiste a su salvación

Domingo 28 de junio de 1957

Epístola: Timoteo 3/14-17, 4/1-5

Evangelio: Mateo 10/26-32

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

El viernes a la noche os hablé de esta admirable Epístola y del Evangelio, propuestos por la Iglesia para el común de los pontífices y, en particular, para la fiesta de San Ireneo. Querría añadir algunas palabras a eso. Pienso que la manera de honrar mejor a San Ireneo es volcarnos a este Evangelio y a la enseñanza apostólica, que él predicó hasta su muerte. Porque este Padre de las Galias combatió y terminó el buen combate –según la Epístola del Apóstol Pablo– triunfando como un atleta y mereciendo la corona de la justicia.

Lo que hoy me llama la atención en esta misma Epístola son las palabras proféticas: “Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina sino que, por el contrario, al capricho de sus pasiones y picándoles los oídos, se entregarán a muchísimos maestros y apartarán sus oídos de la verdad para volcarse a las fábulas” (2a.Tim.4/3-4).

El Apóstol Pablo, al igual que el mismo Cristo, prevé en muchos una cierta regresión en la comprensión de la verdad. Nos advierte que no nos asombremos cuando algunos vean más claramente y sean más aptos para recibir la revelación, mientras que otros, por el contrario, queden comidos, roídos, devorados, trabajados por sus propios deseos.

Advertencia particularmente instructiva. Lo que nos impide aceptar la verdad no es una falta de inteligencia o dificultades lógicas o racionales, sino nuestros propios deseos. Detrás de cada uno de nuestros pensamientos, aún de aquéllos que nos parecen indiscutiblemente objetivos, se transparentan los sentimientos, un movimiento íntimo, y esto ciertamente no es el designio de Dios, sino nuestra propia codicia.

¡Cuán maravillosamente se aplica esta Epístola a San Ireneo, el doctor de la verdadera gnosis –el conocimiento– que se opone a la falsa gnosis! Pero, ¿en qué consisten el verdadero conocimiento cristiano, el falso conocimiento y el conocimiento anticristiano?

Los conocimientos acristianos y anticristianos de los hombres no espirituales pueden tomar apariencias de claridad, de construcción lógica; un examen atento nos permite descubrir inmediatamente los deseos personales que cierran los oídos del alma, y las pasiones interiores que esconden la luz de la Verdad.

La plegaria es necesaria para liberarnos de esta gama de pasiones: el egoísmo, el orgullo, la voluptuosidad intelectual –la voluptuosidad no siempre es carnal–, las aspiraciones a la tranquilidad, a la gloria, todas estas múltiples hambres que giran alrededor de nuestro “yo”.

La liberación de los deseos de este mundo prepara y sensibiliza nuestro corazón para recibir la luz de la Verdad.

El Apóstol continúa: “Preferirán las fábulas a la Verdad”. Término espiritualmente preciso: ¡fábulas! ¿Opone acaso las mentiras a la Verdad? No, las fábulas. La fábula halaga el espíritu, lo seduce con un elemento de fantasía, de elevación, de poesía; proyección tan idealista como extraña a la Verdad.

El Evangelio de esta fiesta contiene otra revelación: la correspondencia entre Dios y los hombres. Los que confiesan al Cristo ante sus semejantes, serán confesados por El ante Dios. Lo que hacéis a vuestro prójimo os será hecho en la vida eterna. Nuestras obras en la tierra tienen su reflejo en los cielos; lo que le imponemos a la criatura aquí abajo, tendrá su respuesta en la vida trinitaria. Aquél que confiesa la Revelación, con coraje, ante los hombres, será confesado ante Dios.

En el curso de la Divina Liturgia vosotros aportáis los dípticos al santuario, y los presbíteros y los acólitos leen los nombres de nuestros difuntos queridos –Pedro, Juan, María, Margarita, . . .–, de los enfermos, de los atribulados, en el Santo de los Santos, a los pies del Cordero, para que Dios los oiga, El, el verdadero Pastor. Y si nosotros testimoniamos la Verdad ante los hombres, sin tener en cuenta su comprensión o incomprensión, su persecución o su posible conversión; si testimoniamos con toda simplicidad, el Hijo de Dios inscribirá nuestros nombres en sus dípticos y los pronunciará ante su Padre.

El Nombre del Cristo en vuestra boca, vuestro nombre en sus divinos labios. Confesadlo y El os confesará ante su Padre y el Espíritu, y frente a los hombres. Vuestros nombres resonarán celestialmente –Pedro, Juan, María, Margarita, . . .–, ¿os habéis dado cuenta de esta resonancia entre estos dos planos? Pero para aquél que tenga vergüenza de El no habrá más que silencio en la vida divina.

Nuestro Redentor nos enseña que El vino a salvar a todos los hombres. Yo, Dios, no necesito en absoluto vuestros honores, vuestra gloria; Yo he venido para traeros vuestra felicidad y no para mi propia satisfacción. Vosotros, hombres, debéis uniros a Mí para la salvación del mundo. ¿Nosotros, Señor? ¿Cómo podremos aportar la salvación? Tomando la espada, hombres.

¿Cuál será esta espada que deberemos blandir? El Nombre adorable e insigne de Nuestro Señor JesuCristo, Hijo único de Dios.

¿Qué sucede cuando levantamos esta espada? Se levanta como una luz inefable, una fuente vivificante, una onda divina que atraviesa el universo caído y lo transforma. Esa reversión provoca, a veces, un dolor operatorio, semejante al que produce un cirujano. El mundo se rebela, nos hiere, persigue a aquéllos que predican el Evangelio y el Nombre de Jesús porque sufre saludablemente. Como un niño, no comprenden que este dolor lleva a la sanación extrayendo del inmenso cuerpo enfermo de la humanidad lo que es perecedero, lo que está podrido, para devolverle la salud, la salvación y la posibilidad de vivir en Dios. Ciego, quemado por la prédica de la buena nueva, se precipita sobre los que confiesan la Verdad y los mata. El mundo teme el dolor saludable, ama las fábulas, prefiere quedar en su enfermedad.

¿Debemos odiar a esos hombres que nos combaten? No. Debemos compadecerlos, comprenderlos y, si es necesario, maniatarlos. En algunos casos debemos atrevernos a atarlos con la palabra de potencia, para que tenga éxito la operación, pero jamás nos asombremos de su odio. La repulsión por la Verdad proviene precisamente del temor a la espada y del espanto por su luz que procura la salud. Las almas prefieren las medias tintas y las fábulas, o los cuentos.

“Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para sanar y salvar”. El Cristo es el Médico, el Mártir. Es San Ireneo, San Basilio, San Ignacio; es el Padre de la Iglesia, y nosotros somos los instrumentos en la mano de este Médico inefable. Poseemos el Evangelio, ese bisturí con el que El sana a los pecadores. Entre los divinos instrumentos, dos son sublimes: el Nombre de Jesús y la fe. Ellos nos sacan de la única enfermedad esencial, la muerte espiritual.

“No os inquietéis, estad en paz” y “Yo no he venido a traeros la paz, sino la espada”. ¿Contradicción? ¿Qué quiere decir esto? Mantengámonos serenos ante los acontecimientos de esta tierra mientras luchamos por la salvación. Combatir para conquistar a Dios. Seré más preciso: en estas batallas por la adquisición de su Gracia veremos al mundo alistarse en contra de nosotros. Entonces, la única actitud posible es la serenidad valerosa, porque tenemos como viático las palabras del Amigo del hombre: “¡Coraje! Yo he vencido al mundo”.

