LA IGLESIA FUEGO
Homilías
Monseñor Jean de Saint-Denis
OBRAS COMPLETAS
Volumen II
parte 1ª.
Vicariato Jean de Saint-Denis
de la Iglesia Católica Ortodoxa de Francia
en Buenos Aires
INDICE
San Martín. La Iglesia-Fuego.
El tiempo de Adviento.
Los Nombres Divinos y la conquista del mundo.
Transmisión y sucesión apostólicas.
¡Navidad! Madre de Dios, novedad renovadora.
Navidad. Nadie queda excluido.
El Bautismo libera al cosmos.
El Santo Encuentro.
La cizaña y el buen grano.
La Plenitud.
Los ciclos de la humanidad.
Cuatro tipos de almas.
Carta pastoral de Cuaresma.
Credo de la penitencia.
La verdadera libertad.
El Destino.
Pascua. ¡Cristo resucitó!
Transformación de la religión exterior en religión interior.
El “yo”, enemigo de la plegaria eficaz y del gozo.
Otro Paráclito.
Pentecostés.
El Buen Samaritano.
SAN MARTIN
La Iglesia-Fuego
Domingo de Ramos
Epístola: Filipenses 1/21-24 y 3/8-21
Evangelio: Juan 14/23-30
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
Me detendré hoy en el milagro de la Eucaristía de San Martín. Conocemos su acto de caridad, cuando aún era catecúmeno y oficial romano, al compartir su manto para cubrir a un pobre, pero el milagro de la Eucaristía se relata poco. Sin embargo, es significativo: Durante una Eucaristía que él celebraba en Tours, después de haber pronunciado las palabras del Cristo, «Este es Mi Cuerpo, y esta es Mi Sangre», se puso a invocar al Espíritu Santo -este pasaje de la misa se llama «epiclesis»-, y he aquí que una bola de fuego desciende sobre su cabeza, lo penetra, y sale por su mano bendiciente para transformar los dones. Este milagro –el descenso del Espíritu Santo, bajo la forma del fuego, durante la Eucaristía– no es patrimonio exclusivo de San Martín. En el libro que mi hermano acaba de escribir sobre San Sergio podéis encontrar el mismo milagro (ver nota pág.7).
Pero este fenómeno del fuego, siempre presente –invisiblemente– sobre el altar, y manifestándose a veces a la mirada de los testigos, nos da una enseñanza con respecto al llamado que debemos dirigir al Espíritu Santo durante la Eucaristía. Sin llamado al Espíritu Santo no hay epiclesis auténtica. Esta enseñanza también se relaciona con nuestra vida, con el pueblo de Francia, con la Iglesia misma. Esta enseñanza es la del Fuego Sagrado que el Cristo tanto deseó ver descender sobre la tierra. ¿Os acordáis que el Apóstol Pedro le pregunta a Nuestro Señor: «Maestro, ¿cuántas veces debo perdonar?» El Cristo le responde: «Setenta veces siete veces», es decir, sin límites. Luego, como si Se sintiera herido por ese deseo del Apóstol de saber cuántas veces hay que perdonar, o no perdonar, como si la pregunta de Pedro Le chocara y en cierta manera Le desagradara, como si El respondiese: «Sí, Te respondo, perdona», El añade esta exclamación: «¡Cómo desearía que el fuego descendiera sobre la tierra y la abrasara!».
Esta oposición entre la frase de Pedro y el grito del alma de Nuestro Señor, Su deseo ardiente de ver el Fuego descender sobre la tierra –lo que sucederá el día de Pentecostés–, esta nostalgia del Espíritu Santo, Fuego, Llama; ese contraste, ese encuentro, ese diálogo entre el discípulo y el Cristo, nos abre una parte del pensamiento divino.
¿Qué es lo que, en Pedro, desagrada al Cristo? Pedro es bueno, su espíritu es amplio, quiere perdonar sinceramente; pero, ¿qué busca? En realidad, ¿qué reclama de su Maestro? Le pide una constitución, una organización definitiva. Tú eres nuestro Maestro, tal vez Te irás, mientras que nosotros nos quedamos aquí; entonces, quiero saber cómo conducirme en toda circunstancia de la vida. Oh, Maestro, resuelve mis problemas de una vez por todas. ¿Cómo debo organizar la sociedad, la Iglesia, nuestra vida, de tal manera que no tengamos más necesidad de preocuparnos si debemos perdonar o no, u obrar de esta o de otra manera?
El Salvador dice: «Perdona setenta veces siete veces». Es la plenitud. Sin embargo, insatisfecho con esta sociedad, aunque esté bien organizada, que perdonará siempre –aunque estamos muy lejos de ello–, Su Ser está atribulado y exclama: «¡Cómo desearía que el Fuego descendiera sobre la tierra!».
Dos conceptos de vida, de la ética, de la sociedad, de la Iglesia y del conocimiento humano; para algunos la Iglesia es bienhechora porque está admirablemente ordenada, todo está previsto en ella. Si por azar, inopinadamente, surge algo no previsto, se tiene el recurso de explicar que es una debilidad a la que se le pondrá remedio. La Iglesia es una constitución, un orden. Una carencia en el seno de esta arquitectura perfecta es un accidente. Nos instalamos en su seno, estamos tranquilos, poseedores de una cierta paz. Digo, cierta paz, porque existen diferentes clases de paz . . . El espíritu imantado por el ordenamiento autoritario y bien construido, tendido hacia esta pirámide terminada en punta, no necesita más nada excepcional, ni inesperado, ni –sobre todo– del «riesgo» impalpable. ¡Todo está ahí!
Esta paz no Le agrada a Nuestro Señor.
La Iglesia puede estar basada en otro concepto. El ordenamiento, minuto a minuto, no será su centro de gravitación.
El Cristo previene a todos los Pedros y a todos los Simones del mundo: ¿queréis el orden? De acuerdo. Pero, ¡atención!, no está ahí el corazón de Mi Iglesia. Su corazón, hijos míos, es el Fuego que debe arder en vosotros, el Fuego Sagrado, el Fuego de Amor. Es Iglesia-Constitución e Iglesia-Fuego.
¿Cuál es el rol de esta última? Por ejemplo, frente al país, ¿debe ofrecerle una constitución, aportar precisiones sobre tal o cual punto; indicar cómo hay que obrar? Sí, si queréis. Pero su finalidad primordial es la de inflamar a la humanidad, a todas las parcelas del universo, a fin de que la llama del Espíritu Santo las dirija. El acento está sobre el Fuego Divino, y no sobre el orden. ¿Por qué razón? Porque el cuerpo perfecto que no tiene sangre, sin llama, sin Espíritu Santo en él, es un cadáver. Está estático, congelado.
Estos son los dos conceptos; y si os preguntan qué es la Ortodoxia, responded que su misión es la de ser el Fuego, y no una organización bien engranada, o una máquina de recetas de conducta que prevé todo detalle, desde el nacimiento hasta la muerte, en lo personal, socialmente, intelectualmente, económicamente, profesionalmente, internacionalmente.
Los más delicados y sutiles métodos de dirigismo le dan la espalda a esta angustia de Nuestro Salvador: «Yo quiero la Iglesia-Fuego».
Y el Apóstol Pablo, que afirma que el Dios del orden no es el Dios del desorden, también afirma: «¡No extingáis el Espíritu!».
Y si os preguntan quién es el que escribe las encíclicas en nuestra Iglesia, responded: el Fuego del Espíritu Santo. En tanto El está presente e inflama, es El Quien alimenta, vivifica, ilumina, da calor, impulsa, hace estallar.
Pero -nos replicarán-, oponer una sociedad bien construida a este fuego, ¿no es hacer prevalecer el orden sobre el desorden, la armonía sobre la inspiración descabellada?
El problema no está ahí. No hay ni que decir que nuestro Dios es el Dios del orden, de la claridad, de los pensamientos, El, el Logos, la armonía por excelencia. Buscad el orden, estableced vuestras reglas, pero no los convirtáis en vuestros ídolos. Que vuestra casa, sólidamente construida, abra su puerta al Espíritu Santo. Que vuestra vida, bien organizada, deje un lugar para lo inesperado, para lo nuevo y para el renuevo, para lo imposible; que le dé la posibilidad de entrar, porque la puerta está abierta. Quitadles –a vuestras organizaciones minuciosas– las formas de pirámide con techos en cúpula; abrid, abridlas en copas susceptibles de acoger esta bola de fuego que descendió sobre San Martín.
Amigos míos, rechazad la aberración humana de querer organizar, no para lo mejor, sino el querer organizar definitivamente. Todo reglamento no es sino un escalón, y la inclinación del hombre a querer estabilizar todo es una inclinación hacia la muerte, contra la vida.
El hombre está inclinado hacia la muerte. Desea morir más que vivir. El Evangelio de hoy es temible. El mal servidor, que tenía la responsabilidad de los asuntos de su amo, viendo que él tarda en llegar, introduce el ordenamiento –la Inquisición–. Se pone a mandar como si su amo se hubiera ido para siempre. Arregla y clasifica al mundo, Dios está lejos. El Fuego del Espíritu está lejos. Estamos en la tierra, organicemos, organicemos. La organización, inevitablemente, golpeará a los servidores.
Y cuando vuelva, el Cristo le dirá, porque no fue «vigilante» al Fuego Sagrado, que puede descender en cualquier segundo, porque ni siguiera añoró Su retorno: «Mal servidor, serás echado allí donde es el rechinar de dientes. Eres un hipócrita».
Resumo: Es necesario buscar el orden en la vida, en el trabajo, poner claridad en los conceptos, pero no como una cosa definitiva y portadora –en sí– de salvación.
Estemos vigilantes, cultivemos nuestro corazón a fin de que aspire, sobre todo, al Fuego de vida del Espíritu Santo.
Amén.
EL TIEMPO DE ADVIENTO
Evangelio: Lucas 21/25-33
Esta homilía, pronunciada por el obispo Jean de Saint Denis el tercer domingo de Adviento de 1969 en su Iglesia Catedral, fue una de las últimas que se le escucharon.
Durante el tiempo que precede a la Navidad, en esta espera que se quiere gozosa, a pesar de las pruebas, la voz del obispo Juan toca el corazón y despierta la inteligencia para llevarnos hacia el gozo.
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
El Evangelio de hoy es el último acorde de la instrucción del Cristo sobre el fin de los tiempos. Otras instrucciones lo preceden, sobre los falsos profetas, las guerras, la disminución de la fe, la disminución de la caridad, los temblores por aquí y por allá. El Cristo decía entonces: “Cuando ustedes vean estas cosas, todavía no será el fin”.
Esta vez nos habla del momento definitivo de nuestro siglo, de nuestro mundo actual, antes del mundo transfigurado, los cielos nuevos y la tierra nueva, antes de ese Juicio, esa inversión total del universo y de la humanidad. Lo repito: último acorde antes que el Hijo del Hombre venga con gloria, y la multitud de los Santos sobre la nube.
Hay varios aspectos para subrayar. La angustia, el temor, la conmoción, no solamente de nuestro sistema solar sino de todo el universo, ya que el Evangelio dice claramente: “Habrá signos en el sol, sobre la tierra, en la luna, y todas las estrellas estarán quebrantadas en su carrera”. Estas expresiones muestran que no es una catástrofe, una conmoción localizada en nuestro sistema solar, y menos aún en nuestro planeta, sino una catástrofe universal. Esta conmoción universal está ya preparada por conmociones entre las naciones por la pérdida de la fe, por la pérdida de la caridad, el odio entre unos y otros.
Descripto esto, el Cristo añade: “Es la primavera”. Hoy lo han oído decir: “Levanten la cabeza, ya que vuestra liberación está próxima”. Luego de estas conmociones, de esta primavera desencadenada, verán y sabrán que la primavera eterna está cerca. Y el Cristo compara el mundo transfigurado a la primavera, que trae los frutos, ya que el hombre y el universo traerán sus frutos en el mundo transfigurado. Actualmente, todo lo que hace la humanidad, tanto sean civilizaciones, culturas e, inclusive, búsquedas espirituales, no son más que hojas. Los frutos verdaderos, la creación verdadera, vendrán después del Juicio Final. Todas nuestras acciones, todas nuestras búsquedas, son género de pre-símbolo. Todas las conquistas del hombre, en el mejor sentido, no son más que profecías de lo que en realidad será el hombre deificado en la resurrección del último día, cuando nuestro cuerpo perecedero se transformará en cuerpo imperecedero.
Así en esta perspectiva, pero sobre un plano mucho más limitado, se desarrollará nuestro destino. Lo saben, amigos míos, la disminución de la fe en el mundo -no todavía de la caridad-, los falsos profetas que seducen, las ideologías falsas, manifiestan ya lo que está dicho en el Evangelio: la angustia de la humanidad. Cuanto más la humanidad se organiza confortablemente sin Dios, más crece interiormente la angustia en los seres humanos. Ningún método terapéutico de otro tipo nos liberará de esta angustia -la conozco-, que crecerá hasta la muerte. ¿Cómo responde Nuestro Señor, El, a esta angustia que sufre el mundo, en la que participamos también nosotros, los cristianos, más aún que los ateos? El dice: “Levanten la cabeza, ya que vuestra liberación está próxima”. Opongan a este estado de angustia una certeza, flagelen la perturbación, la inquietud que está en vosotros y en el mundo. ¡Levántense! Tengan la actitud del hombre que levanta la cabeza, en el acercamiento del Advenimiento. Próxima liberación y próxima victoria del Cristo en nosotros y en El.
Es curioso constatar que ciertos cristianos no viven conscientemente. Unos en su pánico se tiran a la derecha, a la izquierda, para salvar a la Iglesia, para salvar nuestra religión, diciendo: ¿Dónde vamos si el ateísmo crece, si se olvida a Dios? Los otros, ¡oh!, los otros: hay tan pocos que permanecen en la paz lúcida, iluminados por las palabras del Evangelio.
Otra reflexión. El Cristo anuncia: “La tierra y el cielo pasarán, pero Mis Palabras no pasarán”. Vivimos más según la tierra y el cielo, materialistas, espiritualistas, que según la palabra de Dios. No entendemos que el Verbo creó el mundo. Miren en este reflejo un pequeño reflejo del Verbo Creador de la Palabra Divina, por Quien todo fue creado y sin Quien nada ha sido hecho. Entiendan este reflejo en el ser humano. Nuestro pensamiento permanece, mientras que pasa la obra de nuestro pensamiento. Cada vez que me subo a un coche me digo: el pensamiento que creó esta máquina permanece, pero la máquina pasará y se destruirá.
Cuando vemos a los astronautas sobre la luna, sabemos que los instrumentos, e inclusive su logro, pasarán, pero que el pensamiento que dio la posibilidad de llegar hasta la luna permanece. ¡Si nuestro pensamiento permanece, qué decir del Verbo, Pensamiento, Palabra del Padre!
Entonces, detrás de los eventos del mundo, detrás de lo que sucede en nuestra vida personal y universal, escuchemos la Palabra Divina.
El domingo próximo llevaremos sobre todo nuestra mirada hacia la venida del Cristo sobre esta tierra, y junto con Juan el Bautista prepararemos el camino, aplanando las montañas.
Y les recuerdo, amigos míos, para terminar: purifiquen su corazón con la confesión, y durante estas semanas del Adviento verifiquen interiormente su alma a fin de entrar en el gozo de Navidad con el corazón purificado, habiendo recibido el perdón del Cristo.
Amén.
LOS NOMBRES DIVINOS
y la conquista del mundo
por medio de la dulzura y del gozo
Quinto Domingo de Adviento
Epístola: Filipenses 4/4-7
Evangelio: Juan 1/19-28
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
Desde mañana, la Iglesia nos preparará para lo que llamamos las Grandes Antífonas, las «Oh»: Oh Sabiduría, Oh Adonai, Oh Raíz de Jessé, etc. . . ., que terminan con el último Nombre: ¡Oh Emmanuel!
Esos siete Nombres que nos descubren la abnegación de Dios, de Su venida, son los Nombres de Su divinidad y de Su humanidad o, más bien, los Nombres de Dios que desciende, condesciende, Se aproxima, viene, Se hace como nosotros, está con nosotros para llevarnos hacia El y hacia Su Padre.
Por medio de los Nombres Divinos, El quiso revelarnos un conocimiento progresivo. Cada uno de ellos, amigos míos, no sólo es un sonido, sino que, al igual que el sacramento de la Eucaristía, es una copa, un vehículo donde reside la Divinidad. Cuando pronunciamos un Nombre Divino, nosotros no expresamos sólo una idea, un sentido, una apropiación o una analogía lejana: ese Nombre que Dios nos ha dado es el Suyo. El nos lo ha legado como una potencia. Es por eso que con el anuncio del octavo Nombre: JESUS, la Escritura dirá: «¡El cielo, la tierra y el infierno se inclinan y tiemblan ante el Nombre de Jesús!».
Al cantar estos Nombres, intercalados en el Magnificat -el Himno de la Virgen-, al cantarlos conscientemente en el transcurso de estos siete días de preparación, debemos buscar la fuerza, la potencia y el sostén para llegar dignamente a las fiestas de la Navidad, de la Natividad del Cristo, y gozar en verdad de esta gracia insigne que es la Encarnación del Señor.
Pero si la Iglesia nos prepara por medio de los siete Nombres –el octavo será proclamado en la Vigilia de Navidad–, también nos llama a ayunar y a abstenernos, en esta semana, tanto como podamos, de comer carne, y de todo lo que nos distraiga.
La Iglesia nos guía hacia la Navidad por medio de la confesión, de la revisión interior, de la purificación de nuestra alma; es por eso que el próximo domingo –como ocurre cuatro veces en el año– tendremos la confesión general. Venid para ser purificados, porque el corazón puro ve a Dios. Venid para pedir perdón y recibir la absolución de vuestros pecados; para que vuestro corazón sea puro, y que con esta integridad, esta pureza, con este corazón lavado, esta alma lavada y este cuerpo lavado por la penitencia, recibáis realmente la Luz Divina que resplandece en la Navidad.
