Canto Litúrgico e icono

Canto litúrgico e Icono

Maxime Kovalevsky (1903-1988)

Conferencia pronunciada en 1981, en el marco de una Sesión de Estudios Litúrgicos. Se ha mantenido el tono coloquial del texto original.[1]

¡Que los que siguieron mis cursos no se asombren si me repito un poco! En el campo de la música, hay que repetirse… Pero hoy, vamos a tratar sobre todo de establecer un puente entre el arte litúrgico visual y el arte litúrgico sonoro. Es un tema que no había sido seriamente explorado antes de nuestros días, en que contamos con estudios serios y, según mi opinión, casi exhaustivos sobre el icono en tanto que arte plástico, en tanto que arte visual de la liturgia. Como los iconógrafos presentes conocen todos los principios de su arte, me detendré más largamente sobre el problema de la música: ellos mismos encontrarán los puntos de comparación.

No hay que olvidar nunca que la liturgia es un arte en sí. Mientras hablemos de «arte litúrgico», es decir, del aporte de una iniciativa humana para embellecer o profundizar la liturgia, no estaremos totalmente en la realidad. Hay que llegar a la concepción que tenían ciertos Padres creadores de la liturgia, que veían en ella un «arte aparte».

En el fondo, deberíamos abandonar nuestra denominación de «arte litúrgico»… Cada vez que pintamos un icono, cada vez que cantamos, o que establecemos un espacio en el que nos reunimos para orar, deberíamos tratar de pensar que participamos de la creación de la liturgia en tanto que arte en sí. Se podrá decir que el arte litúrgico no existe: ¡la liturgia misma es un arte!

¿Qué quiere decir «arte»? El arte es una capacidad del hombre, dada por Dios, de hacer decir a las cosas simples, tomadas en su experiencia sensible, intelectual o espiritual, algo más profundo que lo que ellas mismas dicen. Es decir que el artista combina cosas en general simples: líneas, palabras, colores que, en sí, tienen cierto sentido. Pero por el hecho de ser manipuladas por el artista, adquieren una profundidad diferente, mayor. La combinación de elementos simples nos permite subir un escalón hacia una trascendencia más elevada que nosotros mismos. Con esta definición del arte, aun increyentes como Sartre o Malraux están enteramente de acuerdo. Ellos dicen que el artista que no hace participar a los otros de una transcendencia superior a la que normalmente le pertenece, no es un artista. Un artista es un ser que puede enriquecer a lo otros por su experiencia y por su capacidad de hacer decir a los cosas lo que no quieren decir de primera intención. Detrás de esas cosas, se encuentra una realidad superior por el hecho de que se las ha combinado de manera artística. El arte, para nosotros, es eso.

En esta perspectiva, el arte litúrgico es un lenguaje. Y la liturgia misma, entera, es un lenguaje que, por medio de cosas sensibles (sonido, visión, gesto) nos hace tocar otras cosas que, en el fondo, no pueden tocarse sin su intermedio.

Por esta razón, hay que ser muy prudente cuando estudiamos el arte litúrgico y la liturgia en general, porque, por su propia definición, ella misma transmite una revelación particular. Es decir que no hay un arte litúrgico en sí. El arte litúrgico budista no será el arte litúrgico cristiano, no será el arte litúrgico musulmán. El arte, precisamente, tiene esta capacidad de transmitir, de vehicular con precisión la revelación que debe transmitir. Es una noción extremadamente importante porque toda mezcla en este campo es un debilitamiento.

¡Hay que comprender esto muy bien! Muchas personas piensan: el arte religioso, desde el momento que se tiene una creencia, desde el momento que eleva, es el mismo…. ¡Esto no es cierto! La fuerza del arte litúrgico (y aquí sí diría : «de todo arte litúrgico») consiste en especificar, en precisar la revelación que transmite. Es muy importante. El arte griego antiguo, por ejemplo, representa de manera muy precisa cierta visión del mundo, cierta teología. La música griega tanto como el arte plástico de la antigüedad griega quieren elevar al que las practica hacia una transcendencia de un tipo diferente al de la revelación judeo-cristiana. Hay que ser conciente de que los préstamos y las influencias mutuas deben ser examinadas con precaución. Por esta razón, la Iglesia primitiva rechazó tanto la influencia de las grandes religiones paganas como la de la religión griega, que era bastante elevada. Y, en cierto sentido, rechazó la forma oficial de la revelación judía, es decir, la formadel Templo, en que oficiaban, además de «instrumentos sonoros» como dice el Salmo, los grandes sacerdotes hostiles al Cristo. Ella siguió la forma, sin instrumentos, de la Sinagoga donde Jesús, el Rabbi Ieshua, enseñaba.