Amén.

TRANSFIGURACION
Las tres capas de la Iglesia

Domingo 6 de agosto de 1961

Fiesta de la Transfiguración

Evangelio: Lucas 9/27-37

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

En el centro de la Transfiguración se encuentra la manifestación de la Divina Trinidad: el Hijo, la Voz del Padre, la nube que los cubre y que lleva al Padre y al Hijo, y que es llevada por ellos: el Espíritu Santo. Los tres están en la Luz inasible, increada, de la cual las Escrituras dicen: “Dios vive en la Luz inaccesible”.

Sin embargo, hoy yo no quiero hablar de la Luz, de la Divina Trinidad (de los Tres iguales en Uno), sino de otra tríada, compuesta por tres desiguales y que, en cierta manera, coexisten.

Ya el Apóstol Pablo dice: “Que el cuerpo, y el alma, y el espíritu sean santificados”. Pablo distingue una escala de tres: el cuerpo, el alma, el espíritu.

Alrededor del Cristo, el Evangelio nos presenta otra tríada: Moisés, que viene de los infiernos, de la morada de los muertos; Elías, que viene del paraíso; los apóstoles que están en la tierra. Los tres mundos están representados, porque ha estallado la Luz de la Gloria divina.

Pero hoy quiero insistir sobre una tríada que, directamente, concierne a la existencia de la Iglesia.

1) El Cristo ora: su rostro se vuelve más brillante que el sol, sus vestidos más relucientes que la nieve, y habla con Moisés y con Elías. Todo es espiritual; todo está transfigurado. Los apóstoles que duermen nos recuerdan que todo sucede durante la noche, que el Cristo oraba durante la noche, que la Transfiguración tiene lugar durante la noche. En efecto, el Cristo se retiraba cada noche, a las seis, para orar. Esta es la primer capa: la Iglesia orante, iluminada, que vigila.

2) Segunda capa: la de los apóstoles, Pedro, Juan y Santiago, que están adormecidos. De pronto, a causa de la Luz, se despiertan y ven la Gloria: la capa superior de la Iglesia penetra y se revela a ellos. Pedro tiene una reacción material: quiere construir tiendas, “fijar” la Gloria Divina por una constitución, una organización, en un lugar, por una teología escolástica. Los tres están deslumbrados, aunque Pedro no esté a la altura de esa manifestación. Tienen la revelación de la Trinidad, y el Evangelio dice que guardan silencio sobre lo que habían visto.

Estas dos capas se sitúan en la cima del monte Tabor.

3) Después el Cristo vuelve a la llanura. Encuentra a los otros nueve apóstoles, a sus discípulos y a la muchedumbre. Les habían traído un poseído, pero los apóstoles no pueden echar al demonio. Ante su incapacidad, el Cristo está decepcionado y pronuncia palabras amargas: “Oh raza incrédula y perversa, ¿hasta cuándo tendré que soportaros?” (Luc. 9,41). Esta es la tercera capa.

Estas tres capas están siempre presentes en la Iglesia histórica. El alto nivel espiritual donde –en la Luz inaccesible– el Cristo conversa con Moisés, Elías, la multitud de santos cuyos nombres ustedes escuchan durante la Liturgia, y todos los pueblos, todas las naciones que viven en la Luz del Cristo, velando con El; lugar de vigilia y de oración, de sinfonías desconocidas, de seres iluminados, de los íntimos de Dios a quienes se manifiesta la Trinidad. De esa Iglesia se habla poco.

El lugar en que los que han subido alto no viven todavía en la Luz: todavía no tienen la fuerza de la vigilancia, sus impulsos son todavía humanos, pero son admitidos como testigos, tienen la revelación de la Luz.

Y la llanura, lugar de la incredulidad, de la ausencia de vida espiritual.

Al considerar esta última capa, uno se sorprende y dice: ¡Señor! ¿Es posible? ¿Es ésta tu obra? ¿Son cristianos? ¡Qué falta de fe, de elevación, qué chatura, qué impotencia en el mundo, qué debilidad ante el Maligno que quiere poseer a la humanidad!

Amigos míos, si ustedes ven a la Iglesia en el plano de la llanura, con sus obispos, sus presbíteros, sus fieles que no tienen la fe ardiente y –menos aún– la Luz, que no pueden nada contra el mal, no olviden que ese aspecto es la materia de la Iglesia.

El otro aspecto, el del alma, es el de los tres apóstoles, adormecidos pero en contacto con la Divina Trinidad. ¡Pero no se detengan ahí!

Pedro, Juan y Santiago son los que les pueden mostrar la tercera capa, la del espíritu, la Iglesia en la que Dios-Trinidad habla con los santos.

El Tabor luminoso, la montaña, el Hijo del hombre; la incredulidad, la llanura, el poseído. Y si ustedes se sienten turbados por él, recuerden que también él es obra de Dios, que está en el Cristo.

Hasta el fin de los tiempos habrá en la Iglesia el monte Tabor en la Luz divina y –abajo, en la llanura– los poseídos. Cuando llegue la plenitud de los tiempos, todos, hasta aquéllos que están en el infierno, los poseídos, subirán para estar en la Luz del Cristo y conversarán con la Divina Trinidad, en esa plática eterna, amigable, de los íntimos del Dios inaccesible.

A El la Gloria, Padre, Hijo, Espíritu Santo, en los siglos de los siglos.

Amén.

NATIVIDAD DE LA VIRGEN
De la Tradición, la Resurrección
y la solidaridad humana

Lectura: Proto-Evangelio de Santiago

«En el día solemne del Señor, Ana, en el colmo de la aflicción, se quitó sus vestiduras de duelo, se vistió con sus vestidos de boda y, hacia la hora nona, descendió a pasearse por el jardín. Vio un laurel, se sentó bajo sus ramas, y se puso a invocar al Todopoderoso: ‘Dios de mis padres, bendíceme, escucha mi súplica, como Tú bendijiste a Sara en sus entrañas y le diste a su hijo Isaac’. Y levantando los ojos al cielo vio en el laurel un nido de pájaros, y se puso a gemir nuevamente, diciéndose a sí misma: ‘¡Piedad de mí! ¿A qué me pareceré? Ni siquiera a los pajaritos del cielo, porque los pájaros del cielo son fecundos ante Tí, Señor. ¡Piedad de mí! ¿A qué me pareceré, pues? Ni siquiera a esta tierra que aquí ves, porque esta tierra da fruto a su tiempo, y Te bendice, Señor’».

Ahora bien, he aquí que un ángel del Señor se le apareció y le dijo: «Ana, Ana, el Señor ha oído tu queja. Concebirás, engendrarás, y se hablará de tu progenitura por toda la tierra». Ana respondió: «¡Tan cierto como que vive el Señor mi Dios, si doy a luz a un hijo, o a una hija, lo consagraré al Señor, Mi Dios, para que Le sirva todos los días de su vida!».

Y he aquí que llegó Joaquín, su esposo, con sus rebaños. Ana, que se encontraba parada en el umbral, corrió hacia él y le dijo: «Ahora sé que el Señor me ha colmado de bendiciones, porque estaba como viuda, y no lo estoy más; yo era estéril, y mis entrañas van a concebir». Y fue la primera noche que Joaquín descansó en su casa.