La Iglesia también anuncia la Navidad en las Cuatro Témporas de invierno (ver nota pág.12): el miércoles cantaremos a la Virgen, que recibe la visita de Gabriel; el viernes, a la Virgen preparándose a dar a luz al Cristo y aclamada por Isabel, y el sábado por la noche celebraremos una liturgia solemne con una cantidad de lecturas; esta liturgia antigua en la que, imitando el canto del gallo que saluda al sol antes de su aparición, nosotros cantaremos para llamar al sol físico y al Sol espiritual, al Sol de justicia, al Oriente, al Cristo. Esta liturgia también es un grito, una súplica a la Luz inefable: «¡Ven, no tardes, ilumina!». Y nosotros, con el salmista, profetizaremos a Nuestro Señor JesuCristo, diciendo: «Tú eres semejante a un héroe que viene de Oriente en su carro de fuego y llamas, para subir al cenit del cielo e iluminar a Occidente”.
Pero, ¿cuál es la preparación propia de la Navidad en este domingo de Adviento, el tercero según el rito romano y el quinto según el rito de las Galias?
La Iglesia ha escogido hoy la Epístola que dice: «Regocijaos -otra vez os digo-, regocijaos porque Su Advenimiento está cerca». ¿De qué gozo habla el Apóstol Pablo?
Para nosotros, en general, el gozo significa distracción, la sensación agradable que proviene de una buena comida, de una hermosa música, de una conversación amena, o hasta, en sentido elevado, el gozo puede ser provocado por la sensación espiritual que Dios nos permite sentir en las fiestas, o durante la plegaria. ¿Es de este gozo que habla el Apóstol? Ciertamente, no.
«¡Regocijaos!». Cuando dice: «¡Regocijaos!» nos da un mandamiento, nos hace un llamado. «Regocijaos en la espera del Señor», es decir, regocijaos en las pruebas, regocijaos en no importa qué circunstancia; y añade: «Que vuestra dulzura sea conocida en el mundo». ¿Qué relación hay entre esta dulzura –o mansedumbre– y el gozo, este gozo que, a menudo, debemos ganarnos, debemos conquistar, captar, asir como una espada ante el mundo? ¡Regocijaos! ¿Cuál es el lazo de unión entre la mansedumbre y el gozo?
Encontramos la respuesta en las Bienaventuranzas. Nuestro Señor nos enseña: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra». ¿Ser manso significa no levantar la voz, soportar sin murmurar los insultos, adoptar un lenguaje un poco azucarado, hablar de cosas dulces y agradables sin encolerizarse jamás? No. Todo esto no describe la mansedumbre que el Cristo tiene en vista y que el Apóstol retoma en su Epístola.
La mansedumbre significa estar gozoso en las peores pruebas. San Pablo aspira a un gozo que existe en las penas –y también en el gozo–, pero que no está ligado a las circunstancias exteriores, que tampoco está afectado a un don divino, porque Dios nos concede el gozo del espíritu durante la plegaria (que no es el que sentimos con nuestras amistades, o en las relaciones con nuestros semejantes); él aspira al gozo no condicionado por lo exterior, y que debemos conquistar fuera de esas condiciones exteriores, es decir: responder a nuestros hermanos, o a cualquier acontecimiento, con el gozo.
¿Cómo podría hacerlo si mi corazón está cansado, si mi alma está triste? ¿Dónde encontrar este gozo?
Primero, confesarlo, aún contra la evidencia y contra los sentimientos. El Apóstol dijo «¡Regocijaos!». Responderemos: nosotros nos regocijamos; y lo diremos ante la Faz del Altísimo, y ante la faz del mundo. He conocido a personas que estaban aplastadas por los sufrimientos y que, sin embargo, semejantes a soldados, o a verdaderos héroes, afirmaban: «No, yo me regocijo», sirviéndose de este gozo como de un bastón para fustigar la tristeza. JesuCristo proclama el gozo. «¡Señor, danos la fuerza de proclamarlo contigo!». Este es el gozo, ésta es la mansedumbre de la que habla la Epístola.
«Que vuestra dulzura sea conocida por todos», y el Cristo dice: «Bienaventurados los mansos, ellos heredarán la tierra». Así pues, este gozo y esta mansedumbre son una especie de conquista del mundo. David, el antepasado del Cristo, ganó su reino –y se convirtió en el icono de todos los reyes– porque
Pienso que este mandamiento de Pablo, que se une a las Bienaventuranzas, en las cuales el Cristo nos propone el camino de la victoria y de la lucha espiritual, es tan esencial que ya no añadiré nada más, sino que os pediré que toméis y coloquéis en vuestro corazón el llamado del divino Pablo: «Regocijaos, y que vuestra dulzura sea conocida por todos».
Amén.
TRANSMISION Y SUCESION
APOSTOLICAS
Sexto domingo de Adviento
Evangelio: Mateo 1/1-17
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
Habiendo purificado nuestra alma con la confesión. y habiéndonos preparado así para la comida espiritual de la Navidad, deseo hablaros brevemente de este Evangelio de la genealogía de Nuestro Señor, que acabamos de leer.
¿Por qué enumerar tantos nombres desconocidos, de los cuales hasta ignoramos su significado? Acaz, Osías, Eliakim, Sadok, Agor, Eleazar, Natán, ¿qué sabemos de esos seres? Y luego, aquí y allá, algunos nombres de mujeres, por ejemplo Ruth, y un poco más allá la mujer de Urías . . . ¿Por qué se lee esta genealogía? ¿Por qué el Espíritu Santo impulsó a San Mateo y a San Lucas a presentárnosla? Los motivos son múltiples, pero querría llamar vuestra atención sobre uno de ellos.
El Espíritu Santo y la Iglesia quieren enseñarnos que hay numerosos seres poco conocidos, o desconocidos, que superficialmente parecen no haber aportado gran cosa, que viven y desaparecen, y de los cuales nos podríamos preguntar –después de su muerte– ¿para qué vivieron? Sin embargo, estos seres están inscriptos en la genealogía de nuestra salvación, transmitiéndonos, cada uno de ellos, algo, una palabra, una prueba, un gozo, un gesto, un consuelo.
Esta genealogía proclama que no hay seres inútiles, y que en la comunión de los santos, a través del tiempo y del espacio, toda alma es preciosa y da su fruto personal. Esos nombres, desconocidos para nosotros, forman la trama de la genealogía del Dios-Hombre. Abraham recibió la promesa; David recibió la promesa; pero entre Abraham y David, entre David y María y José, se desarrolla una multitud de nombres que son portadores, transmisores, canales, y sin cuyos rostros ignorados no hubiéramos podido alcanzar la realización de la promesa divina. Ciertamente, se lo debemos a Abraham y a David, pero también a esos Osías, Eliakim, Eleazar, Mlahan, a esos reyes, algunos de los cuales fueron pecadores, otros piadosos, otros impíos.
Hoy es también el día en que la Iglesia consagra a los sacerdotes, a los diáconos y a los acólitos. Orad por los sacerdotes dignos –y por los indignos–, porque hay un milagro en el sacerdocio; los sacerdotes o los obispos indignos, a pesar de todo, transmiten los sacramentos de la revelación. Si
Esta semana Dios se llevó a uno de nuestros fieles del que yo pensé que tal vez hubiera podido llegar a ser uno de nuestros sacerdotes. El Señor juzgó diferente, y aquél que oraba todos los días aquí, en esta iglesia, Spiridon, el viernes pasado se fue en paz. Como era un alma de plegaria ferviente, ahora, más que nunca, obrará por nosotros y orará por nosotros. Pero, amigos míos, yo os pido que oréis por él hoy, durante las letanías, con el reconocimiento y el sentimiento de hermanos amantes. Que Dios os bendiga.
Amén.
¡NAVIDAD!
Madre de Dios
Novedad renovadora
Noche de Navidad
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
Semejantes a niños que, ante un escaparate lleno de juguetes, no saben qué escoger, así estamos nosotros ante la Noche de Navidad y sus misterios.
Habéis oído la homilía de San León, papa de Roma, que sabía hablar de la Encarnación del Cristo como nadie; habéis oído los cantos, el Evangelio, las palabras del salmista; ¡hoy todo es sermón e instrucción!
Al venir a la iglesia, sentí el deseo de introduciros en lo que yo pienso que es tal vez lo más maravilloso del misterio de la Navidad y de la Revelación cristiana. Sabemos que Dios es creador; también sabemos que para Dios crear al mundo no es gran cosa. Pero que por nosotros Dios Se vuelva hombre, que El Se rebaje –El, el Indefinible–, eso ya es un misterio inmenso, incomprensible. Pero hay otra cosa de la que hoy quiero dar testimonio, algo que San Ireneo de Lyon amó tanto y celebró tan bien. ¡Lo más maravilloso, lo más extraño, lo más deslumbrante de la revelación de la Navidad y del cristianismo, amigos míos, es esa renovación perpetua en la cual estamos, en la cual vivimos!
Escuchadme bien: si Dios es el creador del mundo, y el mundo cae, y luego con la Encarnación y el rescate vuelve al estado paradisíaco; si aquello que salió de Dios vuelve a Dios y lo que fue creado por Dios vuelve a subir a su origen, eso es admirable pero, sin embargo, se nos aparece como un círculo vicioso, una repetición, un eterno retorno: el cuerpo a la tierra, lo divino a lo divino. Si realmente no hubiese más que Dios-fuente y Dios-fin (el mundo en el pecado, gozoso de ser salvado; el alma separada del contacto divino, feliz de volverlo a encontrar), si no fuese más que eso: salidos de Dios, volvemos a Dios; entonces el Cristo no nos hubiera traído Su enseñanza única. Porque todas las enseñanzas humanas, fuera de la Revelación, tienen ese retorno. El uno se vuelve múltiple, y lo múltiple se vuelve uno; lo puro se vuelve impuro, y lo impuro se vuelve puro.
¿Qué nos trae la revelación cristiana proclamada en Navidad? No sólo retornamos a Dios, no sólo volvemos a la fuente, no sólo somos salvados del infierno y de la muerte, sino que recibimos algo nuevo. ¿Qué es eso, pues? Eso es que el hombre se convierte en Madre de Dios; es la humanidad la que lleva a Dios en sus entrañas, es el ser humano, llamado a ser la réplica de ese Dios que se convierte en hombre para que el hombre se convierta en dios. ¡Veis la novedad, contempláis esta misericordia inimaginable! Ya era grande el misterio: el Inasible, el Indefinible, el Que todo lo supera se encarna por nuestra salvación. ¿Habéis pensado en este misterio? Y bien, hay otro misterio que emana de éste, que brilla a través de él: por esta Virgen María –que es nosotros–, por esta mujer, María, que es todos nosotros presentes en el universo, nos hemos convertido en «Madre de Dios», por ella y en ella. Y por ella, al fin de los tiempos, estarán cerca de Dios el hombre y el mundo deificados.
No hablaré más por hoy; la fiesta nos arrebata y no puedo sino exaltar a María, Madre de Dios, al lado de nuestro Cristo Salvador.
Amén.
¡NAVIDAD!
Nadie queda excluido
Evangelio: Lucas 2/1-14
Voy a hablar de este acontecimiento que llamamos Navidad, que contiene tantos misterios y alimento espiritual.
A los que festejan la Navidad con un banquete nocturno y con danzas, donde sobre todo no se piensa en Dios, les digo de antemano que hacen muy bien.
A los que ven en la fiesta de Navidad recuerdos de su infancia, regalos, reuniones de familia –más sentimentales que espirituales–, la visita al pesebre con los niños, quizás la misa de Nochebuena para oír música sin prestar atención al Misterio, les digo de antemano que hacen muy bien.
A los que desean ir más allá en el Misterio de Navidad, en la penetración del Absoluto, del Eterno en el tiempo, en el nuevo nacimiento, sin entrar en el contenido realmente espiritual del Misterio de JesuCristo, les digo de antemano: ciertamente, está muy bien.
Sí. Digo “muy bien” a estos diferentes tipos de hombres porque inconscientemente reconocen esta fiesta que no comprenden.
Todos los días, las Iglesias del mundo cantan en los Laudes: “Cielos, bendecid al Señor; que la tierra y las aguas bendigan al Señor; que los monstruos marinos bendigan al Señor; que el calor y el frío, la luz y las tinieblas bendigan al Señor”. ¡Nadie queda excluido de ninguna fiesta cristiana!
Una noche, al volver de la Misa de Pascua, encontré a un borracho. Me sentía transportado por la alegría de la Resurrección, mas él había entendido esta fiesta de otra manera, yendo de bar en bar. Eran cerca de las tres de la mañana, yo tenía frío, estaba cansado, y había un bar abierto. Entré, pues todavía tenía que caminar una hora para volver a casa. El patrón era gordo, tranquilo, miraba todo con ojos indiferentes, como los del buey en el pesebre, soportando a los clientes, aguantando a este borracho pobre o feliz, que bebía su enésimo vaso y decía en un francés macarrónico: “Soy feliz, ¡ah!, soy feliz, feliz, es Pascua”. Y se golpeaba el pecho. Y como no tenía nada para contar, agregaba: “Yo, prisionero (probablemente había sido prisionero durante la guerra), ¡Pascua!, ¡vino!, ¡Pascua!”. Luego caía, y el patrón lo miraba y decía: “¡Muy bien, duerme! Es Pascua”.
Cada uno según sus posiblidades
Cualquiera que sea el aspecto de la Navidad que ellos elijan, sea la comida que les provocará una descompostura de hígado, sea recuerdos, aspiraciones espirituales, cósmicas, cristianas o semi-cristianas, participan de este acontecimiento. Supera su inteligencia, pero participan de él según sus posibilidades. Si Navidad es un banquete, eso muestra que son más bien “pavos” de espíritu; si participan de la Navidad desde el punto de vista de “un sol naciente”, son amigos de la naturaleza, del aire, de los elementos. ¿Y por qué indignarse? Es hermoso que en la humanidad haya toda especie de hombres y que cada uno evolucione según sus posibilidades; felicito tanto a los “hombres-pavos” como a los que cantan la Gloria de Dios con los ángeles.
Los criterios
Ahora quiero presentarles algunos elementos que prepararán la significación de la Navidad.
La venida del Mesías no era prevista sólo por los profetas de Israel, sino por todo el universo, en la cultura greco-romana, la cultura persa, y hasta en la cultura china.
Los sumos sacerdotes de Jerusalén tenían criterios para reconocer en Jesús al verdadero Mesías. Sin embargo, la mayoría de ellos se apartaron de El. Se puede conocer intelectualmente la verdad y no adoptarla, y actuar contra ella. El motivo es siempre pasional. Los sumos sacerdotes han preferido su interés político al mensaje y al llamado de Dios. Y el Cristo vino, humilde.
El Mesías no vino para colocar a Israel por encima de los otros, sino para reunir a las naciones. Verdad que debemos considerar en la víspera de Navidad: verificar cuidadosamente, profundamente, el lugar exacto que ocupamos y que ocupan nuestras ideas, para que no les otorguemos demasiado valor, bajo pena de dormir tranquilamente cuando nazca el Mesías y de soslayar el Advenimiento, a pesar de la sabiduría, la iniciación o la inspiración.
No debemos ser ni más pequeños ni más grandes de lo que somos, y tener cuidado de no superar nuestros límites. Si no, el Cristo volverá o vendrá a nosotros, y nosotros dormiremos como los habitantes de Jerusalén.
Entre todos los criterios, escogí dos que nos abren un universo muy rico.
Nacerá de una virgen
La virginidad no es sólo corporal; griegos y rusos llaman a la virginidad “unidad de la sabiduría”, es decir pureza, unidad del ser humano interior. Se puede ser virgen corporalmente y ser muy impuro espiritual o psíquicamente. La virginidad es una pureza en que nada se desgarra, en que nuestro corazón es “uno” y, al mismo tiempo, no hay en esta unidad ninguna satisfacción de sí mismo, ella es una disponibilidad.
La Virgen María había superado en ella los dos abismos (como piensa Martín Lutero): el orgullo y la desobediencia. San Lucas lo dice en su Evangelio. El ángel Gabriel aparece y dice a María: “Tendrás un hijo”. María discute, no acepta todo enseguida, pregunta cómo tal cosa puede sucederle, porque ella no conoce varón. El ángel explica, y entonces María dice: “He aquí la servidora del Señor, hágase en mí según su palabra”. Si María no hubiera discutido con el ángel, si hubiera aceptado de prisa la misión tan extraordinaria de Madre de Dios, hubiera manifestado orgullo. La aceptación demasiado fácil -sin prudencia ni atención- de una misión, de una revelación, aún mucho más modesta que la de Madre de Dios, manifestaría que nuestra alma está ya hinchada de orgullo.
Pero al mismo tiempo María obedece a esta misión única e imposible testimoniando así su completa obediencia. Pues discutir largamente y persistir en no inclinarse ante una tarea que nos supera sería otra forma de desobediencia. En su integridad, María no manifiesta ni la facilidad orgullosa de aceptar esta misión inmensa, ni la duda y la falsa humildad desobediente de rechazarla. Estos dos abismos se abrían ante ella; los supera, y en ella la humanidad los supera. He aquí el espíritu de esta virgen absoluta, íntegra, plena, de la cual nacerá el Dios-Hombre.
Igualmente para nosotros. ¿Queremos que Dios renazca, crezca en nosotros? Tenemos que superar estos dos abismos. Si encontramos una facilidad demasiado grande al sentirnos “elegidos” o inteligentes, o si somos demasiado prudentes ante la fuerza divina; si estos dos estados no son dominados, no podremos recibir plenamente a Dios. Nos convertiremos en falsos cristos, seremos anticristos, o cualquier cosa salvo cristos.
Nacerá en Belén
El Cristo nació en Belén porque es la ciudad natal de David, este David que tiene unos antepasados no hebreos, este David que es el menor entre sus hermanos. Mas existe otro sentido. Nace en Belén y está registrado en Belén porque es de la sangre real de David, por José y por María, por el derecho y por la naturaleza. Además, Belén, en hebreo Beith-Lejem, significa “la Casa del Pan”. Por otra parte, Belén es la menor entre las ciudades de Judá. Allí quiso nacer el Cristo.
Nuestra vida espiritual tiene que inspirarse siempre de Belén, tener apariencias humildes y contenido de realeza. Al contrario, más nuestras apariencias son de realeza, y más miserable es nuestra alma. El verdadero camino espiritual es amar las realidades exteriormente humildes, elegir la ciudad menor sin renunciar a la realeza que nos da el Espíritu Santo. Una de las formas más humildes de la comunión con el Cristo es la Eucaristía: entramos en comunión con El bajo las formas humildes del pan y del vino. A menudo, ¡ni siquiera sentimos su presencia! Tantas veces un presbítero o un fiel en la comunión no hace más que gustar exteriormente el pan y el vino. Una apariencia o una manifestación brillantes son excepciones, pero el hombre interior, cuya mirada se hace más profunda, ve y entra en comunión real con el Rey de los reyes.