Debemos darnos cuenta de que el cristianismo, en el momento en que se creó, tenía grandes dificultades. Estaba rodeado de un mundo muy poderoso. El mundo pagano era espiritualmente muy poderoso, no era cualquier cosa… La gente estaba convencida y era verdaderamente religiosa. No eran simplementes ateos corrompidos, como se cre que eran los romanos y los griegos de esta época. No. La gente del pueblo, así como los filósofos y los hombres de Estado, deducían de su religión una moral elevada, una moral a la que se atenían. El cristianismo se encontró ante adversarios serios que tenían algo que decir, y por esta razón, hay que saberlo, el arte cristiano se caracterizó al principio por un rechazo. El arte cristiano rechazó todo lo que lo rodeaba para buscar algo radicalmente diferente. Esto no se logra enseguida, pero el principio fue admitido desde el comienzo. Esto se ve sobre todo en el campo de la iconografía cristiana, cuando observamos su evolución. Al comienzo, ni los procedimientos, ni la estética ni la técnica eran diferentes de los de los frescos de Pompeya, por ejemplo. Los primeros balbuceos del arte cristiano utilizan todavía procedimientos y materiales del arte pagano greco-romano o celta si se trata de las Galias. Es progresivamente, con esfuerzo pero a partir siempre delbuen rechazo, que el arte litúrgico cristiano adquiere su originalidad. Hay que esperar a los siglos VIII y IX para que haya verdaderamente un arte que corresponda a lo que llamamos arte iconográfico, a lo que llamamos icono. Los primeros momunmentos típicamente cristianos, creo, son los mosaicos de Ravenna y los de todo el siglo VI. Es en la época de Justiniano que el arte visual cristiano adquiere su originalidad y se destina exclusivamente a transmitir la revelación cristiana.

Se observa un fenómeno análogo en el campo del arte sonoro, constituido por el discurso y el canto litúrgicos. Notarán que también está construido sobre rechazos, sobre rechazos serios. La Iglesia primitiva, los Padres y ya los Apóstoles rechazan todo instrumento de música, sobre todo las flautas, los tambores…. y rechazan igualmente todos los principios de refinamiento musical demasiado avanzados en los que habían caídos los griegos y los romanos de la época del Cristo. Era un arte extremadamente decadente. Y al mismo tiempo, rechazan el esplendor del Templo de Jerusalén para seguir la discreción de la Sinagoga.

Estamos pues en una situación en que encontramos dos rechazos importantes. Es esto lo que dio fuerza al arte cristiano. Bajo un celemín de rechazos voluntaria y concientemente aceptados, y también bajo la cubierta de las persecuciones, el cristianismo encubó un genio particular que resplandece luego en el arte cristiano de los siglos VIII al X, y hasta el siglo XII. El siglo XIII empieza ya a declinar. ¡Es algo diferente que comienza!

Ya he hablado mucho del problema que se plantea para la música. Pero hay que volver a hablar para eliminar los malentendidos. ¿Por qué? Porque hoy intentamos hacer revivir la verdadera Tradición. Pero para hacer revivir esta verdadera Tradición, hay que saber rechazar. Si no sabemos rechazar, nos quedamos en la costumbre. […]

En nuestra juventud, siglos XIX y XX, prácticamente estábamos en vísperas de un retorno a la tradición litúrgica. Pero no teníamos suficiente coraje para salir de las «costumbres». Lo digo en todos mis cursos, en todas mis conferencias, y nunca lo repetiré lo suficiente: Nosotros buscamos la Tradición… Ahora bien, ¿cuál es el enemigo de la tradición, su mayor enemigo? Tanto en el campo de la iconografía, del canto litúrgico, de la teología o simplemente en la vida corriente, cuando queremos transformarlos y hacerlos cristianos, este enemigo es la costumbre, la rutina.