Luego, cumplidos los nueve meses, Ana dio a luz y le preguntó a la comadrona: «¿Qué es lo que he dado a luz?” Esta le respondió: «Una hija». Ana prosiguió: “¡En este día mi alma fue glorificada!», y acostó a la criatura. Después de cumplirse los días establecidos, “ella se levantó, se lavó, le dio el pecho a su criatura, y la llamó María”.

La Iglesia llama «la primera fiesta del año» a la fiesta de la Natividad de la Virgen, porque anteriormente el año comenzaba el primer día de septiembre, y no el primero de enero. Esto me parece más lógico; nosotros comenzamos nuestra actividad más bien en otoño que a mediados del invierno. Esta fiesta de la Nueva Alianza está casi olvidada, esfumada en el mundo occidental de nuestros días. La Inmaculada Concepción, es decir la concepción inmaculada de la Virgen por Ana, su madre, se amplificó considerablemente, mientras que el nacimiento de la Virgen casi no se festeja más. Y sin embargo es ella quien abre el ciclo de las grandes fiestas de la Encarnación del Cristo.

La infancia de María, así como sus últimos días en la tierra, no son relatados por ninguno de los cuatro evangelios, ni por los Cánones de las Santas Escrituras. ¿Cómo conocemos, entonces, los detalles de su nacimiento, de su entrada en el templo, de las circunstancias de su vida desde el comienzo hasta el día de la Anunciación? En primer lugar, por esa palabra que los hombres exteriores no conocen, pero que los hijos de la Iglesia oyen: la Tradición. De esta Tradición Nuestro Señor dice: «Todos vosotros sabéis, amigos míos, y yo lo repito a menudo, que si reuniéramos la totalidad de lo que la Iglesia ha anunciado y escrito, no sería sino una gota de agua en el océano de su enseñanza tomada en su plenitud”. Pero, además de esta tradición oral, no develada, poseemos algunos documentos, el más conocido de los cuales es el Proto-Evangelio de Santiago. Era leído en Francia y en Bizancio hasta alrededor del siglo VII en las fiestas de la Virgen. El texto que tenemos hoy, y que cuenta la juventud de María, es del siglo IV; presumimos que es una compilación de tres o cuatro manuscritos más antiguos. Aparte de este Proto-Evangelio de Santiago, existen los que llamamos los Apócrifos, que nos dan detalles sobre la natividad de la Madre de Dios. No voy a repetir lo que habéis oído hoy en esta lectura de los pasajes del Proto-Evangelio de Santiago sobre la venida al mundo de la Virgen.

¿Cuál es el sentido de este misterio? ¿Por qué festejamos esta natividad? Ciertamente porque María se convirtió en la Madre de Nuestro Dios. Pero esta fiesta tiene diversos aspectos, y yo querría insistir en uno de ellos, el de la Resurreción.

En efecto, leemos en la Biblia estas cosas extrañas: que las grandes mujeres, las madres de los grandes seres, a menudo fueron estériles _Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón . . ._. Ana fue estéril durante mucho tiempo, hasta su vejez, y es recién entonces, cuando ya había perdido toda esperanza porque en cierta manera la naturaleza ya estaba debilitada, como una tierra árida, en ese momento, la Bendición divina produce algo análogo a la transfiguración del mundo y a la Resurrección. Ana se volvió fecunda como los mortales se volverán inmortales, como las cosas corruptibles se volverán incorruptibles. A través de esta serie de hechos, desde Sara hasta la madre de María, Dios prepara a la humanidad para el segundo milagro de Su economía, la transfiguración y la resurrección de la naturaleza. El proclama: Lo que parece imposible es posible; lo que parece estéril puede volverse fértil; ¡lo que está muerto resucitará! Ya lo veis, el nacimiento de la Virgen es el primer gesto de la Resurrección del Cristo, y de la resurrección universal.

Pero esta natividad está precedida por una larga y dolorosa espera. Joaquín y Ana no tenían hijos, y la esterilidad era un oprobio entre los judíos. Para ese pueblo de Israel, siempre a la espera del Mesías, el nacimiento de una criatura era una de las más hermosas bendiciones. Y he aquí que los justos, los íntegros, los sabios, los iluminados, Joaquín y Ana, alcanzaban la vejez sin descendientes. ¿Es que Dios quería castigarlos? ¿Quería Dios abandonarlos? Ellos soportaban su calvario antes de la resurrección. Pero María aparece, y la esterilidad reverdece y se convierte en fuente de vida, al igual que la tumba del Cristo.

Los grandes acontecimientos, las resurrecciones, las transformaciones de las almas, de los pueblos y del mundo entero, se preparan a través de una larga paciencia. En apariencia nada sucede, y todo se desarrolla como si el incrédulo tuviera razón. Anunciamos la Segunda Venida del Cristo, la resurrección, la transfiguración del universo, y los siglos pasan. ¿Se necesitará un millón de años? Tal vez. ¿Dos días? No sé. Tenemos la impresión de que la promesa divina se aleja, desaparece; y esto hasta un punto tal que los racionalistas pensaban, al leer las Santas Escrituras y el Evangelio, que Nuestro Señor y Sus apóstoles estaban persuadidos de que todo se cumpliría antes de su muerte. Jamás dijeron esto. Pero, aquél que cree y espera sabe que la transfiguración y la resurrección pueden producirse mañana, en un segundo, o en mil años . . .

¿Por qué quiere Dios esta espera? ¿Por qué Joaquín y Ana debían llegar a una edad avanzada –setenta, u ochenta años– como Sara? ¿Por qué nosotros los cristianos somos el hazmerreir del mundo cuando hablamos de resurrección universal o de transfiguración, y por qué aquéllos que están afuera pueden clamar: «Anunciad, afirmad, repetid, ¿qué prueba tenéis?». ¿Mañana? ¡Y los milenios se suceden! ¿Por qué esta prueba terrible? ¿Por qué hay que golpear para que Dios abra; combatir, buscarlo para encontrarlo? Pero, y sobre todo, ¿por qué un sufrimiento tan pesado es impuesto más a los justos que a los pecadores? ¿No podrá el Todopoderoso manifestarse rápidamente, y dejar un cierto consuelo?

La respuesta está en el dogma de la comunión de los santos. Joaquín y Ana, Isaac y Rebeca, Abraham y Sara, todos los justos de la tierra, son duramente probados por Dios, no sólo para dar un ejemplo de valor a los demás, sino porque representan a la humanidad y la recapitulan. Al aproximarnos a Dios, nos aproximamos a nuestros hermanos, y al aproximarnos a ellos tomamos sobre nosotros su pesada carga. La humanidad antigua suspiró tanto tiempo por el Cristo; Joaquín y Ana esperaron tanto tiempo el nacimiento de María; desde hace tanto tiempo esperamos la transfiguración de todas las cosas, porque aquéllos que perseveran, llenos de esperanza, van hacia Dios, llevan sobre sus espaldas a todos aquéllos que han perdido la fe. No son sólo Joaquín y Ana los que engendraron a la Virgen, sino nosotros por ellos, los difuntos y los vivos, los hombres alejados y los que están cerca de Dios. En ellos la humanidad fue escuchada y se le otorgó; golpeó, y el Señor abrió; pidió y recibió.

