LOS CAMINOS DEL HOMBRE
Monseñor Jean de Saint-Denis
OBRAS COMPLETAS
Volumen VII
Vicariato Jean de Saint-Denis de la Iglesia Católica Ortodoxa de Francia
en Buenos Aires
SUMARIO
4 Introducción a la palabra “noûs”
CAPITULO I
5 La Antropología Cristiana
5 Las dificultades a superar
6 Acercamiento por la Revelación
CAPITULO II
10 Experimentación del “noûs”
10 Las tres voluntades del hombre
13 El Cristo, “cuerpo-alma-espíritu”
13 Hacia el “noûs” en nosotros
CAPITULO III
17 Las estructuras del hombre
17 en la Antropología Cristiana
17 El desequilibrio en el mundo
18 La dinámica espíritu-alma-cuerpo
19 La pasión
CAPITULO IV
22 La conquista del espíritu
22 Búsqueda del espíritu por el cuerpo
23 Conquista por el alma
CAPITULO V
28 Las aptitudes del “noûs”
31 El conocimiento y la contemplación del “noûs”
34 El “noûs” y la psique
35 La conciencia y los frutos del espíritu
38 En el centro de los problemas del alma
CAPITULO VI
40 El ser humano y el ser angélico
41 De la inquietud hacia la paz
42 El espíritu-fuente
CAPITULO VII
44 Silencio y libertad
44 Silencio interior y agitación exterior
47 Bienaventurados los puros de corazón
48 El ritmo verdadero
Introducción
a la palabra “noûs”
Las palabras siguen un camino muy caprichoso en la historia de la humanidad. Muy pocas palabras conservan su genealogía real. Descienden, ascienden; una misma palabra puede significar cosas diferentes. Es todo muy inestable.
La palabra noûs destaca la diferencia entre el alma y el espíritu. San Juan Damasceno dice: “La plegaria es elevación, la subida del noûs hacia Dios”. Se ve aquí que el noûs engloba una parte del ser humano que es inteligencia, pero más aún que inteligencia. Es también emoción. El ser humano que está dirigido hacia Dios se alimenta por Dios. Está vuelto hacia Dios como lo está nuestra cabeza hacia el cielo, como lo están nuestros pies hacia la tierra. El noûs es entonces la parte del ser humano que está vuelta hacia Dios.
La palabra noûs se empleaba a menudo en la Antigüedad. Se la encuentra en Platón, Aristófanes, Aristóteles… Su empleo es bastante variado, e indica: el espíritu, la inteligencia, el alma, el sentido, la razón, la prudencia, la sabiduría, el pensamiento, la opinión o el significado.
El verbo griego “noéo”, de donde proviene noético, significa: pensar, concebir, comprender, entender, ver, significar. También está noema, el pensamiento. Noetos es un término evocado a menudo, especialmente por Teilhard de Chardin. Se habla del mundo noético. Decimos que los ángeles pertenecen al mundo noético, o mundo espiritual. Noetos es el intelecto, la inteligencia… Por último, está nomiso: pensar, creer, juzgar, estimar.
Entonces, la palabra noûs tiene diferentes significados. Y, en sus raíces, no está sólo la inteligencia, el pensamiento, sino a menudo también la creencia, el juicio, el significado, la prudencia.
Se encuentran asimismo estos diferentes sentidos del noûs en la literatura griega. La literatura patrística no emplea solamente la palabra noûs, pero la utiliza a menudo para designar esta parte del ser humano que está vuelta hacia Dios, este elemento que no es el mundo psicológico, sino que está más allá.
Hasta el siglo VIII, para designar al noûs el latín empleaba tanto el término mens como el término intellectus. Pero este último era utilizado también para traducir el logos. El francés no tiene una palabra que corresponda al noûs.
Este acercamiento a la palabra noûs nos hace entrever la confusión que sufre la teminología a través de los siglos. Y los Padres de la Iglesia tuvieron que hacer la distinción de ciertos términos bíblicos. El espíritu, por ejemplo, puede ser el viento, el espíritu humano o el Espíritu Santo. La carne (“Que toda carne guarde silencio”) puede ser carnal. Pero ella puede también designar a la materia viva, o a todos los seres vivos…
Gran cantidad de palabras varían así, y es indispensable saber leer exactamente su significado.
CAPITULO I
La Antropología Cristiana
Las dificultades a superar
Cuando abordamos el problema de la antropología ortodoxa, cuando comenzamos a distinguir el noûs del alma, entramos en un tema para nada considerado –y nuevo– para el Occidente. Comprobamos una dificultad que proviene del uso de los términos natural y sobrenatural, muy extendidos en Occidente, especialmente en el mundo católico romano. ¡Y la palabra sobrenatural cubre al noûs sin exactamente cubrirlo!
Esta dificultad existe en la antropología cristiana. Ella aparecerá sobre todo cuando insistamos en la parte noética del ser humano, según los Padres de la Iglesia.
En los círculos filosóficos o espirituales, los medios religiosos, la cuestión de la antropología no se plantea. Pero para la mayoría de nuestros contemporáneos se plantea de una manera muy aguda.
A partir del momento en que se comienza a hablar del noûs, de esta cualidad espiritual inmutable en el ser humano, se es agredido, y considerado como neoplatónico. En el diálogo marxista-cristiano se abordan muchos problemas, excepto el de la antropología cristiana, y –menos aún– el de la antropología ortodoxa, que profundiza todavía más en el problema.
El marxismo intelectual considera a la antropología cristiana como un tema terrible, vulgar, neoplatónico, que sienten que no les concierne para nada.
Charlando con un grupo de marxistas rusos, hace unos diez años, afirmamos que el cristiano le otorga el mismo valor al espíritu y a la materia. El cristiano no es, en efecto, un espiritualista que niega el valor de la materia y del cuerpo; cree en el Verbo hecho carne, y al mismo tiempo reconoce el valor del espíritu.
Este punto de vista confundió a nuestros oyentes marxistas. Diciéndose materialistas –y creyendo que los cristianos son espiritualistas– atendiendo a nuestras palabras concluyeron en que los cristianos no son ni espiritualistas ni materialistas, sino que pertenecen a la metafísica ecléctica.
El eclecticismo es un término amado por los discípulos de Karl Marx, quienes califican con él a aquéllos que no se someten a un monismo total. Porque para ellos, o bien todo es espíritu o bien todo es materia, y si se es materialista se lucha contra el espiritualismo.
Otros reconocen que el espíritu tiene un peso real, como la materia. Pero, nacidos en el idealismo alemán de su época, están en esa lucha donde el espíritu está de un lado y la materia del otro. Para ellos la dualidad es imposible, y hablan igualmente de eclecticismo cuando se intenta ensamblar dos doctrinas totalmente opuestas.
En las grandes capas de la humanidad vivimos entonces un monismo agresivo –actualmente materialista– que no acepta la posibilidad de una coexistencia de diferentes planos, de diferentes realidades. O es esto…, o es aquello. Y el hombre moderno acepta más fácilmente el hinduísmo, que es un monismo espiritual, más bien que un mundo no monista donde planos diferentes pueden co-penetrarse.
El humanismo moderno tiene una tesis muy interesante pero equívoca: no hay hombre invariable. El hombre es definido por la economía, el medio social o la cultura. El hombre del siglo XX no es el del siglo XIX. Todo es variable en el ser humano.
Esta teoría apareció en el siglo XIX con Taine, Nietzsche y Freud. En este contexto psicoanalítico cada definición del hombre en sí parece como una abstracción absurda, dogmática, o como la filosofía antigua, perimida, que creía en una visión ontológica.
En esta nueva perspectiva, el hombre tiene algo de definido y de cambiante. Su psicología se define por los condicionamientos exteriores: económicos, sociales, espirituales, culturales, familiares. Así desaparece la visión de aquello que en el hombre es estable e invariable. El noûs no tiene un lugar en esta concepción.
Esta adquisición del mundo moderno, esta manera de ver la inestabilidad, la variabilidad y los condicionamientos exteriores muy fuertes, es una gran conquista que no hay que rechazar. Se perciben en efecto todos los movimientos, se busca de dónde vienen las reacciones, particularmente en el terreno psicológico, que está muy condicionado por el mundo exterior.
Este relativismo, este elemento evolucionista, es una conquista útil. Pero nos olvidamos de que a pesar de esta inestabilidad, esta variabilidad, este condicionamiento humano donde el hombre desaparece para volverse el objeto de la influencia del medio, hay también un aspecto de estabilidad.
Finalmente –a menudo, y por desgracia– se confunde al cristianismo, nuestra visión que viene de la Revelación, con la filosofía antigua. Esta tenía un gran valor, pero no veía los elementos modernos. Y los filósofos de los últimos siglos, oponiéndose a la visión antigua –que era ontológica, y no existencial– proyectaron sobre la Revelación estructuras antiguas.
Era difícil, aún para la Iglesia primitiva, luchar a favor de la idea de un mundo creado. Una dificultad semejante aparece en la antropología.
* * *
De cara a la humanidad, nos encontramos entonces frente a varias dificultades. Por un lado, el mundo es visto de manera monista, monismo materialista lo más a menudo, o aún monismo vitalista o espiritualista. Por otro lado, otra dificultad reside, a través del conocimiento necesario de los medios que influyen sobre el hombre, en presentarlo así en su variabilidad, y en perder la visión de aquello que es estable en este hombre. A este respecto se nota una confusión frecuente entre el hombre burgués del siglo XIX y el hombre estoico, presentado como eterno. Se confunde, por último, el pensamiento cristiano con las diferentes escuelas filosóficas elaboradas a través de las edades.
En consecuencia, y por el momento, no seamos ni hombre antiguo ni hombre moderno, pero tengamos confianza en la Revelación y en sus directivas sobre la antropología humana, es decir, sobre el hombre.
Acercamiento por la Revelación
El acercamiento del hombre a través de la Revelación hace necesario que recordemos varias tríadas que le dan a las cosas su justo valor.
Creado, increado, relación entre creado e increado
Lo creado y lo increado son interdependientes, y si no se conoce la acción de lo increado en lo creado no se puede hablar ni del mundo, ni del hombre, ni de los ángeles. No se puede tener una visión real del hombre si se olvida uno de los dos elementos.
Porque está Dios, el hombre, y la relación de Dios con el hombre. Sin esta visión triádica nuestra concepción del hombre y del mundo está caduca.
Mundo noético, mundo material, hombre
El mundo material es lo que la Biblia llama Tierra: es el cosmos visible, ese mundo de miles de millones de años que nuestra época ha incrementado considerablemente. En efecto, de ser un pequeño mundo pasó a ser un mundo inmenso, con cifras y espacios inmensos. El tiempo se amplió en el pasado, el presente y el futuro –y también las distancias– hasta números prodigiosos. Este mundo material no es más que un aspecto de la Creación, ya que hay muchas cosas que no son visibles.
El mundo visible, este cosmos con todos sus sistemas solares y de otros tipos, sus años innumerables, sus distancias infinitas, su inmensidad, nos da vuelta la cabeza. Nos sentimos por demás pequeños. Nuestra tierra parece inexistente, y nuestra existencia ridícula.
Según el Evangelio y los Padres de la Iglesia, sin embargo, este mundo inmenso no representa más que uno en nueve –o uno en novecientos noventa y nueve– frente al mundo noético y espiritual. Tal es el sentido de la parábola de la oveja perdida y las otras noventa y nueve. Para Dios, este cosmos visible es una cosa de lo más pequeña, una oveja perdida, frente a un mundo que lo sobrepasa netamente, que es el mundo noético.
Este mundo noético, angélico o espiritual no es para nada de nuestra categoría, ya que él conoce un tiempo que no es nuestro tiempo, y un espacio que no es nuestro espacio.
Este tiempo-espacio se nos aparece como una especie de eternidad, como una ausencia de tiempo y de espacio. En realidad es una creación y, por esto, en un cierto espacio-tiempo. Pero si comparamos nuestro tiempo-espacio cósmico con este tiempo-espacio angélico, se puede decir sin caer en error que los hombres están en el tiempo y el espacio, y que los ángeles están fuera del tiempo y del espacio.
Sin embargo, este fuera de no es absoluto. Es solamente un tiempo-eternidad frente al tiempo-reloj, o frente al tiempo psíquico, que tiene una cierta duración. De allí provienen las expresiones: eterno, eón,…
El hombre, tercer término de la tríada, presenta algo completamente separado frente a estos dos mundos. Desde el punto de vista cósmico es tan pequeño que es insignificante. Desaparece en la humanidad, que nos es más –ella misma– que un pequeño punto perdido en el infinito. Pero el hombre no es sólo ese pequeño elemento del cosmos, ya que simultáneamente pertenece al mundo noético, al mundo espiritual. Y esta pertenencia hace decir a San Ireneo: “El hombre no estará jamás tranquilo, salvo en Dios”.
Esta segunda tríada no debe hacernos olvidar la precedente, ya que el mundo noético también es creado, y todo ello está en contacto con lo increado. Esa es la paradoja del ser humano. No es ni un ángel en un cuerpo, ni un cuerpo que ha producido un espíritu. Es su encuentro, su co-penetración, su coexistencia.
Por eso estamos tan agitados e insatisfechos con nuestra vida. Intentamos llegar a la luna, ir al espacio o hacer revoluciones.
Un animal es un animal, pero el hombre no es nunca hombre, porque es cosmos, ángel y Dios. Siempre insatisfecho, trata de penetrar dinámicamente, de quebrar o conquistar, porque está en el corazón de este encuentro perpetuo. El es el diálogo permanente entre el espíritu y la materia, entre la Creación y la criatura, entre los mundos espiritual y material. Por su naturaleza –y esta es la mirada de la antropología cristiana– no es ni ángel caído en la materia ni materia enriquecida por un espíritu: es el encuentro de los dos. Con el espíritu, es un ángel; sin el espíritu, es una bestia inteligente.
Cuerpo, alma, espíritu
En muchas enseñanzas cristianas actuales se olvida a menudo esta tríada. El ser humano tiene cuerpo, alma y espíritu. Hay una neta distinción entre el espíritu y el alma, y lo psicosomático es un mundo real. Pero no se trata sólo de estas dualidades, sino de la tríada cuerpo-alma-espíritu. Y el gran y perpetuo problema se encuentra en no confundir al mundo psíquico con el mundo espiritual.
El cuerpo es ritmado, autónomo, y expresa mejor el pensamiento divino que el alma. El alma, por su parte, es rica en emociones, pensamientos y acciones dinámicas. Su característica esencial es la transformación, la variación perpetua.
Sin duda es esto lo que hace decir al humanismo moderno –y no sólo al marxismo– que el hombre es variable, y que el del siglo XX no es el mismo que el del siglo III. En realidad se trata de una exageración, dado que hay una cierta monotonía del hombre.
Tomemos, por ejemplo, el problema del amor-sexualidad. Se puede decir –aunque con matices– que dos mil años antes de JesuCristo ya existían las mismas psicologías. En esa época, en Egipto, se ha encontrado la siguiente inscripción: “Esta nueva generación no es como la nuestra, ¿adónde va esta juventud absolutamente amoral?, los padres no pueden hacer más nada con ella…; ¿adónde va la humanidad? Ella ha perdido el sentido del deber…”. Escuchamos las mismas reflexiones hoy en día. Cuando uno es joven se rebela, y hacia los cuarenta años, y ya cansado, uno critica a la juventud.
Pero sin embargo esta variación existe, esta inestabilidad que hemos evocado en la mentalidad de nuestra alma. Un ejemplo: un amigo mío estaba a favor de dar libertad a los jóvenes (lo cual está muy bien). Pero un día su hija mayor dejó a su marido y se fue con un guitarrista italiano. Y mi amigo dijo entonces: “Voy a poner a mis demás hijos en un colegio jesuita”. A lo que yo le recordé: “Pero durante diez años tú siempre has predicado la independencia de los niños…”.
Tales son las fluctuaciones del alma, que la vuelven muy diferente de lo que es el espíritu, tema que abordaremos en la tríada siguiente.
El espíritu: noûs-logos-pneuma
El espíritu no es ni el alma ni el cuerpo. Los Padres de la Iglesia nos enseñan que el espíritu es triádico. No hablaremos aquí del espíritu en cuanto a tercer término de la tríada precedente, en la cual el espíritu es superior al alma, y el cuerpo inferior al alma. Lo vamos a considerar bajo el ángulo de la terminología patrística, en tanto está compuesto:
— del noûs;
— del logos interior (interior porque no compete a las palabras);
— del pneuma, o espíritu interior.
Estos tres elementos hacen uno. De estas tres palabras griegas, las dos primeras fueron traducidas al latín como mens (noûs) y ratio (logos) hasta el siglo VIII. Es por ello que en la liturgia decimos: “Esta ofrenda pura, esta ofrenda razonable”*, en donde razonable significa algo diferente a lo que hoy entendemos como razón. La Edad Media traduce logos por intellectus, de lo cual podría haber resultado también “Esta ofrenda intelectual”. Pero la palabra intelectual significa hoy otra cosa. Y finalmente, la última de las tres –pneuma– pasó al latín como spiritus.
No hay en francés ninguna palabra que corresponda a estos tres términos. A diferencia de la civilización latina del Medioevo, la civilización francesa –a causa de esta ausencia– produjo una gran ruptura y un empobrecimiento de la antropología espiritual. El uso del francés apareció con Calvino, Descartes y Rabelais. Estos tres personajes ignoraban las palabras de la tríada cuerpo-alma-espíritu en el hombre. Y más todavía las de la tríada noûs-logos-pneuma en el espíritu.
Eran dualistas. Para Descartes, no había ninguna relación entre el espíritu y el cuerpo. El sufrimiento de los animales no era más que una reacción mecánica. Calvino también era dualista en su interpretación del Evangelio. Con el francés entramos entonces en una visión dual del hombre: espíritu-cuerpo, o espíritu-alma, o inteligencia-cuerpo, y entonces la visión triádica desapareció.
Tomás de Aquino ya había anunciado esta desaparición. El introdujo, en efecto, la noción de sobrenatural, de alma superior, y la tríada noûs-logos-pneuma empezó desde ese momento a esfumarse.
* Nota del traductor: Téngase presente que actualmente en la liturgia se usa la expresión “esta ofrenda espiritual”.
La ratio, el intelecto, el elemento intelectual, se instaló entonces en la cultura francesa, y ocupó el lugar del espíritu triádico. De esta manera se comenzó a confundir el elemento superior del ser humano con la inteligencia.
En la cultura rusa, por el contrario, estas tres palabras tuvieron otra evolución, y eso nos muestra cómo las civilizaciones se tuercen y desvían cuando no se toma la luminosa revelación de la Iglesia. Los rusos tenían tres palabras correspondientes a noûs-logos-pneuma. Estas palabras permanecieron en la literatura mística de los ascetas del Volga (en los siglos XIV y XV) y en los textos litúrgicos. Finalmente dichas tres palabras desaparecieron de la cultura rusa, y no quedó más que la palabra espíritu.
La tríada, sin embargo, reapareció con la plegaria de Jesús a fines del siglo XVIII, proveniente del monte Athos a través de Rumania. En libros tales como el del Peregrino Ruso se lee la palabra douh, que corresponde al noûs, y que se traduce en francés* como plegaria espiritual.
Sin embargo, la cultura rusa –aún siendo muy espiritual– privilegia el aspecto pneuma, es decir el lado neumático, inspirado, carismático. Los franceses, por su parte, confundieron el noûs con el intelecto, el intellectus, en el sentido con que se lo empleaba en la Edad Media, con el intelecto-razón, que tiene un sentido psíquico racional. Los rusos confundieron el pneuma con el espíritu, el ambiente, el clima, el espíritu bueno, que son también categorías psicológicas.
En otros pueblos hay a menudo esa misma falta de claridad, de distinción entre el plano espiritual y el plano psíquico. Unos privilegian el aspecto intelectual, otros la vertiente emocional. Pero en ambos casos no se cruza la barrera del mundo psíquico, y se está lejos del verdadero soplo del amor divino.
La tríada del espíritu, noûs-logos-pneuma, es entonces bien distinta del mundo del alma y del cuerpo, de la dimensión psicosomática del hombre. Rastrear en el ser humano esta parte superior, diferente, que nos influencia pero no se confunde con los otros planos, tal es el humilde propósito de este libro.