El gran enemigo de todos nuestros esfuerzos de trabajo, es la costumbre contra la cual hay que luchar día y noche… porque aun la tradición que reencontramos, que adquirimos con el sudor de la frente, por nuestro trabajo… se convierte fácilmente en costumbre. Hay que volver y volver a reflexionar a cada instante sobre lo que hacemos para controlarnos, para ver lo que es auténtico y lo que es rutina. La rutina se instala muy muy rápido, y contra ella hay que luchar. Y el instrumento de esta lucha es el estudio de la Historia y de las cosas bien concretas… Si Dios nos ayuda, el Espíritu Santo nos conduce; y hay gente que tiene intuiciones, como mi hermano Eugraf, como yo mismo. En ese sentido, soy más intuitivo que sabio. Y todos los sabios son intuitivos.

Está pues la intuición y está también el estudio. Cosa curiosa: cuando uno estudia la técnica, uno se libera de las costumbres…. pero a condición de estudiar con mucho rigor. Es decir que hay que conocer la técnica como la conocen Ouspensky y los iconógrafos que trabajan para adquirirla. Mientras no se la conoce seriamente, no se puede avanzar. Esto puede parecer curioso… Si yo no soy un verdadero iconógrafo es porque, de joven, no quería sujetarme a la técnica. Sí, yo me decía que no es importante tomar una tabla, prepararla, tomar pigmentos y huevo… ¿Para qué todo eso? Se puede tomar un papel o un pedazo de hierro… Y bien, no. Porque el desarrollo orgánico está ligado al estudio de la técnica.

La técnica no termina nunca. Cuando adquirimos cierta técnica, vemos que hay que ir más lejos, y eso es también un hecho interesante. Hablo del que quiere estudiar seriamente la técnica. Si lo hace superficialmente, si sabe que hay que preparar una tabla y tomar colores al huevo, pero se detiene allí, empieza a pintar de manera rutinaria. Caerá en la costumbre y todo el beneficio de su trabajo quedará anulado.

Lo propio de la técnica -y esto se constata sobre todo en la música, en el canto- es que nunca se llega al resultado final. Siempre estamos a medio camino. Y cuanto más se avanza en el conocimiento de las técnicas, más se ve su propia imperfección…. Es una manera bastante simple de adquirir la humildad, la gran virtud de la humildad que no consiste en absoluto en decir: «soy el último de los pecadores», sino en decir: «soy como soy». Cuando se estudia la técnica, chocamos todo el tiempo con imposibilidades, y entonces vemos bastante rápidamente lo que realmente somos. Los que estudian el arte de manera teórica no se dan cuenta exactamente de lo que hablan: hay que poner la mano en la masa para comprender de qué hablamos.

Y aquí hay una analogía completa entre las artes visuales por una parte, que son la pintura, la escultura; y por otra parte el arte sonoro, que forma parte integrante de la liturgia, y quizás la parte más importante. Y sin querer ofender a los iconógrafos, diré que si se puede, probablemente, hacer un oficio sin icono, no se puede hacerlo sin sonido… Si no hay cierta sonorización, al menos al hablar, no hay liturgia.

La liturgia es ante todo el servicio del Verbo, el servicio de la palabra y de la palabra que suena, el servicio de lo «sonoro». Y llegamos aquí a un problema extremadamente importante para nuestro tiempo, y que no se plantea de la misma manera para las artes visuales: el problema de la audición.

El Cristo dijo: El que tiene oídos, que oiga, y Hay quienes tienen oídos y no oyen. Pero en ninguna parte, en ninguna parte en el Evangelio, dice: Tienen que cantar. Cantaban, el Cristo cantó con los apóstoles, es verdad. Cantó y habló: pero entonces hablar y cantar era lo mismo. La manera de hablar del Cristo, de los apóstoles, de los Padres, era evidentemente música: palabra santificada por la música… Lo «sonoro» era un campo santificado.

Hay aquí algo extremadamente importante, que distingue el arte litúrgico sonoro del arte litúgico visual: el arte sonoro prevé obligatoriamente la virtud de la audición. ¿Por qué? Yo mismo lo descubrí no hace mucho… Porque en el mundo espiritual, uno no puede elevarse sin morir y resucitar. No se puede… Este es el gran misterio del cristianismo.

