De Oriente a Occidente
EL SENTIDO
DE UN EXODO
Monseñor Jean de Saint-Denis
OBRAS COMPLETAS
Volumen I
Presentados y seleccionados por
Rachel y Alphonse Goettmann
Prefacio de
Monseñor Germain de Saint-Denis
Vicariato Jean de Saint-Denis de la Iglesia Católica Ortodoxa de Francia
en Buenos Aires
PREFACIO
MONSEÑOR JEAN DE SAINT-DENIS
Vivió y tuvo el destino de un Padre de la Iglesia, y el relato que aquí iniciamos es casi una autobiografía. Un día del año 1953, el archipreste Eugraf Kovalevsky, futuro obispo de la Iglesia Ortodoxa de Francia bajo el nombre de Jean, llegó en peregrinación a Notre Dame de Chartres. Regularmente hacía esta visita mística e íntima desde el regreso de su cautividad en Alemania (1943). ¿Por qué a la Virgen de Chartres? Porque sabía que la Santísima Madre de Dios considera, inspira y favorece el destino de Francia desde su augusta sede en ese santuario.
Ese día –debía ser hacia el mes de noviembre– durante su plegaria escuchó claramente: «Hoy va a comenzar a cambiar la vida de las naciones». Como hombre capaz de discernir, el padre Eugraf preguntó enseguida: “¿Qué prueba tendré de ello?», y llegó la respuesta: «Lo sabrás al salir de la catedral». Terminó su plegaria, y con ella la peregrinación, y salió por la puerta sud. Allí, sentado en un escalón, un hombre sostenía un diario con un enorme título en primera página: ¡Había muerto Stalin!
Eugraf Evgrafovitch Kovalevsky nació en San Petersburgo el domingo 8 de abril de 1905, exactamente a mediodía, en el apogeo del sol, fiesta en la Iglesia Ortodoxa Rusa del Arcángel Gabriel, el portador de la Buena Nueva. La familia de los Kovalevsky es ucraniana. Europea, por su inclinación humanista, y al mismo tiempo muy profundamente ligada a la vida cultural, religiosa y política de esa Rusia a la que dio hombres de letras, sociólogos, historiadores, matemáticos, militares y diplomáticos, tal como el caso de Maxime Kovalevsky (1851-1916), historiador y sociólogo, que llegó a miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia; este Maxime, hombre de vasta cultura y carácter vigoroso, fue amigo de Karl Marx y de toda una clase política y científica de Francia. Junto con Paul Painlevé crearon en París una institución de caridad, y en su inauguración, que reunió a todos sus fundadores, tuvo estas palabras que lo definen plenamente: «Agradezco a todos por la ayuda recibida, en particular a los pobres por lo que dieron, y a los ricos por sus buenos consejos».
El pequeño Eugraf nace en un país, Rusia, que incuba su revolución, y en el seno de una Iglesia, la Iglesia Ortodoxa, que reforma su enseñanza catequística y sus principios para apartarse de un exagerado yugo del estado sobre la vida eclesial. La nodriza del niño, hija de un diácono, presiente que no es como los demás pequeños. Ella lo lleva a la parroquia de «El Salvador sobre la Sangre», en tanto que sus padres y hermanos frecuentan una comunidad mundana, no parroquial. Así nos cuenta una experiencia suya de ese tiempo: «Debía tener entre cuatro y cinco años. No recuerdo bien si fue en una fiesta o en mi cumpleaños. Mis hermanos estaban enfermos y yo estaba en la cama de mis padres. Excepcionalmente, mi padre había puesto cerca de la cama unos juguetes, pero yo vi que la habitación se llenaba de una luz inefable, que se condensaba sobre todo alrededor mío, más clara y al mismo tiempo más suave que la luz del sol. Era como el oro, pura, con algo de azulada. Esa luz, yo lo sabía, era Su Presencia. Fui invadido, sumergido en una felicidad inexpresable, y me pregunté por qué existía el resto, por qué existía el tiempo, la vida, los juguetes, si todo estaba en esa luz que me cubría como un manto sin peso alguno, y fue allí que me decidí a mirar a todo aquello que no sea Dios con benevolencia, sin pedir nada, porque sentí el temor de despreciar el mundo». El amor único de la Santa Trinidad, la benevolencia hacia el mundo, y el servicio constante hacia ese mundo por la Iglesia, a fin de cumplir con su destino según Dios, serán así las tres dinámicas virtudes de una vida de fuego.