Si este domingo no hubiese sido la fiesta de la Natividad de la Virgen, hubiéramos leído el Evangelio de los diez leprosos –que representan la totalidad del mundo– sanados por el Cristo. Nueve se fueron sin agradecérselo, sólo el décimo volvió para darle gracias. Amigos míos, seamos ese décimo leproso, y bendigamos a Dios porque hemos sido escuchados y colmados. ¿Cuál es el don insigne y la sanación que nos han sido dados? María. Ella es el producto y la flor del pasado, del presente y del futuro. Ya no somos áridos, porque hemos puesto en el mundo al Templo del Señor, la Reina de los cielos, la Perfección de la criatura. Que nadie se atreva más a decir que es un inútil, o que ha fracasado en la vida. El hombre puede colocarse ante la Faz de su Maestro y Señor, la Divina Trinidad, y decirle: «Dios mío, soy pecador, pero gracias a nuestra esperanza, nuestra prueba, nuestra fe, podemos ofrecerte la carne de nuestra carne, la sangre de nuestra sangre, el espíritu de nuestro espíritu, el alma de nuestra alma: María la Virgen. He aquí nuestra ofrenda incomparable». Y Dios, contemplando esa obra de arte, puede respondernos: «Yo vengo hacia vosotros, Me convierto en uno de vosotros».

A El alabanza y gloria. ¡Amén!

SAN MIGUEL
Destilador del óleo santo

Decimooctavo Domingo después de Pentecostés

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

¡Durante toda la vida aprendemos cosas, grandes o pequeñas, siempre estamos en la escuela!

En el deseo de conferir más solemnidad a la fiesta del Arcángel Miguel _que recientemente dio a nuestra Iglesia una muestra insigne de su protección_, tuve la idea de correr la fiesta al domingo –este año la retrasé un día–, y luego me di cuenta que, sin saberlo, me unía a la Tradición. En efecto, además de las fechas del 8 de mayo, del 29 de septiembre y del 16 de octubre, el décimooctavo domingo después de Pentecostés –hasta hace poco– estaba consagrado a Miguel Arcángel y a los ángeles. Esta costumbre es más antigua y más tradicional que el 29 de septiembre. Así, este año tendremos dos días de fiesta de San Miguel.

Mañana terminaremos la octava de plegarias por Francia al Gran Arcángel, conservando la firme esperanza de que nuestro país, protegido de todo peligro, tomará el camino trazado por la Voluntad Divina.

Pero yo querría decir algunas palabras sobre el milagro de nuestro icono de San Miguel.

Vosotros sabéis que desde el mes de mayo está destilando óleo santificado y oloroso. Este tipo de milagro es muy conocido en la historia de la Iglesia; el caso más frecuente es el de los huesos o los cuerpos de los santos que embalsaman o expiden un líquido perfumado. Este líquido es una especie de óleo; a veces se produce en cantidad tal que a dicho fenómeno se lo llama «multiplicación de las parcelas». Es la prolongación del milagro de la multiplicación de los panes, pudiendo, un huesito, llenar cubos enteros de óleo perfumado. Os puedo citar el ejemplo, en Kiev, de esos tres cráneos de anacoretas, que fueron sometidos a una experiencia científica. Se los colocó durante toda una noche en un horno muy fuerte para secarlos; a la mañana siguiente encontraron que el horno desbordaba de óleo, con el que se llenaron muchos cubos. San Nicolás, cuyas reliquias se encuentran en Bari, es el más renombrado destilador de mirra.

¿Qué significa este fenómeno? A algunos les causará alegría; otros se sentirán casi chocados, aunque en nuestra época nos sintamos menos incómodos frente a esta clase de manifestaciones, pero cincuenta años atrás pienso que la mayoría de los fieles se hubieran sentido sorprendidos o chocados, pues se había asumido muy firmemente la costumbre de separar el mundo espiritual y moral del mundo físico.

La primera explicación de este milagro es que el espíritu y la materia se compenetran; la materia actúa sobre el espíritu, y el espíritu puede y debe transformar la materia. Existe un coloquio permanente entre el cielo y la tierra. Así, los ángeles están aquí invisiblemente presentes, mientras que, al mismo tiempo, nuestras ofrendas de pan y vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Cristo, y nosotros mismos nos elevamos místicamente hacia el cielo. Cuando celebra a los santos, la Iglesia canta: «Son los hombres del cielo, y los ángeles de la tierra».

Esta penetración mutua de lo espiritual y lo material, de lo divino y lo creado; este camino simultáneo hacia lo alto y hacia lo bajo, como en la escala de Jacob, es la primera lección del milagro, y nos demuestra que las separaciones y las luchas entre el espíritu y la carne son debidas a nuestro estado de pecado. En efecto, si la materia y el espíritu estuvieran verdaderamente separados, si no existiera ninguna comunicación entre ellos, ¿qué anunciaría esto? ¡La muerte! ¡Qué es la muerte sino la separación de lo superior de lo inferior! ¡Qué es la muerte sino la separación con Dios! Qué es la vida sino la compenetración. Existen las bodas místicas entre lo alto y lo bajo, entre el espíritu y la materia, pero también existe el divorcio traído por el pecado y la muerte.

Cuando un hecho milagroso se presenta a nosotros –ya sea un cuadro pintado cuyos colores se renuevan sin ayuda humana, o un objeto que, repentinamente, expande otra materia– es la materia la que destila materia, es el icono el que destila óleo, y nos acercamos a un milagro material. ¿Cuál es su sentido? Este fenómeno expresa una boda mística, es decir que este cuadro, o este óleo, han sido colmados por el Espíritu Santo, que se ha establecido una boda mística entre el espíritu y la materia. Entonces la materia se convierte en las primicias del mundo nuevo, en donde nuestro cuerpo será espiritualizado y se manifestará nuestro espíritu.

En realidad, todos nosotros destilamos el óleo santo, el perfume y la luz, por lo menos potencialmente, porque habiendo recibido el Espíritu Santo en la Confirmación, poseemos esos elementos. No aparecen en razón del divorcio que existe entre nuestro espíritu y nuestra carne, que todavía no hemos superado. San Pablo escribe: «La carne combate al espíritu».

Los santos que llegaron a un cierto grado de santidad, a veces iluminaban físicamente las tinieblas, y de sus cuerpos se desprendía un olor dulce. Al decir físicamente quiero significar un fenómeno físico que contiene la plenitud de la gracia. Recordáis ese pasaje en que el Apóstol Juan dice que todos nosotros estamos ungidos con el óleo santo. ¿Es una imagen? Sí. ¿Es un símbolo? Sí. Pero es un símbolo concreto, porque llegará el día en que los símbolos se identificarán con la materia y se manifestarán por la potencia del espíritu.

Segundo sentido del milagro: nada es inútil, y el azar no existe para el cristiano; decía el patriarca Sergio: Nada de accidentes; nada de sinrazón en los acontecimientos; no sólo en los más ínfimos sino también en los sublimes.

Entonces podemos preguntarnos por qué ha querido Dios que en nuestro pequeño grupo, en nuestra modesta Iglesia Católica Ortodoxa de Francia, tuviera lugar este milagro.