La cosa más simple, la que cada uno de nosotros puede hacer, es escuchar. Ahora bien, en el fondo, cuando se escucha, hay un momentito en que se muere… porque si no se «muere», no se muere a sí mismo, no se escucha realmente. Pues durante la audición, es el otro o Dios quien vive en nuestro lugar. Y cuando se escuchó de manera totalmente atenta y profunda, por lo tanto sin «existir» en ese momento, se resucita enriquecido. Es un aspecto del arte litúrgico sonoro que fue un poco olvidado en los últimos siglos. Se escuchaba superficialmente. Y es la liturgia la que nos ejercita de manera particular en este «arte». En la vida corriente, podemos también ejercitarnos. Todos podemos ejercitarnos, escuchando hasta el final la frase del que nos habla, por ejemplo… ¡Es difícil, muy difícil! En general escuchamos un poco y creemos que adivinamos la continuación… Yo tengo siempre ese terrible defecto. Como tengo mucha experiencia, yo «sé» lo que los otros van a decir, y me digo: es esto o aquello… Y me quito la posibilidad de aprender algo nuevo, porque estipulo que no hay nada nuevo. Yo estipulo que sé todo…. Uds. me comprenden…

Por lo tanto, escuchar es enriquecerse. Porque en el arte sonoro hay una distinción en dos elementos coexistentes y equivalentes: es necesario que haya alguien para escuchar el sonido emitido por otro. Un icono, un monumento existen por ellos mismos. Una estatua está allí aun si nadie la mira. El arte sonoro no tiene existencia propia. Sin llegar al campo litúrgico, tomemos el ejemplo de una sinfonía. Una sinfonía «es» cuando una orquesta la ejecuta y, al mismo tiempo, un auditorio la escucha. Cuando se termina, ya no existe, desaparece del mundo físico. Por esencia, la música es fugitiva. La piedra resiste, el dibujo resiste, subsiste. La música sólo existe en función de la colaboración de tres elementos: el creador, el intérprete y el auditorio. Si tenemos una sinfonía, pero no tenemos intérprete, eso se convierte en una partitura en un armario. No es una sinfonía, es un papel. Si en la sala no hay público, eso no sirve de nada. Evidentemente, los músicos pueden divertirse escuchándose… Sí, sin duda… Pero en ese caso, son ellos los oyentes.

La música es esencialmente un arte que reclama la colaboración. No es el arte de un hombre aislado. Por esta razón, la Iglesia y los Padres estuvieron tan atentos a la música litúrgica: porque ella reclama naturalmente la participación. Pero miren: yo mismo enuncio inmediatamente una objeción. Miren todo lo que los Padres, todo lo que el Cristo, todo lo que la gente con experiencia dice de la participación, por ejemplo, de la participación de los fieles. En el siglo XIX y a comienzos del XX, cuando se dice «participación», se tiene siempre la impresión de que se está obligando a los fieles a gritar. Sí: participar por la voz cuando es necesario, pero en cierta medida y en ciertos límites.

La verdadera participación en el arte litúrgico es en primer lugar la audición. La audición y la memoria. Esa es la función del pueblo real. Debe ante todo aprender a escuchar para instruirse: es su deber primero. Con Madeleine, mi esposa, hacemos ahora una experiencia muy interesante: no cantamos más en el coro, o muy raramente. Nos quedamos en la asamblea. Es muy interesante si se sigue exactamente lo que la Iglesia quiere. Si se escucha cuando hay que escuchar, si se canta cuando hay que cantar, es extremadamente enriquecedor. Porque la Iglesia nos ofrece aquello de lo que hablé: nos ofrece la muerte y la resurrección. Desaparecemos para escuchar lo que se nos da, para ser luego enriquecidos.

Pero hay también cosas que deben ser cantadas por todo el mundo. No hay ninguna razón para que sea el coro o gente a quien se paga para eso los que dicen: «¡Amén!» ¡Eso no! Pero resulta que es eso lo que ocurrió en la historia de la música, y es eso lo que provocó la complicación de los cantos. ¡Se sobrecargaron los oficios porque no valía la pena que se pagara a cantores para que dijeran solamente «Amén»! Cuando se empezó a utilizar y a pagar a profesionales se debió inventar para ellos cosas complicadas, ¿comprenden? Pero la participación sonora del pueblo es igualmente necesaria, pues son respuestas y aclamaciones que confirman la validez de la palabra y de la acción del celebrante.