- Nota del traductor: Y también en castellano.
CAPITULO II
Experimentación del “noûs”
Hay una tragedia de la Biblia en general, y del Nuevo Testamento en particular. En Inglaterra, en Alemania, en España y en otros países, las traducciones son correctas. En Francia, en cambio, se encuentran en la actualidad lejos de los textos auténticos.
En los textos romanos –por ejemplo la Biblia de Crampon– la tradición fue respetada. Pero desde entonces su texto fue retomado y corregido de tal manera que no tiene ya más nada que ver con el texto antiguo.
Los textos de la Sociedad Bíblica de Jerusalén –muy populares– fueron bien editados, pero muchos de ellos ya no corresponden a nada. Veamos algunos ejemplos.
La cristiandad occidental de hoy en día desprecia la palabra nación, que asocia a menudo con la palabra pagano. Entonces –en el Evangelio de Mateo– la frase “Id a enseñar a los hombres de todas las naciones” se transformó en “Id a formar discípulos entre todas las naciones”.
La palabra del Cristo, “Aquél que crea en mí no morirá, sino que tendrá la vida”, ha sido transformada así: “Aquél que crea en mí volverá a la vida”.
Las traducciones inglesa y alemana del PadreNuestro son correctas. Hay matices, como ofensas en lugar de deudas, que se pueden aceptar. Pero en Francia se han alejado demasiado del texto auténtico.
En las epístolas de San Pablo (1 Cor 2,15) se reemplazó el término psíquico por natural, y se dice: “El hombre natural no es el hombre espiritual”.
Un último ejemplo, respecto a la palabra milagro. Cuando el Cristo hace un milagro, no sólo hace algo excepcional, sino un acto que tiene una significación más profunda. A causa de los progresos de la ciencia, que hace milagros, Teilhard de Chardin decía: “Se debe creer, a pesar de los milagros”. ¡Y en la Nueva Biblia se reemplazó milagro por signo!
El problema de la lengua francesa es entonces muy angustiante. Las traducciones son –sin duda– difíciles, pero si no se tiende a la exactitud se toma el camino de la indolencia, y se sufren los cambios de las modas. La Iglesia no está ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro. La Iglesia siempre se retrasa cuando quiere estar a la moda.
El cristianismo cae en el cosmopolitismo o en el individualismo. Después de la Revolución Francesa se decía que había que liberar a los pueblos. Hoy deja de hablarse de las naciones, y se privilegia el ambiente. La Iglesia cambia así cada veinte años, y transforma la Escritura Santa para complacer al pensamiento del momento. ¡Lo cual es un crimen!
Para la Escritura Santa, la exactitud de las palabras es esencial. Es necesario penetrar su sentido y la autenticidad de lo que ellas dicen. Las malas traducciones no ayudan a la comprensión. Pero el Evangelio tiene sin embargo tal poder de fuerza que –aún incorrectamente traducido– opera.
Las tres voluntades del hombre
Las tríadas que hemos evocado en el capítulo anterior son las primeras, y son del dominio de la naturaleza. Ahora vamos a considerar una nueva tríada, indispensable, no para definir al hombre en sí según la naturaleza, sino para comprender al hombre concreto en el estado posterior al pecado. El pecado es, en efecto, un elemento nuevo en el mundo. Desordenó las relaciones entre los diferentes términos de las tríadas. El ser humano tiene siempre presentes en sí tres voluntades:
— divina;
— humana;
— diabólica.
Tres elecciones, tres tensiones que hacen que él pueda estar en tres estados: Cielo-Tierra-Infierno. Entre estas tres voluntades, la voluntad humana es la que elige, o bien armonizarse con la voluntad divina –es la sinergía–, o bien ser captada por la voluntad diabólica que, señalémoslo, no tiene nada que ver con la carne.
Es necesario distinguir estas tres voluntades. Antonio el Grande dice que esta distinción es una de las más grandes virtudes: es el discernimiento. Veamos algunos ejemplos.
Un acto de caridad: yo puedo ser bueno por naturaleza, o neutro. Un acto puede ser bueno o malo por sus resultados. La voluntad puede venir del diablo –pretexto para darse importancia–, o bien del Espíritu Santo.
Algunos proclaman una sola voluntad honesta, como cuando se dice: yo soy franco. Otros, como Julien Green, ponen frente a frente dos voluntades: divina y sexual. Estas dos actitudes son aproximaciones, no son la Verdad. Porque hay tres voluntades en el hombre: celestial, natural, diabólica.
Si nos olvidamos de una nos perdemos, somos dualistas –y por ende dinámicos–, pero no estaremos en la verdad. Nos fatigamos entre el cielo y la tierra, o entre lo divino y lo infernal –dentro de lo cual se introduce en general lo natural–, mientras que se califica como celestiales a emociones humanas. La fatiga proviene del hecho de que hemos olvidado lo humano. Uno se instala en un cierto equilibrio, pero se pierde el sentido de las verdades, hasta que sobreviene una crisis espiritual.
El “noûs” experimentado
En la primera epístola a los Tesalonicenses, San Pablo distingue al hombre psíquico del hombre espiritual, y agrega: “Bendigan a Dios en vuestro espíritu-alma-cuerpo”. En la epístola a los Hebreos dice: “La palabra de Dios, potencia, comparte el pneuma y lo psíquico”. El proyectó anteriormente la luz sobre la palabra descanso, que empleamos en la plegaria por los difuntos. El descanso no es la somnolencia ni la quietud, es “no-agitación”. Este texto marca netamente la separación entre el espíritu y el alma del ser humano.
Atenágoras de Atenas, contemporáneo de Justino el Apologeta, muestra que en la Trinidad, y en la antropología, el noûs contiene eternamente –por su existencia misma– al Logos.
Por su parte, San Ireneo distingue claramente physis, psíquico y noûs. El término physis es empleado por los Padres de diferentes maneras. La physis de Dios es su naturaleza. San Ireneo da a physis el sentido de corporal, o soma, cuerpo, carne.
En la Edad Media –bajo la influencia de la teología– se distinguen dos amores: el amor físico, que busca la unión de las dos naturalezas, y el amor extático, que se olvida de sí mismo, se da (no es el éxtasis). Buscar la unión con Dios, es el amor físico.
Ya en la génesis de la Creación, los Padres distinguían dos actos divinos: el cuerpo sacado de la tierra, physis, y el alma que recibe de Dios su espíritu. El alma y el cuerpo actúan en relación.
El alma –la intermediaria psíquica– es un balanceo entre el cuerpo y el espíritu. Su función es espiritualizarse, o inclinarse hacia el cuerpo. El alma da a los elementos –al cuerpo sacado de la tierra, a la naturaleza-physis– su desequilibrio y su amplitud.
El alma recibe al espíritu. Lo contiene, pero el espíritu no está mezclado con el alma. La espada –la palabra de Dios– penetra hasta la juntura del alma y del espíritu. No hay copenetración natural.
Para el espíritu, San Ireneo emplea frecuentemente las tres palabras –noûs, logos, pneuma–, donde la primera es a menudo reemplazada por una de las otras dos. San Ireneo introduce un elemento nuevo: el espíritu no está formado. El salva, forma, organiza. Mientras que el cuerpo está formado: pertenece al mundo objetivo.
Se tiene tendencia a confundir al espíritu del hombre con el Espíritu de Dios. En la experiencia del éxtasis interior no sólo hay unión del espíritu con Dios, sino que el alma y el cuerpo desaparecen.
En apoyo de estos tres términos San Ireneo define las nociones de imagen y de semejanza. La imagen de Dios es el universo entero. El cuerpo, como todo el universo, está hecho a la imagen de Dios. Esto es un don. La semejanza es una adquisición, un progreso que se realiza por la voluntad libre del hombre. Un santo lo es a la semejanza.
Clemente de Alejandría, en el siglo III, distingue tres reacciones en el hombre:
— el cuerpo, que es sensación, sentimiento;
— el alma, que es deseo;
— el espíritu, que es el noûs.
Uno de los caracteres del alma es el deseo. Cuando el hombre vive en el mundo psíquico no es el cuerpo el que desea, porque siente. El que desea no es el cuerpo sino el alma, que estará siempre deseante, inquieta o no. Y ese deseo, por naturaleza, va hacia la carne; pero debe ir también hacia el espíritu, porque si no en un momento dado habrá insatisfacción.
Desde el punto de vista de la Tradición, Orígenes cometió un error. El no considera que, por naturaleza, el hombre tiene tres elementos. Para él, el alma es la caída del noûs; ella es el noûs enfriado en su ardor de amor de Dios (véase el Libro de los Principios). Esto es un deslizamiento hacia una falsa concepción de la antropología cristiana.
Para otros, el cuerpo es la caída del espíritu. Estos errores nos llevan a hacer una aclaración, ya que hay una trampa y hay que estar atentos. En efecto, la tríada jerarquizada, que forma al hombre en sí, puede transformarse. Ser espiritual no quiere decir despreciar al mundo psíquico, lo cual es fácil. Y en la historia de la humanidad sucedió que el hombre –en busca de vida espiritual–, sin despreciar el cuerpo, atrofia a esta vida, y que por odio al psiquismo comienza a despreciar la cultura. De esta manera, el liturgista puede despreciar la música profana. El que contempla los iconos puede detestar la pintura profana.
En el siglo XIV, un anacoreta que se había despojado de todo vivía teniendo siempre su ventana cerrada al sol. Un loco en Cristo llegó hasta él, perforó la ventana, introdujo flores e iconos y le dijo: “Tú, sal y alaba a Dios por la belleza y la emoción psíquica ante la naturaleza”.
No debemos entonces rechazar el mundo psíquico, que crea la literatura profana y moldea al ser humano. En el Cristo había además un equilibrio espléndido: espíritu, alma, cuerpo. El Cristo llora sobre Jerusalén, o sobre Lázaro, su amigo muerto, aunque sabe que lo va a resucitar. El dice también: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Dice mi alma, porque el espíritu es siempre espectador, pero no indiferente. Mas El ve que su alma sufre, y no mata la tristeza –categoría del alma– en nombre del espíritu. Dídimo el Ciego distingue en el hombre los tres elementos: physis, psique, noûs, tal como Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Niza, que disciernen el cuerpo, el alma y el noûs, y ubican al noûs como mediador entre Dios y la carne, por un lado, insistiendo por otro lado sobre el hecho de que el noûs humano tiene una esencia tal que es capaz de conocer a Dios, en tanto que el cuerpo y el alma no lo pueden hacer. El noûs es, en efecto, a semejanza de Dios, y mediador entre Dios y el mundo. Es el lazo de comunicación con Dios; es la voluntad por la cual se progresa.
Para Máximo el Confesor, “El noûs es una esencia sin forma, precediendo a todos los movimientos e informe”. El ejemplo siguiente aclara estas palabras: en el siglo IV apareció la herejía llamada apolinarismo. Apolinario era amigo de Atanasio y enemigo de Arrio. Concibió que el Cristo tenía un cuerpo y un alma, pero que su espíritu estaba reemplazado por el Logos divino. Los que se opusieron a esta herejía dijeron que se trataba de un Dios animal, y no del Dios hombre.
Los Padres de la Iglesia produjeron cantidad de textos sobre este tema, que abordaremos ahora, lo que nos permitirá aportar precisiones sobre los tres términos de la tríada cuerpo-alma-espíritu.
El Cristo, “cuerpo-alma-espíritu”
El Cristo es plenamente Dios y plenamente hombre. Tiene en El dos naturalezas: una naturaleza divina, y una naturaleza humana, en la cual El es cuerpo-alma-espíritu. Pero no tiene dos personas en El. Su persona, su hipóstasis, es divina.
Por lo tanto, hay que distinguir al espíritu –el noûs– de la hipóstasis. El espíritu –no formado, sino informe– es casi un acto puro, y sin embargo no es la hipóstasis.
En esta luz del Cristo, ¿qué es el CUERPO del hombre? Es individual, muy formalmente. Manos, boca,…, nos pertenecen como propios, pero –por su configuración– cada cuerpo es en sí mismo el cuerpo humano. Es la combinación lo que es individual. Pero en cada detalle (cabello claro o cabello oscuro, por ejemplo) entramos en una misma categoría junto con otros hombres.
El ALMA es también una combinación, pero menos formal que el cuerpo, que es estable, que tiene un ritmo y una cierta composición. El alma, por naturaleza, es una combinación de diferentes elementos: el temperamento es uno de ellos. Pero no se la puede comparar con el cuerpo, ya que ella es –¡y cuánto!– cambiante. Sin embargo, cada componente del alma pertenece también a otros hombres, con otras combinaciones: hay tipos lentos, otros que no lo son,…
El ESPIRITU es naturaleza, objetividad. No es una combinación, sino mi espíritu, mi noûs, mi logos, mi pneuma. Cuando el hombre se interioriza, llega a vivir en el espíritu. Dos seres pueden no encontrarse nunca espiritualmente, pero se encuentran si están en un mismo plano, cuando hablan un mismo lenguaje.
Sin embargo, el hombre espiritual no es siempre un santo. Y dos seres espirituales –por ejemplo un presbítero ortodoxo y un religioso hindú– pueden comprenderse aún cuando la Revelación es algo diferente para cada uno de ellos.
No hay espíritus: hay el espíritu. Los dones no son el espíritu. No se puede llegar a la unidad de la humanidad si nos quedamos en el plano físico o psíquico. Hay que entrar en el plano espiritual, ya que hay conciencias diferentes, pero el espíritu es el mismo.
Sobre este tema, las concepciones hindúes o la filosofía griega emplean ciertas terminologías preocupantes. Aristóteles, por ejemplo, al hablar de la bestia razonable confunde al noûs –el espíritu– con la razón. No es completamente falso, pero sólo es una aproximación. Porque una de las cualidades del noûs es su contacto posible con Dios, lo que no está para nada en el dominio de nuestra razón. En efecto, el noûs está abierto al conocimiento divino.
* * *
Estas pocas precisiones dan cuenta del error de Apolinario. Si el Cristo es Dios, pero no hombre completo, el hombre no puede ser deificado, no puede ser salvado. El Cristo debe, en consecuencia, ser hombre completo. Para los Padres, los animales también son razonables, tienen una vida psíquica y un alma muy fuerte, pero Apolinario –repitámoslo– suprime toda posibilidad de deificación.
Hacia el “noûs” en nosotros
La búsqueda del noûs y su desarrollo en nosotros deben permitir que él se convierta en rey de nuestro ser, en el lugar de lo psíquico o de lo físico. ¿Cómo descubrirlo? Para responder a esto citemos a tres Padres de la Iglesia.
En sus dos libros, “Sobre el Espíritu Santo” y “Sobre la Trinidad”, Dídimo el Ciego distingue con claridad los tres elementos del ser humano: noûs-psique-physis. Para él, el noûs del hombre carece de tiempo. Contrariamente a nuestro cuerpo y alma, que han nacido de nuestros padres, el espíritu no nace con el hombre, pero tampoco es inmortal en el sentido divino. Es inmortal por participación en la Divinidad. No es preexistente, sino que está fuera del tiempo.
Orígenes se equivocaba cuando expresaba que el alma y el espíritu del hombre preexistían. El espíritu pertenece a un tiempo superior, como los ángeles, que no tienen nuestro mismo tiempo.
Esto es comprensible. Nuestra memoria, nuestro pensamiento, no están en el tiempo aunque se desarrollen en el tiempo. Con el pensamiento podemos captar de repente un acontecimiento ocurrido hace dos mil años. Podemos revivir en un instante un hecho anterior, un episodio de la infancia, o un recuerdo agradable o desagradable. Ese hecho no está entonces en el pasado, sino en el presente.
De la misma manera, el espíritu no está sometido ni al tiempo ni al espacio. Este hecho va aún más lejos: un fenómeno vivido por un ancestro puede en efecto surgir en nuestra memoria como si lo hubiéramos vivido nosotros mismos.
Durante la liturgia, el memorial del Sacrificio no es un recuerdo de hace dos mil años, sino una captación en el presente, una actualización de lo que estaba en el tiempo, pero que sobrepasa al tiempo litúrgicamente, como todo misterio.
En Navidad revivimos litúrgicamente la espera: “Que la Virgen engendre, y abra una gruta al Inaccesible”. Y nosotros decimos: “Cristo nació, en verdad nació”. Es la superación del tiempo. Se revive el acontecimiento de manera simbólica y espiritual.
El noûs, por su naturaleza, está entonces fuera del tiempo-reloj. Es por eso que el apóstol Pablo dice que todos hemos pecado en Adán. En nuestro cuerpo y nuestra alma somos los herederos de Adán. En nuestro noûs estamos presentes en él. Adán es la humanidad entera.
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Gregorio de Niza insiste sobre el noûs humano en Cristo, y sobre el noûs en el hombre. Para él, el noûs goza de una voluntad libre, e insiste particularmente en ello.
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Para Gregorio Palamas, el noûs humano se define en ocho puntos.
El noûs viene de Dios
Previamente precisemos que los ángeles, los espíritus, el noûs, son una creación, tal como el cuerpo y el alma. Entran en el universo creado, pero la forma de su creación es diferente de la del alma y el cuerpo.
En efecto, la Palabra de Dios crea el mundo visible: “El mundo visible, la materia y la psique ligada a la materia son creados por la Palabra de Dios”. En su Evangelio, el apóstol Juan dice: “En el comienzo era la Palabra… Todas las cosas fueron hechas por ella, y nada de lo que ha sido hecho ha sido hecho sin ella…”.
Mientras que el silencio, el Verbo interior de Dios, crea el mundo invisible, el mundo angélico y el espíritu. Hay entonces dos acciones de creación de Dios:
— un cierto extatismo, una exteriorización; es la creación del mundo visible;
— pero el mundo invisible es creado en el silencio; el noûs es creado en la contemplación.
Esto es un gran misterio. Digamos que la Palabra crea la materia como manifestación-símbolo, como expresión de Dios. Lo mismo hacen las palabras, las letras, cuando expresamos nuestro pensamiento. Por ellas nos exteriorizamos, damos algo sin poder volver atrás, limitándonos. Pero para encontrar el noûs, una de las condiciones esenciales es estar en el silencio: silencio de deseos, de penas, de sentimientos; y esto no es la apatia, que tiene otro sentido.
Es en ese silencio –y por el silencio divino– que aparece el noûs, porque el silencio divino es tan creador como la palabra divina. Para que los ángeles sirvan a Dios, para que su creación esté abierta a Dios y viva por El, ella debe hacerse en el silencio. Dios habla y se calla. Se manifiesta y se oculta; se manifiesta nuevamente y se vuelve a ocultar. La creación interior es como una pausa en la música grande. Debe haber pausas de sonoridad para que la sinfonía sea tal. Los ángeles y los espíritus son esas pausas. Son creados por el silencio. Dios habla en ellos.
Entonces, la Creación habla de Dios. Pero el noûs, es Dios que habla en él. Su raíz está en Dios silencioso. Todas las exteriorizaciones impiden hallar lo divino. Entonces hay que interiorizarse para encontrar el noûs.
El noûs viene de Dios, no como una emanación, una energía, una chispa caída de El, sino en el silencio en el que Dios se retira para tener algo semejante a El.
El noûs subsiste siempre y en sí mismo
Esta definición no es absoluta. Si tomamos toda la Creación, nada subsiste en sí mismo, y hay siempre una relación de dependencia con otra cosa.
Pero el noûs no está condicionado por el exterior; existe en sí mismo. El alma puede estar contenta o triste, ella pertenece al mundo psicofísico.
Y además el noûs es en sí mismo, se nutre de Dios. Puede estar ahogado o disminuido por el hombre carnal, pero no está definido: él es en sí mismo.
El noûs humano posee la facultad de superarse
Eso explica por qué el hombre es inquieto, y siempre quiere superarse. Siempre queremos ser más de lo que somos. El error es creer que podemos lograrlo en el plano físico. Sin duda, podemos organizarnos, combinar nuestra vida corporal y psíquica, pero no podemos sobrepasarla, ya que el cuerpo está ligado con la ley de la naturaleza y carece de la función de superación. Esta pertenece al noûs, que tiene la capacidad de ir hacia Dios. El noûs puede arrastrar al cuerpo –levitación, caminar sobre las aguas– o dar potencias al alma, ya que él va hacia Dios. Pero la naturaleza, como la técnica (la mecánica, la aviación, etc.), no se supera. Se combina. La organización se vuelve más racional, la rapidez se acrecienta, pero no se trata de una superación.