La interiorización para reencontrar la intimidad divina y para discernir los caminos del Cristo se tornaron un hábito precoz en el niño. Así experimentó durante toda su vida la vergüenza de llegar a aprovechar en lo más mínimo de la creación, y de la creatura humana, y el deseo exclusivo de imitar al Creador en su relación con el mundo, sirviéndolo. Veamos cómo lo dice: «Mis dos primeras sensaciones de vergüenza, que no olvidaré jamás, fueron las siguientes: hacia los seis o siete años, estaba en el campo. Mi nodriza (mi «niania») me lavaba en una pequeña bañera de hierro. Algunos vecinos estaban alrededor mío y me miraban. Yo les tiré agua a la cara. Mi niania me lo reprochó y me sentí repentinamente avergonzado, no de haberles tirado agua, sino de haber aprovechado de mi situación privilegiada.
Mi segunda vivencia de íntima vergüenza: me aproveché de los demás. Entré en el comedor con mi niñera. Mis dos hermanos comían un bizcocho. Mi niania, indignada porque yo no tenía nada, reclamó a cada uno de mis hermanos la mitad de su bizcocho. De esa forma tuve un bizcocho entero. ¡Quedé abochornado! Los había defraudado».
Mucho más tarde, ya obispo, una tarde de verano de 1965 en Portugal, de vacaciones al sur de Lisboa, Monseñor Jean miraba la caída del sol sobre las aguas del océano. Desde la costa el espectáculo era sublime. Después de diez minutos de silencio dijo a quienes lo acompañaban: «Soy indigno de ser hombre. Este ocaso del sol es tan hermoso que comencé a aprovecharme de él. Y en ese momento sentí claramente que el hombre no ha sido creado para aprovecharse de la naturaleza, sino para cultivarla y liberarla. Entonces le dije al océano: ¡Cristo resucitó! ¡Gracias! _me respondió el océano_, hace doce siglos que nadie me lo había dicho».
El Espíritu Santo se convirtió en el pedagogo del niño, como lo fue del Profeta Elías: «Tenía once años. Estaba sentado en mi habitación. Un sueño extraño y ligero se apoderó de mí. En ese sueño vi lanzarse desde el cielo, como una flecha, un pájaro de fuego, las alas plegadas, el pico tendido hacia adelante. Con su pico me hirió en el corazón. Esa herida quemante, que contenía un sufrimiento beatífico y un amor inexpresable, permaneció en mi corazón toda mi vida. Por cierto que yo la olvidaba, pero el más pequeño recuerdo la hacía revivir. Es una sensación casi física. Había instantes en que yo me preguntaba por qué mi camisa me quemaba. En oportunidades se manifestaba como gemido inefable en el corazón. Sin llegar a entender qué es el Espíritu Santo, yo he probado la evidencia de que El está allí, Donador del amor divino al hombre. En mi ensoñación, fui invadido de una felicidad tal que quise apoderarme del pájaro de fuego para retenerlo para siempre. Al hacerlo, se convirtió en un pájaro de madera tallada, tal como los que fabrican los artesanos rusos, e inmediatamente me desperté. Dios me hirió por su gracia, pero no se deja poseer en manera alguna. La herida seguía estando, pero yo no Lo poseía más. Entonces le pregunté al presbítero que me enseñaba el catecismo: ¿Quién es el Pantocrator? –El Cristo–. Volví a preguntar: ¿Y el Espíritu Santo? Asombrado, gritó: –¡Por cierto!– Y repliqué yo: ¡Pero lo olvidamos! Y una bocanada de fría angustia entró en mi alma».
Eugraf también se avergonzaba de ser algo; su preocupación era más bien la de ser «para» algo, y jamás se preguntaba en qué se convertiría: «Amaba a todos los seres, no sentía tener enemigos, pero no confiaba en nadie. No necesitaba de nadie, pero sí deseaba hacer el bien a todos. El único refugio donde me sentía protegido era la Trinidad. Todo me parecía inestable, mi vida demasiado corta, el mundo demasiado frágil, los seres como si existieran poco. En la Trinidad yo encontraba repentinamente la tierra firme, algo real, inmediato, que no engaña, que no vacila, y yo repetía para no desaparecer: Trinidad Unidad, mi único amigo. Debía andar por los diez años».
Su educación fue severa. Su madre, paralelamente a sus estudios en la escuela reformada de San Petersburgo, le hacía tomar clases de danza, pintura, música y armonía con los mejores profesores y artistas. La escuela para él era una pesadilla, dado que sólo deseaba crear, y si no creaba, su pensamiento se detenía. En lugar de estudiar escribía libros; comprendiendo que la filosofía era demasiado simple, él experimentaba la nostalgia de Dios, único refugio en un mundo demasiado rápidamente conquistado.