Creo que la audición es la manera de participar más difícil de adquirir, pero cuando se la ha adquirido, uno se impregna de toda la riqueza de la liturgia. Hay que saber que tanto en los países ortodoxos como en los países católicos había buenos coros, cuyos problemas habían sido seriamente estudiados, sobre todo en los monasterios. Pero para ser admitido en un coro, en general se «escuchaba» sin cantar durante dos años antes de acceder a los ensayos. Porque es a fuerza de oír atentamente que se forma el oído. En nuestra cultura, hay un defecto que Jousse definió muy bien: somos «papívoros». Algo que no se puso sobre papel no existe del todo para nosotros. Es muy curioso… Por ejemplo, algo publicado en un diario, una revista o sobre todo un libro científico, tiene más peso que algo dicho. ¡Y esto es rigurosamente falso! Por el contrario, toda inscripción, toda fijación por escrito es peligrosa porque detiene la profundización del conocimiento. Una vez escrito, queda formulado, y ya está…

Por lo tanto, en el arte litúrgico sonoro, es la oralidad la que cumple la función mayor. ¿A qué corresponde esto en el arte iconográfico? También aquí hay un elemento de analogía: es la mano. Se aprende por la mano, no se aprende por la inteligencia. No se escribe un tratado de referencia o un trabajo de licenciatura sobre un icono, se pinta un icono. Se hacen tesis de doctorado sobre el icono, pero eso es otra cosa. Es tan necesario como los estudios, muy útiles, sobre liturgia, sin los cuales estaríamos siempre en el estado lamentable del siglo XIX. ¡Felizmente, se empezó a estudiar! Pero lo verdaderos liturgistas saben que no saben nada si no celebran, es decir, si no participan realmente en la liturgia. Sin lo cual no aprenden nada, o aprenden cosas un poco «laterales», secundarias.

¿Cómo hacer valer este elemento sonoro, cómo hacer? ¡Porque alguien debe hacerlo! Ese es el deber y la terrible responsabilidad del clero y del coro. Como para el iconógrafo, su problema consiste en sacar a la luz cosas que todo el mundo sabe… pero sin saberlo concientemente. Es necesario que haya personas que se consagran a la presentación sonora de la enseñanza, la que aporta materia para la audición en la liturgia. Y aquí la cosa se complica, aunque queda más clara para el iconógrafo. No hay que hacer oír cualquier cosa y de cualquier manera. En el campo de la audición, como en el del icono, hay… no diría reglas, sino ciertas leyes que se deducen de la experiencia de muchos siglos y permiten dar un alimento satisfactorio. No olviden que el cristianismo nunca fue y nunca será una religión de espontaneidad, tal como era comprendida en la época del romanticismo del siglo XIX. Tomar nuestra primera reacción como un signo de conocimiento es un error. Puede ser tan buena como falsa. Siempre cito este hecho: el Cristo resucitado, ¿a quién Se aparece en primer lugar? Se le aparece a María Magdalena. Ella no Lo reconoce al comienzo, y luego, de pronto Lo reconoce. ¿Y ella qué dice? No le dice: «Oh Dios mío, Señor mío, mi Jesús bienamado». Dice: «Rabbuni», es decir «maestro», «profesor».

El cristianismo es una fe, pero también una doctrina, una enseñanza. Nos elevamos y nos perfeccionamos lentamente por la asimilación de una enseñanza. Jamás hay que olvidarlo. No existe una enseñanza que nos cae encima y que queda estática. Nosotros escuchamos, la verdadera enseñanza se hace por la audición. Y entonces vemos qué terrible es la responsabilidad de los que sonorizan esta enseñanza, porque una mala ejecución deforma. Si alguien canta canta la Palabra sagrada y nadie entiende sus palabras…, y bueno, ¡es un criminal! Si un presbítero o un diácono no hace oír claramente la Palabra, ¡es un criminal! ¡No debemos olvidar esto! No hay que tener complejos. Nuestra Liturgia ortodoxa es la enseñanza oral del cristianismo, y recuerdo que los ortodoxos no tienen misal. Progresivamente, participando de la Liturgia, participando de los Oficios, meditando la Palabra escuchada, nos acercamos más y más a Dios. Y en el oficio, es mucho más la audición que la visión lo que debe actuar. Esto no quiere decir de ninguna manera que yo sea iconoclasta… no lo soy en absoluto. Los judíos y los musulmanes son iconoclastas que han reflexionado, y tienen razones teológicas para serlo. Pero nuestra doctrina cristiana está basada en la Encarnación y afirma que se puede representar a Dios. El icono está hecho para ayudarnos a concentrarnos. Nos concentramos en el tema representado, no se lo «mira». No se trata de la descripción de una persona o de un acontecimiento o de un hecho, sino que se trata del recuerdo de la enseñanza que la escena contiene. Y el icono equivale a los textos litúrgicos que lo acompañan. La mayoría de los frescos y hasta iconos que representan, en el fondo, textos litúrgicos, aportan un método de pedagogía precisa, fiel a la tradición.