El noûs se eleva hacia la inteligencia divina
Cuando el hombre vive únicamente en el mundo físico, y no espiritual, puede sentir impulsos del alma: piedad, emoción,…, pero no puede elevarse a la inteligencia de Dios, al conocimiento divino. El alma puede creer, y debe creer; el noûs, en cambio, no cree más. El alma puede dar el impulso de la oración, pero los impulsos son frágiles, y de pronto los seres caen. El alma puede tener una cierta elevación, ser creadora, pero –por naturaleza– no puede elevarse, porque es cambiante. Es por ello que todas las falsas místicas son siempre psíquicas. No son estables.
Para combatir esta inestabilidad hay que luchar toda la vida, y recordar este proverbio del monte Athos: “Si lloras, si ríes, es el pequeño demonio que danza ante ti”. El demonio es el elemento cambiante.
En compensación, el alma puede elevarse si es arrastrada por el noûs. Entonces ella puede participar del conocimiento, pero es el noûs el que se eleva hacia la inteligencia divina, más allá de lo racional, de la deducción, del sentimiento, de la lógica.
El noûs recibe la gracia divina antes que el alma y el cuerpo
Es por el noûs –como por una puerta o una ventana– que la gracia divina penetra en el alma y el cuerpo. El noûs recibe la Luz increada, y al mismo tiempo es purificado. El no es la luz, él recibe la luz divina.
El noûs se vuelve luz
El noûs se une a la luz divina. Es completamente captado por ella en una unión tal que, experimentalmente, se tiene la impresión de que no hay diferencia entre el noûs y Dios. El apóstol Pablo dice que esta unión es más fuerte que la del hierro con el fuego. Es el cuerpo deificado, Dios en todo.
El noûs está naturalmente vuelto hacia Dios
Cuando se abre, se vuelve tan condescendiente que, aún siendo diferente por su origen, accede a ese momento de total silencio en donde no hay otra cosa que lo Inexpresable: ¡Dios!
Sólo más adelante, retoma el diálogo
Después de eso comienza la santificación del alma y del cuerpo. El hombre es puesto frente a Dios. Es el diálogo de dos amores. El noûs recibe entonces la Gracia, antes que el alma y el cuerpo. Y ello es así porque la Gracia y la energía divina vienen siempre por él.
Si el noûs no está despierto, la Gracia no puede coordinar ni esclarecer al ser humano. La Gracia se derrama en nuestra alma y nuestro cuerpo proporcionalmente al despertar del noûs.
* * *
Antes de terminar este capítulo, digamos algunas palabras sobre la inteligencia divina. Hay dos planos diferentes de inteligencia.
Cuando doy una conferencia, la inteligencia es deductiva, analítica, sintética. Se trata de un sistema de relaciones, procedimientos, oposiciones,… Es un trabajo de explicación que sucede en el tiempo.
Hay una inteligencia diferente que no es contemplación, sino captación antes de la formulación; por ejemplo yo digo: “el mundo espiritual es creado en el silencio”. Si así lo comprendo, estoy en la profundidad de ese silencio. No encuentro las palabras. Capto en un instante esta verdad sublime, que luego intento expresar, describir. El mundo creado es una copa.
Para discernir esos dos planos hay que distinguir entre pasiones, intuición,…, e inteligencia del espíritu.
CAPITULO III
Las estructuras del hombre
en la antropología cristiana
El desequilibrio en el mundo
Ya hemos hablado de las estructuras repetidamente triádicas del hombre: espíritu, alma, cuerpo. A estos tres elementos hay que agregar un cuarto: la hipóstasis –o persona–, que no es ni espíritu, ni alma, ni cuerpo, sino que es algo con lo que el destino del hombre está ligado. A esta tríada no la hemos estudiado hasta ahora en un plano abstracto, sino en sí misma.
Para que el hombre encuentre al espíritu en él –y no lo confunda con el alma–, y que restaure por fin esta tríada y viva en espíritu, alma y cuerpo, debemos hablar del desequilibrio en el mundo.
El desequilibrio en el mundo llegó a causa del pecado. En realidad, un hombre normal ni siquiera podría plantear la pregunta: ¿dónde esta el noûs? El hombre normal, creado por Dios –Adán antes del pecado– debía vivir plenamente en el espíritu, el alma y el cuerpo. Si hoy nos preguntamos: ¿dónde está el espíritu?, ¿dónde se encuentra?, se debe a que en el ser humano se ha producido un desequilibrio a causa del pecado original, y no solamente a causa del pecado personal.
En efecto, es a causa del pecado original que podemos decir que somos todos desequilibrados. No es solamente porque hay locos, impotentes, enfermos de los nervios,…
Pero, ¿qué es el desequilibrio humano? ¡Es simple! El hombre debe tener una conciencia clara, jerárquica en sus valores, de los tres elementos que lo constituyen: el espíritu, el alma y el cuerpo, sin confusión y sin separación. Ahora bien, en nosotros esta conciencia es confusa y separada, y decimos ingenuamente que el elemento superior –el espíritu– es el menos claro a nuestra conciencia.
Es cierto que hay personas que están preocupadas sobre todo por los alimentos terrestres. Pero sin embargo tienen una cierta noción del alma, de la psique.
En cautiverio*, algunos prisioneros perdían su alma y su espíritu por estar tan centrados en el alimento. Cuando se comenzaba a hablar de Dios, o de arte, exclamaban: “¿Cómo puedes hablar de otra cosa cuando tenemos hambre?” Su única preocupación era su estómago.
Pero en general los seres humanos –aún los materialistas, los marxistas, los teóricos, y aún diciendo que no hay otra cosa que la materia– hablan del alma. Para hacer la revolución como en China –o por otras causas, buenas o malas– uno no se dirige al cuerpo. ¡Excitamos el alma! Pero el noûs es ocultado de una cierta manera, de lo cual nace el desequilibrio, que atañe tanto al alma como al cuerpo.
“El pecado original pasa por la herencia”, dice San Agustín. Ciertamente, sucede eso porque estamos en una cierta corriente de tradiciones, de influencias, de herencia física y espiritual.
San Juan Crisóstomo dice: “Aquéllos que viven alrededor de los cristianos son influenciados por
* Nota del traductor: Recordemos que Monseñor Jean estuvo prisionero en un campo de concentración durante la guerra.
ellos, aún si no han sido bautizados”. Ocurre lo mismo con los animales que viven cerca de los hombres. Hay, entonces, una cantidad de herencias, de múltiples transmisiones. Pero la herencia fisiológica es muy fuerte.
Pongamos un ejemplo: hay seres que nacen criminales, un poco simples, así como hay personas mogólicas. Se sabe que estas anomalías están ligadas a problemas hormonales. De hecho, se han realizado experiencias en ciertos tipos de criminales (no en aquéllos que ya habían matado a alguien, sino en quienes tenían inclinación hacia tal o cual tipo de crimen). Hubiera podido pensarse que las causas de su criminalidad tenían un carácter moral. De hecho, eran psicológicas. Estos individuos tenían un cromosoma de más.
Se sabe que, en general, un cromosoma de más explica la tendencia de ciertos individuos hacia la criminalidad, mientras que un cromosoma de menos da sujetos impotentes, o faltos de inteligencia. En ambos casos hay desequilibrio, ya que en principio debemos tener cuarenta y seis cromosomas. Pero en la realidad puede haber excedente o falta, o una mala combinación.
Así, aún al nivel del número de cromosomas puede haber desequilibrio, y el hombre no es prácticamente responsable de haber nacido así. Sin embargo, esto no quiere decir que el crimen no sea amoral, ya que hasta el hombre más moral, el más equilibrado, nació con un cierto desequilibrio. Y todos nosotros debemos reconquistar al hombre.
“El perro es perro, el gato es gato, y el hombre debe volverse Hombre”, decía un antropósofo alemán. Debemos tomar en consideración que no somos plenamente hombres. Eso se verifica además cuando se observa un cerebro humano. Se sabe que una multitud de sus elementos están en huelga, y no funcionan. Luego, de golpe, tal o cual elemento entra en funcionamiento, mientras que los demás siguen durmiendo, ya que no se los ha desarrollado. El Hombre, tal como ha sido creado, tiene en sí una riqueza infinita de posibilidades.
Se dice –por ejemplo– que los santos hacen milagros. Pero también nosotros tenemos dentro nuestro esa potencialidad. Un santo no es un superhombre, al contrario, es un hombre que ha reconquistado un cierto equilibrio para volver a hacerse Hombre –tal como lo es en realidad–, y no en desequilibrio.
Sin el pecado, el problema del noûs no se plantearía. Pero ya que el desequilibrio existe, ¿cómo debemos orientarnos frente a este problema?, ¿cómo debemos actuar?
La dinámica espíritu-alma-cuerpo
En el hombre normal –el que está fuera del pecado– el espíritu se alimenta de, por y en Dios. El espíritu es el templo del Espíritu Santo. Vive solamente por Dios, y como se alimenta con Dios, es poderoso. En el hombre normal, pues, el espíritu puede sostener al alma, así como el alma puede sostener al cuerpo.
Pero el pecado consiste en que el espíritu –el noûs– olvida a Dios, se separa de El. Ese es el pecado original, es el deseo de vivir sin Dios, o de vivir como Dios, sin El.
En ese pasaje de la Biblia, “Vosotros seréis como Dioses” (o sea, sin Dios), la serpiente no mintió. El hombre está, en efecto, llamado a ser Dios, pero ser Dios por Dios, no sin El. Cuando el hombre se encuentra sin Dios, inevitablemente se produce un corte entre el Espíritu de Dios, que es, y el espíritu del hombre, que quiere vivir.
Este último no tiene ya la fuente que lo alimenta, perdió su meta, su mirada. Se vuelve entonces hacia el alma, y en lugar de fortalecerla, alimentarla, esclarecerla, purificarla, se vuelve parásito de esta alma.
El espíritu busca así al alma, y se alimenta de ella, ya que se separó de la acción de Dios. Su mirada se sumerge entonces en el nivel inferior, y al mismo tiempo que da potencia al alma, se debilita a sí mismo. Y esta potencia dada al alma es falsa. El espíritu es, en efecto, de carácter absoluto, en tanto que el alma –relativa, por naturaleza, y parasitada por el espíritu– otorga una etiqueta de absoluto a cosas que no lo son.
La grandeza de alma puede ser emoción, pensamiento, impulso artístico, pero el alma no tiene jamás en sí misma un carácter absoluto. El alma es variedad de relaciones, cuyo valor es relativo.
Cuando el espíritu se aparta de Dios, llega el primer elemento pasional. El espíritu es parásito del alma, y desfallece. Se sumerge en un plano inferior, y al mismo tiempo el alma se falsea, porque recibe del espíritu, en lugar de elevarse hacia él. Entonces ella se recarga con su presencia, y al no recibir de él su sostén, ya que está contaminada por él, el alma gira inevitablemente hacia el cuerpo. Esto da lugar al hombre carnal.
¿Quién es el hombre carnal? Es aquél cuya alma desea alimentarse y gozar de las cosas carnales, corporales. La buena alimentación, el gozo carnal, no son malos en sí mismos. Ellos se vuelven malos cuando se les concede todo el poder y se los considera como una elevación hacia Dios.
Entonces, obligatoriamente, el alma se vuelve carnal. Busca en el cuerpo lo que el cuerpo no puede darle. El cuerpo se desordena, y ¿adónde puede ir? Hacia la enfermedad, y la muerte.
Es por esto que el apóstol Pablo y la Escritura dicen: “Si os separáis de Dios, moriréis”. Porque si el espíritu no se alimenta por Dios, se nutre por el alma, y el alma por el cuerpo, y el cuerpo –al no tener nada– se inclina hacia la destrucción, la muerte, la nada. El sufrimiento es una resultante del hecho de que el cuerpo no está sostenido por el alma.
Tal es entonces la situación: debemos recrear el equilibrio con las virtudes, los mandamientos y una ascesis de dialéctica, es decir, habituar al cuerpo a vivir por el alma, elevar el alma para que se alimente del espíritu, y dirigir el espíritu hacia Dios. Esta inversión, este trabajo, exige una ascesis. No se puede establecer el verdadero lugar del espíritu sin un esfuerzo.
Entre los Padres de la Iglesia este esfuerzo puede tomar formas que nos parecen un poco aterradoras, ya que ellos deben separarse de todo sentimiento corporal y limitar las emociones psíquicas. Y no es en manera alguna porque ellos desprecien el cuerpo o los elementos del alma, sino porque éstos han tomado un lugar demasiado importante en el seno de la tríada. Se trata de volver a encontrar la jerarquía justa de los valores respectivos del espíritu, del alma y del cuerpo.
Este retorno da forma a todo el pensamiento ascético y escriturario. Y si algunas de estas expresiones contra las cosas corporales, carnales o psíquicas nos parecen violentas, no es para nada contra su naturaleza que son formuladas.
El cuerpo es, en efecto, nuestro amigo, nuestro elemento esencial en tanto que seres humanos. Nuestra alma no es para nada despreciable en sí misma. Pero para volver a encontrar la jerarquización de los valores, para que el cuerpo se dé vuelta y el alma se espiritualice, hay que hacer un esfuerzo, un esfuerzo de penitencia, de ascesis y de abnegación.
La riqueza –decía San Isaac el Sirio– no es mala, pero el apego a la riqueza sí lo es. El poder no es un mal en sí, pero el deseo de poder lo es… Aparece, dialécticamente, que si el hombre quiere volver a su verdadera y plena humanidad debe hacer todo un largo trabajo de purificación, de despojamiento, de lucha, de cumplimiento de las virtudes.
La pasión
En el corazón de las relaciones que existen entre el espíritu, el alma y el cuerpo entra en juego un elemento al que se llama con una palabra: pasión, y que conviene explicitar. Se escucha a menudo que hay que luchar contra las pasiones. En boca de los Padres de la Iglesia, esta palabra no significa –por ejemplo– que un hombre ame apasionadamente a Dios, a la música, o a su mujer. Un gran sentimiento no es una pasión.
La pasión está allí donde el superior está al servicio del inferior. Si usted bendice a Dios cuando, habiendo tenido una buena comida, apreció tal o cual plato y ello le ha dado un cuarto de hora de gozo, es magnífico. Dios le ha dado la inteligencia para poder apreciar, usted ha bebido un buen vino con placer: está bien. Pero si este plato degustado se vuelve un tema privilegiado, usted comienza a apegarse, e intenta saborear. Su alma, y aún su espíritu, le dan entonces a este plato un sentido absoluto, y usted no puede pensar en otra cosa.
Un glotón hace del buen comer su Dios. Pero un hombre que gusta de comer bien no es forzosamente un glotón. Atención: todo el problema está allí. A veces se hace necesario suprimir tal plato para no volverse glotón. Si muchas veces los monjes comen pan seco, no es porque desprecien la carne, sino porque el hombre está concebido de manera tal que es fácilmente sometido a las fuerzas del mal, y si se concede a sí mismo una cierta facilidad, de golpe el hombre se desvía.
Según los textos escriturarios, las pasiones surgen entonces en el hombre cuando éste invierte los elementos de la tríada. En lugar de que el espíritu vaya hacia Dios, que el alma se nutra del espíritu, y que el cuerpo sea sostenido por el alma, el espíritu y el alma se arrojan a un terreno carnal, y empujan al hombre con toda la potencia que lo caracteriza hacia un gozo cualquiera: orgullo, pasión física o psíquica, posesión.
La pasión es siempre una desviación de las direcciones del hombre interior, que se vuelve siervo e idólatra de tal o cual elemento, elemento que en sí no tiene nada de malo, pero que pasa a ser malo porque se apodera de todo el ser humano.
Las Escrituras santas utilizan también a menudo la palabra mundo. Esto amerita una explicación. “Vosotros no sois de este mundo”. “Separaos de este mundo”.
El sentido inmediato de esta palabra mundo es superficial, y puede significar medio. Pero los Padres de la Iglesia la emplean en un sentido muy preciso y diferente: el mundo es la creación de Dios.
En efecto, está el mundo –creación de Dios–, tal como la carne, que es creación divina en “el Verbo hecho carne”. Pero el mundo se define también –según San Isaac el Sirio– como el complejo de las pasiones. Usted tiene una pasión, la ha vencido, pero aparecen otras. Este mundo es entonces este complejo de las pasiones, o la mala dirección de su espíritu. Y es por ello que, para volver a encontrar el equilibrio, es indispensable dejar progresivamente ese mundo.
En sus Sentencias, San Isaac el Sirio dice además: “Cuando escuchas hablar de alejamiento del mundo, de la necesidad de depurarse de todo aquello que está en el mundo, primero tienes que comprender –no según las concepciones de la tierra, sino según las de la razón real– el verdadero sentido de esta palabra: el mundo. Entonces serás capaz de saber hasta qué punto tu alma está alejada del mundo, y en qué medida permanece apegada a él”.
La palabra mundo es un término colectivo que engloba a lo que se denomina las pasiones. El hombre que no sabe lo que es el mundo no podrá saber por qué aspectos de su persona se separó, y por qué otros está ligado con él. Son numerosos los que a través de alguna parte de su cuerpo han renegado del contacto con el mundo, y creen que su vida aquí se ha vuelto extranjera. No pueden comprender que el resto de su cuerpo y de su alma viven en el mundo.
Según las búsquedas del espíritu, el mundo puede ser considerado como un conjunto que engloba pasiones separadas. Les damos, en efecto, el nombre de mundo cuando queremos designarlas todas juntas, y el de pasiones si se trata de distinguirlas unas de otras.
Ellas constituyen las diversas partes de la tendencia predominante en el mundo, y cuando ellas cesan esta tendencia llega también a su punto final. Veamos cuáles son esas pasiones:
— apego a las riquezas;
— deseo de atesorar;
— obsesión por el gozo corporal;
— aspiración a los honores, de donde proviene la envidia;
— aspiración al mando;
— arrogancia, por el esplendor del poder;
— gusto por adornarse y seducir;
— búsqueda de la gloria humana, causa de rencores;
— fobia corporal, etc.
Allí donde se quiebra el curso de estas pasiones, el mundo muere. Fíjate con cuáles de estas pasiones vives, y sabrás por cuáles estás muerto en el mundo. Cuando hayas conocido lo que es el mundo, todas estas distinciones te permitirán determinar en qué permaneces apegado, y en qué medida estás liberado. En resumen, el mundo es la vida de la carne y la sabiduría carnal.
Si un anacoreta deja el mundo y se va al desierto, no es por desprecio, sino porque se dice a sí mismo: “Yo no soy capaz de liberarme en las condiciones en que me encuentro”. Es un acto de humildad, o de realismo. El desea liberarse, de una u otra forma, de este apego a las pasiones.
Las pasiones no son, pues, un sentimiento poderoso; contrariamente, ellas existen cuando el alma está fascinada por el cuerpo, o el espíritu fascinado por el psiquismo. Tal es el gran problema. Y aquí tenemos la palabra apatheia –apático, sin pasión–, que encontramos en los Padres, y que no consiste en manera alguna en ser apático, indiferente, sino al contrario, en no dar la potencia del espíritu al alma, ni la del alma al cuerpo, en no desviar la jerarquía de las estructuras del hombre.
Los santos son “apáticos”, y están llenos de vida. Yo conocí un anacoreta –hace unos veinte años–, un obispo absolutamente “apático”. A los trece años la tuberculosis le había afectado la garganta, algo que era muy difícil de curar en esa época. Podría haber muerto. Pero tenía tal presencia de plegaria, tal vitalidad, que sobrevivió. No podía hablar, pero a su lado se sentía una extraordinaria vitalidad espiritual. Su espíritu alimentaba su psiquismo, y éste sostenía su cuerpo.
Otro ejemplo auténtico en que el alma retoma sus derechos: conocí una mujer tan enferma que no podía levantarse. Su hijo también enfermó. Su psique de madre, con amor por su hijo, era tan poderosa que la mujer logró levantarse y cuidarlo. Por este esfuerzo psíquico ella también se curó. Ella había vivido su maternidad no sólo al nivel de su cuerpo, sino también en el plano psíquico.