A veces, los signos del cielo nos llegan la víspera de las pruebas –ese es su sentido consolador–, nos son enviados para corregir nuestra debilidad –¡lo que ya es mucho!–; nos traen la aprobación del camino elegido. Cuando Israel le pidió un rey a Dios, ¿qué hizo el profeta? Designó y ungió al nuevo rey con óleo santo. ¿Por qué esta unción de Saúl o de David? –el dulce rey recibió la unción dieciocho años antes de tomar el poder–, sino porque ella es el sello, la aprobación, la aceptación del cielo que dice a través del símbolo: «Este será rey». Para nosotros, el milagro de nuestro icono de Miguel Arcángel concretiza la palabra de Dios: «Yo te unjo, mi pueblo real. No dudes. Yo ungí a Mi servidor David». Yo quiero que Mi pueblo real, esta pequeña Iglesia Ortodoxa de Francia, sea también aprobada por Mi Espíritu.

Pero, ¿por qué el Arcángel Miguel, y no la Virgen? ¿Por qué en tales circunstancias y en tal forma? ¿Qué relación hay entre esta unción, esta destilación del óleo, y el Serafín?

Porque Miguel Arcángel representa la lucha espiritual. Es él quien combatió con Satanaël y salió victorioso del combate. El primer mensaje que nuestra Iglesia Ortodoxa debe aportar a los demás es la lucha espiritual. Me explicaré. Muchas religiones, o escuelas espirituales, enseñan que hay que remitirse a la gracia, orar a Dios, y Dios dará lo que dará. Otros aconsejan basar la vida espiritual en el temor al mal, y evitarlo para no ser castigados, etc., etc. Pero, según San Miguel y los Padres del Desierto, nuestra vida espiritual debe ser una perpetua lucha interior. Es necesario, para traer la paz a los pueblos y a las naciones, combatirse a sí mismo de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. En la vida, algunos perezosos son desgraciados precisamente porque son perezosos; de repente algo se pone en movimiento en ellos, y llega la felicidad. Lo mismo sucede con la paz interior: está al final de la lucha.

Además, la Providencia quiso que nuestro icono milagroso fuera el de San Miguel, el ángel que protege a Francia –porque cada pueblo está dirigido por «su ángel», dice el profeta Daniel–; esto para mostrarnos –¡qué paradoja!– que nuestra pequeña Iglesia está ligada al destino de nuestro país.

En fin, este milagro lo uno a otro milagro que me impresionó mucho, hasta me preocupó: un día, celebrando la liturgia de los enfermos, me di cuenta –al ir a dar la comunión– que mi mano chorreaba óleo; anuncio de que Dios acordará a ciertos fieles de nuestra Iglesia –en razón de nuestra debilidad y de la de los otros– dones, gracias de sanación, de consuelo. Nos los dará porque el ser humano tiene necesidad de ser sostenido por los milagros.

En realidad, amigos míos, el milagro de los milagros, ¿no es acaso la Eucaristía? Pocas personas lo comprenden. Creemos en ella, la aceptamos, pero ¿cuántos la vivimos? Porque ella esconde púdicamente, bajo el signo, la realidad espiritual. La verdadera boda espiritual se produce en cada misa: es la comunión. La Eucaristía está allí, presente, detrás de la cortina que sólo puede ser atravesada por una fe sólida, mientras que el milagro, que se manifiesta visiblemente, sostiene la fe. Ciertamente no quiero disminuir el milagro visible, que son las primicias, una etapa de lo que aparecerá al fin de los tiempos, cuando la Eucaristía, no sólo alcanzada por la fe, la confianza y la confesión, sino liberada de la cortina de símbolos, estallará en su realidad, plenitud de las bodas entre Dios y el universo.

Amén.

SAN DIONISIO
El conocimiento puro y la lucidez

9 de octubre

Epístola: Hechos 17/22-34

Evangelio: Lucas 12/1-8

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

El divino Dionisio nos presenta esta imagen simple y cautivante de un escultor que, para extraer la belleza del cuerpo humano de la piedra informe, hace saltar, elimina con los cinceles y a golpes de martillo los trozos inútiles. Con esta imagen nos introduce en el dominio de la teología llamada apofática o negativa: Dios no es esto, Dios no es aquello. Esta teología, este rechazo de conceptos inadecuados, conduce al conocimiento puro de Dios, sin mancha ni mezcla, sirviéndose de la purificación de nuestra alma y de nuestro pensamiento. No os engañéis, el hombre jamás piensa con pureza. El pensamiento íntegro es una ilusión. Os puede parecer que vuestro pensamiento es puro, pero en realidad, las pasiones y los movimientos inconscientes lo alimentan; influencias difícilmente discernibles, imponderables, obran sobre él.

La mayoría de las veces, el pensamiento llamado claro no es puro –a tal punto que los locos y los poseídos usan una lógica aparentemente impecable–. El pensamiento auténticamente puro brota del corazón: «Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios». Tiene necesidad de despejar, de esculpir en nuestra alma las bellezas primordiales y divinas, que son la imagen y la semejanza de Dios.

Lo que nos permitirá avanzar hacia la purificación es la penitencia, la toma de conciencia y la confesión de las capas interiores e impuramente confusas de nuestro ser. Mientras nuestro subconsciente se manifieste en el abismo de nuestra alma, a la manera de esas serpientes descriptas por San Dionisio en su turbadora visión que leímos ayer, nuestro pensamiento permanecerá extraño a lo Divino.

Estoy sorprendido al constatar cuántas doctrinas, cuántos «maestros espirituales», cuántos filósofos y cuántas religiones que por fuera son atrayentes, en cuanto penetramos en ellas revelan la impureza. Disertan sobre la divinidad, sobre Dios, los ángeles, el alma; continuamente tienen en sus labios las palabras amor y luz, pero de pronto, en este resplandor espiritual, se levanta la fealdad que hay debajo de la ilusión. Atravesemos esta bruma, cavemos más lejos, y se derramará el pus nauseabundo.

No penséis que en la Iglesia, en la que el Espíritu Santo depositó la plenitud del conocimiento, como dice el apóstol Pablo –no penséis que en la Iglesia, como también dice San Ireneo– podamos obtener siempre la verdad y la verdadera gnosis, y que sus miembros sean capaces de captar el conocimiento con mano desnuda. Se adueñarán de ellas sólo si están purificados y son semejantes al escultor que se deshace de la materia informe e inútil a fin de encontrar los contornos perfectos de un cuerpo perfecto, el pensamiento perfecto en la visión pura. He aquí la razón que hará que el camino apofático de la teología negativa sea superior al de la teología positiva, cuya tarea es construir y definir.

¿Habéis notado que los grandes misterios de la Iglesia se definen más bien por negaciones –ni esto, ni aquello–? Nos aproximamos liberándonos. Por el contrario, aquél que quiera atravesar el misterio cristiano con la flecha de un pensamiento positivo se engañará, porque con esta flecha lanzará el veneno de su visión impura. Lo que quiero decir, amigos míos, es que el verdadero conocimiento no puede separar vuestro corazón de vuestra vida, que no podemos conocer las cosas santas y sagradas si no marchamos por el camino de la santidad, adquirido no a través de libros o de doctrinas, sino al precio del cambio y de la adhesión de nuestro ser total.

El psicoanálisis es una ciencia impura; sin embargo hizo retroceder nuestra ignorancia del alma, ignorancia profunda, sobre todo en el siglo pasado, que olvidó completamente la enseñanza de los Padres sobre el inconsciente del hombre.