Es notable que los tres magos tenían la ciencia perfecta y reconocieron al Cristo, mientras que los sumos sacerdotes y escribas dormían tranquilamente, o imaginaban los quehaceres y las discusiones del día siguiente. Los magos, que habían emprendido una larga ruta, son tres sabios. Representan la sabiduría antigua de la humanidad, y poseen todas las informaciones sobre la venida divina, hasta una estrella para guiarlos, salvo un dato: el nombre del lugar de nacimiento de jesús. Notadlo bien: son los sacerdotes, incapaces de reconocer al Mesías a pesar de su ciencia, los que les dieron el nombre: Belén.
A menudo nosotros, cristianos, hemos recibido la Verdad y no la cumplimos. Descansamos seguros, mientras que los no cristianos buscan a lo largo de su vida y de su evolución moral o espiritual: en definitiva, nosotros les daremos la última palabra: Belén; pero ellos nos precederán para adorar al Señor. Que cada cristiano lo sepa: ¡puede ser precedido por un no cristiano! Fuera de la revelación bíblica y cristiana no existe la palabra final: Belén. Tenerla es un privilegio tremendo, y no lo comunicamos a los otros. No os sorprendáis entonces si el Hijo de Dios, al volver un día sobre la tierra, pasa a nuestro lado y se acerca a los increyentes, simplemente porque lo habrán buscado con sinceridad.
Sí, los cristianos duermen a menudo, mas eso no significa que los otros tengan toda la Verdad. La palabra última se les escapará como a los magos, que simbolizan la evolución de la humanidad en busca de Dios. Necesitarán pasar por Israel, por Jerusalén, y sólo la Iglesia podrá responderles: Belén. Uno aprovechará, el otro no poseerá. Es la extraña dialéctica que aparece en la víspera de Navidad.
Vamos más allá, hasta los tres grupos que, además de María la Madre de Dios y de José, rodean al Cristo naciente: los pastores, los magos y los animales, el buey y el asno.
Los pastores
Los primeros llamados a contemplar al Cristo son los pastores, los hombres analfabetos, simples, naturales, que velan por la noche a causa de sus rebaños. Los primeros capaces de comprender el Advenimiento, la venida del Cristo, son las almas que velan en la simplicidad durante la noche, la noche en todos los sentidos.
El camino más directo y más simple para alcanzar la perfección espiritual, el conocimiento perfecto, y reconocer en el Niño del pesebre al Dios eterno, es guardar de manera estable la vigilancia en medio de todas las noches de la humanidad y de nuestra existencia, de nuestra vida interior y exterior, las noches sin luna de incomprensión de lo que pasa en nosotros: como los pastores, preservar sin querer entender todo. Esta vigilancia es velar en la oración aún si eso parece infructuoso. Eso es el camino más corto.
Los magos
El otro camino es el de los magos, el viaje espiritual, la ruta inmensa, esta caravana que vemos representada en las estampas, que avanza sobre camellos a través de los desiertos y los países lejanos, este itinerario de toda una vida, nuestra vida y también la de generaciones y generaciones.
El alma que busca, cava, empieza un camino espiritual, iniciático; si no encuentra lo que busca es por haberse detenido a medio camino, sin seguir hasta el fin.
La humanidad entera llegará al Cristo por la evolución lenta si -como decía un misionero que conocí cuando tenía doce años- tiene “la simplicidad de los pastores o la perseverancia de los magos”. El camino de los magos es el viaje sin descanso. La verdadera cultura no se detiene jamás. Sed vigilantes y contemplativos como los pastores; pero si entráis en la búsqueda, la menor satisfacción será vuestra muerte, y no veréis revelarse el Sol de Cristo.
Los que trabajan
¿Y los animales, el buey y el asno?
Los Evangelios no hablan de ellos; están en la Tradición, en Isaías (1,3) y en otros profetas. Representan, sin ninguna duda, a los animales, pero también a nuestra humanidad. ¿Qué los caracteriza? Son seres de trabajo, siervos del hombre: el asno que debe cargarse aún cuando está cansado, el buey que perdió hasta la posibilidad de ser un animal normal, ni macho ni hembra, disminuido para servir al hombre.
Entonces, el tercer grupo que vemos junto al Cristo es el grupo de las almas desprovistas quizás de evolución espiritual, más animales que otra cosa, las almas que en esta vida trabajan y sufren por su familia, por ellas mismas, por la humanidad. Estas también serán introducidas misteriosamente en la gruta donde viene al mundo el Dios eterno. Respetad a estas gentes de labor; su destino es penoso y, a pesar de todo, su fin está cerca del Señor.
Son los tres tipos de hombres que adorarán al Cristo.
Los que no tienen ni la simplicidad ni la ciencia verdadera, ni la labor paciente y animal, los otros, los habitantes de Jerusalén y Belén, todos los seres dotados de conocimientos magníficos, dormirán como troncos.
También dormimos nosotros, si no pertenecemos, de una manera u otra, a uno de estos tres tipos.
Tenemos que elegir entre los dos primeros –el tercero se soporta, no se elige–: buscar con los magos, viajar sin pausa con ellos, o velar en la noche, simples como niños.
Amén.
EL BAUTISMO
LIBERA AL COSMOS
Fiesta de la Teofanía
Bendición de las aguas
Evangelio: Mateo 3/13-17
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
Amigos míos, tomaréis botellas llenas de agua bendita y las llevaréis a vuestras casas. La potencia de esta agua santa es tan fuerte que ha permanecido intacta y transparente durante años en casa de numerosos creyentes. Esta agua, que es el «agua del Jordán» santificada por el cuerpo del Cristo, por Su alma y Su divinidad que se sumergieron en ella, representa las primicias del mundo liberado. Así, amigos míos, os exhorto a que toméis una buena cantidad y os la llevéis a vuestros hogares. Si tenéis un enfermo, o si vuestra alma está triste, bebedla, bendecid con ella vuestra casa, y si algún día no podéis venir a la Divina Liturgia, comulgad tomando algunos sorbos de esta agua. ¡Que por ella la Gracia divina inunde vuestra vida! Porque, en verdad, cuando ayer escuchamos a Isaías hablar de esas aguas que brotan de la tierra estéril y reseca, comprendimos que esta fiesta nos indicaba que nuestras dificultades, nuestras debilidades, nuestras pruebas, nuestros ataques, los demonios que se nos aferran, deberían ser inundados por la gracia del Espíritu Santo, que es esta agua que salta de nosotros hacia la vida eterna.
La fiesta de la Epifanía, como todas las fiestas, desborda de misterios.
En la tierra, los tres Reyes Magos –esta trinidad humana que simboliza las tres tradiciones o, más bien, la plenitud de los esfuerzos de la humanidad por reencontrar a Dios– vienen a adorar al Cristo. Al cabo de un largo camino, desde sus patrias hasta Belén, al cabo del camino secular de todas las naciones, llegan por fin a encontrar a Aquél que es el Salvador del Mundo, el Sol de Justicia, Nuestro Señor Jesucristo. Son tres: tres direcciones, tres tradiciones, tres mentalidades, que pueden compararse a los tres elementos: el oro, el incienso y la mirra, que traen como ofrenda. Y los tres encuentran a Dios mirando al cielo y dejándose guiar por la estrella.
Por el contrario, el día de la Teofanía, cuando el Cristo sale de las aguas del Jordán, la Divina Trinidad, la vida íntima de Dios. se descubre a nosotros –porque escuchamos las palabras del Padre: «Este es Mi Hijo bienamado . . .»–, no por una estrella, no mirando al cielo, sino a las aguas del río, mirando hacia abajo.
Leemos en el Génesis: «En el principio Dios creó los cielos y la tierra . . . y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas». El agua es el fundamento de la materia, pues el Génesis añade: «La tierra era informe y vacía; las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas». El misterio de la Trinidad resplandeció a nuestros ojos porque Dios descendió hasta el extremo; porque Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo Unico, inclinando los cielos e inclinándose sobre nuestra miseria, descendió hasta el pesebre, y aún más, hasta la profundidad de la materia, que son las aguas, llegando ya por Su bautismo, antes de su descenso a los infiernos, al límite de la naturaleza creada. Oímos la voz del Padre, y contemplamos, a través de los ojos de Juan el Bautista, al Espíritu que –en forma de paloma– da testimonio de la divinidad del Cristo. Veis esos dos movimientos: uno que escruta los cielos, es el del hombre fijado en la estrella; el otro: «Dios sentado sobre los Querubines, sondeando los abismos».
Los Reyes Magos ven a Dios humillado, al Pre-eterno escondido en el cuerpo de un niñito. En verdad ven a Dios, pero a Dios encarnado en el hombre. Mientras que, cuando Dios Se hunde en las aguas, la divinidad estalla en Su esplendor. Es por eso que Juan Bautista, el cuarto Mago, el amigo del Esposo, que no tomó el camino de la escrutación de los cielos sino el de Isaías, que es el de la abnegación, ve a la Trinidad cara a cara. Aquél que se eleva con esfuerzo y perseverancia, guiado por la estrella, alcanzará al Cristo al final de su camino; aquél que desciende con Cristo será sumergido en la triple luz de la Trinidad.
El Cristo viene hacia Juan y le dice: «Quiero ser bautizado por tí». Juan clama: «¡Cómo podría bautizarte! No soy digno de desatar las correas de tus sandalias. ¿Por qué te bautizaría yo a Tí, que eres puro? El bautismo es para los pecadores; el bautismo es la purificación, y Tú no tienes necesidad de ser purificado. ¿Cómo un servidor indigno podría posar la mano sobre Tu cabeza? ¡Mi mano tiembla pensando que debo posarla sobre Tí, y hundirte a Tí, mi Maestro y mi Dios, en las aguas del Jordán!» Y el Cristo responde: «Debemos cumplir toda justicia descendiendo al Jordán». Ciertamente, El no necesitaba ser purificado, El, el Purificador, que al purificar las aguas del río liberó a toda la naturaleza.
El salva a la humanidad con Su Cruz; con Su bautismo, salva a la naturaleza. La misma relación une al bautirsmo con la manifestación de la Trinidad, y al Viernes Santo con la Resurrección y Pentecostés. Aquí el hombre es salvado por la muerte del Redentor; allí la naturaleza entera, desde siempre encadenada por los demonios, es liberada por el bautismo del Cristo. Releed los escritos antiguos; releed a los griegos y los otros pueblos, y veréis cómo el hombre, cómo cada lugar, estaban llenos de las potencias bajo el cielo, llenos de divinidades. El hombre, fuera de la magia, no podía avanzar, acechado a cada paso por esas fuerzas que ligaban a la naturaleza, a las aguas, a las casas, las piedras, los árboles. Todo estaba habitado, y el hombre debía inclinarse y pronunciar palabras mágicas para preservarse, a fin de que el destino y la naturaleza no lo aplastasen. Esta naturaleza «gemía», como dice el Apóstol Pablo, «esperando la libertad gloriosa de los hijos de Dios».
Hoy, los cuatro elementos, las plantas, la tierra, las montañas y las bestias, están liberados. Nuestra naturaleza corporal fue liberada hoy, porque fue santificada, purificada, vivificada, y rescatada por el bautismo divino. El profeta Isaías clama en sus profecías: «Las montañas saltarán como carneros y los árboles aplaudirán». Es la fiesta de la creación. Ahora podemos mirar sin miedo a la criatura. No percibiremos más, detrás de su apariencia, ni a las divinidades ni a los demonios, pero si no penetramos veremos brotar, vivir, resplandecer al Espíritu Santo en esta criatura cuyo vestido de luz es el Cristo. El mundo nuevo comenzó con el bautismo del Cristo; todavía no es visible, pero desde ese momento el Espíritu Santo lo trabaja para transformarlo. Esta liberación, nacida en el Jordán, continúa. Sin embargo, tengamos cuidado: a esta naturaleza arrancada a las dominaciones inferiores, el hombre –sin el Cristo–
¿Cuál es la misión de un cristiano, de un hijo de la luz? ¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a esta pasión destructora, volcada hacia el mal? ¡Nuestra misión es santificar la naturaleza! Cuando miréis los campos, los bosques, cuando oigáis correr las aguas, cuando vuestros ojos se detengan en las piedras de las casas, pensad siempre: el Espíritu Santo habita en ellos, el Espíritu Santo está en ellos, y ponedlos en las manos del Cristo. Aumentad, aumentad y aumentad cada vez más, y en todo instante, el llamado a la Gracia Divina, a fin de que no cese de inundar la creación.
Amén.
EL SANTO ENCUENTRO
Evangelio: Lucas 2/22-32
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
La fiesta del Santo Encuentro –o de la Candelaria, como se le dice popularmente– reúne dos fiestas: la del Evangelio y la del paganismo. No os asombréis. Numerosas fiestas cristianas mezclan lo que sale de la Biblia y las Santas Escrituras con las costumbres paganas. Así, la Navidad, el Nacimiento del Salvador, era la fiesta del sol. De la misma manera, la Candelaria, con sus panqueques en forma de sol, sus luminarias que encendemos y bendecimos, nos llega desde los pueblos antiguos, que bendecían las luces el 2 de febrero, cuarenta días después del solsticio de la fiesta de Navidad. Porque la Navidad y la Candelaria están ligadas por los cuarenta días. Sabéis que los cuarenta días significan, en todas las tradiciones, un camino largo, penoso, a través de pruebas, hacia la liberación y la tierra prometida.
En la cristiandad, como en todas las religiones, la purificación de la madre tenía lugar a los cuarenta días del alumbramiento, así como después de la muerte la Iglesia ora durante cuarenta días por el alma sufrida del difunto; los cristianos recogieron estos ritos de la Biblia y de Egipto. Hoy, en cierta manera, unimos las tradiciones paganas a las tradiciones bíblicas. Por lo demás, lo hacemos cada vez que decimos el Credo; cuando decimos «Creador del cielo y de la tierra», empleamos términos hebreos, y en «del mundo visible e invisible» nos servimos de expresiones griegas.
Es la fiesta de la purificación de aquélla que es pura, y del cumplimiento de las leyes por Aquél que da las leyes y está por encima de ellas. La Virgen se inclina, aceptando ser purificada, ella que es ajena a toda impureza; el Cristo se deja llevar al templo, El, que es el Creador del Templo, y el objeto de su culto.
¿Por qué esta aceptación voluntaria, esta humillación? ¿Por qué María se ubica entre las demás mujeres, y Dios encarnado entre los niños comunes? ¿Por qué no se destacan, por qué no proclaman Su superioridad, ella como Madre de Dios, por su virginidad íntegra, y El por su divinidad?
Su actitud nos enseña que los hijos de la gracia y de la luz no desean sustraerse a las condiciones corrientes de la vida.
Amigos míos, como hijos de la gracia, estáis liberados de las leyes; no estáis más obligados a pagar al César lo que es del César, ni a quienquiera que sea, pues estamos liberados de todo –el Apóstol Pablo dice: «Todo nos es posible», pero añade, «No todo nos es provechoso»–; estamos liberados, no para el desorden, sino para someternos libremente a las condiciones humanas, vivirlas libremente en el Cristo, sin tener que soportar su necesidad, como las gentes de la carne y de las tinieblas.
El Santo Encuentro nos da aún otra lección.
El viejo Simeón, llevado por el Espíritu Santo, recibe a Jesús en sus brazos; recibe en sus brazos algo más fuerte y admirable que ese carbón ardiente que quemó los labios del profeta Isaías. Este anciano, que compendia la sabiduría de la antigüedad, visiblemente sostiene a un niño inocente; en realidad, Lo lleva, no para protegerlo del frío o de los peligros exteriores, sino para implorarle la bendición y la liberación: «y ahora Señor», le dice al niño «Kyrios» –es decir, «Dios–, «Y ahora, Dios, Maestro, deja a tu servidor partir en paz». ¡Insigne misterio! Ese gesto de Simeón encierra el alma y el espíritu de la Iglesia; ella es la ancianidad cargada de tradición, de conocimiento, de sabiduría, de paciencia, teniendo en sus brazos al Dios-joven, al Dios niño. A cada instante, ella estalla de juventud divina. ¡Qué hay de más tradicional, de más antiguo, que la Iglesia!; sus manos tiemblan y, sin embargo, esas manos desfallecientes sostienen la perpetua juventud de Dios naciente, de la Gracia y de la Luz resplandecientes. El mismo milagro se produce en las almas de los hombres. Un hombre quebrado, ajado por las pruebas de este mundo, llega a la Iglesia, y la gracia fulminante, invisible, eficaz del Espíritu Santo lo rejuvenece.
Cada domingo, cuando comulgamos con el Cuerpo y la Sangre del Cristo, recibimos el fuego del carbón ardiente, al Cristo niño, al Verbo encarnado.
Querría seguir hablando de la fiesta del Santo Encuentro, pero hoy deseo celebrar con vosotros otra fiesta que se injerta a este misterio: es el vigésimo aniversario de la Ortodoxia Occidental.
Hace exactamente veinte años, Monseñor Ireneo Winnaert, al dar los cirios de la Candelaria, introducía en la Ortodoxia a la primera comunidad occidental. ¡Veinte años! No, esto no es exacto. La ortodoxia occidental francesa no tiene veinte años, tiene dos mil años, y, si seguimos las palabras del historiador Eusebio de Cesarea, tiene miles de años. En efecto, lo que ocurrió hace veinte años no fue sino la manifestación de lo que ya existía. Si por momentos la Iglesia de Francia se desvió de su ruta y traicionó su vocación, por lo menos estuvo presente potencialmente, y más que potencialmente. Esta Iglesia, plantada por Juan el Bienamado, por Policarpo, Ireneo, Lázaro, por María Magdalena y por Marta, enraizada por todos esos apóstoles y sus sucesores directos; esa Iglesia que nació como un niño de las entrañas evangélicas, es inmortal. Cuando celebramos la Divina Liturgia en este templo, sentimos que están presentes entre nosotros esos innumerables santos, conocidos y desconocidos, testigos y luchadores, inspirados y obreros de la Gracia, y que cantan con nosotros: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, Que era, Que es, Que viene, pues El nos hizo reyes y sacerdotes» de esos misterios sagrados. No, no estamos festejando veinte años; festejamos, como dicen las liturgias occidentales, «porque esto es la nueva y eterna Alianza», festejamos la eterna alianza de la Iglesia de Francia con la
Es por esta Francia ortodoxa que oraremos hoy durante la misa. Y recordaremos dos nombres: el de Sergio el Grande, Patriarca de Moscú, padre de la Iglesia del siglo XX, y el de Ireneo, nuestro padre en la Ortodoxia Occidental.