En cuanto al canto litúrgico, en su conjunto no ha llegado aun a establecer leyes equivalentes a las del iconógrafo. Se utiliza generalmente una música… cualquiera. No digo que sea particularmente mala en el plano musical, pero cuando es mala, es porque no se atiene fielmente a la tradición, porque la técnica de composición litúrgica no ha sido suficientemente estudiada. Allí donde técnica y tradición coexisten, la liturgia se renueva y se hace de nuevo viviente. Y se plantea evidentemente el problema: ¿cuáles son los objetivos que persigue la música litúrgica? ¿Y cuáles son «técnicamente»? Pues se trata de una técnica. Es un tema que he analizado cuidadosamente y del cual he restablecido los puntos de aplicación. Hay que conocerlos:

Primeramente: el canto debe expresar lo más directamente posible el grito del hombre hacia Dios. San Pablo dice: El Espíritu Santo… grita en nosotros: Abba, Padre (Rom 8,15). Ante todo, nada debe interponerse entre nosotros y Dios. Es el primer principio de la música litúrgica… si ella existe en tanto que tal. Por esta razón, la Iglesia ortodoxa no quiso jamás instrumentos en el culto. El canto es la expresión del soplo, sinónimo del espíritu. Por mucho que se haga, por mucho que se escriba una música instrumental lo más despojada posible, ella será siempre un obstáculo entre el orante y Dios. Ahora bien: el misterio cristiano es que nada exterior debe definir completamente nuestra actitud interior, y debemos luchar en esa dirección.

En segundo lugar: el canto litúrgico no debe crear una «atmósfera de plegaria», sino que, en la medida de lo posible, debe disponer el hombre a la acción de la gracia divina. Todo lo que se haga en ese sentido es bueno. Todo lo que se haga para violar la conciencia del hombre es malo, aun si se la viola en el sentido de la transformación cristiana. ¡Esto es extremadamente importante! Uds. sonríen, y yo también me sonrío… Es una paradoja, pero no se puede obligar al hombre a no ser lo que es. Evidentemente, se lo puede llamar hipócrita. Eso, todo el mundo lo hace y todos somos un poco hipócritas. Pero el arte litúrgico musical verdadero siempre trató de no ser violador, y cuando comenzó a serlo, se degradó. Se convirtió en un arte civil, un arte profano que es algo excelente, pero que es otra cosa. El arte llamada «sagrado» no es litúrgico.

En tercer lugar: el canto litúrgico debe sostener y santificar la palabra. La palabra en sí misma, simplemente pronunciada, no tiene suficiente fuerza. Desde el comienzo, por los Padres y los Apóstoles, tenemos sobre este punto testimonios de los primeros siglos: la palabra era pronunciada de manera musical para darle más peso. Cuando les hablo, hablo en tanto que «yo». Tomo todas las precauciones para no ser profesoral, todas las precauciones… Y tartamudeo cuando no hay que tartamudear… y sin embargo soy bastante persuasivo, y si no soy persuasivo no estoy contento. Es decir que hay un pequeño elemento de violación. Cuando se «habla», no podemos hablar de manera impersonal: «violamos» a la persona que escucha. Declamamos un poema y deformamos el pensamiento del poeta… Es por eso que, desde el comienzo, la Iglesia obligó al clero y a los cantores a no leer hablando, sino cantando. En el canto, ese aspecto violador es mucho menos sensible. Un hombre que canta: «El Señor siempre con vosotros» sigue siendo él mismo, pero por el canto es mucho más el representante de la tradición que transmite. Tomemos por ejemplo la frase: «El Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere, la muerte ya no tiene dominio sobre El». Sí, impresiona… pero mucho menos que si lo canto: «El Cristo… resucitado de entre los muertos… ya no muere…» Así, la persona del que canta desaparece. Es entonces el representante, el instrumento de la tradición de la Iglesia, y se lo escucha de manera diferente. Es un ejercicio muy interesante leer un texto sin cantilarlo. Cada uno lo leerá como quiera y lo leerá mal. Pues si lo lee bien, va a violar: va a imponer al otro el sentido que él quiere que se comprenda, que él quiere privilegiar.