El estudio de las doctrinas heréticas –de las falsas doctrinas que gravitan alrededor de la Iglesia– es interesante, porque descubre que lo esencial no es que se equivocan, o que sean limitadas y de corto alcance (herejía significa limitación), sino porque ellas están poseídas por el deseo de definir aquello que escapa a la definición simplista, siempre porque son orgullosas, fuera de la verdadera cuestión, incapaces de alcanzar la plenitud, porque prefieren su propia unidad. Su fondo es inevitablemente la impureza, que desarrolla todas sus gamas en su enseñanza sobre lo sublime. El apóstol Judas, y Santiago, y Pedro, dirán en sus Epístolas que ellas gustan porque halagan el oído de los hombres. Su clima equívoco y adulador hace que se las prefiera a esta Verdad que reclama el cambio del corazón y la lucha perpetua.

Querría sacar otra lección del Evangelio que acabamos de oír: «No temáis a vuestros enemigos exteriores, que pueden matar el cuerpo, más bien temed al diablo, que puede matar vuestra alma y vuestro cuerpo»; y un poco más lejos: «No temáis nada, porque vuestros cabellos están contados».

¡Así que nuestros cabellos están contados! Temed, y no temáis; la misma palabra para designar dos sentimientos contrarios. Temed a aquél que puede mataros, y no temáis. ¿Es una contradicción?

Cuando Nuestro Señor previene: «Temed más bien a aquél que puede matar vuestra alma», El indica precisamente que no debemos instalarnos en un estado de temor, de temblor interior, sino que debemos mantenernos lúcidos ante el peligro. Según el Apóstol Pablo nuestra guerra no es contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus de aquí abajo. La lucidez se apoya en la vigilancia y discierne el peligro. Pero Nuestro Señor sabe que si El Se detiene en estas palabras: «Temed más bien a aquél que puede matar vuestra alma», las almas se estacionarán en este temor, en esta obsesión del mal, interpretando la palabra «temor» no en el sentido de lucidez, deslizándose a un estado de enervamiento, de pánico, en el complejo del mal y del diablo. El Se apresura a añadir: «¡No temáis, vosotros valéis más que los pajaritos, y todos los cabellos de vuestra cabeza están contados!» El nos tranquiliza. «Yo estoy con vosotros, el peligro del mal, o del maligno, no surge a menos que Yo lo permita, pues sé que podéis resistirlo si estáis Conmigo. ¡No temáis! Poned conscientemente vuestra vida en las manos de Dios, comprended que todo viene de El, que todo tiene un sentido divino, que el azar no existe, y Yo confesaré ante los ángeles a aquéllos que Me confesaron ante los hombres. ¡No temáis!»

¿Qué método emplear para llegar a una actitud semejante?

Confesad: «Soy cristiano, creo en el Cristo y en Su Encarnación». Luego practicad con valor Sus mandamientos, a pesar de las críticas y, sobre todo –y por excelencia– testimoniad al Cristo con un espíritu puro, preservándoos de las trampas de las doctrinas impuras. ¡Oh, sí!, amigos míos, confesad esta verdad que supera nuestra pequeña comprensión y nuestro corazón aún manchado. Incluso agregaría: confesad en contra, por arriba y por sobre vuestras posibilidades y vuestras debilidades. Porque, seamos sinceros, cuántas cosas son misteriosas en la Iglesia. Comprendemos esta palabra, pero aquélla otra nos sorprende . . . Asimilamos una gota del Misterio, y estamos rodeados por el océano de los misterios. En Cristo testimoniamos todo el Misterio confiadamente, dando ese salto _ese desapego del «yo», de la posesión que nos vuelve enfermizos_, y dejándonos poseer por la Verdad misma.

Nuestro abandono y nuestra fidelidad al Cristo nos colocan ya, por el Cristo y por el esfuerzo de pureza, cerca de los querubines.

Amén.

LA ORTODOXIA OCCIDENTAL
Y LA IGLESIA DE ORIENTE

En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

Amigos míos, como hoy es el día de mi cumpleaños, permitidme que, por excepción, no comente el Evangelio del domingo, sino que os hable de otro asunto; que os haga una especie de confesión, una puesta al día de la obra que yo dirijo, y en la cual colaboráis vosotros –es decir, la Ortodoxia Occidental, la Ortodoxia Francesa–, de lo que yo, humildemente, trato de aportar a este esfuerzo admirable, y lo que éste pueda producir en el futuro, si cumplimos con la voluntad divina.

¡La Ortodoxia Occidental! ¡La Ortodoxia Francesa! La definimos con estas dos palabras: «ortodoxia» y «occidental», o «francesa». El primer término: Ortodoxia, ¿qué significa? ¿Es algo anti-romano, anti-protestante? No es nada en «contra», porque estar en «contra» significa estar en espíritu de cisma.

La Ortodoxia es una palabra extraña que cubre una realidad maravillosa. La Ortodoxia es la fuente de todas las Iglesias, es la Iglesia misma como madre de las otras Iglesias; no es un retorno artificial hacia el pasado, sino es la presencia de esta fuente en los tiempos actuales.

La Ortodoxia es la predominancia de la vida cristiana sobre la doctrina abstracta; no es que ésta no nos instruya –lo hace «a tiempo y a contratiempo»–, y no porque deje de lado la inteligencia –la alimenta con el conocimiento de la teología, y fortifica nuestra voluntad–; pero por encima del conocimiento abstracto, la Ortodoxia, a imagen de la Iglesia indivisa de los primeros siglos, o simplemente de la Iglesia, es la vida en esta Iglesia y en el Espíritu Santo.

Extraña Ortodoxia, extraña Iglesia primitiva, presente en los tiempos actuales. Ella no obliga a nadie y, sin embargo, nos unimos de tal manera a su verdad que ninguna prueba puede arrancarnos o separarnos de ella. ¿Por qué? Porque en las otras formas confesionales estamos ligados cada uno a nuestra confesión por la lógica humana, por interés espiritual, por obligación, y aún por temor a perdernos –fuera de la Iglesia no hay salvación–. Nos adherimos a algo fuera de nosotros mismos. El misterio de la Iglesia de los primeros cristianos, de la Ortodoxia de todos los tiempos, reside en el hecho de que estamos en ella más de lo que nos apegamos a ella. Conocí gente que, aún habiendo sufrido mucho durante su vida, y soportado numerosos ataques de incomprensión de parte de los ortodoxos, sin embargo no podía sustraerse de su apego a la Ortodoxia, sentimiento que podría ser comparado al apego a la tierra, a la patria. Cuando somos ortodoxos, lo somos orgánicamente, porque nos convertimos en el «Cuerpo del Cristo», no desde el punto de vista de una hermosa organización, o con el orgullo de pertenecer a una Iglesia inmensa, o porque nos sentimos fuertes en ella, sino porque somos «carne de su carne y hueso de sus huesos». Cuando Adán vio a Eva, exclamó: «¡He aquí la carne de mi carne, y los huesos de mis huesos!» La Iglesia del Cristo, que ahora llamamos «Ortodoxa», responde al Segundo Adán: «Nosotros somos la carne de Tu carne y los huesos de Tus huesos». A través de la Ortodoxia –unidad interior– sentimos correr por nuestras venas la sangre de la Virgen.