¡Alleluia! El viejo lleva al Niño; el Niño conduce al viejo. ¡Alleluia!
Amén.
EL SANTO ENCUENTRO
Evangelio: Lucas 2/22-32
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
La fiesta del Santo Encuentro –o de la Candelaria, como se le dice popularmente– reúne dos fiestas: la del Evangelio y la del paganismo. No os asombréis. Numerosas fiestas cristianas mezclan lo que sale de la Biblia y las Santas Escrituras con las costumbres paganas. Así, la Navidad, el Nacimiento del Salvador, era la fiesta del sol. De la misma manera, la Candelaria, con sus panqueques en forma de sol, sus luminarias que encendemos y bendecimos, nos llega desde los pueblos antiguos, que bendecían las luces el 2 de febrero, cuarenta días después del solsticio de la fiesta de Navidad. Porque la Navidad y la Candelaria están ligadas por los cuarenta días. Sabéis que los cuarenta días significan, en todas las tradiciones, un camino largo, penoso, a través de pruebas, hacia la liberación y la tierra prometida.
En la cristiandad, como en todas las religiones, la purificación de la madre tenía lugar a los cuarenta días del alumbramiento, así como después de la muerte la Iglesia ora durante cuarenta días por el alma sufrida del difunto; los cristianos recogieron estos ritos de la Biblia y de Egipto. Hoy, en cierta manera, unimos las tradiciones paganas a las tradiciones bíblicas. Por lo demás, lo hacemos cada vez que decimos el Credo; cuando decimos «Creador del cielo y de la tierra», empleamos términos hebreos, y en «del mundo visible e invisible» nos servimos de expresiones griegas.
Es la fiesta de la purificación de aquélla que es pura, y del cumplimiento de las leyes por Aquél que da las leyes y está por encima de ellas. La Virgen se inclina, aceptando ser purificada, ella que es ajena a toda impureza; el Cristo se deja llevar al templo, El, que es el Creador del Templo, y el objeto de su culto.
¿Por qué esta aceptación voluntaria, esta humillación? ¿Por qué María se ubica entre las demás mujeres, y Dios encarnado entre los niños comunes? ¿Por qué no se destacan, por qué no proclaman Su superioridad, ella como Madre de Dios, por su virginidad íntegra, y El por su divinidad?
Su actitud nos enseña que los hijos de la gracia y de la luz no desean sustraerse a las condiciones corrientes de la vida.
Amigos míos, como hijos de la gracia, estáis liberados de las leyes; no estáis más obligados a pagar al César lo que es del César, ni a quienquiera que sea, pues estamos liberados de todo –el Apóstol Pablo dice: «Todo nos es posible», pero añade, «No todo nos es provechoso»–; estamos liberados, no para el desorden, sino para someternos libremente a las condiciones humanas, vivirlas libremente en el Cristo, sin tener que soportar su necesidad, como las gentes de la carne y de las tinieblas.
El Santo Encuentro nos da aún otra lección.
El viejo Simeón, llevado por el Espíritu Santo, recibe a Jesús en sus brazos; recibe en sus brazos algo más fuerte y admirable que ese carbón ardiente que quemó los labios del profeta Isaías. Este anciano, que compendia la sabiduría de la antigüedad, visiblemente sostiene a un niño inocente; en realidad, Lo lleva, no para protegerlo del frío o de los peligros exteriores, sino para implorarle la bendición y la liberación: «y ahora Señor», le dice al niño «Kyrios» –es decir, «Dios–, «Y ahora, Dios, Maestro, deja a tu servidor partir en paz». ¡Insigne misterio! Ese gesto de Simeón encierra el alma y el espíritu de la Iglesia; ella es la ancianidad cargada de tradición, de conocimiento, de sabiduría, de paciencia, teniendo en sus brazos al Dios-joven, al Dios niño. A cada instante, ella estalla de juventud divina. ¡Qué hay de más tradicional, de más antiguo, que la Iglesia!; sus manos tiemblan y, sin embargo, esas manos desfallecientes sostienen la perpetua juventud de Dios naciente, de la Gracia y de la Luz resplandecientes. El mismo milagro se produce en las almas de los hombres. Un hombre quebrado, ajado por las pruebas de este mundo, llega a la Iglesia, y la gracia fulminante, invisible, eficaz del Espíritu Santo lo rejuvenece.
Cada domingo, cuando comulgamos con el Cuerpo y la Sangre del Cristo, recibimos el fuego del carbón ardiente, al Cristo niño, al Verbo encarnado.
Querría seguir hablando de la fiesta del Santo Encuentro, pero hoy deseo celebrar con vosotros otra fiesta que se injerta a este misterio: es el vigésimo aniversario de la Ortodoxia Occidental.
Hace exactamente veinte años, Monseñor Ireneo Winnaert, al dar los cirios de la Candelaria, introducía en la Ortodoxia a la primera comunidad occidental. ¡Veinte años! No, esto no es exacto. La ortodoxia occidental francesa no tiene veinte años, tiene dos mil años, y, si seguimos las palabras del historiador Eusebio de Cesarea, tiene miles de años. En efecto, lo que ocurrió hace veinte años no fue sino la manifestación de lo que ya existía. Si por momentos la Iglesia de Francia se desvió de su ruta y traicionó su vocación, por lo menos estuvo presente potencialmente, y más que potencialmente. Esta Iglesia, plantada por Juan el Bienamado, por Policarpo, Ireneo, Lázaro, por María Magdalena y por Marta, enraizada por todos esos apóstoles y sus sucesores directos; esa Iglesia que nació como un niño de las entrañas evangélicas, es inmortal. Cuando celebramos la Divina Liturgia en este templo, sentimos que están presentes entre nosotros esos innumerables santos, conocidos y desconocidos, testigos y luchadores, inspirados y obreros de la Gracia, y que cantan con nosotros: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios, Que era, Que es, Que viene, pues El nos hizo reyes y sacerdotes» de esos misterios sagrados. No, no estamos festejando veinte años; festejamos, como dicen las liturgias occidentales, «porque esto es la nueva y eterna Alianza», festejamos la eterna alianza de la Iglesia de Francia con la
Es por esta Francia ortodoxa que oraremos hoy durante la misa. Y recordaremos dos nombres: el de Sergio el Grande, Patriarca de Moscú, padre de la Iglesia del siglo XX, y el de Ireneo, nuestro padre en la Ortodoxia Occidental.
¡Alleluia! El viejo lleva al Niño; el Niño conduce al viejo. ¡Alleluia!
Amén.
LA PLENITUD
Semana de plegaria
para la unión de las Iglesias
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
La semana de plegaria para la unión de las Iglesias, que tiene lugar todos los años en enero (ver nota pág.30), nos plantea este problema esencial: para los cristianos separados, ¿hay posibilidades de unirse?
Que existe el deseo de acercamiento, sincero o no, eso es cierto. Que desde hace treinta años los cristianos, arrastrados por seres inspirados y profetas de nuestro siglo, comienzan a reunirse, eso también es cierto. ¡Y encontrarse ya es mucho!
Cuando en 1923 (o 24, o 25, no recuerdo bien la fecha exacta) un filósofo ruso, Nicolás Berdiaeff, vino a París, organizó un círculo donde se encontraban teólogos protestantes, católicos-romanos y católicos-ortodoxos; esto fue una novedad tal que en los primeros tiempos, estos teólogos cultos se decían los unos a los otros: «Vaya, ¿usted pensaba así?». Se conocían por los libros, pero jamás habían tenido contactos personales. La separación era así de fuerte, sobre todo en las sociedades de provincia, donde se forman clanes, donde tal familia no frecuenta a tal otra porque el nivel de fortuna es diferente, o porque «algo» le ocurrió a la tía bisabuela; esos clanes donde apenas si se miran, donde se saludan cortésmente los domingos a la salida de la iglesia, evitando invitarse y, sobre todo, hablarse. La paradoja era tal que los cristianos vivían lado a lado sin frecuentarse, salvo tal vez en algunas aldeas de Alsacia y de Polonia. En Polonia, un sacerdote, un rabino, un pastor, a veces comían juntos, o jugaban a las cartas; pero eran encuentros de buena vecindad entre gente del mismo oficio.
El clima ha cambiado. Una corriente real, sincera, de encuentros, de «diálogos», como se dice ahora, recorre nuestra época. Una cierta actitud amable entre cristianos se ha hecho presente, y eso parece nuevo . . .; ¡extraña reacción! Este movimiento de unión se ve fortificado por la semana de plegarias que comienza en la fiesta de la Predicación de San Pedro (18 de enero) y termina en la fiesta de la Conversión de San Pablo (25 de enero), a la cual los orientales han añadido la fiesta de los Tres Doctores: Basilio el Grande, Juan Crisóstomo y Gregorio el Teólogo. Esto es iniciativa de la Iglesia Anglicana, y ha permitido que en el mundo cristiano –y aún en las parroquias– se pueda hablar de las otras Iglesias y de los otros hermanos. Fueron fundadas organizaciones ecuménicas de unión de las Iglesias, que funcionan con el nombre de diferentes confesiones.
Es indiscutible que el movimiento primordial, dinámico, actual, por la unión de las Iglesias _fuera de casos aislados como el de Berdiaeff_ proviene del mundo protestante. Los protestantes fueron los pioneros, al expresar de esta manera la nostalgia por la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Agradezcamos a Dios por este esfuerzo de comprensión.
Los encuentros, las simpatías, ¿han hecho avanzar el acercamiento entre las Iglesias?, ¿se han abierto a una unidad concreta, profunda, espiritual? No lo creo. Los cristianos se han vuelto buenos vecinos, pero cada uno ha permanecido en sus posiciones, sin ceder nada, y queriendo tener todo para sí. Yo sé que es imposible hacer compromisos en las cuestiones religiosas, pero un buen entendimiento en las cuestiones secundarias tampoco es una solución; y este período de tensión hacia la unión de las Iglesias no ha dado los resultados esperados por los pioneros. ¿Por qué? Las causas son numerosas. Hoy, en esta fiesta de San Juan Crisóstomo, de San Sabbas y de Santa Nina, apóstol de Georgia, de estos santos realmente ecuménicos, de diferentes épocas y razas, yo desearía insistir en un solo punto: ¿por qué la unidad de las Iglesias no ha avanzado un paso? Para preparar la unión de las Iglesias y el acercamiento de cristianos y confesiones, es necesario, ante todo, amar la plenitud.
En efecto, amigos míos, ¿podemos unirnos en el mínimo vital? Todos creemos en Dios, todos creemos en Jesucristo, todos aceptamos el bautismo. En eso estamos unidos. No estamos separados en lo que concierne a Dios, al Cristo o al bautismo. Los cristianos de cualquier denominación creen en tantas cosas semejantes que la unidad ya existe. Sin embargo, sabemos que esta unidad no es perfecta, porque no reside sólo en los dogmas esenciales sino más allá. Es así como los ortodoxos no comprenden la enseñanza del Espíritu Santo igual que los romanos, y éstos no ven los sacramentos como los protestantes; la jerarquía está encarada de manera diferente en las confesiones . . . ¿De dónde vienen esas divergencias, y cómo superarlas? ¿Es necesario buscar un punto cómodo, y reservar otro difícil? Para cada uno, su concepción tiene cierto valor, y es la verdad. ¿Permanecer en sus posiciones? Eso sería buena vecindad, y no vida en común. Sólo el gusto por la plenitud puede llevarnos a una solución. Sólo el gusto de la plenitud de la verdad, de la plenitud desbordante de la tradición cristiana, pueden crear el clima en el cual la unión de las Iglesias estará menos alejada. Hay que aprovechar toda la riqueza depositada por el Espíritu Santo en la Iglesia.
Pero es necesario luchar contra dos sentimientos: el aislamiento satisfecho de sí mismo, y la dominación del otro. En el seno de esta plenitud sobre la que insisto, en esta sinfonía fraternal, preguntémonos: ¿dónde está mi lugar?, ¿soy profeta, apóstol, evangelista? Porque para llegar a la unidad perfecta del Cuerpo de Cristo, primero (como dice el Apóstol Pablo), hay que amar esta plenitud, este cuerpo cósmico, católico, universal, que todo lo contiene, al universo y a nosotros, y al mismo tiempo reencontrar, con humildad y medida, nuestro lugar propio; comprender que somos un elemento de ese todo, sin ser el todo ni estar fuera de él. Esta actitud del alma y del espíritu construirá el clima propicio para la unión de las Iglesias.
Que por la intercesión de la siempre santa y pura Virgen María, de San Juan Crisóstomo, de San Sabbas, Santa Nina y San Ireneo, Dios insufle esta luz de paz y de plenitud en los pensamientos de los que trabajan por la unión de las Iglesias.
Amén.
LOS CICLOS DE LA HUMANIDAD
Evolución y regresión
Domingo de la Septuagésima
Evangelio: Mateo 20/1-16
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
Ayer, durante las vísperas, escuchamos, en el libro del Génesis, el relato de la creación del mundo y del pecado original. Así pues, el Antiguo Testamento comienza hoy y termina en la Epifanía con la lectura de los Profetas.
En el Evangelio, el Cristo nos presenta la parábola de los obreros de la viña. El contrata a los trabajadores a la primera hora, luego a la hora tercia, luego a la sexta, a la novena, hasta la undécima, y cada uno recibe su salario.
¿Qué simbolizan esas horas: primera, tercia, sexta, nona, undécima? Son las grandes épocas y períodos de la humanidad. Los Padres de la Iglesia han estudiado estos ciclos –tenemos un sermón notable de Gregorio el Grande, papa de Roma, sobre las horas de la historia de la humanidad–. La primera hora es la de las primeras generaciones humanas, la época del pecado original; la tercera es la del diluvio, y así sucesivamente. Resumiendo, la historia de la humanidad está dividida en doce horas, doce eones o, como se dice en la actualidad, doce ciclos. El Cristo Se encarnó en la undécima hora. La época cristiana es la de la undécima hora. Nosotros pertenecemos a este penúltimo período, somos los que menos hemos trabajado, porque poseemos la gracia inefable, la frescura del Espíritu Santo, la potencia en los sufrimientos que nos ha dispensado la Cruz . . ., y sin embargo recibimos la misma recompensa que esta humanidad que, hundida en el calor del día y de la ignorancia, ha trabajado la viña de Dios. La antigüedad representa las diez primeras horas, y nosotros somos la undécima. Tales son las proporciones de la enseñanza de la Iglesia entre aquéllos que vivieron antes y después del Cristo. Cuando hablamos de las horas históricas, de los ciclos, de los eones, no hay que verlos sólo desde un punto de vista cronológico; un período puede ser breve o largo, según lo que el hombre cumple en él. Nuestra historia no está sometida al «capricho de Dios», sino a la sinergía, como dicen los Padres, es decir, a las dos voluntades: la buena voluntad de Dios, y la voluntad del hombre. Dios obra respetando nuestra voluntad, teniendo en cuenta nuestra evolución, nuestra caída y nuestra elevación, lo que conquistamos en el bien y lo que perdemos en el mal. Es por eso que estas doce horas no pueden ser medidas por fechas fijas, porque no sólo son nuestra historia, sino también la de la conquista de Dios, del trabajo en Su viña, o del deslizamiento indolente en el pecado. No olvidéis jamás que estamos en perpetua evolución y regresión. Esos dos movimientos son coexistentes. No hay evolución ciega, siempre hacia lo mejor, ni continua caída hacia lo bajo. Ciertamente, Dios saca el bien del mal realizado por Su criatura, pero esta última puede verse tanto impulsada hacia El como hacia la nada y el pecado.
El pecado original no es un acto que, una vez cumplido, hundió al mundo pasivo en la iniquidad; la historia del pecado se desarrolla y se entrelaza con nuestra salvación. Cuando en el Evangelio el Cristo prevé el Segundo Advenimiento, dice, por un lado, que la buena nueva será predicada hasta los confines de la tierra –«Levantad la cabeza, vuestra hora se aproxima»– y, por otro lado, que la fe y la caridad se enfriarán. El habla de la iniquidad y de la gracia superior, adquirida, podríamos decir, a cada instante. Hacia el fin de los tiempos, será cada vez más fácil ser del Cristo o del anticristo. Porque habrá aumento por los dos lados; tensión creciente y experiencia, en el bien y en el mal. He aquí el sentido de los obreros de la viña de Dios. Esto nos demuestra que en esta viña no trabajaron sólo los cristianos, sino que, antes que nosotros, vinieron obreros de todas partes.
El pecado original cometido por Adán y Eva –o, más bien por todos nosotros en Adán y Eva–, tuvo lugar no en el plano carnal, sino en el plano espiritual. En efecto, el núcleo de ello estuvo en la desobediencia. La fuente, la raíz de todos los pecados, está en la desobediencia a Dios. Eva desobedeció; Adán y Eva desobedecieron. La raíz, la fuente, están arriba, no abajo.
La segunda realidad que debemos considerar es que ellos estaban en la plenitud de la libertad, y que el pecado fue un acto interiormente libre. He pronunciado la palabra desobediencia. Esta palabra esconde muchos aspectos de nuestra vida interior. ¿Por qué Adán y Eva debían obedecer a Dios?
Cuando un hombre le pide un favor a un amigo, aún si este último no capta el motivo, pero si lo ama, lo aprecia, le responderá: «Haré lo que me pides, iré donde quieras, no deseo ninguna explicación, porque eres tú. Tengo confianza en tí, te amo y te obedezco». La obediencia de Adán y Eva hubiera demostrado no sólo el temor de su dependencia de Dios, sino la excelencia de su amistad para con Su Creador. Dios quería verificar la sinceridad de nuestro amor.
Al comienzo de la Septuagésima, en este período de preparación y de lucha, querría que os sumergierais en vuestra conciencia y os plantearais la pregunta sobre vuestra vida espiritual. ¿Cuál es el motor de ella: recibir gracias de Dios, o acrecentar el amor de Dios en vuestro corazón, sin reservas y sin espera?
Amén.