Es lo mismo que logra una madre que ama a su hijo adoptivo tanto como al de sus entrañas. ¿Qué sucede en estos casos? El equilibrio se restablece, el psiquismo se vuelve dueño del cuerpo. El espíritu debe también volverse dueño del psiquismo.
Un hombre que ama apasionadamente la belleza, si se entrega a esta pasión por la belleza artística que vela a Dios, ya es pasional, porque está apegado a la belleza abstracta. Pero si ese mismo hombre espiritual ama primero a Dios, esa pasión, aunque fuerte en él, no será idólatra.
Desgraciadamente, estamos en estado de desequilibrio, y todos los psicólogos, terapeutas, psicoanalistas, no pueden pretender equilibrar al hombre. Ellos logran hombres más o menos desagradables, más o menos sociables, pero el problema de la profundidad no está resuelto. Porque el verdadero hombre equilibrado no es sólo el que pasa por todo, y no molesta a su vecino, y no tiene complejos. No está allí el verdadero equilibrio.
El hombre está llamado a ir hacia Dios, a entrar en comunicación con Dios y con el Espíritu, y su espíritu debe volver a ocupar el lugar de realeza en esta tríada: espíritu-alma-cuerpo.
CAPITULO IV
La conquista del espíritu
Búsqueda del espíritu por el cuerpo
El hombre olvida a Dios. El hombre para quien el mundo espiritual –o noético– era visto y tomado como algo que le era natural, también ha desaparecido. Un filósofo ortodoxo ruso decía que la encarnación del Verbo no es un accidente ni un milagro, sino la base de la existencia del mundo. En la Edad Media, Tomás de Aquino quiso hacer un compromiso, ubicando a la teología de un lado y a la filosofía del otro.
Con lo sobrenatural de un lado y lo natural del otro –estos dos planos que son coexistentes pero no copenetrantes– se llegó a esta idea curiosa, racional, de que la existencia de Dios puede ser probada por la razón. Dios es objeto de la filosofía, y la Trinidad es objeto de la revelación.
Desapareciendo entonces Dios, dejó de ser objeto de la filosofía, y nos quedamos en el mundo ateo, con la Trinidad convertida en un dogma en el que hay que creer, pero que no tiene ninguna relación con la existencia del mundo, ni con la encarnación, ni con la virginidad de María.
De este modo se crearon dos capas paralelas no copenetrantes, con la particularidad –además– de que el mundo sobrenatural es citado muy a menudo en la literatura mística de los santos. En los siglos XVIII y XIX se hablaba del espíritu, del noûs, pero calificándolo de sobrenatural.
Ahora bien, eso no es justo, ya que el noûs es natural al hombre. El hombre que, contrariamente, no es plenamente cuerpo, alma, espíritu, no está completo, está disminuido. Yo le decía a Teilhard de Chardin: “¡En tí, la Gracia es una pequeña uva sobre un enorme pan confitado!”.
Después de la crisis del cartesianismo –este dualismo espíritu-materia– se cayó en el monismo de Hegel y de Marx. Efectivamente, es este dualismo el que engendró la lucha y provocó el desequilibrio del hombre. Al haber desaparecido la tríada se buscó enseguida al monismo.
Así pues, el espíritu está en nosotros, pero no tenemos conciencia de ello. Su búsqueda debe comenzar no por el alma sino por el cuerpo. Porque el cuerpo es más estable, y ya vimos que una de las características del noûs en nosotros es su estabilidad. No está sometido al tiempo ni al cambio, mientras que nuestro psiquismo es un mundo cambiante por excelencia.
Pero, ¿qué es el cuerpo? Aún siendo cambiante el cuerpo tiene un cierto ritmo, que el alma no posee. Por ejemplo, una pasión no tiene ritmo, y tanto puede ser de pronto muy fuerte como desvanecerse instantáneamente. No está sometida al ritmo de las estaciones.
Nuestro cuerpo, en cambio, está ligado a ciertos ritmos: actividad, reposo, alimentación, juventud, vejez,… La participación del cuerpo en la plegaria y en la contemplación es un gran problema de ritmo. La posición del cuerpo, los gestos, están en estrecha relación con las tomas de conciencia, y éste es un problema constante.
¿Por qué no hay danzas en la liturgia cristiana? Mi parecer es que las danzas están reservadas a los cuerpos transfigurados. Isaías dice, en efecto, que las montañas saltarán como carneros y que los árboles aplaudirán. Es la imagen del mundo liberado, que danza en la libertad de los gestos.
Fuera de la danza, el cristianismo –como por otra parte lo hacen las demás tradiciones– propone ciertas posiciones del cuerpo, ciertos gestos, en relación con la plegaria; el signo de la cruz es un ejemplo.
A este respecto querría introducir una cierta iniciación. Siendo yo joven vivía en un monasterio de Kharkov, donde los monjes se atenían ajustadamente a gestos exactos para poner al hombre en la actitud de oracion. Cada gesto, en efecto, corresponde a una cierta actitud que permite encontrar conscientemente al espíritu. La posición del cuerpo viene primero, y luego la actitud del alma.
Lo que conviene al cuerpo es la disciplina, el orden, la regla, mientras que el psiquismo no soporta las reglas. Se puede estar en posición de plegaria frente a un icono o una visión celestial, y al mismo tiempo tener un psiquismo perturbado por ideas inesperadas. Pueden surgir pensamientos, en total desacuerdo con la situación. Disciplinar el alma es más difícil de lo que se piensa.
Pero el cuerpo exige una cierta forma de disciplina. Hay toda una geometría que nos prepara para ello. Por ejemplo, elevo los brazos. En este gesto no encuentro el noûs. Es un gesto conmovedor el que empleo. Sobrepasa el aura de concentración, para la cual el gesto no debe ser ni demasiado grande ni demasiado restringido.
Los gestos adoptados en el siglo XIII para la misa no son espiritualmente exactos. Hay que encontrar el equilibrio justo entre los estados de tensión y de distensión. Un hombre demasiado tenso, en efecto, no puede entrar en sí mismo. Demasiado distendido tampoco puede hacerlo, ya que sus gestos son desordenados. En cuanto a aquél cuyos gestos son conmovedores, o exuberantes, se sale de sí mismo.
El gesto exacto es aquél en el cual los músculos no están tensos, pero lo están lo suficiente como para que, después de algún tiempo, aparezca una cierta fatiga.
Para la plegaria interior, los Padres adoptan la posición de sentado, salvo Simeón el Nuevo Teólogo –caso de excepción– que oraba acostado. De hecho, debemos tener en cuenta a cada persona, ya que unos se adormecen si se acuestan, en tanto que otros pueden estar más despiertos al estar acostados de espaldas. Aparte de este problema de la posición del cuerpo, hay que remarcar el de la liberación del tiempo, de la importancia del silencio.
Precisemos que el cuerpo no termina en los contornos de la envoltura corporal. Hay algo que puede llamarse el cuerpo ampliado. Es la manera de vestirse. No es necesario vestirse como una solterona, ni ser descuidado. Esta preocupación pertenece a la personalidad; algunas personas tienen un estilo propio, rebuscado, elegante, que los ayuda. Otras, al contrario, son descuidadas. Tampoco en esto hay una solución común para todo el mundo.
Además de la vestimenta está la manera de vivir, el ritmo de la jornada, el lugar, el espacio, la manera en que se organiza la vida. Es así como muchos santos –antes de instalarse como anacoretas– buscan su lugar, y no se establecen en cualquier lado. Antonio había elegido el camino difícil de instalarse en un templo egipcio en ruinas. Después él fue tentado.
Los anacoretas eligen a veces lugares áridos, a veces también elevados, e incluso muy bellos. Cada uno tiene su propia medida para elegir su marco, y no es un tema sin importancia.
Está también el problema de la alimentación. San Isaac el Sirio decía que después de una buena comida uno no puede elevarse hacia la contemplación divina.
* * *
Tomemos conciencia de que el cuerpo ayuda a entrar en el hombre completo, porque actúa sobre el psiquismo: el cuerpo es el templo del Espíritu.
Conquista por el alma
Con el alma, estamos en un mundo de lucha perpetua, de imaginación, que ya no podemos regular ni disciplinar. ¿Conocen la típica historia de un viejo sacerdote que bautizaba a las mujeres? En su época se las bautizaba desnudas, y es por eso que habían elegido a un sacerdote viejo. Este, al tener que ver la belleza de las mujeres desnudas, se llevaba imágenes que no eran útiles para su santidad. Entonces, le rogó a San Juan Bautista que lo liberara de esas imágenes. Los años fueron pasando, y el viejo seguía inquieto. Juan el Bautista se le apareció entonces y le preguntó: “¿Quieres que te libere?”. “¡Oh, sí!”, respondió el viejo. Juan el Bautista hizo el signo de la cruz diciendo: “mala suerte”, y lo liberó. ¿Por qué mala suerte?
Porque una de las particularidades del alma es la conquista y la lucha. A menudo somos probados por tal o cual cosa para que luchemos interiormente. Esta lucha produce dos resultados:
— la conquista, en caso de éxito;
— la humildad, la posibilidad de comprender las dificultades de los demás, si no hay efecto rápido.
El mundo psíquico es muy curioso: libérese al hombre de todos sus defectos psíquicos, y ya no podrá hacer más conquistas. Porque este mundo es el de la conquista y la lucha.
¿Qué es lo que se encuentra dentro del mundo psíquico? Están los deseos, las sensaciones, las imaginaciones y los pensamientos. Uno de los mayores peligros para el mundo psíquico en nuestra época es nuestra sensibilidad. Somos demasiado sensibles. Hay además muchas personas clarividentes, o telepáticas, que sienten lo que está en el aire, o lo que los rodea.
Por un lado es una riqueza del alma; por el otro es la pérdida del hombre, ya que no puede existir en esta sensiblería psíquica. El tipo opuesto es el egoísta, que no siente nada. Tratemos de no ser de este último tipo. Pero luchemos también contra una sensiblería exagerada.
El alma experimenta; es una de sus características. Si piensa activamente, no es peligroso. Si siente conscientemente, puede equivocarse, pero tampoco es peligroso. Pero la mayoría de las veces, en nuestro psiquismo, no pensamos. No sentimos, eso se piensa en nosotros, eso se siente en nosotros. Nuestros humores son testigos de eso. De pronto, nos sentimos incómodos: “Esto así no va, Padre, ¿por qué?”. “¿Elegiste tú este sentimiento?”. “¡No!, vino solo”.
Cuando se tiene un momento en el día, y sobre todo cuando uno se acuesta, una multitud de pensamientos pasa por nuestra cabeza, sin cesar, pensamientos estériles, inquietudes, hipótesis,… Todo eso da vueltas y más vueltas, y vuelve. Aquél que ha vencido a los pensamientos es un hombre libre, dicen los athonitas. La lucha consiste, en efecto, en detener el pensamiento.
Si necesito preparar la conferencia que voy a dar, o debo arreglar mis asuntos financieros, o deseo resolver tal o cual problema, estoy ocupado con algo, pero no soy víctima. Soy normal, activo. Pero cuando ese asunto piensa en mí, cuando eso siente en mí, cuanto tengo emociones que vienen o se van y no me llevan a nada, entonces soy víctima.
Así puedo tener un sentimiento de desaliento, por herida del amor propio o por otro tipo de dificultad, y olvidé cómo vino ese sentimiento, y por qué estoy abatido. Y luego, de pronto, por otro no sé qué, puedo entrar en otra atmósfera.
Tal es el problema del alma, y eso no tiene nada que ver con el cuerpo. Porque tenemos muchos deseos que no conciernen al cuerpo y que, aún así, obligan al cuerpo. El cuerpo de un bebedor –por ejemplo– no exige tanta cantidad de alcohol; es el deseo psíquico, tan fuerte, el que obliga al cuerpo.
Entonces, hay que luchar contra los pensamientos, los deseos, las sensaciones, en tanto que eso se piensa, eso se siente, eso se desea. Y esto produce tal movimiento, tal ruido, que no podemos escuchar más, no podemos ir más lejos. Tal es la lucha espiritual que debemos encarar en el mundo psíquico.
Los filósofos piensan que hay un pensamiento puro. Se equivocan. Pensamientos y sentimientos se influencian recíprocamente. Los pensamientos están a menudo ligados a sensaciones, o a la imaginación. Si no hay un deseo, una sensación, un sacudón, no hay pensamiento. Me di cuenta de algo muy curioso: mi pensamiento comienza a trabajar muy bien, a ser constructivo, cuando estoy molesto por la estupidez de alguien. Llegado el caso, es el punto de partida de un despertar de mi pensamiento.
Las razones que despiertan el pensamiento pueden ser diferentes, según las personas. Pero no olvidemos que tienen siempre su origen en el mundo psíquico, ya que no somos hombres perfectos. Se puede decir que hay diferentes tipos de hombres, desde el punto de vista psíquico.
— Aquéllos que tienen el espíritu caliente y el corazón caliente. Son los idealistas revolucionarios, inflaman a los hombres con sus ideas, que no son exactas;
— Aquéllos que tienen el espíritu frío y el corazón frío. Son razonadores. Dicen cosas justas pero, al tener el corazón frío, matan a través de sus pensamientos bien ordenados;
— Aquéllos que tienen el corazón frío y el espíritu caliente. Son hipócritas, del tipo de me importa un bledo, pero exteriormente brillan por sus pensamientos emotivos;
— El hombre perfecto tiene el espíritu frío y el corazón caliente, lo cual es bien difícil, ya que siempre hay una circulación compleja entre sentimientos, sensaciones, pensamientos e inteligencia.
* * *
Lo primero, y lo mejor, es tener la posibilidad de detener los pensamientos. No es fácil. Hagan la siguiente experiencia: en algún momento en que eso se piensa en ustedes, intenten frenarlo. Es difícil. Para eso se aconseja fijar el pensamiento sobre un solo tema. Por eso nacieron la oración de Jesús, los mantras hindúes y las otras técnicas que podemos practicar durante un tiempo. En todos los casos, el tema sobre el cual uno se concentra debe estar lo suficientemente cerca del sentimiento como para alimentarse de él, y –al mismo tiempo– debe superarlo. En efecto, la experiencia muestra que si nos concentramos en un tema que da placer únicamente al sentimiento y, por ejemplo, yo repito el nombre de una persona amada, y pienso solamente en mi amor por ella, es fácil, pero no coordinado. Debo entonces encontrar un elemento que me ayude a concentrar el espíritu y que, al mismo tiempo, me supere y sea objetivo.
La oración de Jesús es a este efecto muy característica: Señor JesuCristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí.
Si el alma tiene una apertura hacia la penitencia, vibrará con el ten piedad de mí, pero Señor JesuCristo, Hijo de Dios, es demasiado para ella, que habría preferido: Señor, ten piedad de mí.
Contrariamente, el alma abierta interiormente a la encarnación del Cristo vibra con Señor JesuCristo, Hijo de Dios, nombre divino y humano. Y puede ser indiferente a ten piedad de mí.
He podido apreciar que cuando yo proponía la plegaria de Jesús haciendo repetir solamente Jesús, Jesús, eso embotaba el sentimiento y no concentraba el espíritu. Era demasiado fácil. Cuando se pronuncia Jesús, María, los nombres atrapan al corazón. Cuando se ama a un ser humano, se vuelve algo muy preciado. Con el nombre de Jesús es lo mismo: nos resulta cálido.
En esta plegaria: Señor JesuCristo, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mi, hay varios elementos –la penitencia, la confesión de la fe– que no atrapan únicamente al sentimiento. Pero éste puede captar una de estas cosas, y entonces nos obliga a concentrar nuestra inteligencia sobre un tema, objetivo en nosotros, que nos supere, y permita frenar los pensamientos.
Es uno de los caminos. Hay otras vías en las que se expresa la lucha del alma. Pero sin esta lucha no se puede llegar a la puerta del noûs, porque se está siempre absorbido por el mundo psíquico.
La vocación del alma es entonces la de estar en perpetua conquista. Pero en este tema podemos equivocarnos. Hemos visto en efecto que la principal característica del alma es el cambio, y hasta digamos la inestabilidad. Y sin embargo, ciertas almas son a veces tomadas por una pasión que no es cambiante, o por una idea fija, no patológica. Ciertas personas tienen así una idea muy firme sobre el mundo, la política,… Permanecen atadas a ellas toda su vida. Una dice, por ejemplo: “Pienso que Dios existe”, o que “Dios no existe”. Otra puede ser ganada por un arranque de pasión por su patria, o por una persona física… ¿Cuál es este elemento que invade de pronto el alma con tal tenacidad?
* * *
Es justamente la decadencia del espíritu, y la absolutización que se vive a nivel del alma, pero que no es el alma. Ahora bien, el psiquismo sano es relativo. El debe llegar a una cierta concentración, pero no puede tomar nada en un sentido absoluto. Si lo hace, hay confusión. Porque entonces el noûs alimenta al alma, en lugar de que el alma se eleve hacia el noûs. Y en tal caso el noûs comunica al alma categorías que no son propias a la naturaleza de ésta.
Eso genera los fanatismos y otras formas del mismo tipo, que son expresión de la caída del espíritu en el alma. En lugar de esclarecer el alma, el espíritu es entonces invadido por el psiquismo, y pone las categorías absolutas allí donde no deben estar.
Esto es una dificultad muy grande para el ser humano. Porque él es potencialmente espíritu, alma, cuerpo, pero viviendo psicosomáticamente, es decir, sin tener en cuenta la relación espíritu-alma, tiene en potencia el deseo de lo absoluto. Como no encuentra el absoluto en el espíritu, que él no distingue, transporta el poder de lo absoluto a un mundo relativo.
Esta incomprensión ha producido, entre otras cosas, una filosofía típicamente psíquica –en busca de la salud para la psique– que tuvo un gran valor, y que se llamó estoicismo. El estoicismo era en el fondo una sabiduría de hombre psíquico, o un tipo de moralismo que ignoraba totalmente al espíritu, y que sin embargo influenció fuertemente la moral cristiana. Sus preceptos eran, por ejemplo: “No hay que comer mucho, ni acelerarse demasiado; hay que observar una cierta medida en todo…”. Esto es ciertamente muy justo para el alma, pero totalmente falso para el espíritu.
Esto hace que en la moral cristiana haya un 2% del Evangelio y un 98% de todo lo que se quiera, pero que no es el Evangelio. Un día, habiéndome reunido con unos presbíteros rusos, les dije: “Ustedes son 7% ortodoxos, cristianos, y el resto son una reacción hegeliana, idealista…”.
En la moral llamada cristiana, la mayoría de nuestras reacciones no son cristianas. Son estoicas, moralistas, antiguas o romanas. Luego, con el transcurso del tiempo, se le agregan elementos germánicos u otros, un poco de Rousseau, un poco de idealismo alemán, categorías de Kant o consideraciones pragmáticas del siglo XIX. Pero nuestras reacciones raramente son evangélicas.
De las Bienaventuranzas –donde el Cristo nos da una enseñanza para llegar a la felicidad evangélica– no comprendemos gran cosa. El Cristo dice: “Si alguien te pide dinero, dáselo”. Eso no entra para nada en nuestra mentalidad. Lo mismo, cuando recibimos una bofetada –física o moralmente–, aunque no devolvamos el mal tendemos a replicar, como aquel franciscano que fue abofeteado, y que puso la otra mejilla para estar formalmente conforme al Evangelio. Recibió una segunda bofetada, y entonces dijo: “He recibido dos bofetadas, he cumplido el Evangelio, ahora puedo golpearte con mi bastón”.
Tantos otros problemas con respecto a los padres, a los los hijos, y sobre todo con respecto a nuestro psiquismo, nos permiten decir que estamos muy lejos de la visión evangélica.
* * *
Aquí se plantea el problema del alma, porque el ser humano total tiene necesidad de absoluto. Pero cuando el alma no se eleva hacia el espíritu, ella lo absorbe, captando sus cualidades de absoluto, y dando estabilidad allí donde naturalmente no la hay. Así nace la rutina, la falsa estabilidad. La mayor parte de las personas estables lo son pura y simplemente porque dieron estabilidad a algo que debe ser cambiado. “Toda mi vida he vivido con un principio”, decía una persona. Ese principio era idiota, y justamente por eso ella no debía seguirlo.