Por lo tanto, la Iglesia ha asignada a su música la función de santificar, de liberar y de dar su verdadero peso a la Palabra. Es un punto capital. Ahora veamos la técnica: es la cantilena. Es decir que hay que ejercitarse en cantilar los textos, según tonos determinados, para que sean comprensibles sin violar la conciencia del otro. Es un ejercicio difícil, hay que hacerlo, y poco a poco se lo consigue. Con esta generación tendremos de nuevo una liturgia orgánica, de eso estoy seguro. ¿Nuestros hijos quizás? (Yo no tengo hijos, mis hijos son Uds.). Encuentro que hay ya un progreso. La gente empieza a interesarse en estos problemas.

En cuarto lugar: Es algo que se olvida muy a menudo. Evidentemente, la liturgia es una plegaria, una obra común, pero la liturgia es también… ¡un juego! Hay que decirlo sin ninguna reticencia y sin ninguna vergüenza. Somos niños que jugamos ante nuestro Padre. Es un juego sagrado… Si olvidamos esto, la Liturgia se hace aburrida. Pero no hay que olvidar quién es el actor y quién el oyente. Nosotros todos, clero, coro y pueblo real incluido, somos los actores, y Dios es el espectador. Es un juego; si no, ¿cómo explicar por qué se llevan casullas, por qué se transportan cirios? Si no es un juego, eso parece estúpido. Por otra parte, hay gente, cristiana o no cristiana, que lo afirma. El hombre de tipo protestante pregunta: «¿Pero por qué hacen eso?» La respuesta es: «Jugamos juntos ante nuestro Padre como juegan los niños. Entre nosotros, nadie es espectador…. Apenas introducimos la separación entre el que ejecuta y el que escucha, hay algo falso. Porque el que escucha, cuando participa realmente en este juego común, juega y escucha al mismo tiempo.

La liturgia está tan bien construida que cada uno tiene una función precisa. Y lo mismo ocurre en el icono donde todo es preciso. No hay nada vago en la liturgia cristiana. Es la enseñanza del «Rabbuni», una enseñanza precisa sin ser crispada. Porque en la precisión se encuentra la libertad. En la imprecisión no hay libertad, pues estamos sujetos a pulsiones casi instintivas, y eso no es la libertad. La libertad es siempre la posibilidad de elegir. Y sólo podemos elegir cuando tenemos ante nosotros cosas precisas. En la vaguedad, nunca se es libre.

Jugamos, pues. ¿Pero qué juego? Como se dice ahora, es un juego instructivo, pedagógico. La palabra juego es quizás muy mala, pero es un hecho: jugamos a asimilar la doctrina. Porque, en el fondo, no asimilamos todo de golpe desde el comienzo, pero por el hecho de que jugamos a asimilar, asimilamos poco a poco. ¿Para qué juegan los niños? Asimilan las reglas de la vida. Los niños juegan mucho menos ahora, y es una lástima. Aun los cachorros, cuando juegan entre ellos, aprenden a vivir. Es para esta función instructiva de la liturgia que la Iglesia da una importancia tan grande a la palabra pronunciada-cantada.

Es por la palabra cantada, repetida de año en año, que empezamos a comprender la enseñanza, que entonces se asimila orgánicamente, como un alimento. Se come el pan y se bebe el vino, Cuerpo y Sangre: así la Palabra que se escucha debe ser «masticada» para ser asimilada. Hay que tener en cuenta esto en la música litúrgica. La música litúrgica -el canto litúrgico- debe poder servir de método de enseñanza.

En el plano técnico: siempre hay un coro y una asamblea. En una gran iglesia ortodoxa, había dos coros. Hay que prever la posibilidad de escuchar, y la música verdaderamente litúrgica siempre está escrita de manera tal que, en ciertos momentos, aun los cantores puedan callarse para escuchar. Idealmente, habría que tener dos coros… Dos coros y la asamblea para que el «sacramento de la audición» se cumpla con seriedad. Porque nosotros, los coreutas, no escuchamos… no tenemos tiempo: ¡tenemos que mirar la música que está en el atril! Eso es muy malo: habría que saber los cantos de memoria. Apenas los coreutas son bastante numerosos, habría que expulsarlos hacia la asamblea. Yo mismo me mezclo mucho con la asamblea ahora, y los fieles se sienten ayudados para aprender los cantos que les están destinados particularmente. Así, participan mucho mejor de la audición y el canto.