CUATRO TIPOS DE ALMAS
Tres etapas de luchas espirituales
Domingo de Sexagésima
Epístola: 2a.Corintios 11/19 y 12/9
Evangelio: Lucas 8/4-15
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
La Sexagésima es el segundo domingo que prepara el período de Cuaresma. Ayer leímos en las vísperas el relato del diluvio; hoy la Iglesia nos presenta el Introito: «Sé para mí un Dios protector, y lugar de refugio para salvarme»; la Epístola de San Pablo en la que el apóstol se glorifica de sus debilidades a fin de que el Cristo obre en él, y el Evangelio de la siembra.
San Agustín decía que el período de penitencia, de ayuno, de la Cuaresma es el de nuestra primavera. Y ahora oiréis el prefacio –la inmolatio_ del rito de las Galias–, y recordaréis esta analogía entre la primavera, la naturaleza que se despierta, la siembra evangélica que da cada vez más fruto, y nuestra purificación producida por la Cuaresma.
Cuarenta días de Cuaresma. Este total renacimiento interior de nuestra alma, este segundo bautismo que renovamos cada año, no en las aguas sino en la penitencia, es también la época de la lucha y de la conquista espirituales, en las que la última palabra la tendrá la Cruz del Cristo, que nos abre la victoria de la Resurrección. Pero si no queremos quedar fuera de la Resurrección del Cristo, si queremos resucitar verdaderamente con El, sigamos fielmente los servicios de la Cuaresma, impregnémonos de la enseñanza de la Iglesia, porque cada una de sus palabras, cada uno de sus ritos, nos ayudarán a proseguir esta lucha con justeza y a lograr la purificación de nuestra alma.
El Cristo nos plantea la parábola de la siembra y del Sembrador y, al decir estas cosas, exclama: «¡Que aquél que tenga oídos para oír, oiga!». Un poco después añade: «A vosotros os es dado conocer el misterio del Reino de Dios, pero a los otros se les da en parábolas». «A vosotros, los apóstoles, Yo os develo los misterios del Reino». Y sin embargo, cuando El explica esta parábola de los granos caídos en el camino, en tierra pedregosa, en tierra donde crecen los abrojos, o en la buena tierra, la explicación nos parece sorprendentemente simple. ¿Adónde pues está ese misterio del Reino de Dios, esa dificultad que lo vela a las gentes de afuera? ¿Por qué no habló Nuestro Señor abiertamente, como en el Sermón de la Montaña? Porque, en verdad, esos símbolos que parecen tan simples, no lo son en la realización.
¿Cuál es el sentido de esta buena o mala tierra, este suelo que recibe las simientes de la Gracia Divina? Ese suelo, esa tierra, son nuestras almas. Dios nos da la gracia y la palabra de vida, Dios nos da los sacramentos; nosotros debemos cultivar nuestro corazón, nuestra inteligencia y nuestro espíritu a fin de que el grano divino dé fruto. Nosotros no tenemos éxito en la vida espiritual porque no hemos comprendido el misterio del Reino que se desarrolla en el trabajo, en la lucha interior y en la adquisición del conocimiento de nuestras almas. Misterio de dos voluntades, divina y humana. Dios siembra, y el hombre cultiva. Sin trabajo personal, las mejores palabras del Verbo, las gracias más fuertes de Dios, no madurarán nuestra salvación.
El Cristo nos muestra cuatro clases de almas.
Comienza por las que caen sobre el camino, y que el diablo arrebata. ¿Qué es esta imagen del camino? Nuestro Señor responde: son las almas incapaces de detener el vagabundeo de sus pensamientos, «almas ociosas», según la expresión de San Efrén. ¿Cómo hacer para impedir que el diablo borre las palabras de nuestro corazón? La imagen del camino nos da la explicación.
El primer combate que debemos emprender, para que el diablo no nos arrebate las palabras del Cristo de nuestro corazón, es el combate con nuestros propios pensamientos. El enemigo penetra por los pensamientos, y no por los deseos. Al comienzo de la vida espiritual no podemos dominar nuestros deseos. ¡Que se callen los falsos maestros! ¿Podemos acaso dominar con facilidad un deseo carnal, un deseo de descanso, de santidad, o de grandeza?
La lucha comienza con los pensamientos. Ante todo, amigos míos, detengamos los pensamientos que vagan a diestra y siniestra en nosotros. ¿Cómo conseguirlo? ¿Por el silencio interior? Es demasiado duro. Lo conseguiremos fijando un solo pensamiento, un pensamiento único. Por ejemplo, tratad de plantar un pensamiento en el centro de vuestro día, y volved a él cada vez que os apartéis del mismo; porque si dejáis que os invadan los pensamientos y se entrechoquen en vosotros, perdéis toda defensa contra el diablo, y las palabras más luminosas del Cristo os serán arrebatadas. Todo ser puede alimentar un pensamiento intenso, si éste es alimentado por un deseo. Admitamos que un hombre quiera ganar dinero, o que sienta una gran pasión de cualquier tipo –buena o mala–; el deseo atenaceará su pensamiento, y pensará en obtener lo que busca de la mañana a la noche. Nosotros no deseamos el cielo . . ., o lo deseamos tan poco que ese deseo de Dios no tiene la fuerza de engendrar un pensamiento único. Nuestro pensamiento debe preceder y sostener nuestro deseo del cielo. En el mundo, el deseo impulsa al pensamiento, y al sentimiento que lo mueve; en la vida espiritual el pensamiento hace nacer el deseo. Fijemos nuestro pensamiento sobre un asunto único, y luchemos para que el o los asuntos secundarios se borren.
El hombre es todo contradicción; está angustiado, tranquilo, gozoso, se precipita sobre esto, vuelve sobre aquello, se inquieta por su familia y sus negocios, está descorazonado por su debilidad espiritual, triste o feliz . . . Una multitud de preocupaciones, deseos o pensamientos se aferran, en nosotros, los unos a los otros. Al comienzo del camino, tened en cuenta vuestros sentimientos, no los maltratéis, pero cread un pensamiento: «Dios es bueno», o «El nos salva», y fijad vuestra mirada interior en este sostén invisible. Un escritor, para expresar exactamente su pensamiento, se mantiene en él todo lo que sea necesario; imitadlo interiormente y cuando, de alguna manera, hayáis dominado vuestro espíritu, y cuando los vaivenes del camino no sean más vuestros dueños, el diablo no podrá arrebatar la simiente del Evangelio. ¿Querríais alcanzarlo con una plegaria perpetua?: «¡Jesús, ten piedad de nosotros!». Ensayadlo, y les cortaréis los brazos y las manos al príncipe de iniquidad y a sus seguidores.
La segunda lucha: la tierra pedregosa y seca. Después de haber combatido los pensamientos errabundos, y de haber ligado vuestra mirada a un pensamiento único, no creáis, sin embargo, que vuestro corazón se verá inmediatamente animado por el deseo ardiente de Dios. Habréis, sí, aniquilado los deseos exteriores, pero todavía no poseeréis el deseo espiritual; vuestra alma no está encendida, arrebatada por el impulso de la vida en Dios. Por el contrario, el dominio de vuestros pensamientos, de vuestros deseos, vaciará y secará vuestra alma, volviéndola casi indiferente; porque aunque separados del mundo, todavía no estamos injertados conscientemente en la vida eterna. ¡Atención! Aquí surge una lucha sin cuartel: suprimir los pensamientos y detener los sentimientos puede endurecer el corazón, y abrir la puerta a una categoría de sentimientos así llamados morales, que provocan una cierta dureza hacia vosotros mismos y hacia los otros. Por lo tanto, esta segunda lucha debe operarse en contra de aquello que endurece el alma. Además de la concentración en un solo pensamiento, deberemos proseguir la acción caritativa, empleando diferentes métodos: plegarias, cantos, cánticos, penitencia, paciencia, comprensión, dulzura, y romper con todo aquello que hace que nuestros corazones sean corazones de piedra.
La tercera lucha es contra las espinas. Llegados a la tercera etapa, nos hemos convertido en tierra blanda, en un corazón de carne; sentimos la suavidad de la Gracia Divina. Nuestra alma ablandada puede deslizarse entonces hacia la pereza o los placeres secundarios, y puede producir, al lado de los dones divinos, las espinas. No creáis que si la gracia obra eficazmente suprime la posibilidad de los goces terrenales. Hemos visto a gente que se había elevado a la plegaria sublime –taumaturgos, visionarios celestes– cometiendo los pecados más vulgares; porque la vitalidad de la gracia, semejante a la humedad, hace crecer en nosotros no sólo las plantas celestes sino que, precisamente por esta vitalidad que ella nos confiere, no impedirá –si no estamos atentos– la embriaguez solapada de este mundo. Para evitar este tercer ataque son indispensables: la sobriedad, la humildad y la simplicidad. ¡Que esta tercera etapa no os embriague!
Así, el primer combate es contra los pensamientos múltiples, que nos vuelven exteriores y nos echan al camino; el segundo es contra ese estado de sequedad, de dureza, que parece moral . . ., el corazón vacío . . .; el tercero es contra la facilidad y la pereza espirituales.
Aplicar desconsideradamente el misterio del Reino a un alma, hará que ésta se pierda totalmente. Por ejemplo: ¿cómo podría cultivar la sobriedad, si está en estado de sequedad?, o ¿cómo podría ablandar su corazón, si aún es presa de múltiples pensamientos? Nada más peligroso.
En el umbral del camino espiritual, sería insensato gloriarse de su debilidad, o jugar a la humildad. Pero el que cultiva la buena tierra podrá, luego de un esfuerzo perseverante, clamar con el Apóstol Pablo: «¡Me glorifico en mi debilidad, a fin de que la potencia del Cristo obre en mí!».
Amén.
CARTA PASTORAL DE CUARESMA
La Cuaresma es el tiempo de penitencia. La penitencia es la primavera de nuestra alma, la renovación de nuestra vida.
La penitencia es totalmente opuesta al sentimiento de escrúpulo, al complejo de culpabilidad, a la auto-crítica mezclada con auto-defensa que turba nuestro sueño y paraliza nuestro espíritu.
La penitencia es vivificadora y fértil; la falsa penitencia _complejo o escrúpulo_ es estéril, destructora, y nos encadena.
¿En qué reside la diferencia? La penitencia se sitúa ante la Faz de Dios; los complejos, frente a nuestra persona. El penitente reza: “¡Señor, ten compasión de mí!”. El hombre lleno de complejos gime: “¿Cómo he podido hacer esto o aquello?”. El penitente se concentra en Dios; el escrupuloso sobre su “yo”. La penitencia es amor a Dios; la culpabilidad es amor propio. El penitente se lanza hacia Dios misericordioso y lleno de bondad, aspira al perdón y no a la justificación. La penitencia se alimenta del amor divino herido. La culpabilidad, aunque se acuerda de Dios, se acuerda de El como de un Dios que perdona difícilmente; inquieta, rehúsa el perdón gratuito, porque es incapaz inconscientemente de perdonarse.
¿Cómo se reconoce que el amor propio destrona al amor de Dios? Por el deseo de placer, por una sensiblidad aguda de la opinión de los demás, por el sufrimiento interior ante la crítica, por la exigencia de una justicia hacia su persona, por la sensación de ser incomprendido o mal juzgado, por la exageración de sus propias faltas, por el recuerdo de sus virtudes y de los servicios prestados, por el temor de expresar sus verdaderos sentimientos, por el complejo de inferioridad que puede tranformarse en agresividad, por el deseo de posesión, de goce y de honor.
El amor de Dios nace cuando el hombre se hace indiferente al amor o al odio, a la admiración o a la crítica dirigidas a su persona. La opinión de los demás sobre él no determina su sensibilidad: “Contra Tí sólo he pecado”. Acepta alegremente las injusticias hacia él mismo, mas se indignará por las injusticias cometidas hacia los demás. La agresividad y la timidez no habitan en su alma. La posesión, el goce y los honores no lo afectan demasiado ni lo atormentan.
Para pasar del amor propio al amor de Dios, del complejo de culpabilidad a la penitencia, escrutemos nuestra alma y pidamos al Salvador el perdón por todo lo que nutre la idolatría de nuestro “yo”. Preguntémonos, por ejemplo: “Cuando sufro por incomprensión, afrentas, calumnias, ¿soy realmente cristiano?” Pues este “sufrimiento” es un sacrificio ofrecido a mi propio ídolo y no una ofrenda a Dios. Este estado de alma es un pecado; sin tardar, imploremos el perdón divino y reconozcamos nuestra debilidad ante nuestros hermanos. La penitencia puede ser personal o comunitaria. El
Os ruego, hijos míos, que cada uno ofrezca su penitencia y que todos juntos hagamos lo mismo verificando, tanto en nuestras comunidades, nuestras parroquias y nuestras Iglesias como en nuestra persona, si estamos ante Dios o ante el “yo aborrecible”, individual o colectivo.
CREDO DE LA PENITENCIA
“Señor y Dueño de mi vida, el espíritu de ocio, de desaliento, de dominación y de palabra fácil,
aleja de mí.
El espíritu de pureza, de humildad, de paciencia y de caridad,
dalo a tu servidor.
Sí, Señor y Rey, dame el don de ver mis faltas y no juzgar a mi hermano, pues eres bendito en los siglos de los siglos. ¡Amén!”.
Cuanto más repetimos esta oración de San Efrén el Sirio (siglo IV), más la practicamos, más comprobamos que es obra de un gran maestro espiritual. Es muy simple, sí, hasta transparente, pero con la simplicidad que es resultado de una profunda experiencia espiritual, el final del largo camino ascético y místico de un santo.
Es una simplicidad rara, una claridad de perfección. Nada inútil, y sin embargo nada olvidado, casi una fórmula matemática; pero una fórmula que apela a nuestro corazón, que construye un puente sólido entre nuestra alma y Dios, entre “yo” y “mi hermano”. Por la exactitud de las expresiones y por su plan preciso podría ser comparada a la Oración Dominical, y por su desarrollo lógico nos recuerda las Bienaventuranzas según San Lucas.
Se la podría llamar “Credo de la Penitencia”. No es solamente el grito de un pecador, el ruego espontáneo de un alma angustiada al Señor para que la guíe y le enseñe: ella misma nos guía y nos instruye, encierra en sí el pedido y la respuesta, y para quienes la practican conscientemente, con todo su corazón, pone el remedio. Sí, es una oración de penitencia que cambia la faz de nuestra vida, aplana los montes de nuestros pecados y colma el llano de nuestra alma.
Para mostrar la riqueza espiritual de esta oración, hagamos un breve análisis de las cuatro fases de exteriorización (ocio, desaliento, dominación, palabra fácil), oponiéndoles las cuatro virtudes que San Efrén propone (pureza, humildad, paciencia y caridad).
Cuando queremos entrar en la vida espiritual, y sobre todo en la vida de oración, la primera tentación que se nos presenta es el ocio, el espíritu de dispersión. Los sentimientos más diversos invaden nuestro corazón. Deseamos, queremos esta vida de oración, y no obstante . . . nuestra alma, esa gran perezosa, dormita o se inquieta inútilmente ante nuestros recuerdos, visiones, proyectos, ideas (terrenales o celestiales, no importa), como si la única finalidad de nuestra existencia fuera alejarnos de la oración. Si somos caritativos, el espíritu de ocio inventa obras de caridad; si hay en nosotros tendencia al placer, inventa placeres. Es un ladrón de la oración, su aprendizaje fue el pecado original y su amo es el que quiere reinar en nuestra alma sin que conozcamos su existencia, aquél contra quien el Cristo libra combate con su Cruz. “¿Por qué rezar? Dios sabe qué necesitáis . . ., estáis cansados después de un día duro . . ., Dios creó los placeres . . .”. Cita el Evangelio con malicia: “No será el que dice ¡Señor, Señor! el que se salve, sino quien cumpla mis mandamientos”.
Los mandamientos en boca del tentador se convierten en un pretexto para impedir a toda costa que nuestra alma llame a nuestro “Señor y Dueño”. Oculta diestramente al publicano que durante horas y horas repite sin cesar golpeándose el pecho: “¡Dios, purifícame a mí, pecador!”. Lo único que puede combatir el ocio es el don de pureza. Pureza no solamente del cuerpo y comprendida como ausencia de pensamientos vulgares, sino pureza que es simplicidad del pensamiento, tensión hacia un objeto único y santo.
Si somos tentados, molestados por la distracción del espíritu, la pureza consiste en hacer abstracción de esos estados de alma, esforzándonos por apuntar a un solo objeto, de preferencia a un objeto divino, eterno, que sea por su naturaleza simple, estable inmutable.
Si el alma no lucha con la espada de la pureza contra la ociosidad, cae inevitablemente en el desaliento. Al ver que el tiempo pasa y la oración no le trae beneficio, al ver que el progreso espiritual es inexistente, la inquietud hace presa de ella. La contradicción entre la conciencia y el estado de las cosas, entre los deseos primarios y la situación real, se acentúa. En esos casos, el único remedio contra tal enfermedad del espíritu, es el espíritu de humildad, es decir, aceptar tranquilamente nuestra debilidad ante Dios. Y al contrario, el espíritu de rebelión –en el estado de desaliento– es el veneno más peligroso.
Con frecuencia el alma, incapaz de concentrarse y de luchar contra la primera tentación, cae en el desaliento, y deseando huir de ese estado busca evadirse juzgando al exterior. Al no poder dominarse interiormente, reformarse, quiere cambiar la faz del mundo. En lugar de localizar con humilde sabiduría el desaliento y comprobar sus propias debilidades, desvía la mirada de lo interior a lo exterior, de Dios al mundo, y busca al culpable a su alrededor, para castigar; quiere dominar a los otros e instruirlos. Los problemas religiosos reemplazan a la oración simple, y reformar la Iglesia se convierte en una necesidad, pues la Iglesia es la responsable de su infortunio. Totalmente ciega, esta alma está plena de audacia para dirigir y guiar a los que son menos ciegos que ella. El gusto por el poder reemplaza al deseo de penitencia. Se pone moralista e impaciente con quienes ha tomado bajo su protección. Contra esos males, el único remedio es el don de la paciencia: ser paciente con nuestra flaquezas como Dios lo es con el hombre atrevido e incapacitado.