Paralelamente, hay toda una categoría de grandes pasiones. Por ejemplo, se muere por la patria. Está muy bien, pero de lo más a menudo es un énfasis que uno se da. Por supuesto que hay que amar a la patria, y morir por ella cuando sea necesario, pero no arrojarse tontamente a la muerte.
Además, es curioso comprobar que aquéllos que viven según el espíritu –como dice el apóstol Pablo–, los que sacan al alma de lo absoluto, se desempeñan mejor en todos los aspectos. Así lo han hecho grandes santos y monjes en un plano práctico. Ellos construyen monasterios. Respecto de la gente, saben amar, no demasiado, pero lo suficiente. Pero nosotros amamos, o demasiado, o no lo suficiente. Ahora bien, el amor psíquico no tiene el derecho de ser absoluto, primariamente porque atropella, al no respetar la libertad, y luego porque si es absoluto, es falso.
En efecto, el alma es múltiple. Los sentimientos vienen, se van. Lloramos, estamos abatidos o gozosos, sin saber por qué. En ese sentido somos lunáticos. Además, el símbolo del alma es la luna, y el símbolo del espíritu es el sol.
Pero esta inestabilidad del alma puede ser creadora. Si tomamos un elemento del alma –pensamiento o sentimiento–, y si el espíritu no lo vuelve absoluto, sino que, al contrario, alimenta al alma –como dinamismo, como conciencia– entonces todas las esperanzas están permitidas. Por otra parte, todas las obras de arte son psíquicas, la cultura humana viene del psiquismo. Las creaciones humanas son a menudo admirables si tienen esta cualidad de la psique cambiante, si han aprovechado del cambio para crear, y si –por otra parte– ya tienen una acción del noûs.
Entonces, para descubrir al noûs en nosotros como cosa autónoma, existente, no suprimamos ni los cambios del alma ni las fluctuaciones de los sentimientos, porque son justos. Tomémoslos como si estuviéramos más allá de esos sentimientos, participando de ellos.
Cuando el Cristo decía: “Mi alma está triste hasta la muerte”, su espíritu no estaba triste. Pero si hubiese dicho Yo estoy triste hasta la muerte, habría englobado a su espíritu.
De esta manera, no podemos frenar en nuestra alma los sentimientos cambiantes, tal vez pesados. Pero podemos decir Mi alma está abatida, en lugar de Yo estoy abatido, y Estos no son mis pensamientos en lugar de Son pensamientos que invaden mi alma”.
Debemos aprender a objetivar, a echar a los pensamientos, ponerlos fuera de nosotros, y a buscar más allá de esta alma rica, de esta psique cambiante, algo que no es de esta naturaleza, pero que la supera, que es el espíritu.
CAPITULO V
Las aptitudes del “noûs”
El noûs escucha: él es obediencia. Al primer contacto el noûs escucha, mientras que el alma es charlatana. Esta escucha no significa que sea pasivo, ya que él también acciona. Pero cuando entramos en nuestro espíritu somos liberados, no tenemos más prejuicios, estamos en estado de receptividad, de escucha.
¿Qué escucha el noûs? ¿Lo que pasa en el alma, en el mundo? ¡No!, él está allí para escuchar a Dios; esto es lo esencial. Pero si él no está vuelto hacia Dios, inevitablemente se ha vuelto hacia el alma. La contamina, y el alma está turbada por el espíritu, por su absolutismo. A su vez, con fuerza y potencia, ella se vuelva hacia el cuerpo, hacia los excesos, las pasiones, los crímenes… Y el cuerpo se vuelve hacia la nada, la muerte, porque no tiene a nadie más.
San Isaac el Sirio, a propósito del noûs, dice esta frase admirable: “Acostumbra a tu noûs a impregnarse siempre de los misterios de la salvación del Cristo”. El propone así empapar al espíritu en los misterios: escuchar, contemplar. No se trata sólo de reflexiones intelectuales sobre los misterios de la salvación del Cristo, sobre su encarnación.
Se puede también empapar al espíritu en el misterio de la Trinidad, pero es normal empezar por los misterios de nuestra salvación. El agrega: “Pero no pidas para ti mismo el conocimiento y la contemplación, que en su tiempo y en su lugar sobrepasan la expresión de toda palabra humana”.
En efecto, si empezamos a pedir el conocimiento de los misterios y la contemplación, descenderemos a nuestra psique inquieta, proyectaremos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos no verificados, en el misterio de la salvación.
Aquí hay abnegación, espera, paciencia, ignorancia buscada. “No desees, no pidas para ti mismo el conocimento y la contemplación”. Cada vez que el ser humano ha recibido en la paz una cierta revelación, inmediatamente desciende a un plano inferior, y sus sentimientos empiezan a funcionar. Entonces mezcla elementos psíquicos y elementos espirituales, no escucha más, y comienza a ser un charlatán.
Debemos dejarnos un tiempo para el conocimiento y la contemplación, “que, en su tiempo y en su lugar, sobrepasan la expresión de toda palabra humana”. Porque la contemplación del espíritu supera a las palabras humanas. Si él las usa es sólo para encarnar, para dar lo que ha vivido en conocimientos, en expresiones, que no se corresponden con el 100% de lo que ha sentido.
San Isaac prosigue: “No te relajes en el cumplimiento de los mandamientos y de los esfuerzos para alcanzar la pureza”. ¡Hay un problema en el tema de los mandamientos! A menudo nos parecen incomprensibles, o duros, y no corresponden para nada a nuestra persona.
Sin embargo, experimentalmente, si empezamos a cumplirlos como el Cristo nos lo enseñó, aún aquéllos que nos parecen incomprensibles o difíciles, si los cumplimos voluntariamente aunque no nos guste, si entramos en esta lucha, habituamos al alma a cumplirlos.
Porque los mandamientos se dirigen al alma. La purifican en el sentido de darle la posibilidad de vivir en el espíritu. Los mandamientos del Evangelio son tal vez muy desagradables, porque no son para nada apropiados a nosotros. Amar al vecino, es fácil. Amar al enemigo, o a alguien que nos molesta, ya es más difícil. Admitamos que podemos llegar voluntariamente a no odiarlo, pero eso todavía no es el amor.
Entonces, ¿cómo llegar a amar a alguien que nos ha hecho daño? ¿Dónde se juega la lucha? La lucha consiste en descubrir en nuestra alma todos los movimientos que no están conformes al amor.
No tenemos espontáneamente el amor positivo. Pero cuando suprimimos todos nuestros estados de alma negativos –irritación, tristeza, abatimiento– conquistamos una cierta pureza. No hemos llegado todavía al amor positivo, ya que sólo el espíritu puede hacerlo. El alma no puede amar a los enemigos, porque es una psique. Ella vive por reacciones exteriores. Ella es como el cuerpo, que siente frío si hace frío, y calor si hace calor. El alma es de la misma categoría. Si le hacen mal se siente mal, si le dan placer siente placer. Mientras que el espíritu no está condicionado por las cosas exteriores.
¿Cómo podemos entonces amar al enemigo que nos traicionó? Ciertamente, el alma siente esas impresiones negativas, pero la lucha del alma puede existir, y ella puede suprimirlas sin buscar lo positivo, sin esperar nada a cambio. Ya que el amor en sí mismo es un acto positivo: es la irradiación de un ser.
Por supuesto, se puede afirmar: “Te amo, te amo”; la autosugestión puede ayudar, pero también nos deja ciegos. Muchos antropósofos y teósofos elogian este tipo de métodos. Incluso llega a suceder que aquéllos que los aplican parecen luminosos, aparentemente resplandecientes, pero al profundizar nos percatamos de que su fulgor es sólo un barniz. Su alma no ha cambiado. Tales seres se quiebran en un momento dado, o se vuelven insensibles a sus propios defectos.
Una persona que se autosugestiona diciendo, por ejemplo: “Yo amo, todo es luz, todos ustedes son mis hermanos,…”, es a menudo simpática, luminosa, pero no vive en su interior. Al contrario, vive en una exteriorización un poco artificial. La luz y la caridad que manifiesta hacen pensar en la diferencia que hay entre una lámpara y el sol. Esta persona es como una lámpara eléctrica que se ha encendido. Pero el amor no es algo que pueda nacer cuando no es real.
* * *
La lucha del alma consiste entonces en descubrir en uno mismo todos los elementos que contradicen al amor. Tomemos el admirable pasaje del apóstol Pablo llamado “Himno al Amor” (1 Cor 13, 1-13), donde él dice: “El amor no busca una respuesta para sí”. Ah, si yo busco, no es todavía el amor verdadero, dinámico, transformador.
Hay una paradoja en el Himno al Amor. Platón, recordarán ustedes, evocaba la tríada belleza-verdad-bondad. Pues bien, para San Pablo, aquél que tiene un lenguaje angélico pero no tiene todavía el amor es semejante a unos címbalos sonoros y vacíos. Es decir que aún la belleza más grande, el lenguaje angélico o la armonía de las esferas, no son nada si no hay este amor auténtico.
Pablo continúa diciendo: “Aquél que tiene conocimiento de los misterios, que tiene la fe para mover montañas, pero no tiene amor, no es nada”. Y agrega la cosa más paradojal: “Si alguien da su cuerpo para ser quemado, y se sacrifica por otro, pero no tiene amor, eso no sirve de nada”.
Está claro aquí que el trabajo de purificación del alma consiste en eliminar en ella los movimientos que contradicen al amor. Estos movimientos son las oposiciones que encontramos cuando intentamos seguir los mandamientos del Cristo: amar a un enemigo, por ejemplo.
San Isaac habla entonces de “los esfuerzos para alcanzar la pureza”. ¿De qué pureza se trata? Se trata de expulsar de nosotros esas sensaciones mezcladas que son la duda, la tristeza, la desesperanza… Hay que purificar el alma de estos sentimientos múltiples, que envenenan nuestro ser y nuestros sentimientos verdaderos. El agrega: “Ruega a Dios, en cada una de tus plegarias, tan ardientes como la llama, el don de aflicción que El puso en el corazón de los apóstoles, de los mártires y de los Padres de la Iglesia”.
Cuando hayamos emprendido esta lucha contra las pequeñas cosas que nos roen, cuando hayamos alcanzado una cierta abnegación, una cierta pureza, entonces –dice– pidamos ardientemente y con fuego el don de aflicción.
¿Por qué el don de aflicción? Porque si el alma purificada no pide inmediatamente a Dios la aflicción de sentirse pecador, ella se cierra al espíritu. Se torna satisfecha de su propia pureza. El hombre se siente entonces puro, perfecto, y en realidad no es nada de eso. Porque, ¿de qué sirve la pureza si no hay vida? Era negativo, y no tiene más odio. Tiene todos los elementos para ser no-psíquico, es verdad, pero lo no-psíquico no es todavía espiritual.
Entramos realmente en la vida espiritual, encontramos nuestro noûs, si pedimos a Dios la aflicción. El corazón entonces está contrito, y el alma purificada es como un corazón contrito. El alma gime delante de Dios. Pero eso es un don.
La pureza puede perdernos. Sin aflicción, en efecto, ella cierra toda posibilidad de elevarse. Es por ello que dice San Isaac: “Ruega a Dios en cada una de tus plegarias, tan ardientes como la llama, el don de esta aflicción santa”.
Esto es un pasaje esencial en la vida espiritual. Perfección psíquica, nada de pasión, todo es medido…, ¿han llegado a eso? ¡No! Ustedes están en peligro si no tienen la aflicción. Porque esta pureza del alma les da la satisfacción, y en ese estado no tienen necesidad de nada, y mueren.
Entonces Dios, en su bondad, los vuelve a sumergir en la impureza, hasta que sientan ese estado singular, la aflicción, ese gemido hasta las lágrimas: “Señor, ten piedad de mi”, que es un don.
Hay que precisar aquí que cuando el hombre llora por una falta que ha cometido, de lo más a menudo está llorando por su amor propio. “¿Cómo pude yo cometer esa falta?”. De allí esta respuesta de un confesor: “¿Sólo ésa?”
Una anécdota española sobre este tema dice así: “He matado”, dice un penitente. “¿Cuántas veces?”, responde el presbítero. Eso expresa que nuestra aflicción está a menudo delante de nuestro amor propio, y raramente delante de Dios. “¿Cómo yo, un cristiano…?”. Es un culto del amor propio.
Pero la aflicción real es un don “que Dios puso en el corazón de los apóstoles, de los mártires y de los Padres de la Iglesia”. En este sentido, el alma pura es como un cristal, pero para entrar en el espíritu la tierra debe ser fértil, ya que el espíritu es la vida.
Es por esta razón que se puede constatar esta paradoja: los pecadores alcanzan tal vez más fácilmente el espíritu que los virtuosos. No es que la virtud sea mala en sí, sino que sin aflicción, sin penetración hacia Dios, es una cúpula cerrada. El virtuoso sin aflicción está encerrado en sí mismo, mientras que el pecador siente su debilidad. Por eso, una mujer pública, que se sabe pecadora, es más escuchada por Dios que una dama de caridad. Porque esta última realiza buenas obras, tiene buenos sentimientos, es íntegra,…, pero está muerta.
Para entrar en el espíritu, hace falta entonces purificar el alma, y saber que esta purificación presenta ciertos peligros. “El primero de los misterios es la pureza que se obtiene por el cumplimiento de los mandamientos”. Esta pureza pasa, en efecto, por la purificación necesaria de todas nuestras reflexiones lógicas, sentimentales, psíquicas.
* * *
San Isaac prosigue: “Acostumbra a tu noûs, pero no pidas para ti el conocimiento ni la contemplación”, y “La verdadera contemplación es la del noûs que entra en éxtasis, que concibe lo que ha sido y lo que será”.
“Es el conocimiento del espíritu, cuyo éxtasis se opera por el misterio de la salvación de Dios, y delante del cual se revela la gloria divina y la creación del mundo nuevo. El corazón se resquebraja entonces de contrición y se renueva, nace como un recién nacido. Y el hombre se alimenta en el Cristo de la leche de sus mandamientos espirituales hasta entonces desconocidos para él.
“Se despoja del mal, alcanza los misterios del espíritu puro, las revelaciones del conocimiento que él va escalando por grados, subiendo así de contemplación en contemplación, de concepción en concepción, y se instruye y se fortifica misteriosamente.
“Así se va elevando poco a poco hasta el amor supremo, para unirse en la esperanza, llenarse de gozo y llegar a Dios, coronado de la gloria natural en la cual él fue creado”.
El conocimiento
y la contemplación del “noûs”
Analicemos el pasaje que acabamos de citar. El exige, en efecto, algunos comentarios para comprender lo que son el conocimiento y la contemplación del noûs. “La verdadera contemplación es la del noûs que entra en éxtasis…”. La palabra éxtasis es indispensable para comprender. Entrar en éxtasis es salirse de uno mismo.
El hombre sale no sólo de su yo, sino de su propio terreno. Estar en éxtasis no tiene nada que ver con gritar, hacer gestos, pronunciar un discurso exaltado. ¿Qué sucede?
Cuando ustedes han descubierto el noûs, se ven de pronto arrancados de ustedes mismos, como el profeta que es arrastrado por los cabellos y llevado a otro lugar. Ya no se pertenecen más a ustedes mismos. Están en éxtasis, es decir, fuera de todo lo que les es habitual, de su manera de pensar, de sentir, de ser…“. Entrado en éxtasis, el noûs concibe lo que ha sido y lo que será…”. Esta es la particularidad del conocimiento del noûs, que no es ni analítica, ni deductiva, ni sintética, ni intuitiva.
No hay que confundir intuición con conocimiento espiritual. En la intuición uno presiente, da un salto. En el conocimiento del noûs se capta en su totalidad, espontáneamente, el pasado y el presente, lo que fue y lo que será. No es una adivinación como la de un hombre que prevé el futuro, forma muy débil del conocimiento. El conocimiento del noûs no concierne ni a la intuición ni a la previsión del futuro. Antes que nada, el noûs se abre a un pensamiento inexpresable. Luego él puede espontáneamente expresar con palabras el todo y las partes, el presente, el pasado y el futuro, la síntesis y el análisis. El no es nunca uno solo, es la plenitud y la totalidad.
Un día, en la tumba de San Nectario (en Egina, Grecia) tuve una revelación. Duró tres segundos –o tres minutos–, pero si tuviera que escribirla abarcaría tres o cuatro volúmenes. Además, me sería muy dificultoso precisar una sucesión, un orden, porque se trató a la vez de acontecimientos del pasado y de otros que debían ocurrir.
En concreto, se trató de una captación espontánea, sin confusión, con una extrema claridad. He aquí, por otra parte, porqué una de las características del noûs es la luz.
El conocimiento espiritual no tiene pues nada que ver con el conocimiento metafísico, filosófico, intuitivo o imaginario. Capta la realidad tal como es, en su espontaneidad y su multiplicidad. En éxtasis, el noûs concibe lo que ha sido y lo que será.
“… Es el conocimiento del espíritu cuyo éxtasis se opera por el misterio de la salvación de Dios…”. Este nuevo conocimiento es justamente único. Se produce en nosotros, no por nuestro esfuerzo, sino por el misterio de la salvación de Dios, por esta luz, por esta iluminación, esta transformación que trajo el Cristo (”Yo soy la Luz del mundo”), porque el noûs no vive más que por Dios.
El noûs no puede ser alimentado ni por el cosmos ni por ninguna otra cosa. Es el misterio de la salvación de Dios que opera en el éxtasis, este nuevo y único conocimiento. No hay palabra, en francés (ni en castellanoNT) para expresar el conocimiento del noûs.
Según el idioma, el conocimiento siempre es conceptual. Ahora bien, el conocimiento del noûs está más cerca de la visión, porque el noûs es espectador de cosas que no son él mismo. El noûs ve cosas, no como un visionario que ve imágenes, o un sueño, sino que las ve espontáneamente tal como ellas son. Es muy difícil encontrar las palabras exactas.
“… Y delante del cual (el misterio de la salvación de Dios) se revela la gloria divina y la creación del mundo nuevo…”. ¿Qué es lo que se revela? No la tragedia del mundo ni las leyes que lo rigen, sino la gloria divina, la potencia, el esplendor, la magnificencia divina y la creación del mundo nuevo.
Una de las características del noûs es que es atraído ante todo por el esplendor de Dios y por el esplendor del mundo renovado o glorificado; no es atraído sólo por uno de ellos, sino por los dos. Contempla la Creación, no como la vemos ahora, sino en su perfección y su belleza. En eso el hombre es restaurado, ya que ¿dónde está su mayor desequilibrio?
El ve, siente, estudia, conoce con pesadez el mundo no transfigurado, es decir las zonas trágicas, duras, desconocidas, de nuestro mundo psicológico, histórico, corporal. ¡Y no ve que el mundo nuevo y transfigurado es la gloria divina!
El hombre equilibrado debería ver el mundo como un vaso que contiene agua y aceite: abajo, el mundo en su tragedia, arriba, en su transfiguración.
Si en este momento nos sintiéramos como el aceite en el agua, seríamos casi santos, pero –en general, y en nuestra experiencia– no tenemos ni siquiera el gusto del aceite, y en el fondo no vemos realmente las cosas.
Cuando el apóstol Pablo dice que todos los sufrimientos del mundo no son nada frente a lo que nos espera, eso nos parece cruel. Y cuando yo veo un hombre simpático, activo, ¡no veo ni la nueva criatura ni la gloria de Dios en él!
Acuérdense de aquel monje que se prosternó delante de un representante soviético. Este último le dijo: “¡Pero levántate hombre, tú no debes prosternarte ante mí!”. Y el monje respondió: “No es ante ti, representante de Rusia, que me prosterno, sino ante Dios que resplandece en ti”. El otro dijo: “Yo no creo en Dios”. “Es tu problema –replicó el monje–, pero Dios está en ti”. Esta historia nos hace entrever la diferencia que hay entre un hombre psíquico y y un hombre espiritual.
El hombre psíquico es incapaz de ver ya la gloria divina y el mundo transfigurado. No está sobre el monte Tabor, sino en el llano con el poseído al que no se puede curar. El hombre espiritual ve el llano desde lo alto del monte.