Una de las reglas técnicas a las cuales debe obedecer el compositor-liturgista es pues favorecer la audición. Bueno. Pero hay otras reglas para ayudarlo en su tarea. Podemos decir de ellas algunas palabras para terminar. En general, los Padres que escribían himnos, que escribían textos, componían al mismo tiempo la música. El divorcio entre compositores y poetas data del siglo XIV en Occidente. Guillaume de Machaut fue el último poeta-músico. En Oriente, es un poco antes, hacia el siglo X, que se empezaron a escribir nuevos stikerios, nuevas estrofas que se cantaban con música ya compuesta. Pero, en principio, palabras y música deben estar ligadas orgánicamente.

Uds. notaron que la música litúrgica no comporta un ritmo establecido. Toda nuestra música clásica, a partir del siglo XIV, prevé un ritmo sobre el cual se bordan variaciones melódicas. La música litúrgica fue influida por esto, lo cual la condujo a su decadencia. Pues el ritmo pre-establecido está excluido de la liturgia: el ritmo debe nacer de la palabra. Es un punto muy importante que un músico debe saber si quiere componer música litúrgica. Si en el curso del canto aparece un ritmo demasiado estructurado, que viola la palabra, hay que hacer algo. Hay que romperlo. Es por esta razón que es absolutamente imposible poner barras de compás en la música litúrgica. Imposible: es contrario al principo de la no-violación del ser. Un ritmo pre-establecido viola al que escucha. Quando yo canto con voz fuerte: ¡Pom, pom pom! ¡Pom, pom pom!, aunque no querramos, nos ponemos a marchar. Y si lo hago ligeramente, tenemos ganas de tomar a la dama y dar vueltas, de bailar un vals. O bien otros ritmos, como el de la polonesa…. O un ritmo guerrero: Allons, enfants de la Patrie… y tenemos ganas de matar a nuestro prójimo. ¡Esto no es muy adaptado a la liturgia! El ritmo es una de las cosas más violadoras en el mundo sonoro, más que las armonías y las estructuras melódicas.

Luego, desde el punto de vista de la armonía, se evita toda sonoridad demasiado voluptuosa y toda armonía que arrulla y que duerme. Cuando venimos del exterior, es ante todo para calmarnos, pues no se puede escuchar, y en general progresar espiritualmente si no estamos apaciguados. Las otras religiones lo saben bien, y practican la relajación, las técnicas de distensión. Es exacto: la música, si quiere relajar, no debe adormecer, sino que debe llamarnos a la vigilancia. Velar. Velad y rezad… Es extremadamente importante.

La gran dificultad es estar disponible. La música litúrgica, el canto litúrgico, deben ayudar a los fieles a participar del Oficio, a estar disponibles a la acción de Dios. Es muy, muy difícil. Por esta razón, nunca hay que utilizar sonoridades, armonías y ritmos que nos violan todo el día y que siempre nos rodean. No hay que introducir nada que recuerde las cosas del exterior, porque en ese momento dejamos de estar disponibles y volvemos a caer en la servidumbre de todos los días.

Hubo compositores liturgistas que decían que, puesto que la liturgia es nuestra vida, hay que hacer oír en ella los mismos ruidos que oímos cotidianamente a nuestro alrededor. Es un punto de vista que no comparto. Todos los Padres dijeron: hay que sacar al hombre de su ambiente común para dejarlo disponible. Hay que liberarlo de las presiones de este mundo, que son muy fuertes. En el momento en que los Padres escribían la liturgia, esas presiones, que les parecían ya fuertes, lo eran menos que hoy en que estamos agredidos por todos lados. Necesitamos algo que nos aleje de esta agresión.

Terminaré con una palabra sobre el deber del compositor de música litúrgica y del ejecutante, que siempre consiste en pensar: ¡debo liberar a los otros de las preocupaciones de su vida habitual, debo aportarles una liberación!

Maxime Kovalevsky (1903-1988).


[1]Publicado en Anuario Fuentes, Buenos Aires, 1998.