La Ortodoxia: ciertamente, allí donde está la libertad, a veces están las dificultades, las disputas, las incomprensiones; pero también está la unidad interior, semejante a la de un niño apegado a las entrañas de su madre. La Ortodoxia nos hace entrar en las entrañas maternales de la Iglesia que el Cristo rescató con Su Sangre. He aquí por qué, en la Ortodoxia, nosotros no tenemos ese terrible conflicto que desgarra tantas conciencias: conflicto entre la Iglesia y la ciencia, entre la Iglesia y el Estado, entre la Iglesia y nuestra conciencia. ¿Cuál es la razón de ello? Porque cuando hay conflicto, eso nos demuestra que la Iglesia no está inscripta en nosotros orgánicamente. Si se plantea un conflicto entre la Iglesia y mi conciencia, entre la Iglesia y mis convicciones políticas, entre su enseñanza y mis aspiraciones espirituales –iniciáticas o científicas–, es porque ella aún no se ha convertido en carne de mi carne, en huesos de mis huesos; es porque permanece exterior a mí, imponiéndose como una autoridad y doctrina exteriores. La enseñanza de la Iglesia Ortodoxa es diferente; nos introduce en los Misterios por medio de la liturgia y de la plegaria, a través de nuestra entrada en la comunidad, la entrada en su vida.

Pero hoy, aquí, deseo contaros la grandeza de las Iglesias Ortodoxas de Oriente. Esta grandeza no consiste sólo en que el alma eslava sepa orar tan bien, o que los griegos sean poetas tan maravillosos y únicos, como un Damasceno o un Romanos el Meloda. Tampoco consiste sólo en el sufrimiento soportado por innumerables mártires, mientras el Occidente gozaba de tranquilidad; verdaderamente, todo esto es grande, magnífico, y nos provee ejemplos admirables, dignos de apología, pero lo que es irremplazable en la Iglesia de Oriente es que ella ha guardado para nosotros, ha preservado a través de todas las vicisitudes y las dificultades de la historia de la humanidad, esta Iglesia-Madre, esta Iglesia orgánica, esta Iglesia que, interiormente, es Una, y que ha sabido colocar la Vida por encima de la abstracción, de la organización y del pensamiento. ¡Ella nos la ha preservado! Y si no hubiera habido Iglesia de Oriente para conservarnos intacto ese tesoro que llamamos Ortodoxia, hoy, en el siglo XX, no hubiéramos podido dar un salto atrás para volver a las fuentes. Porque, como me dijo un día un pastor de Ginebra con nostalgia de la Iglesia: «Nosotros, los protestantes, la buscamos; pero la tragedia es que la Iglesia no puede inventarse: estamos en ella, o no lo estamos en absoluto». Mi pensamiento vuela hacia las Iglesias Ortodoxas de Oriente y les dice: «¡Sed benditas! Veinte siglos han pasado, y habéis guardado intacto el legado, habéis protegido la fuente que viene de los siglos primitivos».

A todos nosotros, a Occidente, le incumbe hacer correr esta fuente aquí mismo. ¿Estamos acaso «contra» algo? No, amigos míos. ¡Pero la Ortodoxia es una necesidad para millares de almas! –las que no tengan necesidad de ella que permanezcan allí donde están–. Os aseguro que es una necesidad, un grito de multitudes y multitudes de almas –aquéllas que ya partieron, y las que aún viven, o las que vendrán–; una necesidad de reencontrar a la Iglesia indivisa, despojada de conflictos (conflictos entre mi conciencia y su enseñanza, entre mis convicciones y sus dogmas), sin crisis permanente entre su autoridad y mi libertad; crisis que se suscita porque la Iglesia perdió su unidad interior; y a raíz de esto, la autoridad, la doctrina y la unidad exterior se colocan por encima de la vida. Es, pues, una necesidad y, quiérase o no, haya o no dificultades, la Iglesia Ortodoxa crecerá, día a día, hasta alcanzar el número querido por Dios.

Y ahora, permitidme que os haga una confesión personal. Sin duda os preguntaréis por qué un ruso como yo ha dado toda su vida a esta Ortodoxia occidental y francesa. ¿No hubiera sido más natural que hoy, aquí en mi lugar, estuviese un francés? ¡Qué podré responderos!

Durante años seguí siendo laico, buscando a ese francés, a ese occidental cien por cien, capaz de ocupar este lugar. Desde 1925 a 1937 seguí buscando, rogando a Dios que me hiciese encontrar este hombre, diciéndole: «Señor, muéstramelo para que yo lo sirva y le entregue la obra. ¡Que venga y ocupe este lugar!”. Y no encontraba a nadie. Finalmente vino: era Monseñor Winnaert. Pero apenas había colocado las primeras piedras basales de la Iglesia ortodoxa occidental, Dios se lo llevó consigo. Al morir, me dijo: «Inclina tu cabeza y acepta trabajar en mi lugar». No pude rehusarme al que iba a abandonar esta tierra; incliné pues mi cabeza, y fui ordenado sacerdote. Acepté. Pero, amigos míos, al aceptar debía realizar un arduo trabajo . . .; porque –y aquí volvemos a la Ortodoxia occidental y francesa– por un lado yo tenía la seguridad de que yo mismo venía de esta fuente ortodoxa, de las profundidades de las entrañas ortodoxas, para traeros la doctrina pura; pero, al mismo tiempo, comprendía que tenía que cumplir con otro trabajo, un trabajo de abnegación, de entrega total. El Cristo dijo: «Aquél que no abandone a su padre y a su madre, no es digno de Mí». Para dedicarme a vosotros y a la obra, yo debía abandonar a mi padre y a mi madre, es decir, a mi pasado, a mi tradición cultural; debía casarme con Occidente, darle la espalda a Oriente, no a lo que tiene de precioso desde el punto de vista de la salvaguarda de la Ortodoxia, sino de lo que le es específico, y así sacrifiqué mi monaquismo. Y ahora, ya puedo decíroslo, soy verdaderamente el servidor cien por cien de Occidente y de Francia.

Es interesante acotar que en todos los países de Europa: Alemania, Italia, Suiza, Inglaterra, Holanda, vemos movimientos de retorno a la Ortodoxia. Sin embargo, pienso que Francia es la que debe tomar la antorcha. El pueblo francés posee una cualidad muy particular, que podríamos llamar espíritu caballeresco y misionero, «primero, servir a Dios». Hace diez años, en París, un archimandrita griego me decía: «Los griegos pensaron, los rusos sintieron, y los franceses realizaron». En Francia hay un espíritu de conquista, un espíritu de servicio, un espíritu de sacrificio por un ideal. Esta es la razón por la que yo creo que Francia realizará, aumentará, fortificará, propagará y confesará a esta Iglesia, ortodoxa en general, y occidental en particular. Y Dios me susurró que –si bien nos esperan muchas dificultades, muchos sufrimientos para purificarnos– no estamos lejos, sin embargo, de una realización maravillosa; y que esta Iglesia, al agrandarse, brindará infinidad de gracias a las almas, y ayudará a cantidad de seres a reencontrarse, no sólo en las pruebas personales, sino en las pruebas mundiales. Durante los períodos muy críticos que Europa tendrá que soportar muy pronto, nos dará la posibilidad de «conocer», con la esperanza de un Péguy, la potencia del Espíritu Santo, y nos permitirá atravesar las olas de este mundo con la cabeza en alto y confiados.

Que Dios sea alabado, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en los siglos de los siglos.

¡Amén!

TODOS LOS SANTOS

Evangelio: Mateo 5/1-12

El calendario occidental fija la fiesta de Todos los Santos el 1º de noviembre, hacia el final del año litúrgico que comienza con el primer domingo de Adviento. Esta fiesta tiene por lo tanto un carácter escatológico, apunta ya hacia el final de los tiempos y aporta una explicación, una enseñanza sobre el sentido de la historia de la humanidad, que en cierta manera (repito: en cierta manera) queda así justificada.