El psíquico no puede ver al espiritual, pero el espiritual ve al psíquico, ve todo el sufrimiento, la tragedia, y se compadece. Porque el noûs ve espontáneamente todo transfigurado y esplendoroso. De vez en cuando nosotros tenemos visiones de ese tipo, pero son fugitivas. Mientras que aquél que vive en el noûs vive en este esplendor del mundo tal como es, ya que el mundo que nosotros vivimos no es tal como lo vemos. Este mundo está desviado, es una herida del pecado.
Esta es la razón por la cual en las iglesias orientales y occidentales tradicionales se expone el icono del Cristo en gloria. En efecto, en el Cristo en gloria, Dios nos recuerda simbólicamente, sacramentalmente, al Cristo glorioso con los cuatro vivientes, y al hombre glorioso, la naturaleza.
* * *
¿Qué es la gloria divina? Es la presencia de Dios, la luz divina, el esplendor, la belleza. La bondad es útil porque hay desgraciados, la verdad es útil porque queremos conocer, pero la belleza es eterna. La belleza, curiosamente, no tiene valor hoy en día en la religión. Y sin embargo el sentido de la religión es la belleza. Cuando Dios creó el mundo, dijo: ¡Qué bello es!
El amor, con la belleza, son lo único que finalmente queda. El amor es un sentimiento, pero la naturaleza y Dios mismo viven en la belleza. Viven en la luz inaccesible.
La luz no es sólo para enseñarnos, o esclarecer nuestro camino. Es una luz inaccesible que es esplendor y belleza. “El Señor está revestido de belleza, de magnificencia”. El noûs contempla ante todo la belleza de la manifestacion divina, y luego el mundo nuevo.
Cuando se ha visto la belleza divina tanto como se la pueda soportar, cuando se ha visto el mundo nuevo, cuando el mundo de la chatura, con fealdad y sufrimiento, comienza a estar bajo nuestros pies, y no sobre nuestra cabeza, ¿qué sucede en el hombre? En esta belleza, su corazón se quiebra de contrición. ¿Qué quiere decir esto?
Cuando contemplamos la fealdad del mundo podemos sufrir, indignarnos, compadecernos, pero nuestro corazón no está ni destrozado ni contrito. Pero en esta belleza divina, el corazón se quiebra porque siente la misericordia de Dios. Más se la siente –fuera de sí– a esta misericordia divina, más se llora por los propios pecados. Cuanto más se siente el alejamiento de Dios, o de su justicia, más se es rebelde, indiferente o calculador, pero el corazón no está destrozado.
Aquí, “… El corazón se quiebra de contrición”, y en este nuevo y extraño sufrimiento, “El se renueva, tal como un recién nacido”. Es, en efecto, un nuevo nacimiento.
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“El hombre se alimenta en el Cristo de la leche de sus mandamientos espirituales, hasta entonces desconocidos”. ¡Admirable frase de Isaac el Sirio! ¿Conocemos los mandamientos del Cristo? ¡No! Podemos enumerarlos, pero no los conocemos. Lo hemos visto en lo que se refiere al amor a los enemigos, no amamos a nuestro prójimo, ni siquiera nos amamos a nosotros mismos. Pero cuando se ha visto la gloria divina, cuando el noûs se ha abierto, cuando el corazón se ha destrozado, uno puede empezar a alimentarse de la leche de los mandamientos espirituales hasta entonces desconocidos.
Eso nos lleva a esta verdad profunda, auténtica pero olvidada, de que los mandamientos del Cristo, el Evangelio, se descubren poco a poco. Después de dos mil años de cristianismo, todavía no conocemos el Evangelio. Sólo algunos lo logran en la tierra, y sólo ellos comienzan a beber la leche de los mandamientos hasta entonces desconocidos.
Todos los demás, seamos claros, balbuceamos ante los misterios de la Revelación y ante la enseñanza de la Iglesia. Lo que poseemos es inmenso, pero todavía queda un camino infinito a recorrer para cada uno de nosotros.
“… El se despoja del mal, alcanza los misterios del espíritu puro, las revelaciones del conocimiento al que llega gradualmente, pasando así de contemplación en contemplación, de concepción en concepción, y se instruye y fortifica misteriosamente”. San Isaac nos dice: “El se despoja del mal como de un manto viejo”. En efecto, desde ese momento, el mal no tiene más influencia sobre el hombre.
Desde que hemos recibido esta visión total, espontánea, desde que hemos entrado en comunión con el conocimiento espiritual, divino, ya no hay interrupción: ¡aquí está el verdadero progreso! Y siempre, cada vez más, de escalón en escalón, de descubrimiento en descubrimiento, de iluminacion en iluminación, el camino no tiene fin porque se enriquece a cada instante.
Sin esta luz en las tinieblas del ser humano, este progreso no existe. Hay altibajos, idas y vueltas sobre el mismo tema, algunas aventuras aquí y allá, pero la vida se vuelve monótona, y a menudo el hombre se aburre. En tanto que en la vida espiritual auténtica la renovación es permanente. Es un poco como el primer amor o como la primera sonrisa, que no se termina. El noûs comienza por el conocimiento, por esa superación de todo en el éxtasis, cuando el hombre sale de sí mismo y encuentra el esplendor de lo creado y de lo increado.
Pero todo lleva hacia el amor.
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“… De este modo él se eleva poco a poco hasta el amor supremo para unirse en la esperanza, colmarse de gozo y llegar a Dios”. El amor es la única conquista real. San Juan Climaco ubicaba al amor en el 33º grado.
Se da por sentado que se deben amar los unos a los otros, y que se debe amar a Dios. “Ama a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu”, dice el mandamiento. Pero no se ama a Dios. Y “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. No se ama al prójimo. Sin embargo, sobre estos dos mandamientos que la ley y los profetas manifiestan, el mundo entero está potencialmente suspendido como meta.
El mundo existe porque debe conquistar el amor absoluto de Dios y el amor absoluto del prójimo. Son estos mandamientos-programas los que nos impulsan a progresar, pero todavía no alcanzamos la meta. Sólo la Virgen María amaba a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todo su pensamiento.
Ni siquiera los santos amaban a Dios. Y nosotros no estamos cerca de amar a Dios con toda nuestra alma, con todo nuestro pensamiento. Pero poco a poco, por este amor, ascendiendo de contemplación en contemplación, alimentándose de este nuevo conocimiento, el hombre se instruye y se fortifica misteriosamente. Y alcanza por fin esta unión del noûs con Dios.
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Entonces el hombre es “… coronado de la gloria natural en la que ha sido creado”. La última palabra, el último estadio, no es Dios, sino la gloria natural del hombre, de la Creación, en la cual fue creado, pensado por Dios; es el mundo transfigurado.
Es al unirse a Dios, al alcanzar el amor supremo, que el hombre reencuentra su gloria natural, esa gloria en la que él debe estar, donde está, en el pensamiento divino. Es la restauración del hombre.
¡Creemos que se trata de un milagro, pero es el camino natural del hombre! Es más bien la ausencia de este milagro lo que es sorprendente, ya que el hombre fue creado para caminar sobre las aguas, para curar a los enfermos, y no para que él mismo esté enfermo. Debía ir hacia las otras esferas, llevado por el Espíritu, y no por la ayuda de instrumentos ni de técnicas. Si no se compromete por este camino, es porque algo se quebró en él.
Cuando el Cristo hace milagros, muestra su divinidad. El hombre debería ser atrapado por esta divinidad. Porque el Cristo restaura al hombre tal como éste debe ser, tal como es. Se habla de progreso instrumental. Es cierto, están la rueda, los carros, el caballo, el avión supersónico. Pero si el hombre fuese natural, se desplazaría naturalmente. Así actuaría el hombre normal si no hubiera habido pecado.
El instrumento es el sucedáneo del noûs. Al no poder atravesar el río a pie desnudo, el hombre construyó canoas, barcos. Al no poder subir al cielo, creó los aviones, los globos. Todo ese progreso mecánico ofrece iconos de lo que hemos perdido.
No es que el progreso instrumental mate obligatoriamente a nuestro noûs, pero lo reemplaza defectuosamente. Y de esa forma el hombre no es normal, no progresa. Aunque yo tome un avión, eso no hace que forzosamente progrese en cuanto hombre.
Podemos desplazarnos en el pensamiento, tenemos también otras capacidades humanas. Pero aquí notemos bien esto que es extraordinario: “En este amor supremo para unirse en la esperanza, llenarse de gozo y alcanzar a Dios, coronado de la gloria…”, ¿divina? No: gloria natural, en la cual el hombre fue creado.
El “noûs” y la psique
El problema del espíritu del hombre es difícil, ya que debe tocar el lado práctico e inmediato de nuestra vida. Es importante aquí marcar bien la distinción entre el espíritu, el noûs y el alma, o psique. En esta distinción podrá parecer que voy a hablar de la psique como si estuviera marcada por el pecado y desfalleciente. No se trata de nada de eso.
La psique tiene su justo lugar, pero en el combate espiritual, para que el noûs se despierte verdaderamente en nosotros, y para que la distinción entre el espíritu y el alma sea clara, debemos a veces llevar adelante una dialéctica violenta. Pablo dice: “Lo psíquico es una cosa, lo neumático o espiritual es otra cosa”. “El primer Adán era psíquico, el segundo Adán es espiritual”.
Entonces, para que el ser humano encuentre en sí la armonía y restablezca la jerarquía de sus valores: cuerpo, alma, espíritu, San Pablo elige un lenguaje que puede parecer dualista, maniqueo o platónico. Hace surgir la animosidad entre el espíritu y la carne. “Vivir según el espíritu, y no según la carne”, tal es nuestra plegaria paulina después de la post-comunión del diácono.
Ahora bien, esta expresión opone violentamente psique y espíritu. Esta oposición no es ontológica, sino dialéctica y soteriológica. El hombre creado por Dios tiene una jerarquía: el cuerpo debe estar sometido al alma, el alma al espíritu, y el espíritu debe alimentarse de Dios. Ahora bien, el pecado trajo desequilibrio e inversión de los valores en el sentido de la jerarquía. Se trata entonces de reencontrar la armonía inicial, lo que implica una vuelta atrás, una conversión en uno mismo.
Para llevar a cabo esta metanoia hay que aplicarse violencia, y sólo cuando el hombre haya sido transfigurado, cuando esté en su esplendor, después de la resurrección, él reencontrará en sí estos tres componentes, no solamente armonizados y unidos, sino iguales.
Es un gran misterio que el Cristo haya tomado la carne para situarla por encima de los ángeles. La materia estará por encima de los querubines y los serafines, a la derecha del Padre. Ella será igual al mundo espiritual. Pero esta igualdad de valor entre la carne, el alma y el espíritu no se realizará más que en el mundo transfigurado.
Conquistar este equilibrio en la adquisición del Espíritu Santo implica una lucha tal vez violenta. Debemos darle menos importancia al cuerpo, que ha ocupado demasiado lugar porque vivimos demasiado según la carne y según la psique, y no según el espíritu. El espíritu ha sido englobado por la psique que reina en nosotros. Hay que restituirle su lugar legítimo, su dominación amante sobre el ser humano.
Esta conquista pasa por la lucha, la ascesis, y recién cuando el espíritu haya recuperado su potencia, su luz para esclarecer nuestro ser, podremos –y deberemos– volver con ternura hacia nuestra psique. Ya que “si sois según el espíritu, estáis por encima de las leyes”.
La conciencia y los frutos del espíritu
La epístola de San Pablo a los Gálatas es uno de los caminos posibles para encontrar la conciencia del espíritu, y permitirle ser el señor de la casa. Por una parte la epístola dice: la carne va contra el espíritu, y por otra, el espíritu va contra la carne. Ya hemos visto en qué sentido hay que comprender esta oposición. Sin seguir a la gente simple e intelectualmente inexperta que casi veía en San Pablo una influencia del dualismo platónico, o hasta maniqueo, no hay que ver una contradicción entre “el Verbo se hizo carne” por un lado, y “la carne que lucha contra el espíritu” por el otro.
En efecto, la palabra carne está tomada aquí en dos contextos diferentes: “El Verbo se hizo carne” para justificar la carne y elevarla, ya que en sí misma la carne es buena, y –al mismo tiempo– la lucha para restaurar en nosotros el paraíso perdido, ya que “la carne lucha contra el espíritu” por sus deseos. El término carne engloba aquí al cuerpo y la psique, y más a la psique que a la materia, ya que está el deseo. Y Pablo continúa: “La carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne”. Vayamos a lo esencial. San Pablo prosigue: “Si es el Espíritu el que os conduce, ya no estáis bajo la ley. Pero las obras de la carne son manifiestas; son la impudicia, la impureza, la disolución, la idolatría, la magia, las enemistades, las querellas, los celos, las animosidades, las disputas, las divisiones, las sectas, la envidia, la ebriedad, los excesos de la mesa, y cosas semejante s”.
Es interesante notar que esta enumeración de los deseos de la carne misma, y de los de la psique, está hecha sin ningún ordenamiento. Porque este mundo es caótico, y cuando se quiere hacer la lista de los pecados mortales, su enumeración es siempre más o menos ficticia, ya que no se puede pedir a todo ese desorden que tenga un orden.
Pablo continúa: “Os digo de antemano, como ya lo he dicho, que aquéllos que cometan tales cosas no heredarán el reino de Dios.
“Pero el fruto del Espíritu es el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la fidelidad, la dulzura, la templanza; la ley no está contra esas cosas.
“Aquéllos que están con JesuCristo han crucificado la carne, con sus pasiones y sus deseos.
“Si vivimos por el Espíritu, caminemos también según el Espíritu.
“No busquemos una gloria vana provocándonos unos a otros, dándonos envidia unos a otros”.
Llevemos nuestra atención sobre los frutos del Espíritu. Aquí no hay ningún desorden. Pablo enuncia nueve frutos, porque el número nueve expresa los círculos angélicos, y en el Espíritu hay este ordenamiento, estas taxis. Estos nueve frutos se ordenan en tres tríadas:
— amor, gozo, paz;
— paciencia, bondad, benignidad;
— fidelidad, dulzura, templanza,
yendo de lo esencial, de lo más elevado –el amor– hacia lo más exterior, a la templanza, o dignidad.
De estos nueve frutos del Espíritu no deseo retener más que los tres primeros: amor, gozo, paz, que corresponden a los tres círculos angélicos más elevados: serafines, querubines y tronos. Paz, estabilidad, trono, es la misma noción. La sabiduría corresponde al gozo y el amor: es el fuego de los serafines. Si estamos dirigidos de manera permanente por el amor, el gozo, la paz, hemos descubierto al Espíritu.
Pero sucede a menudo, y es interesante, que nuestra alma no tenga en ella paz-gozo-amor. El alma está entonces preocupada, inquieta, turbada por los acontecimientos del mundo exterior, ya que es influenciable, dependiente del espíritu, del cuerpo, de lo exterior, y no tiene la paz.
La paz
La inquietud es un sentimiento opuesto a la paz interior. Cuando la descubrimos en nuestra alma, y estamos preocupados, incómodos, cuando el alma no está pacificada, es el momento propicio para descubrir el espíritu, ya que el espíritu es paz.
Debemos saber, desde ese momento, que detrás de nuestra agitación –más en lo profundo– está en nosotros la paz. Hay que descender a este recinto secreto e íntimo, a aquello que es verdaderamente esotérico.
La palabra esotérico es empleada dos veces en la Biblia, y las dos veces en un sentido extremadamente curioso.
— Una vez, cuando David está en la gruta. Afuera ve a Saúl que se agita, pero no lo mata, haciéndole comprender porqué. Eso quiere decir que hay dos grutas, dos recintos, en la profundidad. En el primero, más superficial, está Saúl con sus inquietudes. En el segundo, más profundo, está David, que representa al espíritu. David tiene prácticamente la posibilidad de matar a Saúl. Pero no lo mata, deja su espada y sale al exterior, apoyándose sobre el interior esotérico.
— Otra vez, la palabra esotérico está empleada en la epístola a los Hebreos, cuando el Cristo pasa detrás del velo, en el Santo de los Santos. El entra en el interior.
De este modo, cuando estamos agitados, preocupados, insomnes, víctimas de todas las formas de la intranquilidad, es el momento de comenzar la lucha, de ir a lo profundo, allí donde reina la paz.
Uno se encuentra entonces entre dos sentimientos opuestos: espíritu-carne, neuma-psique; interiormente pacífico y –por el contrario– agitado, turbado en el alma.
Este estado no es malo en sí. Podría ser peor, y ocultar totalmente la paz. Es lo que puede suceder, por ejemplo, a causa de una imaginación positiva y exaltada. Y un alma exaltada, llena de celo, no sólo tiene perturbaciones anti-paz negativas, sino que también puede tener un impulso positivo anti-paz. Porque la exaltación, como las inquietudes, pertenece al dominio de lo psíquico inestable, y –como ellas– está determinada por fenómenos exteriores.
La lucha que comienza por la paz es muy potente. Hay que encontrar un punto de esta paz, de ese trono interior sobre el cual reside el Espíritu Santo y la Divina Trinidad en nosotros. A través de las olas de nuestra agitación, debemos encontrar ese punto de referencia interior. Cuando lo hallamos, vemos que está ubicado físicamente en el corazón. Ya que es en este recinto íntimo, cerca del corazón, donde reside la paz.
Poco a poco, debemos agrandar esta paz durante algunos segundos, minutos u horas, y concentrarnos en ella. Al crecer la paz, habrá todavía agitación, por cierto, pero será menos intensa, y no se apoderará más de todo nuestro ser.
Tal es entonces la primera lucha, que es permanente. Y si Dios envía una multitud de pruebas para nuestra psique, es precisamente para que nuestra hipóstasis –nuestra conciencia– luche, en la oración, analizando lo que pasa en el alma a fin de eliminar todos esos elementos anti-paz.
El Cristo dice: “Les doy la paz, no como el mundo la da, Yo os la doy”. Se trata de la paz del espíritu, primer término de la tríada.
El gozo
Las agitaciones que quedan, a pesar de la paz, producen en nosotros abatimiento, angustia, tristeza, desgaste del alma, todo lo que es opuesto al gozo. Ellas pueden incluso socavar toda esperanza, o bien ponernos frente a ciertos compromisos. Sería prudente poner de manifiesto aquí ciertas trampas.
Un hombre angustiado, por ejemplo, triste o melancólico, puede decirse a sí mismo: ya es suficiente, y abandonarse a la bebida o a cualquier otro exceso, en busca de un sucedáneo del gozo o de equilibrio exterior. Ahora bien, en la iglesia nosotros cantamos este estado de angustia: “Las angustias de mi alma se acrecientan…”, precisamente porque esas angustias deben permitirnos entrar en el recinto interior para encontrar en él la paz, y descubrir detrás de ese refugio el verdadero gozo que no tiene nada que ver con los sucesos exteriores: el gozo en sí.
En su última plática, el Cristo habla de este gozo que el mundo no puede arrebatar. Podemos en efecto quitarnos todos los gozos exteriores, pero este gozo no está condicionado: está en Dios, en nuestro espíritu. Esta es la segunda conquista, que también es permanente.
En estas dos etapas, sepamos discernir bien ¿de dónde viene la paz, de dónde viene el gozo? Si la paz viene de la luz del espíritu, es buena, pero puede no ser más que paz del alma pacífica, tranquila, feliz. Se confunde entonces la paz del alma con la paz espiritual. La paz del alma prepara a la paz espiritual, que es un don divino. Pero si se queda al nivel de la psique, ella sólo será efímera. Es por esto que muchos seres puestos a prueba sufren una caída terrible y dicen: “Yo estaba bien, pacífico, tranquilo, y de pronto, ¡todo se derrumba en esta prueba!”.
Por lo contrario, la paz espiritual puede estar disminuida, pero no cambia jamás, y cuanto más obramos, más ella se agranda y nos invade. Por eso San Serafín de Sarov decía: “Aquél que ha logrado la paz espiritual puede salvar a mil hombres, aquél que ha logrado el gozo espiritual, a diez mil”.
Los sentimientos opuestos al gozo: tristeza, melancolía, hastío, deben entonces permitirnos llevar adelante el combate a fin de encontrar ese gozo en sí, no condicionado, que es la característica de los querubines y de nuestro espíritu.