Advirtámoslo claramente: cuanto más cedemos a la tentación primera (espíritu de ocio), tanto más las virtudes que se oponen a la caída se alejan de nosotros. Si bien es bastante fácil oponer al espíritu de ocio el espíritu de pureza y de simplicidad _la buena voluntad y el esfuerzo, unidos a la Gracia de Dios bastan para ello_ al espíritu de desaliento es difícil oponerle la sabiduría humilde. Y el abismo entre el espíritu de dominación y el espíritu de paciencia es casi infranqueable. Convendría a la conciencia del penitente, o al maestro espiritual, hacer recorrer al alma el camino inverso. Devolverán el alma al desaliento ridiculizando sus pretensiones con palabras quizá duras pero justas, y del desaliento la conducirán a su primer estado mediante la comprobación de que su caso no es único, de que ha buscado más allá de sus capacidades, devolviendo, a través de inyecciones espirituales, el gusto por la pureza.
Retroceder es penoso. En realidad el alma prefiere abandonar definitivamente la vida interior y lanzarse al mundo para sacarse de encima el deseo de perfección. En esta fase, el alma acepta el mundo tal cual es. Tomar el camino ancho, convertirse en una fuente de palabra fácil. En el estado de “dominación”, Dios paciente, Dios simple, Dios inmutable se convierte en Dios extranjero y Lo preferimos Dios temible que entra en la vida del mundo, Dios reformador, Dios juez. En el estado de “palabra fácil” preferimos un Dios que no nos moleste, que no nos pida nada, Dios-Amor, pero amor vago, sin sacrificio real. Las almas que caen en ese estado pueden dar publicistas brillantes de cuestiones religiosas y hasta místicas, pero la oración y el cristiano verdadero están muertos. La caridad divina puede resucitarlos por milagro. Tal es la caída del alma.
La escala de la salud, en cambio, es: concentrarse, fijar la mirada no en lo exterior sino en lo interior, elegir oraciones simples haciendo abstracción de “riquezas”. Espíritu de pureza.
Al ver las dificultades del camino –la pereza del alma y la distracción–, preferir la fidelidad en las cosas pequeñas a la traición en las grandes, y aceptar la tristeza. Espíritu de humildad.
Pero Dios nos verifica y el maligno acecha: recordad que el que es fiel hasta el final será salvado, y que la noche es más oscura antes de la aurora. Espíritu de paciencia.
Resistir por medio de la pureza, la humildad y la paciencia, y entonces, durante la noche, como un ladrón, vendrá la caridad, las puertas se abrirán, entrará el Espíritu y el Dueño de nuestra vida inundará nuestra alma de gozo y luz, de amor infinito por Dios y por todo lo que respira. Espíritu de caridad.
La penitencia se ha cumplido, el alma se ha purificado y la gran perezosa se convierte en fuente de oración.
Aunque las dos súplicas –alejar los espíritus impuros y recibir los espíritus puros– nos llevan al gozo y a la luz y nos inundan del amor del Padre de los Cielos, la obra de penitencia no ha acabado. San Efrén suma el tercer pedido que nos coloca frente a nuestros hermanos, frente al segundo mandamiento, realizable en su autenticidad tras haber reconstruido nuestro ser interior. A fin de subrayar el ritmo antifonario, el movimiento complementario, retoma la invocación al Señor, pero esta vez no Lo llama “Dueño de la vida”: Lo llama “Señor y Rey”, dos Nombres muy significativos.
La vida del alma, su despertar del sueño invernal, de la sombra de la muerte, es la superación del ocio, del desaliento, de la dominación y de la palabra fácil, y la adquisición de la pureza, la humildad, la paciencia y la caridad. Entonces el alma, despierta y vivificada, es invitada a colaborar en la construcción del reino de Dios, no ya del reino interior, sino del reino exterior, entre los hombres; a participar en la obra eclesial, fraternal y social. El Dueño de la vida se convierte en el Rey escatológico que juzgará el mundo.
El centro de la tercera súplica es “no juzgar a mi hermano”. Ninguna comunidad puede resistirse a la potencia destructiva del “juicio a los hermanos”. La base de la comunión entre los miembros de la misma Iglesia se adquiere mediante la acción de servir al hermano, sin juzgarlo. El Cristo en el Evangelio, San Pablo y Santiago en sus Epístolas, insisten en que no juzgar es el cimiento de la libre concordia.
Aconsejamos leer atentamente Mateo 7/1-5 y 18/15-22, Lucas 6/37-38, Romanos 14/1-3, Corintios 4/1-13 y Santiago 4/11-12.
Terminemos la admirable oración de San Efrén el Sirio con una sentencia de San Isaac el Sirio (siglo VII):
“¿Cuándo reconoce el hombre que su corazón ha alcanzado la pureza? Cuando considera que todos los hombres son buenos, sin que ninguno le parezca impuro y mancillado; entonces, en verdad, él es puro de corazón”.
LA VERDADERA LIBERTAD
Domingo de Laetare
Epístola: Galatas 4/22-31
Evangelio: Juan 6/1-5
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
En su epístola, el apóstol Pablo compara la ley del Sinaí y la ley de la gracia –gracia de Nuestro Señor Jesucristo– a la esclavitud y a la libertad. Nos dice: «Aquél que está bajo la ley es esclavo, hijo de esclavo; aquél que está en la gracia de Nuestro Señor Jesucristo es libre, hijo de una mujer libre». Así plantea ante nuestros ojos el problema de la libertad.
Nos enseña que el centro de nuestra redención está en la liberación, y que si nuestra conducta no es la de hombres libres, no somos realmente discípulos del Cristo, y estamos todavía bajo el yugo de la ley.
Pero, ¿de qué libertad habla? Me parece oír el siguiente diálogo: ¿Libertad democrática, libertad de opiniones, libertad de conciencia? Esas «queridas libertades», tan predicadas en el siglo pasado, ¡adónde nos llevaron sino a un caos terrible! El pensamiento se ha alejado del pensamiento tradicional y verdadero, cada uno sacando provecho para sí, y en el plano social esas libertades han formado una sociedad desacralizada, mal construida. Más bien han engendrado el egoísmo, un pronunciado individualismo y la falta de conciencia de la unidad del mundo. Y así llegamos a creer que no tenemos nada que hacer con esas libertades, portadoras de desorden y de anarquía; que la libertad que ellas expresan no es más que una utopía. ¿Adónde irá el mundo si cada cual obra según «su» libertad y “su” conciencia? ¿Adónde irá?
Y la respuesta: La libertad es tentadora, y la libertad aplasta. Las sociedades demasiado bien organizadas pesan; la dictadura y la autoridad nos disminuyen. ¡La libertad es singularmente atrayente! Pero la vemos dando a luz a la elevación del alma . . . Más bien provoca pasiones. Entonces, ¿por qué, por qué razón el hombre, aunque votando por el orden, la organización, las leyes, la tradición rígida, reconoce que es una necesidad y languidece por la libertad de los hijos del Reino de Dios? Esta nostalgia persiste en él, y está totalmente desorientado. Rechaza abandonar la libertad, pero razonablemente constata su peligro. Entonces llega a una solución relativa, a un compromiso sin virtud.
¿Dónde está el malentendido? ¿Estamos realmente llamados a la libertad? Sin ninguna duda. El Cristo vino a liberar a los prisioneros, sobre todo a los del infierno, luego a los prisioneros del pecado, de la muerte, del diablo, de la ley, de la letra. El es nuestro Liberador. Y si es el Liberador, o bien ha sido un utopista al conferirnos esta libertad promotora de desorden, o bien hemos comprendido mal la libertad del Cristo. Aquí llegamos a la respuesta.
La libertad, tan frecuentemente proclamada en el curso de los últimos siglos, no era la liberación. Ella quiso liberar al hombre socialmente, intelectualmente, sentimentalmente, creyendo que era viable.
En primer lugar, la liberación progresiva de la criatura humana no está en el plano social, sentimental o intelectual, sino que consiste en el dominio de sí mismo y de las pasiones interiores. ¿Para qué sirve la libertad exterior si el pecado encadena interiormente al alma?
La libertad total aparece cuando cada uno se libera a sí mismo en Cristo, es decir, se libera de las pasiones, del egoísmo, de la ignorancia, de los prejuicios, de las falsas ideas.
No, amigos míos, los cristianos no son los heraldos de la libertad exterior, sino de la conquista interior, que abre en nosotros el reino del Espíritu. He aquí el perfume de Cuaresma: la liberación progresiva de nuestro ser interior.
¡Qué monstruosidad la libertad cuando el asesinato está escondido en el corazón! Imaginaos el resultado. ¿Veis al odio, a la indiferencia –y qué se yo qué más– teniendo la posibilidad de manifestarse?
¿Qué hacer entonces? La falta de aquéllos que predican la libertad exterior es suponer al hombre perfecto, cuando es pecador; la falta de los otros es el no creer más en sus hermanos, y tratar de encadenarlos por medio de leyes, y despreciarlos como pecadores, olvidando que son la imagen de Dios y que el Espíritu Santo hizo en ellos Su morada. Falso idealismo o falso desprecio, ignorancia del pecado o desconocimiento de la gracia.
El discípulo del Cristo siente la profundidad del pecado y la dureza de las cadenas interiores. Sabe que la Cuaresma le enseña a discernir las faltas más escondidas, para tener conciencia de ellas y combatirlas en Cristo y, al mismo tiempo, en tanto que hijo de Dios sabe que ya está liberado por su Cristo.
El milagro, en el Evangelio de hoy en donde el Cristo alimenta a cinco mil personas con cinco panes, multiplicando el alimento de tal manera que aún sobran doce canastas llenas; esta multiplicación de los panes, imagen de la Eucaristía, es también la respuesta al diablo. Acordaos del primer domingo de Cuaresma: Satán propone a Nuestro Señor: «Ves esa muchedumbre; Te seguirá si Tú conviertes estas piedras en pan; ¡aliméntala! Entonces, apegada a Tu Persona y habiendo recibido pan, aceptará Tu doctrina espiritual, el Evangelio de Tu Reino». Y el Cristo le responde: «El hombre no vive sólo de pan, sino de la Palabra que sale de la boca de Dios».
El Evangelio de hoy nos muestra la aplicación de esta respuesta al príncipe de iniquidad. Antes que nada el Cristo alimenta a esta muchedumbre inmensa con la Palabra divina, y la muchedumbre Lo sigue, Lo escucha durante horas y horas, olvidando el hambre física. No es sino después cuando Dios realiza el milagro propuesto por Satán, y alimenta con pan a todas esas criaturas reunidas alrededor de Su enseñanza. ¿Cuál es la diferencia radical entre el pensamiento del demonio y el del Señor?
El Cristo pone, en primer lugar, Su confianza en nosotros; El nos trata como hijos de la libertad cuyo alimento es el Pan Celestial; mientras que nuestro enemigo quería comenzar por la carne, insinuando que luego se hablaría del espíritu . . .
No comencemos jamás por lo exterior. Liberémonos de la pasión y la sociedad será libre. Rompamos los lazos de la falsa doctrina diabólica; enraicémonos en la Verdad del Cristo, y entonces podremos aportar a los otros la libertad. Apresurémonos a ser hijos de la libertad siendo hijos de la gracia y –como dice la plegaria– pisoteemos «la cabeza de los dragones invisibles». Apresurémonos por el camino de la Cuaresma, con el alma liberada, a ir al encuentro de Aquél que es nuestro Liberador, el Cristo, nuestro Salvador.
Amén.
EL DESTINO
Domingo de Ramos
Epístola: 1Tim 6/12-16
Evangelio: Juan 12/12-36
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
¡Qué extraña y emocionante mezcla es esta fiesta! Por una parte, «Hosanna en las alturas», el gozo de los hijos, la aclamación de esta muchedumbre por Aquél que resucitó a Lázaro, mostrando la fuerza de la vida sobre la muerte, la entrada triunfal de ese Rey pacífico en Jerusalén y en el mundo, y por otro lado los cantos: «En el monte de los olivos, Jesús oró a Su Padre . . .», «Los estandartes del Rey avanzan, brilla la Cruz en su misterio, . . . donde la Vida sufre la muerte y por Su muerte da la Vida . . .», ya nos hacen prever que el odio llegará a presentarse.
Asimismo, en el Evangelio, los gritos de bendición de Jerusalén son seguidos por las palabras del Cristo sobre la luz y las tinieblas: «Caminad en la luz, porque pronto vendrán las tinieblas».
La doble faz de esta fiesta –vida nueva y victoria, y primer paso en el misterio de la Pasión, para alcanzar finalmente la Resurreción a través de la muerte– me obliga a desarrollar ante vosotros un asunto que tal vez os parezca inesperado en esta solemnidad de los Ramos: me refiero a la obediencia que nos libera del estado de determinismo de nuestra vida. Escuchadme bien.
El Cristo realizó en la tierra Su obra de salvación. ¿Lo hizo por propia decisión? No, El mismo lo dice: «No obro por Mí mismo sino según lo que recibí de Mi Padre». Además, el relato evangélico añade que, montado en un borriquito, entró en Jerusalén, aceptando la muerte a fin de que se cumplieran las escrituras. Más tarde, los apóstoles comprenderán que Su entrada en la ciudad de David montado en el hijo de aquélla que soporta el yugo no hace sino confirmar la profecía de Zacarías. Si miramos atentamente la obra del Cristo, vemos que todo es realización de lo que estaba previsto, y obediencia a lo que está anunciado. Obediencia al Padre como Hijo de Dios, obediencia al mundo como Hijo del hombre, porque El reúne y manifiesta todo lo que fue adquirido y profetizado en la antigüedad.
Aquél que sabe obedecer en todo el desarrollo de su vida, se desprende del peso de su destino; aquél que se rebela contra este peso, refuerza las ligaduras de su destino interior. ¡No confundamos libertad con rebelión! La libertad viene a nosotros por la puerta de la obediencia, y el encadenamiento de nuestra libertad por la puerta de la rebelión. Nosotros, hoy, hemos entrado en la Iglesia por la puerta de la obediencia, y cada uno de nosotros, hoy, debe obedecer a Dios aceptando su destino. ¡Esto no quiere decir que siempre sea fácil de aceptar! El Señor dice: Que esta copa pase», y San Mateo nos cuenta que El estaba interiormente turbado, pero que El había venido «para eso». Cada criatura viene a cumplir su destino aquí abajo; sin embargo su obediencia no es pasiva porque –guardando las distancias– deberá seguir el mismo camino que su Divino Modelo, cuya última manifestación de obediencia es la de haber vencido a la muerte, y el habernos llevado a la Resurrección. Obedecer a nuestro destino es asemejarnos a un buen nadador, que hace los movimientos necesarios y se abandona a las olas que lo conducen; la revuelta, el murmurar, imitan al mal nadador, que querría oponerse al oleaje: el resultado es rápido y se ahoga. También podríamos comparar la obediencia a un jinete que se hace uno con su montura, y a la rebelión con aquél que se aferra a su caballo y termina por enloquecerlo, o por perder su dominio sobre él.
Por eso os llamo a la reflexión sobre esta obediencia de Nuestro Salvador, que nos abre la victoria y el gozo pascuales. Por eso también os pido que os entreguéis cada vez más, y tanto como podáis, a la Semana Santa y a sus servicios.
Una última palabra y os dejo: Cuando el Cristo vio a los griegos, es decir a los pueblos no judíos, que se le acercaban, clamó: «Soy glorificado», porque en ellos El vio a la humanidad viniendo hacia El para hacer un solo cuerpo con El. Y también dice: «Padre, glorifícame», y el Padre responde: «Te he glorificado y Te glorificaré aún más».
¿Qué hace la muchedumbre? Los unos creen oír un trueno, un fenómeno cósmico; los otros pensaron que era la voz de los ángeles; muy pocos discernieron que era la Voz Divina.
El Cristo sabía que no todos reconocerían la Voz de Dios, y sin embargo le pidió al Padre que Lo glorificara por Su Palabra. Así nos indica que hay tres categorías de seres: aquéllos que necesitan acontecimientos exteriores para oír la Palabra; los segundos –más elevados– que La captan por la voz de los ángeles y, finalmente, los terceros, que dialogan con Ella.
No juzguéis a vuestros hermanos inferiores, y no os inquietéis si vosotros mismos sois inferiores, porque los tres reciben al Verbo. Tanto los que han sido enseñados por la naturaleza, el ritmo cósmico y los acentos de las leyes del universo, como los discípulos de los seres angélicos, los espirituales vueltos hacia la conciencia, como –finalmente– aquéllos que han entrado en unión con Dios.
Y esto nos vuelve a llevar a esa obediencia gracias a la cual, al ponerla en práctica, superamos nuestro destino y adquirimos la libertad.
Dios mismo nos invita. Que el espíritu que quiera caminar en la luz escuche estas tres palabras, o más bien esta Unica Palabra, expandida en tres formas accesibles a cada uno según sus capacidades.
Amén.
PASCUA
¡CRISTO RESUCITO!
Uno de los sentimientos que puede asombrarnos _y que sobrecogió a las mujeres miróforas cuando ellas supieron que el Cristo había resucitado_ fue el miedo; ellas tuvieron miedo, el temor se apodera de ellas.
Ellas tienen miedo porque esa noticia significa una felicidad demasiado grande; temen porque lo que ha sucedido supera no sólo su imaginación sino también sus corazones, que no pueden comprender y contener un gozo tal. Tienen miedo porque ellas habían venido a ungir al Cristo en la tumba.
¿Tal vez las impulsó el deseo escondido y muy pequeño, muy remoto, de que El debía resucitar? . . . Pero sentimientos más tiernos, más humanos, mezclados con la tristeza y la duda, recubrían esta intuición; el alma humana está llena de matices; no sabemos más dónde comienzan la fe o la incredulidad, la esperanza o la desesperación.
Ellas venían a ungir a su Maestro impulsadas por una fidelidad y un amor muy humano. Nada en sus actitudes deja suponer que van al encuentro de la nueva de que el Cristo ha resucitado. Y, de pronto, ellas ven al ángel, ese «hombre de blanco» (en otros Evangelios se lo define como «resplandeciente»); él les habla, pero ellas aún no ven al Cristo –lo verán más tarde– y el ángel les dice: «¡Id a Galilea, no busquéis más, el Cristo resucitó!». He aquí un ser que les era doblemente querido, porque El las amaba, y porque era su Mesías, su Dios, ya que entre esas mujeres estaban tanto Marta como María, que decían: «¡Tú eres el Hijo de Dios!».
¡Ese había resucitado!
Las mujeres se precipitan a proclamar una verdad que supera la inteligencia, y la salva.