En efecto, esta historia nos parece absurda: cada revolución nos lleva a otra, y sin cesar la humanidad lucha. Pero más allá de la construcción y la destrucción de las civilizaciones hay algo que puede parecernos insensato.

Cuando se conoce bien la historia de esta humanidad, no se ve la razón de esos cambios hacia tal o cual otra forma de existencia, que al comienzo parecen liberarnos de las tiranías y luego llevan a una tiranía nueva, con otro aspecto. Sin embargo, la historia tiene un sentido –como la vida personal de cada uno de nosotros–, un sentido que exige que nuestra vida y la historia del mundo sean justificadas; y esta justificación está en la escatología, en la meta final del mundo, y se explica por Todos los Santos.

Oriente celebra la solemnidad de Todos los Santos después de Pentecostés para indicar que el Espíritu Santo actúa eficazmente de manera potente en el mundo y, por excelencia, palpablemente, por los Santos. Occidente celebra a Todos los Santos en el contexto de la historia, Oriente en el contexto de la acción y de la presencia del Espíritu Santo. Una vez más, dos visiones se completan; por una necesidad interior, una tradición local completa la otra, para manifestar la catolicidad y la plenitud de la Iglesia, la verdadera fe católica ortodoxa, que no es ni oriental ni occidental, sino universal. Por eso, la Ortodoxia es la plenitud sin restricciones, pues a la plenitud de la Verdad se opone la palabra “herejía”, que significa “aislado, sectario, limitado”.

Hoy quiero hablar sobre todo del Evangelio de las Bienaventuranzas. En efecto, si miramos el mundo de todos los tiempos, la humanidad vive con un ritmo somnolente. Como dice el Cristo: “En los últimos tiempos, como en tiempos del Diluvio, la gente se casará, hará buenos negocios . . .”, y no se dará cuenta de que los tiempos han acabado. Lejos de ese ritmo somnolente, la vigilancia, el despertar del alma y del espíritu de la humanidad, la vigilia –no física, sino espiritual–, es realizada por los Santos, “los que están plenamente despiertos”.

Actualmente, todo va hacia una cierta racionalización de la vida, pero una cosa falta a la humanidad, y por excelencia en nuestra época. Admitamos esta hipótesis: mañana ya no habrá hambrunas, ni enfermedades graves; admitamos que con el esfuerzo de la civilización, de la técnica, de la ciencia, lleguemos a un cierto bienestar. ¿Qué le faltaría esencialmente a todo ese progreso? Todo sería a-personal. Todo sería anónimo. Ya desde ahora nos enfrentamos con el problema del proletariado, el problema de los pueblos subdesarrollados, el problema de las masas. ¡No hay lugar para la persona!

¿Qué es esta multitud de Santos en la historia del mundo? Precisamente, ella da una respuesta de la persona y de la personalidad a la historia del mundo, y si no hubiera Santos en el mundo actual, no habría salida posible del anonimato. El a-personalismo tiene su valor, no lo niego, pero en la Trinidad no hay sólo la Divinidad, sino las Tres Personas. Del mismo modo, la humanidad necesita las personas. ¿Quién reemplazará a Dios y a los Santos? Unicamente la desesperación, la rebelión, y esta desesperación-rebelión es el grito de la humanidad que no puede existir anónimamente y hacerse totalmente a-personal. Un Santo no representa a un tipo, no se ubica en una categoría, sino que es una respuesta personal. Por eso llegamos, en el mundo actual, a esta paradoja: para que la persona humana surja ante Dios, las pruebas y las incomprensiones son indispensables.

El último acorde de las Bienaventuranzas es: “Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan . . .”. ¿Os dais cuenta de esta paradoja? Sois felices porque se os persigue, porque se os calumnia; sois bienaventurados porque tenéis sed de justicia. Y si tenéis sed de justicia es porque no la habéis obtenido. Bienaventurados si sois pobres por el espíritu: si sois pobres es porque sabéis que algo os falta. Mirad: ningún confort, ningún bienestar, ninguna quietud puede daros esta persona humana. Y a nuestra vida personal y nuestra vida colectiva llegan las pruebas, las persecuciones, las frustraciones, las inquietudes, los deseos de justicia que no podemos satisfacer. O bien esta otra paradoja: actitudes de misericordia, de pureza, de mansedumbre, que desembocan en un conflicto. Pero los Santos crecen en ese conflicto para hacer surgir la persona humana ante Dios, para clamar la necesidad de la presencia de Dios. Fuera de este campo de batalla no hay personas, sino individuos, tarjetas de visita, pasaportes. Los Santos son bienaventurados porque en su vida hay como dos fases: una, las pruebas para forjar la persona que parece sucumbir en la desesperación; la otra, la entrada en la bienaventuranza. ¡Bienaventurados, nueve veces bienaventurados: ese es el sentido de la prueba!

Aquí encontramos el gran misterio de las dos voluntades: esta multitud de Santos que la Iglesia siempre tuvo, y siempre tendrá, posee la libertad verdadera.

“Bienaventurados los pobres por el espíritu”, pobres porque necesitan a Dios. Aparentemente, el hombre de las Bienaventuranzas es un hombre débil; las Bienaventuranzas son lo opuesto a la psicología de un hombre satisfecho, de una humanidad satisfecha que proclama: “somos adultos, podemos caminar solos”. El hombre de las Bienaventuranzas es un hombre perseguido, de corazón contrito, un hombre que desea y no posee, que clama al Espíritu Santo: “Ven y habita en nosotros, purifícanos”. Sólo este hombre está en la plenitud de su libertad y puede presentarse ante la faz de Dios, pues en sus pruebas no sucumbe y se dirige a Dios, y dos voluntades –la de Dios y la del hombre– se unen. Por eso los himnos antiguos decían que los apóstoles, los mártires, los santos, los obispos, eran atletas. No os engañéis: en los santos el hombre se manifiesta plenamente como hombre. Sin el Espíritu Santo, sin Dios, el hombre no está completo.

Por eso hoy, al escuchar las Bienaventuranzas, pensando en la Purísima Virgen María, me preguntaba yo: ¿Dónde está la bienaventuranza de la Virgen? Ella recibe las palabras de Gabriel: “El Espíritu Santo descenderá sobre tí, te cubrirá”. Aceptó ser virgen y engendrar el Verbo del Espíritu Santo. Pero no dijo nada. José se turba, los vecinos también, hay un equívoco: ¿de dónde viene este niño?

María no vino sólo para engendrar la Iglesia virginalmente en la serenidad, sino que nos lanzó en este gran misterio: soportar sin reacción la turbación del ambiente. María inquieta a muchos hombres: ¡bienaventurada María, pues te insultarán! Hay toda una literatura. a lo largo de los siglos, que trata de disminuir la virginidad y la maternidad de María. Sin ese escándalo de María no se llega realmente a expresar la persona de María ante Dios en su verdadera humanidad. Ella es, por excelencia, la hipóstasis de la humanidad.

Por eso, el día de Todos los Santos, podemos decir: María, Madre de Dios, y vosotros, todos los Santos, benditos seáis, pues gracias a vosotros respiramos a pulmones llenos la presencia del Espíritu Santo en el mundo.