El amor
Cuando el alma está triste, abatida, hasta desesperada, puede estar habitada por sentimientos de indignación, de irritación… Eso puede tomar formas literarias, como los cantos populares, que son melancólicos y plenos de nostalgia.
Al escucharlos, cultivamos ante todo en nosotros la melancolía, y nos dejamos invadir por la angustia o el sentimiento de lo absurdo de la vida. Luego, una cierta irritación nace en nosotros, que puede manifestarse a veces con dinamismo en el ataque o crítica del mundo, de la sociedad, de la Iglesia o de uno mismo.
Esta actitud puede apaciguar temporariamente nuestra alma, pero no es justa, ya que está alejada del espíritu. Desde el momento en que sentimos despertarse en nosotros la irritación o la malevolencia, debemos combatir sin siquiera intentar comprender. Es necesario que entremos más profundamente en nuestro recinto interior, detrás del velo, y buscar la caridad –exteriormente absurda– que ama, no por esto o por aquello…, pero que ama.
Estas palabras del Cristo: “Amad a vuestros enemigos”, y una gran parte del Sermón de la Montaña, nos introducen en el mundo espiritual en el sentido de que requieren de nosotros no estar condicionados por el mundo exterior.
En efecto, el Padre celestial hace brillar el sol sobre los malos y sobre los buenos. La irradiación de la paz, la irradiación del gozo, la irradiación de la caridad en el espíritu no dependen de que seamos buenos o malos; simplemente se produce.
El espíritu es autónomo: él irradia el amor, el gozo, la paz. Y si el amor, el gozo, la paz son dictados por un acontecimiento exterior, no son paz, ni gozo, ni amor espirituales, sino psíquicos.
Este texto del apóstol Pablo nos invita a sacar provecho de nuestros estados de alma. Debemos saber que el estado de alma negativo permite ir más fácilmente hacia el espíritu que el estado de alma positivo, a causa de la confusión de la que acabamos de hablar.
En realidad, cuando estamos irritados o indignados, ya sea de manera pasajera o continuadamente, debemos invertir las cosas e interiorizarnos de tal manera en nosotros mismos que logremos encontrar paz, gozo y amor. Esto se hace de manera progresiva, ya que no se puede pasar inmediatamente de la irritación al amor. Primero se vuelve hacia una melancolía pasiva, luego hacia los problemas o inquietudes, y finalmente se encuentra la paz.
El Cristo ha expresado este elemento esencial al decir: Mi alma está triste hasta la muerte. Como El, nunca debemos decir: “Estoy triste, preocupado o irritado”, sino: Mi alma está triste, preocupada o irritada. Debemos ubicar el alma no como el centro sino como una periferia del espíritu, no como la esencia misma de nuestro ser sino como algo que está alrededor de nosotros, que es nosotros pero que no está al mando. Ya que cuando mi alma está triste, mi espíritu está gozoso.
Al decir: Mi alma está triste, el Cristo expresa la tristeza que experimenta en su alma respecto del mundo, pero su espíritu no está triste. Esta distinción es importante; el espíritu está en el gozo, ya que nunca ha abandonado su beatitud. También está en la paz y en el amor. Pero sin paz espiritual, no se puede tener paz, gozo, amor.
* * *
El estudio de las otras tríadas en el texto citado de San Pablo es menos esencial, porque el espíritu está ya en la jerarquía de los valores. Y si encontramos en nosotros el espíritu del hombre, en él se produce el encuentro íntimo con el Espíritu Santo y con Dios. “Nosotros vendremos, nosotros habitaremos en ustedes”. El Apóstol dice: “El cuerpo es templo del espíritu, nuestra alma también”, y “Cuando Dios reside en el santo de los santos del hombre, reside en el espíritu”.
La irradiación del espíritu y la presencia divina comenzarán entonces a penetrar nuestra alma y nuestro cuerpo. Por esta razón los santos irradian hasta físicamente, ya que en ellos todo está penetrado y divinizado. Pero esta penetración comienza por el espíritu.
Desde esta óptica, ¿qué es la Iglesia? ¿Cuál es el plano de la Iglesia? La Iglesia es el hombre que se encuentra en la espera de la resurrección universal. El santuario, el santo de los santos, es la cabeza, la nave es el pecho, y el pórtico es la parte baja y los pies del hombre. Este simbolismo corresponde también a la tríada cuerpo, alma, espíritu.
Cuanto más crece en nosotros la paz, más disminuyen nuestros problemas, nuestras agitaciones. Llega un momento en que la paz esclarece nuestra alma, y entonces todos nuestros sentimientos negativos toman sus proporciones exactas.
Pero si no vivimos en el espíritu, nuestra alma exagera esos sentimientos, y luego comprobamos que las causas de nuestra tristeza no se justificaban.
La tristeza no es mala en sí misma. Pero si no está esclarecida por el espíritu, ella capta las cualidades del espíritu para proyectarlas sobre los sentimientos del alma.
El error de un hombre agitado, irritado, preocupado, triste, comienza cuando el alma invade el espíritu, en lugar de que el espíritu esclarezca el alma.
En el centro de los problemas del alma
Hemos visto que los momentos de tranquilidad psíquica no son los mejores para que nuestra alma descubra nuestro noûs. Al contrario, es justamente cuando nuestra alma está inquieta, triste, melancólica, irritada, que –por oposición– podemos encontrar el espíritu.
Dicho de otro modo, en los ambientes pacíficos y gozosos, en los estados de alma jubilosos y fraternales, no se distingue dónde comienza el mundo psíquico y dónde el mundo espiritual. Un monje decía: Dios me ama cuando estaba enfermo, Dios me olvida cuando estaba sano. Felizmente se volvió a enfermar, y dijo: Dios ha vuelto a amarme.
¿Qué sucede cuando un hombre está inquieto?
Puede ciertamente sumergirse en esa inquietud y complacerse en ella. En todo caso, no sale con facilidad de su estado. El melancólico dramatiza y atiza el fuego de esta inquietud. El neurasténico rehúsa salir de su estado, al tiempo que pide a un médico su curación.
Tal es la psicología del hombre cuando vive estos estados de alma opuestos a la paz, el gozo, el amor. Si alguien no lo ayuda desde el exterior a salir de esos sentimientos negativos, él se hunde, y eventualmente inventa historias para acrecentar su inquietud.
Esta actitud da testimonio de la oposición entre lo espiritual y lo psíquico. Y si ustedes están inquietos, es el momento de buscar la paz que está más allá, en vuestra profundidad, y entrar en el espíritu. Cuando puedan discernir la diferencia entre el plano psicológico y el plano espiritual, seguramente estarán en el plano espiritual. Pero cuando estén en la confusión, muy a menudo se quedarán en el plano psíquico, y considerarán al gozo desbordante como algo espiritual.
Ejemplo clásico: se pueden tener éxtasis religiosos en ciertos ambientes. He asistido tanto a reuniones de pentecostales como a asambleas de albigenses rusos. Ellos crean una atmósfera cuando piden: “Que el Espíritu Santo descienda sobre nosotros”. Entonces uno se exalta, se danza, luego se profetiza y se hacen curaciones.
El que está desprevenido tiene la impresión de que el Espíritu Santo restaura la atmósfera de la Iglesia primitiva. No, en realidad se trata de una excitación psíquica, pero es seductora y agradable. Además, aquél que tiene un poco de discernimiento, o sentido común, se da cuenta del estado psíquico de los participantes.
De niño, me impresionó la historia de un monje que había entrado en éxtasis. Un día, una loca en Cristo llega al monasterio y le dice al abad: “No ves que este lugar arde, huele a azufre”.
Con un balde de agua fría, ella se precipita dentro de la celda de este monje que justamente estaba en éxtasis. El abad arroja el balde de agua sobre el monje. Este se da vuelta con los ojos extraviados, lanzando una exclamación insultante.
El monje no estaba en un verdadero éxtasis. Si lo hubiese estado, o bien habría permanecido en él, o bien habría descendido con calma de las alturas, diciendo por ejemplo: “Hace frío”, o “¿Qué desean de mí?”. Ahora bien, aquí hubo una reacción opuesta, y él cayó en una agitación casi llena de odio.
Mientras nos quedemos en el psiquismo no tendremos la paz en nosotros. Estamos sometidos a cambios: paz-gozo-inquietud-tranquilidad. Estos movimientos prueban que nuestros estados no tienen nada de espiritual ni de auténtico. Se trata de estados psíquicos, que son primordialmente subjetivos, y poco objetivos.
Por eso insisto sobre el hecho de que esos momentos opuestos a la paz, el gozo y el amor, son propicios para rogar a Dios que nos haga descubrir la paz interior.
Cuando en el futuro digáis: Mi alma está inquieta, ya no alimentaréis más vuestra inquietud. En el momento de la inquietud rogad a Dios: Dame la paz. Al volver a sentir esta paz interior que, experimentalmente, no atrapa la cabeza ni los brazos ni los muslos, pero que inmediatamente se centra en torno al corazón, ya sabréis discernir entre el alma y el espíritu.
El alma está todavía inquieta, pero el espíritu está en paz, y sólo cuando éste haya transformado y vivificado el alma, ella estará también en paz. Esta paz del alma, que emana del espíritu, no llega de inmediato. Pero lo esencial es, ante todo, encontrar este espíritu.
CAPITULO VI
El ser humano
y el mundo angélico
Acabamos de analizar los primeros tres frutos del espíritu. Como hemos visto, el apóstol Pablo nombra otros seis:
— paciencia, bondad, benignidad;
— fidelidad, dulzura, templanza;
dados en una progresión descendente. Si comienza por abajo, el hombre espiritual debe por cierto buscar una actitud casi estoica: la templanza, la medida en la alimentación y en la vida. Esta ascesis es la base, y –luego de ello– la progresión espiritual es ascendente. No analizaré estos seis frutos. Quiero sí subrayar aquí la analogía que existe entre el ser humano y el mundo angélico.
Según San Dionisio, el mundo angélico tiene nueve falanges, nueve círculos u órdenes, agrupados en tres tríadas:
— La primera tríada: tronos, querubines y serafines. Ella corresponde a nuestro espíritu.
— La segunda tríada: potencias, virtudes, y dominaciones o señoríos. Corresponde a nuestra alma.
— La tercera tríada: ángeles, arcángeles y principados. Corresponde a nuestro cuerpo, o al cosmos.
En la analogía, el principio cósmico está basado sobre los principados, de dónde proviene el pitagorismo; los arcángeles –base de los grupos, de los períodos, de los pueblos–, y los ángeles ¡son los mensajeros personales para cada hombre!
La tríada superior ha sido bien definida por San Dionisio el Areopagita, y a menudo se encuentra a estos tres nombres en la Escritura santa: tronos, querubines, serafines. Hay una jerarquía entre estos tres órdenes, que corresponden a los tres frutos esenciales del espíritu:
— Los tronos: son la estabilidad en el movimiento perpetuo alrededor de Dios, lo inmutable. La paz es trono.
— Los querubines: en la Escritura, aparecen con la caída. Satán es un querubín. Ellos son la masa de conocimiento y de contemplación. El gozo es masa de sabiduría querubíca, ya que llega al ser humano cuando éste contempla los misterios de nuestra salvación y los misterios de Dios.
— Los serafines: son el fuego ardiente del amor. El amor es seráfico, pero para ser verdadero debe pasar primero por los tronos y los querubines.
No hay amor auténtico si no se pasa por esas tres etapas. Tenemos el potencial del amor, pero el auténtico amor espiritual es, como decía San Juan Clímaco, el 33º grado de la escala santa. El amor es el objetivo, pero no es algo que se pueda tomar con la mano. Se lo cultiva. Forma el último grado angélico, el de los serafines. Es ese fuego del cual el Deuteronomio dice: “Dios es el fuego que devora el corazón de los hombres”.
Este fuego del amor está al pie de la escala. Habiendo distinguido el espíritu del alma, no debemos pensar que podemos de inmediato descubrir el amor y vivir en el amor del espíritu. El amor resplandeciente del espíritu llega cuando hemos pasado por los tronos, por la paz, y cuando hemos franqueado la masa de conocimiento y de contemplación de la Escritura santa, misterio de silencio contemplativo, entonces tenemos el gozo y en él nace esta llama del amor.
He aquí por qué lo primero que debemos adquirir en nuestro espíritu es la calidad de trono. Porque sobre nuestro “espíritu-trono” reside Dios. Luego es contemplado por la sabiduría, que ve su providencia y sus caminos. Es contemplado en el gozo de los querubines. Y finalmente el espíritu es inflamado por el Espíritu Santo.
Se puede decir –aunque acaso no sea apropiado– que es la llama que ama apasionadamente a Dios y a la Creación, no en un sentido inferior, sino en el sentido superior.
San Isaac el Sirio dice: “En el amor espiritual, se es incapaz de no amar a todos los hombres, ni a todas las criaturas. Se ama incluso a una araña”.
Se puede así verificar si se está en este amor espiritual, ya que cada ser humano siente repulsión hacia algo: rata, araña, serpiente… Se está siempre en la simpatía o la antipatía.
El espíritu tiene al amor por excelencia, dice San Casiano. Sin duda tiene sus preferencias, pero es incapaz de no amar, ¡incluso a una araña!
De la inquietud hacia la paz
Ir de la inquietud hacia la paz, he aquí el meollo. El resto viene después. El hombre que puede encontrar la paz en los momentos de inquietud es el hombre completo: cuerpo-alma-espíritu.
Pero el hombre que, en la inquietud, pierde noción de paz interior, es el hombre psíquico. El hombre espiritual progresa si puede conservar la paz a pesar de todas las inquietudes, las pruebas, los malestares, de todo lo que lo turba.
Si él aumenta la paz y disminuye la inquietud, progresa todavía más. Pero si llega –por su paz interior– a suprimir sus inquietudes, él es verdaderamente un hombre espiritual. Esto es un test. Experimentalmente, no es algo difícil. Lo que es difícil es transmitirlo a otros a través de palabras. La autosugestión no produce nada; estar inquieto y decir: Estoy en paz, es condicionarse, es no buscar la paz espiritual.
Sin embargo, existe la posibilidad de tomar conciencia –aún en medio de la mayor inquietud– de que el alma es pacífica por naturaleza. Tal toma de conciencia –aunque sea intelectual, voluntaria y no vivida– es útil. Sin ella no podemos alcanzar todavía el plano experimental, ya que vamos a crear un dogma práctico y decir: Estoy inquieto, no puedo hacer nada.
Aún sin la experiencia se debe aceptar que, en la más grande inquietud, “mi” interior está en paz. Ya que no son ni la experiencia ni el conocimiento los que crean la fe. Los Padres de la Iglesia dicen que es la fe la que crea el conocimiento, y el conocimiento el que crea la experiencia.
La Iglesia tiene dos palabras claves para invitar al hombre a ser espiritual:
— paz: ella repite incansablemente esta palabra durante la liturgia. “En paz, oremos al Señor… Les dejo mi paz… La paz sea con vosotros”.
— silencio: “hesichia” en griego. El silencio es una de las formas de la paz. El hombre intenta entrar en él, descartando todos los ruidos positivos o negativos, dejando de lado todo aquello que es múltiple, perturbador, exaltante, cambiante.
Paz y silencio abren la puerta al alma para que ella entre en contacto con el espíritu, invitando a nuestra conciencia y a nuestra personalidad a encontrar el espíritu en nosotros mismos.
Sin el descubrimiento del espíritu, el hombre queda incompleto. Puede ser un cristiano intelectual, sentimental o voluntario, pero no tendrá la unión con Dios, ya que esta unión se produce en el espíritu.
A través del espíritu Dios actúa sobre el alma y el cuerpo. Y es en esa unión que el hombre puede ser deificado en un sentido escatológico. Ya que el reino de Dios está en nuestro espíritu, y luego puede estar en nuestra alma y en nuestro cuerpo.
Examinemos el siguiente esquema, aunque sea un poco artificial:
espíritu
alma cuerpo
¿Cómo actúa el espíritu?
El espíritu puede actuar directamente sobre el alma o directamente sobre el cuerpo. No hay una subordinación total del alma y del cuerpo. Pero el alma –o psique– y el cuerpo son copenetrantes. De esta manera, si actuamos sobre el cuerpo con píldoras tranquilizantes, también el alma se tranquiliza. A la inversa, podemos actuar psíquicamente sobre el alma, y el cuerpo recupera su equilibrio.
De la misma manera, ciertas enfermedades tienen una causa psíquica, y otras una causa física. El disfrute físico influencia al alma, y una perturbación psíquica afecta al cuerpo. Esta acción del alma no siempre es intermediaria entre el espíritu y el cuerpo, y el espíritu puede tener una acción directa sobre el cuerpo.
El espíritu, a su vez, actúa directamente sobre la materia o sobre los elementos. Por eso le rogamos al Espíritu Santo que entre en nuestro espíritu o en nuestra alma, pero también insuflamos el espíritu en las aguas para santificarlas.
En efecto, la materia, el agua o una piedra –por ejemplo– pueden ser influenciadas por el hombre al igual que un ser viviente animal. Ni los elementos materiales ni los animales están provistos de espíritu, pero tienen un cuerpo y un alma, y tienen reacciones espirituales. Los animales no son más templo del Espíritu que los objetos inanimados.
Se han cometido errores al respecto. Recuerdo las discusiones interminables entre hombres de ciencia cuando se descubrió que los productos químicos podían curar enfermedades psíquicas. Algunos se preguntaban entonces: ¿dónde está el espíritu?
Estaban confundidos. Ciertas enfermedades psíquicas tienen una causa fisiológica e, inversamente, hay enfermedades físicas que tienen una causa psicológica. Eso explica que los medicamentos –u otras acciones sobre el cuerpo– curen enfermedades de orden psíquico, y que las terapias psicológicas mejoren problemas fisiológicos.
El espíritu-fuente
El alma está viva, el espíritu es vivificante. La paz no es solamente cualidad del espíritu, el espíritu es fuente de la paz. El gozo no es solamente cualidad del espíritu, el espíritu es fuente del gozo. El amor no es solamente cualidad del espíritu, el espíritu es fuente del amor. El alma ama, el espíritu da el amor. Tal es la característica del espíritu.
Sin ser creador, ya que él es creación y no creado de la nada, el espíritu es fuente, y es Dios quien le da esta fuerza. De esta manera, cuando el Espíritu Santo copenetra nuestro espíritu, nos convertimos en fuente de la vida, no es que solamente seamos vivificados.
Es por eso que debemos bendecir a Dios cuando estamos en un estado opuesto a la tríada paz-gozo-amor. Porque es el momento propicio para encontrar el Espíritu, fuente de vida.
Intenten hacer la experiencia. Existe un descenso de la inteligencia hacia el corazón. Aún cuando sean invadidos por diversos problemas, ideas o sentimientos, intenten tomar conciencia de esta presencia del espíritu y de encontrar esta paz, entonces el resto será fácil. Este es el punto de partida.
* * *
Luego comienza el rudo trabajo para que el espíritu reine en nosotros. Tal es la paradoja, en efecto: somos reyes del universo, pero no somos reyes de nosotros mismos. Para el ser, el espíritu debe reinar sobre el alma y sobre el cuerpo.
Ahora bien, nos dejamos llevar por las ideas, pensamientos, sentimientos…, que gobiernan en plena anarquía y cambian a cada instante. No tenemos por rey al espíritu, ¡que es “rey según el orden de Melquisedec y por la gracia de Dios”!
Nos consideramos reyes del universo, pero en realidad es el universo el que es nuestro rey. Vamos al espacio sin saber qué nos espera, ni por qué, ni cómo. Y cuanto más poder tenemos sobre la tierra, más somos víctimas.
Se dice a menudo que la máquina aplastará al hombre. En realidad todo puede aplastarlo, hasta la poesía, si no es un hombre espiritual. Es por eso que el rico difícilmente entrará en el reino de los cielos, porque si él posee el dinero, es el dinero el que lo posee a él. Y todos los poderes psíquicos que creemos poseer, de hecho nos poseen.
El espíritu, infinitamente libre, no es poseído más que por Dios, y no por las cosas.