Y entonces aparece ese sentimiento: ¡Oh, no! ¡No nos hemos equivocado! Porque ellas se preguntaron: «¿Cómo sucedió, si El está muerto? No nos hemos equivocado; El es en verdad el Hijo de Dios; en verdad El ha resucitado, resucitado visiblemente, humanamente; resucitó Aquél que debía ser la Vida, que es la Vida; y nosotras tuvimos dudas . . .”.
¿Qué sintieron, entonces, frente a esa sensación desbordante de felicidad, de gozo? El miedo, el temor; en realidad otro miedo, otro temor, distintos a los que sentimos cuando «tenemos miedo» de algo. Son el miedo y el temor frente al esplendor. Es el mismo temor que experimentaremos cuando veamos a Dios cara a cara. Y es por eso que todo se tambaleará.
A todos les deseo este temor pascual diciendo: ¡Cristo resucitó!
Amén.
TRANSFORMACION
DE LA RELIGION EXTERIOR
EN RELIGION INTERIOR
Cuarto Domingo después de Pascua
Epístola: Santiago 1/16-21
Evangelio: Juan 16/5-15
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
El martes festejaremos a San Constantino y a Santa Elena . . . Querría recordaros un hecho olvidado, y que nosotros no apreciamos suficientemente, y es que Santa Elena y su hijo, San Constantino, césar de las Galias, fueron contados entre los santos más renombrados de Francia.
La residencia de San Constantino estaba allí donde hoy se encuentra el Museo de Cluny. Allí, en el corazón de Lutecia, cerca de la Isla de la Ciudad, le gustaba permanecer al césar de las Galias. El recibió, en pleno París, la instrucción cristiana de labios de su madre y, probablemente, fue en los alrededores del bosque de Fontainebleau donde se le apareció la cruz Nika, la cruz victoriosa; ese signo cristiano que él colocó en los estandartes de su ejército, y gracias al cual venció al impostor de Roma.
Viniendo de las Galias, de Lutecia, a través de Fontainebleau, con la cruz soberana en mano, él entró en Roma y construyó el imperio cristiano. Además escogió a Constantinopla como segunda Roma cristiana, a fin de obedecer a la visión que tuvo en la que los Doce Apóstoles le ordenaban construir la nueva capital; su confesor Eusebio nos cuenta que ya en Lutecia la idea de la segunda Roma había nacido en su espíritu.
Nosotros, que vivimos en París, podemos decir que verdaderamente nuestra ciudad engendró el imperio cristiano, engendró a Roma y a la nueva Roma cristiana. Nada más que desde este punto de vista, la memoria y el honor de San Constantino y de Santa Elena deberían ser restaurados y realzados entre los franceses, sobre todo por los parisinos.
Por otra parte, hoy también festejamos la memoria del bienaventurado Ivo, abogado protector de Bretaña. Oremos por Bretaña e imploremos a Dios para que el magisterio jurídico sea cristiano y conforme a la justicia divina, porque –y así debemos reconocerlo– los jueces, los abogados, y todo lo que se relaciona con la justicia humana, está hoy lejos de su verdadera vocación. La magistratura, que debería llevar la espada de la justicia, peca profundamente.
Las funciones de un abogado son funciones sacerdotales de gran elevación. El abogado es un intermediario, un defensor a imagen de ese Abogado celestial que es el Espíritu Santo. ¿Podéis medir la diferencia que hay entre lo que debería ser y lo que vemos?
El olvido de que todas las profesiones públicas conforman un sacerdocio es una de las causas que impiden que nuestra sociedad moderna alcance la plenitud cristiana. ¡Como si sólo los curas conformaran el sacerdocio! Como si el defender a un inocente, o apaciguar la ira de la justicia con un culpable, no fuese un sacerdocio; como debe serlo, asimismo, para un médico, un profesor, o cualquier otra persona que pertenezca a una profesión liberal.
Las profesiones liberales toman una responsabilidad frente a las almas y a las vidas de aquéllos que piden su ayuda. Es por esto que en cada liturgia, según el antiguo rito de las Galias, oramos por los magistrados y oficiales, no sólo los oficiales militares, sino por todos aquéllos que «ofician» en la sociedad. Por eso, en el día de San Ivo, es bueno recordar expresamente a todos aquellos hombres que tienen un cargo oficial, a menudo una pesada carga, y orar por ellos. Que Dios los sostenga, los ilumine y les dé coraje moral.
El tercer asunto que querría tratar con ustedes hoy es un pasaje de la Epístola de Santiago: «No os engañéis, todo don perfecto y toda gracia excelente vienen de lo alto, del Padre de las Luces, que es inmutable y siempre el mismo».
La fuente de todas las luces es única. Santiago no dice «Padre de la Luz», sino «de las luces», y añade inmediatamente «inmutable».
Estas palabras nos son particularmente propicias. A menudo escuchamos este “slogan” metafísico: lo que es múltiple trae el cambio; lo que es uno es estable. Y he aquí que el apóstol nos explica que Dios es inmutable, porque El es Uno, y que las multitudes de luces, de ángeles, de revelaciones, no alteran en nada Su estabilidad y Su unidad. Las luces en esta multitud no son ni contradictorias ni opuestas las unas a las otras, sino diferentes. Santiago nos descubre el misterio de la Iglesia: unidad en la multiplicidad, sin temor a esta multiplicidad.
Vayamos ahora al Evangelio. Escogeré en el seno de su inagotable riqueza sólo esta frase: «El Consolador vendrá y convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado porque no creen en Mí; de justicia porque Me voy al Padre, y no Me veréis más; de juicio porque el príncipe de este mundo está juzgado».
«El convencerá al mundo de pecado»: Para el Cristo, lo esencial del pecado no es ni el odio, ni la fornicación, ni otro pecado cualquiera. «Porque no creen en Mí», dirá, caracterizando el pecado; porque Me rechazan, y al rechazarme rechazan la voluntad de Mi Padre, repitiendo lo que hicieron Adán y Eva cuando escucharon al tentador. En verdad estamos ahora liberados del yugo del diablo; sin embargo, aquéllos que creen en el Cristo pueden hacerle el juego al anticristo.
Nuestro Señor añade una enseñanza mucho más extraña para nuestro oído: «De justicia, porque Me voy al Padre y no Me veréis más». ¿Cuál es la relación entre la partida del Cristo –al que los apóstoles no verán más visiblemente– y la justicia? ¿Es porque Su obra ya está cumplida, y El es digno de ser glorificado y de sentarse a la derecha del Padre, como Hijo de Dios? Sí, si se quiere. El vino, realizó Su obra y recibe Su gloria. Pero, ¿es justo que Sus apóstoles, que Lo han seguido, no Lo vean más? Porque dice precisamente: «Y no Me veréis más». ¿Cuál es pues esa justicia que castiga a los discípulos con la ausencia de la presencia visible de su Maestro? Sin embargo, El les ha afirmado que estaría entre ellos y entre nosotros, invisible, hasta el fin de los tiempos. ¿Qué debemos entender?
Así hay que leer estas palabras: De justicia, porque voy al Padre para enviaros al Espíritu Santo, y que no Me veréis más visiblemente porque Me tendréis, invisible, en vosotros. De justicia, porque de la religión exterior pasaréis a la religión interior. De justicia, porque si vosotros Me habéis tocado, visto, oído con vuestros oídos carnales, de ahora en adelante Me oiréis y Me tocaréis en vosotros mismos, en vuestro corazón purificado.
Vendremos el Padre, el Espíritu y Yo, y haremos en vosotros Nuestra morada. De justicia, porque el primer pecado se cumplió espiritualmente, en lo invisible; así, es normal que Dios descienda, invisible, entre vosotros, en el espíritu del mundo y en el espíritu del hombre. De justicia, porque cuando venga el Espíritu Santo no os transmitirá más la enseñanza desde fuera, sino que El hablará en vosotros. De justicia, porque el pecado era la exteriorización del mundo, y porque vosotros estabais sometidos, después de la caída, a los elementos cósmicos de la naturaleza, a la fuerza diabólica, a las potencias inferiores; erais víctimas de vuestro cuerpo, aunque siendo también espíritu. En verdad es justo que en vuestra salvación lo exterior esté sometido a lo interior. Que vuestra mirada, oh hombres deificados, no busque más al Cristo visiblemente presente, sino que se hunda en vuestros corazones y Lo busque allí.
«Y de juicio, porque el príncipe de este mundo fue juzgado». El demonio fue juzgado, porque el hombre, que le estaba sometido, engañado por él, se liberó de él en Cristo.
Tal es el contenido sorprendente de estas frases misteriosas.
La obra del Espíritu Santo será pues la interiorización del hombre, su entrada en sí mismo, a fin de encontrar allí a Dios.
El Espíritu Santo habita en vosotros; la totalidad de los templos exteriores está para llevarnos al templo interior, y la manifestación de la gracia exterior a la gracia interior.
Interiorizándoos, conquistaréis la virtud de Dios, y Su Divino Espíritu brotará en vosotros santificando al mundo.
Amén.
EL «YO»
Enemigo de la plegaria eficaz
y del gozo
Quinto domingo después de Pascua
Epístola: Santiago 1/22-27
Evangelio: Juan 16/23-30
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
¡Cristo resucitó!
Hoy festejamos el Día de la Madre. Así pues me dirigiré a los hijos a fin de que sean, aunque más no sea una vez en su vida, amables con su madre . . ., y que sus madres los perdonen cristianamente si ellos son desagradables, o si no se acomodan con su ideal de «buen hijo».
Oremos por las madres, por sus inquietudes, no sólo cuando nacen los hijos, sino sobre todo cuando crecen; oremos por todas las familias que conocen la tragedia de la ruptura entre dos generaciones; oremos por esas mujeres que no reciben ningún reconocimiento de sus hijos bienamados, o de quienes sus hijos se alejan; oremos también por esas madres que no comprenden el camino de sus hijos, y dejan que nazca la incomprensión. Unamos nuestras plegarias para ayudar a las madres y a sus hijos en sus relaciones mutuas.
Esta semana tuvo lugar la fiesta de San Germán de París. Las cartas admirables que él nos legó sirvieron de base para la restauración de la antigua liturgia de Francia. El manuscrito se conserva actualmente en la biblioteca de Autun.
San Germán, en el siglo VI, celebraba en Saint-Germain-des-Près –lugar que él quería particularmente– la liturgia que celebramos hoy en nuestra Iglesia. Sus contemporáneos cuentan que esta celebración era tan hermosa que los fieles permanecían toda la noche orando con él, sin sentir fatiga. San Fortunato nos lo pinta en la poesía que él dedicó a su amigo Germán de París; y añade que las cartas de Germán tenían una irradiación tal que los peregrinos venían a besarlas para ser sanados.
No sólo era San Germán un gran liturgista, sino que también defendía a los oprimidos, luchando en contra de los abusos de los señores que encarcelaban a sus enemigos y a los pobres. Cuando era invitado a casa de alguno de ellos decía: «No entraré en esta casa si no se les da la libertad a los presos». Y como su ascendiente moral era poderoso, los señores cedían; se dejaba en libertad a los presos, que a menudo habían sido encerrados por deudas o cosas similares.
El miércoles próximo cantaremos por última vez todo el servicio pascual, y saldremos en procesión fuera de la iglesia y bendeciremos la tierra, porque estas son las «Rogativas» (ver nota pág.52). Los tres días de Rogativas fueron instaurados en Francia por San Mamerto de Marsella. Desgraciadamente todavía no podemos celebrarlas en toda su amplitud; este año ya iremos al jardín, y la tierra será bendecida al son del canto de las letanías de los santos. Durante la bendición notaréis dos pedidos: que la tierra sea fértil, y que sea leve sobre los huesos de nuestros difuntos. Que todos aquéllos que tienen jardines traigan un poco de tierra para que sea bendecida.
El jueves próximo es la solemnidad de la Ascensión. Encenderéis por última vez en el cirio pascual vuestros cirios individuales, y los apagaréis cuando el diácono apague el cirio pascual, símbolo de la Ascensión del Cristo. Llevad esos cirios a vuestras casas y guardadlos preciosamente, porque son el testimonio de la Luz, es el Espíritu Santo en vuestra vida.
¿Cuál es el Evangelio de hoy?
La Iglesia prepara nuestras almas cada vez más para la recepción del Espíritu Santo.
Probablemente estéis sorprendidos por esta contradicción que aparece siempre en nuestra vida: por un lado el Cristo dice: «Que vuestro gozo sea perfecto», «Que vuestra plegaria sea otorgada en Mi nombre», y por otro lado constatamos muchas veces que no estamos en el gozo sino en el abatimiento, la tristeza, la angustia, el aburrimiento, que llamamos a la puerta celestial y nuestra plegaria no es escuchada como quisiéramos.
¿Por qué esta contradicción? El Cristo nos ofrece el gozo y nosotros no lo tenemos. ¿No somos acaso cristianos; no venimos a la Iglesia; no nos esforzamos por ir hacia el bien y evitar el mal?
En primer lugar, en nuestras plegarias no le concedemos suficiente valor a la virtud del Nombre Divino: «Todo lo que pidáis en Mi Nombre, el Padre os lo dará». Porque ante el Nombre de Cristo Jesús se inclinan y se prosternan el cielo, la tierra y el infierno. Ante el nombre de Cristo Jesús tiemblan las potencias infernales. ¡Cristo Jesús, Hijo de Dios, venido a la tierra! Si queremos que ese Nombre manifieste toda su eficacia para nosotros, debemos creer firmemente que el Cristo Jesús es el Hijo que salió del Padre, descendió a la tierra, se hizo hombre, y volvió a subir con nuestro cuerpo transfigurado, y está a la derecha del Padre.
Y el Cristo continúa: «El Padre os lo otorgará por El mismo: Mis plegarias no son necesarias, porque El os ama porque vosotros Me habéis amado». A la confesión de la Verdad –el Hijo de Dios, salido del Padre y venido entre los hombres– debemos unir nuestro afecto, nuestro amor por el Cristo Jesús que se hizo servidor por nosotros. Si cumplimos estos dos movimientos del alma, el Nombre del Cristo hará estallar Su potencia y nuestra plegaria será otorgada.
Un día le llevaron un paralítico a San Serafín de Sarov. ¿Qué hizo el santo? Le preguntó al enfermo: «Crees que Jesucristo Nuestro Señor es el Hijo de Dios que descendió para salvarnos? ¿Lo crees firmemente?» El paralítico respondió: «Sí, lo creo». “¿Crees en la Virgen María, Madre de Dios y nuestra Reina?». El paralítico respondió: «Creo». San Serafín dijo: «Entonces estás curado». Y el paralítico se puso de pie. Así, por la confesión de nuestro ser total y la encarnación del Nombre Divino tenemos la sanación, y nuestra plegaria es escuchada.
Pero el gozo, ¿por qué no tenemos el gozo?
Porque en nuestra plegaria total no tenemos en vista la meta de todas las plegarias: el Espíritu Santo. ¡Cuidado con la trampa! Me diréis: «Pero yo pedí el Espíritu Santo y no Lo he sentido. Pedí el Espíritu Santo pero no salí de la angustia. Pedí el Espíritu Santo pero no he entrado en el gozo perfecto. Yo creo, pero invoco el Nombre del Cristo y nada sucede».
Y yo os responderé: Ante todo, pedid y volved a pedir; orad, orad al Padre para que os envíe el Espíritu Santo en el Nombre del Cristo.
Luego verificad vosotros mismos si amáis al Cristo. ¿Deseáis realmente tener el Espíritu en vosotros, o vuestro deseo y vuestro amor están dirigidos hacia vuestro «yo»? Porque os lo digo: el amor del Cristo, la fe y la plegaria para obtener el Espíritu Santo no pueden pasar a través de nuestra mirada, nuestro deseo, nuestro apego volcados hacia nuestro «yo», fijos en nuestro «yo».
Considerad por un instante que no sois nada, sino un poco de polvo, indignos del Espíritu; destruíd la idolatría del «yo», y entonces el Espíritu estará en vosotros, en lo más profundo. Habituaos a este pensamiento: Qué importancia tiene ser esto o aquello, estar en el gozo o la tristeza, si Dios está en mí. A través de esa superación entraréis en lo que es objetivo, es decir, verdaderamente real.
Una vez que el Espíritu Santo ha tomado nuestra alma, aún las tribulaciones exteriores, las persecuciones, las dudas, las preocupaciones, las angustias, las dificultades _desde el momento en que El se ha asentado en nosotros_ no pueden tocar el gozo que Lo acompaña, porque está más allá del «yo». Por esta razón, El desciende a la tierra cuando el Cristo abandona físicamente el mundo visible, a fin de que no busquemos su gozo en las cosas que se palpan exteriormente, sino que en Nombre del Cristo Le supliquemos que more en nosotros, en nuestra hipóstasis, en aquello que no es nuestro «yo».
Terminaré con un consejo muy simple. Antes de Pentecostés, tratad de vencer a vuestro «yo»; haced abstracción de él repitiendo estas palabras santas e infalibles: Dios es mi gozo; lo sienta o no, ¡Dios es mi gozo!
Amén.
OTRO PARACLITO
Domingo en la octava de la Ascensión
Evangelio: Juan 15/26-27 y 16/1-4
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
«Cuando venga el Consolador que Yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de Verdad que procede del Padre, El dará testimonio de Mí. Y también vosotros daréis testimonio de Mí, porque estáis conmigo desde el principio».
En este último domingo antes de Pentecostés la Iglesia nos llama a fijar nuestra mirada sobre la Tercera Persona de la Trinidad, el Consolador, el Paráclito. Hablamos mucho del Hijo, pero no lo suficiente del Espíritu Santo, de Aquél que termina y que corona.
San Gregorio Nacianceno decía: «La mónada se dirige hacia la díada, y se detiene en la tríada». Nosotros nos detenemos generalmente en la díada: el Padre y el Hijo.
Detengamos nuestro pensamiento sobre el Hijo, Persona, Jefe del Cuerpo, pero hagámoslo también sobre el Espíritu, que vivifica ese Cuerpo.
El Evangelio que nos propone hoy el rito occidental tiene un sentido particularmente profundo, y si impregnáis con él vuestra alma y vuestra inteligencia os hará avanzar un paso en la revelación sin mezcla.
«Cuando haya venido el Consolador que Yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de Verdad que procede del Padre, El dará testimonio de Mí. Y también vosotros daréis testimonio de Mí, porque estáis conmigo desde el principio».
Este texto es la base de la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa: el Espíritu procede del Padre. «Yo os enviaré otro Consolador, el Espíritu que procede del Padre», fuente de toda divinidad. «El será Mi testigo; vosotros también seréis Mis testigos».