CAPITULO VII
Silencio y libertad
Silencio interior y agitación exterior
Encontrar en nosotros el espíritu –más profundo que el alma– es una experiencia que evoca a la obediencia –escuchar más que hablar– y el despojamiento del deseo de poderes… Todos estos caminos son buenos, pero en la liturgia decimos: en silencio. Insistamos sobre este punto.
Cuando hablamos de silencio, no significa que nos volveremos pacíficos por completo. Porque se puede tener un profundo silencio interior y estar muy agitado en el plano psíquico. Estos dos planos pueden estar en perfecta contradicción. Pero si encontramos el espíritu por medio del silencio interior, todas las agitaciones perturbadoras, molestas –o aún agradables–, aunque no desaparezcan, no penetrarán en nuestra intimidad.
Habiendo descubierto el espíritu, encontramos ese rincón íntimo donde Dios –el Espíritu Santo– puede venir de visita, pero donde los impostores no pueden penetrar. A título de ilustración, voy a describir mi experiencia en detalle, aunque sé que cada uno sólo puede lograrla verdaderamente en sí mismo.
Voy entonces a analizar mi psiquismo y mi espíritu, intentando mirar en mí, y ver con toda honestidad y simplicidad en qué estado se encuentran mi alma y mi espíritu.
He aquí cómo se presenta actualmente mi estado de alma: fatiga, inquietud, tristeza, laxitud, alma profundamente herida, sangrante, a pesar de una aceptación pasiva. No descubro ninguna esperanza en el alma. Guardo fidelidad a Dios, a la vocación –por cierto–, pero fidelidad sin entusiasmo… Puedo analizar hasta el infinito, porque el alma es muy compleja y cambiante. En fin, mi tonalidad es más bien sufriente, aunque mañana ello pueda ser reemplazado por el gozo.
Ahora voy a avanzar más profundamente en mi espíritu. ¿Qué es lo que predomina al presente en él? El sentimiento de victoria del Cristo sobre el mundo: gozo, victoria espiritual, una luz muy fuerte.
Noten la contradicción que existe entre los dos planos. ¿Cómo llegar a ver lo que hay en el espíritu? Porque a menudo el psiquismo es tan denso que es difícil llegar a nuestro espíritu.
En efecto, a menudo el alma se deja invadir por la pasión o por la angustia, la melancolía, la sequedad, la indiferencia… O bien nuestros sentimientos se entrechocan, nuestros pensamientos trabajan, se injertan, se alimentan. ¿Cómo podemos llegar a ver lo que sucede en el espíritu a través de esta opaca selva virgen que es el alma?
La primera impresión que tenemos, al pasar del alma al espíritu, es que entramos más profundamente en nosotros, nos adentramos más en nuestro interior, pero no espacialmente. Cuando comenté la plegaria del PadreNuestro: PadreNuestro que estás en los cielos, subrayé –a propósito de los cielos– que se trataba de algo que está al mismo tiempo en lo profundo de uno mismo.
La interiorización da la impresión de que el espíritu está más profundo que el corazón, que el alma. Y eso no es un dato espacial, ya que el cuerpo carece de profundidad. Se trata de otra forma de profundidad que está en nosotros. Y si entramos todavía más dentro nuestro para ver lo que sucede, cerramos las puertas a todas las sensaciones, a todos los pensamientos que habitan actualmente en nuestra alma. Ponemos en duda su realidad absoluta, mientras que en el alma ellos se imponen siempre como elementos absolutos, aunque en realidad sean relativos.
En el fondo, para entrar en el espíritu hay que taponar todas las sensaciones, para vivir este cierre, este silencio. Ese es el significado de la estatuita de los tres monos: uno se tapa los ojos, el otro las orejas, el tercero la boca. Cuando frenamos pensamientos, palabras, sentimientos, entrando más profundamente en nosotros, tenemos otro espectáculo muy diferente. Nos percatamos de que una de las características del espíritu –que es su base, su fondo– es la inmutabilidad. El espíritu no es cambiante, lo que no quiere decir que no pueda cambiar de sentimiento.
De esta manera, siento una gran victoria del Cristo, su fuerza luminosa, pero esa podría ser al mismo tiempo embriaguez del amor divino, u otra cosa. No se puede decir que en el espíritu no haya pensamientos o sentimientos, pero se trata de otras categorías de sentimientos y pensamientos. No están dictados desde el exterior, ni sometidos a una relación de causa a efecto.
Una vez que hemos descubierto nuestro espíritu, es suficiente con entrar y permanecer en ese recinto íntimo, como dice el Evangelio. Entonces, poco a poco, el espíritu nos esclarece al actuar sobre el psiquismo, transformándolo.
He descripto el estado actual de mi alma y de mi espíritu. No es por haber descubierto el espíritu que yo logré entrar a este recinto interior.
De igual modo, por más que yo vea la victoria luminosa del Cristo, ello no significa que sea capaz de comunicarla. Entre mi espíritu y los demás queda todavía la densidad del alma, que es demasiado fuerte. Mi mirada, mis gestos, todo lo que es psíquico en mí hace de cortina. Queda todavía una cierta opacidad entre mi entorno y yo.
Sólo cuando entramos en el espíritu es que avanzamos en profundidad; y cuando nos quedamos allí el mayor tiempo posible éste toma vigor, esclarece el psiquismo –dejándolo de lado– y penetra. Simeón el Nuevo Teólogo dijo: “El Espíritu penetra hasta la punta de los dedos, penetra nuestro cuerpo”.
Pero no hay que pensar que con sólo descubrir el espíritu éste actuará inmediata y poderosamente sobre nosotros. En efecto, el plano psíquico sigue predominando a menudo por mucho tiempo, y tenemos recaídas. Claro que si perseveramos en esta instancia la progresión puede producirse a veces de golpe, y puede explotar e iluminar al psiquismo.
Entonces los sentimientos que teníamos se transforman, y toman otro valor. El sufrimiento se vuelve tal vez un sufrimiento real, sublime, o en oportunidades desaparece completamente. Luego se produce una verdadera revolución, una transformación de la psique y –a través de ella– del cuerpo. Se llega incluso a influenciar al ambiente, a la gente que nos rodea, al mundo.
¿Se han dado cuenta? A veces la gente viene a ustedes con algún problema. Están buscando, y se les da un consejo; ellos lo aceptan, y ya está todo bien. Pero ocurre que –de golpe– en la vida surge una personalidad que, aun no estando especialmente dotada, dice una palabra o una frase que nunca antes hemos escuchado. Es como una llave que abre la puerta del espíritu.
He corroborado esto varias veces en mi vida. Se dice la palabra exacta, y el hombre exclama: “Ah…, por fin”. Yo mismo he encontrado seres simples, hombres de paso, ni gurúes ni maestros, los cuales, a través de una frase, me hacían decir para mis adentros: “Pero, claro…”. Por esta frase, como por una puerta estrecha, yo entraba entonces en el espíritu.
Pero esa palabra no llega cuándo se lo desea, ni como se lo desea, ¿no es así? Amigos míos, consideremos que:
— si bien en el terreno espiritual y psíquico se nos puede ayudar, nadie puede hacer el trabajo por nosotros;
— si no tenemos el espíritu, no tenemos lo esencial del ser humano. El cuerpo, el alma, el espíritu, son tres elementos que nos definen. Pero sin espíritu seremos siempre víctimas de la ceguera. Cuando el Cristo cura al ciego de nacimiento, cura simbólicamente a alguien que vivía en el plano psíquico, pero que no tenía la visión espiritual. Cuando El habla del ojo del alma, que es un espejo, se trata del ojo del espíritu, diferente del ojo psíquico.
Espíritu y libertad
El hombre que ha encontrado el espíritu en sí mismo no es todavía el hombre espiritual en quien el alma, el cuerpo y toda la conducta son guiados según el espíritu. El va a cometer faltas en su vida porque no va a vivir todo el tiempo por el espíritu, sino más bien por reacciones psíquicas o pasionales.
Sin embargo, sus faltas no serán mortales para él, sino accidentales, ya que –al haber encontrado el espíritu– en un momento dado recuperará su equilibrio. Por el contrario, aquél que no ha encontrado el espíritu se deja arrastrar hacia el mundo psíquico sin saber cómo.
Somos realmente libres en el espíritu. Nuestro cuerpo está condicionado. Se ha nacido de tal manera…, etc. Tengo una cierta libertad en el plano psíquico. Tengo la libertad de hacer tal gesto, o de no hacerlo. Puedo rechazar tal o cual cosa en nombre de ciertos principios. Puedo mantener o no la palabra dada, las leyes o los mandamientos. Puedo conducirme por mi voluntad…
Por cierto, hay un lugar para la libertad, pero ella está muy limitada porque el temperamento del hombre y su medio la limitan. En el fondo, muchas cosas en nuestra vida no son libres. Así, un simple medicamento puede cambiar nuestros pensamientos o nuestros estados de ánimo. Si se puede curar la locura con píldoras, si no hay más mundo psíquico, ¿adónde vamos?, piensan algunos que ante eso dicen: ¡es puro materialismo!
Pero el Cristo no nos ha dado solamente las palabras. También nos ha dado la copa y el pan. Son sustancias químicas que pueden influenciar nuestro psiquismo tanto como lo pueden hacer las inyecciones o los narcóticos. Las tradiciones orientales conocen bien estos elementos, que producen estados de ánimo diferentes, y visiones a veces sublimes.
El medio, el temperamento o la química pueden entonces condicionar nuestra libertad. Pero el espíritu es autónomo. En él se es libre porque no se lo puede tocar desde el exterior.
Si me refiero a las imágenes y al lenguaje místico, el espíritu es la libertad, la estabilidad, la luz, la paz…, cantidad de palabras a las que se pueden agregar otras que ya pronuncié: victoria, embriaguez divina, de la cual Simeón el Nuevo Teólogo da una imagen admirable: “Un vino de buena calidad en el que se refleja el sol”. Y agrega: “No sé qué es más embriagador: beber o ver la belleza del vino”. Para él, beber se dirige al Espíritu Santo; ver la belleza, al Cristo.
Pero esta embriaguez divina, esta victoria que llega en el espíritu, es el después de la paz, es la libertad. Hay incluso un pasaje entre el alma y el espíritu que aparece como un pequeño río de no-ser. Es exactamente esa imagen la que daba la Antigüedad, cuando había que pasar del otro lado del mundo: se atravesaba de una orilla a la otra en el barco del barquero.
Hay entonces un corte, y si quedan restos de relación eso no es todavía el espíritu. Este corte explica que se pueda tener estados de alma y estados de espíritu absolutamente diferentes, o que los mismos sean correlativos.
Si el espíritu influencia el alma, ésta necesariamente va a imitar al espíritu. Si el alma está en paz, está contemplativa, y en armonía con el espíritu.
* * *
¿Existe alguna relación entre el cuerpo, el alma y el cosmos? Hay que tener una visión ajustada. El cuerpo comulga con el universo por el alimento, el aire…, pero también por la visión: al mirar; es necesario ver los colores, o bellos paisajes.
Esta comunión es la eucaristía del cuerpo, que debe estar en relación litúrgica exacta con la naturaleza. Ya que todas las relaciones a-litúrgicas del cuerpo con la naturaleza nos quiebran.
Los pueblos antiguos eran sabios. En las bodas, tenían una liturgia del arte sexual. No eran desordenados, y sabían que hay una correlación entre el cuerpo y el cosmos. En cambio ahora estamos mal alimentados, desequilibrados.
El alma se nutre normalmente del plano psico-espiritual: amistad, pensamientos, arte… Es absurdo pensar que el arte pueda ser un elemento de lujo. El arte es el pan cotidiano del alma. El arte, en sus diferentes formas –la cultura, la civilización, las relaciones humanas– es el alimento de nuestro psiquismo, tan indispensable como el pan y el agua.
El espíritu se alimenta sólo de Dios. Hay que encontrarlo. Y para que crezca hay que rogar a Dios. El encuentra su musculatura en Dios. La plegaria puede ser de súplica o de alabanza, una penitencia o un diálogo, pero también debe ser una plegaria-alimento. Si no, el espíritu se vuelve parásito del alma y da un valor falso a todas nuestras reacciones psicológicas.
Un sentimiento amoroso normal, por ejemplo, puede tornarse una pasión absoluta si el espíritu no está alimentado en su justa medida. Como el espíritu es absoluto, como debe vivir de algo, y como el material del psiquismo no le es suficiente, da a nuestro sentimiento normal un carácter de pasión absoluta. Un hombre enamorado que debe dejar a su amada mañana dirá, de todas formas, “Te amo para siempre”. ¿Por qué? Por culpa de este carácter de absoluto. Freud analizó de manera errónea este tipo de palabras. El enamorado cree que ama para siempre porque su espíritu, al no estar enamorado de Dios, se alimenta de su pequeña pasión psico-física, y le confiere un carácter de absoluto que no le es propio.
El psiquismo se desequilibra porque el espíritu es parásito del alma. Esta, al no estar esclarecida desde lo alto por el espíritu, se hace parásita del cuerpo. Y esta invasión del psiquismo en el cuerpo da nacimiento a un buen número de enfermedades. Estas enfermedades provienen de la invasión del cuerpo por el alma.
Bienaventurados los puros de corazón
En el camino de la contemplación pura, en espíritu, el primer movimiento es la inteligencia que desciende en el corazón. Cuando se dice: Bienaventurados los puros de corazón, ellos verán a Dios, la inteligencia pura desciende sobre el corazón caliente y ve a Dios. Al contrario, si el sentimiento sube hacia la inteligencia, no habrá jamás contemplación de Dios. El hombre verá solamente sus propias proyecciones, sus imaginaciones. Por esta razón los Padres han insistido mucho sobre la lucha contra la imaginación.
¿Qué es la imaginación, sino una facultad que emplea las imágenes? Ella puede ser útil si es un instrumento utilizado por la mano interior. Un hombre aplastado por la vida puede volver a encontrar su equilibrio por la imaginación; ella es entonces un instrumento, pero no implica el compromiso del ser.
Ella es útil también para explicar ciertos conocimientos espirituales inexpresables de otro modo que no sea a través de imágenes. Las parábolas son imágenes. Cuando decimos: “Dios es el fuego que devora el corazón del hombre”, se trata de una imagen. Todos los grandes misterios hablan como poetas, y su lengua es espléndida y llena de imágenes.
Podemos enumerar dos clases de imágenes. Primero, las que expresan lo Inexpresable mejor que las definiciones abstractas. Así, no se puede hablar de las profundidades espirituales sin imágenes, pero ellas no deben ser tomadas por formas auténticas, ya que luego deben ser abandonadas.
Hay que ir más lejos, más allá de todas las imágenes, hacia aquello que es. El alma está entonces cerca de Dios y canta su amor como un banquete, con un vino aromático, o como los esponsales, en la unión de dos seres que se aman. Pero no hay que detenerse aquí, porque las imágenes no son más que vehículos. Dios no es ni un vino, ni un amor terrestre. El es único y más allá. Pero las imágenes vienen a nosotros para expresarlo.
Luego están las imágenes que empleamos conscientemente para hacer surgir sentimientos profundos escondidos por otras sensaciones secundarias.
Es un tipo de aspirina espiritual que puede ser empleado así: cuando no tengo ganas de ir a la iglesia, cuando tengo ganas de hacer de todo, salvo llegarme hasta allí, entonces me digo: soy feliz yendo a la iglesia, y me abandono a algunas otras imágenes. Yo descubro entonces en mí el sentimiento profundo escondido que me impide estar contento por ir a la iglesia.
Estos dos tipos de imaginación son inadecuados, pero los empleamos por necesidad –en el caso del primero–, a causa de la imposibilidad de expresar lo Inexpresable sin imágenes, y conscientemente en el segundo caso.
Los Padres eran hostiles a las imágenes. Ellas vienen espontáneamente a causa de nuestras emociones, y constituyen un peligro, ya que podemos tomarlas por la realidad y perder por completo el equilibrio y la realidad de lo espiritual. Así, la imaginación de los seres espirituales y místicos puede arrastrarlos no sólo a la locura sino a falsos esquemas. Por eso los Padres dicen: “Atención, no trabajen demasiado la imaginación”, e incluso sugieren suprimirla.
Por el contrario, los iconos nos liberan de las falsas imágenes subjetivas, ya que suprimen la imaginación. Si no tenemos esas imágenes, en efecto, proyectamos la imaginación. Por eso, sin duda, en la mística hindú –que es una espiritualidad netamente más allá de las imágenes– ¡los templos están llenos!
Además he notado que las habitaciones vacías pueden ser bellas y despojadas, pero nuestra imaginación se pierde y se desarrolla en ellas con más facilidad. Nosotros proyectamos allí como sobre una pantalla todas nuestras imágenes subjetivas.
Al contrario, en una iglesia llena de frescos, la imaginación se detiene, aún si no se los mira en todo momento. Hay una forma de arte que es una falsa belleza, pero los iconos, las imágenes tradicionales, constituyen uno de los elementos que preservan de la invasión imaginativa.
El ritmo verdadero
Es indispensable retener todo esto: para llegar a la contemplación pura, la inteligencia debe descender al corazón. Cuando el sentimiento sube hacia la inteligencia, el hombre se pierde, su evolución es frágil, y el hombre cae.
Así sucede también en la relación del noûs con Dios, en donde Dios debe primero descender, y luego el hombre se elevará hacia El. Cuando la relación es inversa, cuando el hombre decide subir hacia Dios, cae.
Es por eso que, una vez que hemos descubierto el noûs, el espíritu, debemos encontrar la manera de que él sea trono, receptáculo, copa que aguarda la llegada del Espíritu Santo. Mientras que aquél que fuerza las cosas para atrapar a Dios no lo alcanzará. Encontrará un falso Dios, y caerá en la ilusión.
En la tríada espiritual: noûs, logos, pneuma, debemos en primer lugar conquistar el noûs inexpresable, el trono, “aquello-que-aguarda”, y debemos buscar la paz. Esta conquista es pasiva, es más bien una espera y una no-violencia en la cual se entra en comunión. No hay allí yo quiero, yo deseo, toda violencia y voluntad desaparecen. Tal es la acción.
La verdadera contemplación divina en el espíritu es entonces, antes que nada, una espera del Espíritu Santo; la involución precede a la evolución; el descenso de Dios hacia el hombre debe preceder a la subida del hombre hacia Dios.
Esto es normal, y corresponde a la enseñanza de la Encarnación: “Dios se hace hombre para que el hombre se vuelva Dios”. Esta enseñanza no debe ser teórica. Debemos integrarla en nuestra vida interior y esperar para dejar que Dios actúe en nosotros, y luego subir hacia El. En la liturgia ese ritmo está presente –descenso, subida–, lo cual eleva el espíritu.
En los dogmas también se proclama que Dios es condescendiente creando el mundo por abnegación. Luego el hombre se eleva. Más tarde cae, pero el Cristo se encarna, haciéndose hombre; El inclina los cielos, dicen los Salmos, para levantar al hombre.
El Cristo se eleva en la Ascensión para que el Espíritu Santo descienda. Y el Espíritu Santo desciende en nosotros para que subamos al reino celestial. Siempre hay este gran movimiento, absolutamente exacto.
El apóstol Pablo dice: “Conocemos a Dios como somos conocidos por El”. En efecto, hay que dejarse conocer por Dios, dejarse amar por El, ser receptáculo. Esta actitud, llamada espiritualmente pasiva, no lo es, a fin de que Dios se encarne en nosotros, pero conviene ser pasivo frente a El como lo decía un sabio hindú a propósito de la vida espiritual. El hombre del siglo XX no quiere ser pasivo de esta manera, y no pretende que Dios actúe en él, porque va a actuar él mismo. Se equivoca, ya que el estado pasivo es creado justamente para que Dios descienda. La actitud verdaderamente activa vendrá luego. Contrariamente, este activismo, esta agitación, quiebran al hombre pasivo ante sus propias pasiones, encadenado por sus conceptos intelectuales, por sus máquinas y por su progreso.
* * *
El espíritu debe ser una copa que recibe a Dios. Podemos decirle al Señor: “Esperaré incluso seis mil millones de años, y si Tú no vienes, ¡que se haga Tu voluntad!”. Pero, extrañamente, cuando estamos en ese estado de espíritu: ¡El viene!