El término «Consolador» es más rico en griego que en francés o en eslavo, y aún más en hebreo. En francés sería preferible la palabra «Paráclito», porque Paráclito no sólo es aquél que consuela al afligido, sino aquél que da testimonio.
En una corte de justicia humana, un testimonio no puede ser eficaz si no proviene de dos o tres testigos. El hijo no puede testimoniar por el padre; los testigos no pueden pertenecer a la familia, deben venir de fuera de ella. Tal es la ley del mundo; tal es también la ley espiritual.
Los testimonios de los Apóstoles son indispensables, son muy importantes, porque son «otros» que el del Hijo. Son los hombres quienes testimonian que el Hijo de Dios ha resucitado.
Asimismo el Espíritu Santo, siendo Dios, es «otro» que el Hijo. Los dos sacan Su existencia del Padre y, semejantes a dos rayos diferentes salidos de El, testimonian El Uno por El Otro.
Tenemos otros textos evangélicos sobre el Espíritu Santo, unido al Hijo, pero «otro» que El. El Cristo dice: «Oraré a Mi Padre, a fin de que el Espíritu descienda sobre vosotros . . .», «Si Yo testimonio por Mí mismo, mi testimonio no tiene valor . . .».
Así, cuando el Espíritu desciende en Pentecostés, recuerda todo lo cumplido por el Hijo. El Espíritu habla del Hijo, el Hijo habla del Padre, el Padre envía al Espíritu.
Nosotros también estamos llamados a abandonar nuestra vida solitaria centrada en el yo, a fin de encontrar la verdadera vida, que es trinitaria. Decimos sin cesar: «Yo soy esto, o aquello, yo conozco . . .». No; reconstruyamos el mundo alrededor de: tú – él – nosotros . . .
Yo, es la caída del mundo. Yo soy inteligente; yo soy grande; yo soy pequeño; yo soy desgraciado; yo soy humilde; y ni hablar de los falsos humildes que ponen un acento tal en su «yo» aplastado, que se apartan de la vida trinitaria tanto como los orgullosos.
¡Salir de sí mismo! ¿Cómo alcanzar la vida en Dios? Por la caridad. Sin embargo, raramente ayudamos de manera eficaz, porque para llegar a ello es necesario poseer el raro don del discernimiento. Ignoramos cuándo hay que dar poco o mucho; a veces basta con un gesto para traer de vuelta un hombre a su camino; otras veces es necesario el don de toda una vida.
Se cuenta de un santo la siguiente anécdota: Un día pasaba por un puente en el instante en que unos jueces se aprestaban a ajusticiar a un asesino echándolo al río. El les imploró: «No condenéis a este hombre, yo me responsabilizo por él». El santo era respetado, y se le confió el hombre. Lo llevó a su monasterio, y el hombre se transformó y se volvió un hermano muy bueno. Un tiempo después el santo volvió a pasar por el mismo puente. Los jueces acababan de condenar a un inocente acusado de asesinato. Las gentes se decían las unas a las otras: «El santo no tiene que decir sino una palabra, y este hombre será
Meditemos sobre esta actitud extraña. Pero antes de realizar la verdadera caridad, superemos nuestro yo, entremos en la «escuela de la caridad»; en todo caso, aprendamos a multiplicar nuestra caridad para que se abra nuestro corazón; para que de corazón de piedra se convierta en corazón de carne.
Amén.
PENTECOSTES
Evangelio: Juan 14/23-31
No es ya hoy el Evangelio en el cual Nuestro Señor habla como un Maestro a sus discípulos, y a la muchedumbre, enseñando el mapa del Reino de Dios y llevando la Buena Nueva.
No es ya el Evangelio del Buen Pastor dando su vida por su ovejas, ni de un Salvador preparando a sus discípulos para Su muerte sobre la Cruz.
“He terminado la obra que Me has dado para hacer”, es el Evangelio en el que se revela la emoción íntima de Dios. El Evangelio en el cual Jesús no habla de la voluntad de Su Padre, que es necesario que cumpla en el mundo, sino que dirigiéndose a sus discípulos como a sus amigos –“no son más mis servidores, sino que son mis amigos”–, les confía Su deseo, les habla de Sí mismo; es el corazón de Jesús que habla; Dios se confiesa, se descubre, se proclama. Un amigo habla a sus amigos. No se expresa ya en parábolas. Habla de su unidad con su Padre y, lentamente, prepara a sus discípulos a la venida del Espíritu Santo.
Para todo hombre que lee atentamente el Evangelio es imposible no percibir que estas palabras son las más perturbantes, las más misteriosas, las más magníficas de nuestra historia. Dios se despoja, se sobrepasa.
De la misma forma que el Antiguo Testamento es la preparación del sacrificio del Verbo Encarnado, la imagen profética de Su muerte y Su resurrección, el esfuerzo de la humanidad ayudada por la Sabiduría Divina hacia el misterio de nuestra salvación, de la misma forma, el último discurso del Señor nos trae una cosa increíble: todo lo que fue preparado por el Antiguo Testamento, la Encarnación del Verbo, inclusive Su muerte, inclusive Su resurrección, no es más que la preparación de un misterio aún más grande: el misterio del Espíritu Santo, de Pentecostés, aquél que festejamos hoy.
Misterio al servicio de un misterio, colmo del amor. Previendo el misterio de Pentecostés, Jesús quedó conmocionado.
Para captar mejor el sentido profundo del misterio de Pentecostés, que sentimos hoy sin poder sin embargo definirlo, trataremos de recorrer juntos el camino desde el comienzo.
Estamos rodeados de gente que no cree ni en Dios ni en el alma inmortal. Para ellos el mundo está vacío de sentido y de lógica interior. Su vida es corta, su esperanza empequeñecida.
¡Cuán magnífico es ser creyente, es decir, reconocer la existencia de Dios, de alguien que dirige el mundo! El mundo sin Dios es una obra de arte sin genio, una flor artificial.
Creer en Dios, y hasta en la inmortalidad del alma, no es suficiente para la religión, ya que esta concepción nos explica de alguna manera su razón de ser en general, pero sigue siendo una filosofía, quizás mística, pero filosofía al fin.
La religión comienza cuando se establece una relación entre Dios y el hombre, cuando el hombre puede dirigirse a Dios como se dirige a otro hombre; para que el hombre se dirija a Dios, Dios debe ser humano. No es suficiente que el hombre sea divino, que tenga un alma inmortal, para dirigirse a Dios. Entre Dios y el hombre es necesario un intermediario. Había falsos intermediarios: los dioses paganos. Hay un verdadero y único intermediario: el Verbo Encarnado, Hijo de Dios e hijo del hombre. El no sólo nos explica en general la existencia del mundo; nos comprende, nos consuela.
Recuerden el grito de Job, llorando por el abismo que sentía entre Dios y el hombre, entre el Dios Trascendente y los sufrimientos, inclusive carnales, del hombre. El grito de Job es un grito de todos los tiempos, de los hombres creyentes filosóficamente que envidian a los hombres religiosos. Si a menudo desean tener esta fe simple de los hombres primitivos –como dicen– no es por tener únicamente un Dios Supremo, sino un Dios que pueda ayudarlos, a quien poder dirigir una adoración, Dios de Piedad.
La religión que proclama a Dios Encarnado, muerto por nosotros y resucitado, Dios Salvador y Santificador, es una religión por excelencia, la religión de las religiones. “Cordero de Dios que llevas la carga del mundo, ten piedad de nosotros, danos la paz”.
Sí, esta religión nos explica, nos consuela, nos salva, nos pone en la alegría pascual, pero este gozo es el de un mundo fatigado, roto, deprimido; las ovejas dispersas encuentran a su Pastor, el mundo caído encuentra a su Salvador. “Vengan a Mí, ustedes todos que están fatigados y cargados, y los aliviaré”. Sabemos todos que es más que nada el sufrimiento el que nos lleva hacia la oración, hacia los templos, hacia la piedad, hacia la religión. Es sobre todo el asco del mundo el que llena los desiertos y los monasterios. Es el sentimiento agudo de la imperfección de lo que nos rodea lo que levanta a los reformadores, los creadores de las nuevas corrientes religiosas. El mundo fatigado, rebelde, se colma en la religión del Verbo Encarnado y encuentra allí su liberación, la certeza de la vida del siglo venidero, la beatitud eterna.
Pero aquí abajo, sin tardanza, no podemos recibir lo que cada hombre que es leal frente a sí mismo desea profundamente: el gozo perfecto, la luz del conocimiento, la fuerza, ¿qué más diré?, la vida plena.
Entrar en la primavera perpetua, sí, por la Encarnación del Verbo, por su muerte, por su resurrección, este abismo ha sido llenado. Tenemos un intermediario, un mediador, Nuestro Señor JesuCristo, Hijo de Dios, que nos comprende y que nos habla de Dios. Pero este intermediario quiere, El mismo, llevar al límite Su amor; se retira, nos deja; ¿por qué?
El quiere que seamos sus amigos, que tengamos el conocimiento inmediato, la fuerza incrustada que emana en nuestras almas, la luz que irradia en nuestro corazón. Quiere que tengamos la vida divina desde hoy. He aquí el sentido de Pentecostés, la misión perfecta del Espíritu Santo, el cumplimiento de nuestra salvación, el comienzo del Evangelio, que ya no está escrito en nuestros libros, ni inclusive pronunciado por el Dios-hombre, sino escrito en nuestros corazones por la llama eterna. He aquí el nacimiento de la Iglesia espiritual. La Iglesia es la naturaleza divina comunicada al mundo y a cada uno. No hay más
Pueblo de Jerusalén, fiesta judía de Pentecostés, pueblos gozosos reunidos de todas las naciones que están bajo el cielo, y en esta fiesta ciento veinte personas más gozosas todavía, en el gozo, gozo por excelencia; ciento veinte personas tan gozosas que la muchedumbre pensaba que los Apóstoles estaban borrachos. Las lenguas celestes entran en las muchedumbres de las naciones, ya que como lo decía el antiguo gradual de Pentecostés:“Dios se mantiene de pie entre los dioses, Señor entre los sonidos de trompetas”.
¡Alleluia!
EL BUEN SAMARITANO
Décimosegundo domingo después de Pentecostés
Epístola: 2a.Corintios 3/4-9
Evangelio: Lucas 10/23-37
En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡Amén!
El significado inmediato de esta parábola del Cristo es, tal vez, difícil de cumplir, pero fácil de comprender.
¿Quién es nuestro prójimo? No es nuestro hermano por la sangre, por las ideas o la confesión, la nacionalidad u otros lazos; puede ser un extraño para nosotros en todos los sentidos, porque en la vida cotidiana el Samaritano estaba separado de los judíos, y su vida transcurría separada de la de ellos. Mi prójimo, por tanto, no es aquél que me beneficia, sino aquél a quien yo le hago bien.
Así los cristianos tienen por hermano a la humanidad. Ella es nuestro prójimo. ¡No porque nos ame! La Iglesia fue perseguida, y a menudo los creyentes son despreciados en su medio. ¡No porque nos comprenda! Cada siglo deforma la doctrina del Cristo; el odio a la religión fue grande, y siempre puede aumentar . . . Algunos países, sociedades enteras, se esfuerzan por destruirla.
La humanidad es nuestro prójimo porque estamos destinados a amarla, y porque la amamos. Este es el sentido directo, indiscutible, de la parábola del Buen Samaritano; todo espíritu, aún fuera de la Iglesia, puede comprenderlo. Nuestro Salvador nos pide ser soles. Así como el sol brilla sobre los malos y los buenos, El quiere que obremos no según el mundo exterior –que es y no es–; El quiere que irradiemos la compasión sobre el universo.
Y aquí llegamos al segundo sentido: la compasión.
Dios lo pone en movimiento para salvar nuestra tierra; El viene a sanar a los enfermos como el Buen Samaritano. ¿Busca acaso satisfacer Su justicia, aumentar Su propia gloria? ¡Qué necesidad tiene de gloria! El movimiento interior de Dios es la compasión. Cuando ese sentimiento surge en el alma de un hombre, su oído se abre a la vida divina. Compasión por el pobre, el ignorante, el sordo, el perseguido, el enfermo, el hombre medio muerto . . . ¡Las cualidades de la compasión son admirables! Es el motor del mundo nuevo, porque lo que impulsa al compasivo hacia el desgraciado es el respeto. No es caridad exterior, aunque también sea bueno ayudar exteriormente. Para el compasivo, el hombre que sufre es sagrado, no naturalmente, sino porque el sentimiento de compasión tiene por raíces la veneración y la delicadeza. Desea la felicidad de los seres dolientes, venda las heridas, conduce a la posada, paga el alojamiento por adelantado, y se retira. Es la base de la verdadera cultura cristiana. La compasión pone en movimiento a Dios inmutable, inclinando los cielos, a fin de que el Buen Samaritano, Nuestro Señor JesuCristo, descienda entre nosotros.
Esta parábola también nos presenta un tercer sentido, magníficamente desarrollado por los Padres de la Iglesia: el Buen Samaritano es el Cristo.
Para San Ambrosio de Milán, el hombre medio muerto simboliza a Adán, a la humanidad caída en manos de bandoleros. La humanidad está medio muerta y medio viva. Una mirada atenta lo discierne inmediatamente: ni muerta ni viva. Cuántas veces tenemos la impresión ante ciertas personas –muchas personas– de que no están del todo vivas. Por supuesto que se mueven, hablan, desean, pero todo «eso» lo realizan como si fueran sombras, muñecos que cumplen con un mecanismo preciso. Ciertamente nacen, hacen carrera, pueden amasar fortuna, luego mueren. Entremos en la vida espiritual e inmediatamente constataremos que el alma está pesada, que duerme, encadenada a su sueño. Entonces, cuán difícil es enderezarse, abandonar este estado medio muerto y medio vivo.
Ni muerta ni viva, ésta es la situación de la humanidad después del pecado, caída en manos de los bandoleros diabólicos.
Los levitas y los sacerdotes ven al herido y hacen caso omiso. La ley antigua, las metafísicas y las religiones antes del Cristo, viendo a la humanidad medio muerta, hicieron caso omiso, porque hubiera sido necesario rebajarse para asistir a tanta indigencia. Sólo el Cristo por Su encarnación, y doblegando los cielos, inclinándose hacia nosotros, se aproximó a nosotros. En la humanidad reconoció a Su hijo, y obró hacia nosotros como hacia su prójimo.
«Estaba viajando, llegó hasta él, y al verlo fue movido a compasión». Se aproximó a la miseria . . . No temió a las heridas, a las fealdades del pecado; El Se aproxima, cura las heridas, echa en ellas aceite y vino. Estamos frente a los tres grandes sacramentos: el Bautismo cura las llagas de nuestros pecados con las vendas mojadas en agua bautismal; el óleo de la Confirmación nos fortifica y nos consuela, el Espíritu Santo se da a nosotros y al mundo para Pentecostés, entra en nosotros; el vino, la Sangre del Cristo en la Eucaristía, nos purifica y nos vivifica.
El Buen Samaritano que vela sobre el hombre medio muerto, es el Hijo de Dios que se encarna por compasión, para estar muy cerca de nosotros, semejante a nosotros. Dios con nosotros, como nosotros. El nos trae tres sacramentos: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
«Luego lo puso sobre su propia cabalgadura y lo llevó a una posada». Así comienza la salvación de la humanidad después de la Encarnación. El Cristo coloca a la humanidad sobre Su propia cabalgadura y la lleva a la posada: a la Iglesia.
«Lo lleva a una posada y cuida de él». Al comienzo de la vida espiritual, cuando el Cristo nos introduce en la Iglesia, sentimos que es El, realmente, quien nos cuida, es la gracia del llamado. Su mano está sobre nosotros, El nos dirige; pero enseguida vuelve a partir, pasa y no Se hace sentir más. El vino a buscarnos, Se inclinó sobre nosotros, nos cuidó con los tres sacramentos y nos condujo a esta Iglesia donde podemos recibir todo. El alma fue tocada por la mano bendita del Cristo; luego, repentinamente, no le queda sino el recuerdo. La gracia del llamado parece terminarse.
Pero la otra prueba, la otra etapa avanza. «Al día siguiente –dice el Evangelio– sacando dos denarios, se los da al posadero y le dice: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta». Las palabras del Cristo son fáciles de comprender, hablan a nuestra alma; pero, ¿cuáles son esos dos medios, esos dos denarios dados al posadero por nuestro Salvador? San Ambrosio responde: esos dos denarios son la enseñanza del Cristo y los sacramentos. ¡Inagotable enseñanza del Cristo, inagotable vida sacramental!
¿Pero, por qué añade el Cristo: «Todo lo que gastes de más Yo te lo daré a mi vuelta»? ¿Cómo, la Tradición y los sacramentos no serán suficientes? ¿Cuál es ese gasto adicional? La parábola no lo dice. Luego, ¿»Yo te lo daré»? Si el Cristo lo dará luego, ¿es que El no lo dio? ¿De dónde vienen esos denarios no derramados por la Mano Divina?
Nuestro Señor prevé que –en el curso de los siglos– el Evangelio y la Tradición sufrirán numerosas deformaciones y que, cargados de imperfecciones, podrán perder algo de su potencia. No cerremos los ojos. Lo mismo ocurre con la humanidad: nuestra vida personal encierra períodos en los que –a pesar de las riquezas celestiales y terrenas del Evangelio y de la Tradición– nosotros somos pobres y estamos desamparados. ¿Cuáles serán entonces estos denarios que la Iglesia gastará de más, y que Dios le devolverá? Son la plegaria y el clamor de la Iglesia misma por toda la humanidad. Y el Cristo «devolverá», compensará este gasto de fuerza con la plenitud de la vida del Espíritu Santo. La liturgia llama a ese don inefable: la Epiclesis. La Eucaristía simboliza las dos piezas ya ofrecidas por el Cristo: «Tomad y comed, tomad y bebed, éste es Mi Cuerpo, ésta es Mi Sangre». Eso el Cristo nos lo ha dado, como también la potencia del sacramento de ligar y de desligar, en el cielo y sobre la tierra. Pero el otro denario, el que la Iglesia aporta, el que aportamos nosotros, es nuestra plegaria, la Epiclesis, la plegaria ardiente. Este pensamiento levanta otro velo de la parábola, muestra un nuevo camino . . .
¡Que Dios sea alabado si mis palabras han podido despertar vuestro deseo de seguir avanzando!