Llega 1917. El Zar Nicolás abdica. La Iglesia Rusa llama a un concilio en Moscú y el metropolita Tikon, cabeza de la Iglesia Rusa en Norteamérica, es elegido patriarca. La guerra civil comienza. La multitud le grita al nuevo patriarca: «Estamos dispuestos a morir por Dios». El patriarca responde: «¡Es más fácil morir por Dios, al son de las trompetas, que vivir por El!». En ese tiempo Eugraf, que tenía once años, frecuentaba los santos. Con su hermano Maxime pintaban cada día el icono del santo de ese mismo día, completando de esa manera 365 iconos. El hambre se presenta. Eugraf tiene trece años y se pregunta: «¿Será posible que haya algún país donde la gente coma?». Una debilidad permanente se apodera de él, que se transformará en fatiga creciente. La familia Kovalevsky deja San Petersburgo y va a Kharkov, en Ucrania, donde se daba el vaivén de los regímenes autonomista, bolchevique y blanco. La persecución religiosa es espantosa. Junto con los monjes, Eugraf que todavía es un niño, ayuda a pasar los cadáveres por las claraboyas del sótano de la Tchéka para alcanzárselos a los monjes que los entierran.
En pos de la plegaria y la búsqueda de Dios, el adolescente (14 años) deja su casa y se va a vivir al monasterio de Pokrov, dedicado al Manto de la Virgen, adonde llega protegido por su pariente el metropolita Antonio de Kiev, eminente teólogo y restaurador de la vida monástica en Rusia al principio de este siglo.
El archimandrita Rafael, hijo de un rabino, abad del monasterio, lo llama al cabo de algunos días y le dice: «Vuelve con tu familia, sigue viniendo a la iglesia, sé un muchacho normal, adórnate de idiomas y cultura, tú no tienes necesidad de nuestras costumbres. Hay un país en que los techos son chatos, porque no hay nieve, y es allí que tú vas a ir». En efecto, un tiempo después, cuando la emigración finalmente condujo a toda la familia Kovalevsky a Francia, la primera imagen que tuvo Eugraf de este país fue la de Beaulieu-sur-Mer, cerca de Niza, donde los techos son chatos.
El abad Rafael le explica el significado del alfabeto hebreo. Como Eugraf le decía que él no quería amar sino a Dios, el abad le explica: «No, no se puede amar sólo a Dios, porque la Biblia comienza por la letra Beth, que quiere decir «Dios y tu prójimo». Si sirves a tu prójimo, Dios te servirá; si sirves a Dios, tu prójimo te servirá; ¿qué prefieres? Y Eugraf dice: «Prefiero servir a mi prójimo, para que Dios me sirva». Llevado de la ciudad al campo y del campo a la ciudad por la guerra civil, Eugraf llega con los suyos a Simferopol, en Crimea. Encuentra allí al Arzobispo Teófano de Poltava (1874-1940). Este, verdadero padre espiritual, «abba», al estilo de los Padres del Desierto, conversa toda una noche con Eugraf y le anuncia las grandes líneas de su vida, en esencia las siguientes: «Cada vez que quieras ir hacia el mundo, Dios te pondrá obstáculos. Dios también te hará dones inmensos, pero tendrás dificultades para servirte de ellos en la medida de su dimensión. Vas a buscar el puesto tranquilo, pero Dios te lanzará en la pelea de la política eclesiástica. Te sentirás solo y no encontrarás padre espiritual que te guíe. Serás maltratado por la gracia (textual). Tu martirio será el de sufrir toda tu vida por la Verdad, y no por la gente de afuera, sino por la gente de la Iglesia. Cuando te honren, procede como si te estuvieran deshonrando».
Emigrando desde Sepastopol, la familia Kovalevsky llega en barco a Constantinopla, donde la simplicidad de los obispos ortodoxos griegos lo impresiona. Se embarcan allí en un barco requisado por los franceses. Al hacer escala en Salónica todos visitan al metropolita, que bendice a los viajeros y dice a los jóvenes: «Van a un país que no es ortodoxo, pero no olviden que los franceses tienen dos cualidades: su alma es ortodoxa, y su espíritu ama la libertad del Cristo. A nosotros, los griegos, ellos nos dieron la libertad nacional, y a cambio de ello no hemos sabido devolverles el gusto de nuestra Iglesia por la libertad».
En febrero de 1920 la familia llega a Francia y se instala inicialmente en Niza, donde el 18 de octubre de 1921 Eugraf es ordenado lector de la iglesia rusa de la ciudad. Así como se dedica a los estudios también se lanza al descubrimiento de los lugares sagrados de Francia, y sobre todo a la búsqueda de los santos locales. «Para comprender bien mi mentalidad es necesario conocer la psicología de la cultura rusa y su dualidad. En la civilización rusa coexisten dos tendencias: los «occidentalistas» y los «eslavófilos».
Los primeros admiran a Occidente, los segundos ven en Occidente el peligro romano, el peligro laico, el peligro ateo, y buscan sus valores espirituales en su propia cultura rusa. En general, y paradójicamente, los «occidentalistas» son muy rusos, y los «eslavófilos» verdaderos europeos, que dominan varios idiomas.
Yo detestaba el complejo occidental, y la Rusia de los «eslavófilos» me sofocaba, aunque reconociendo la profundidad de su visión.
Dios me había llevado a Francia, y yo quería, habiendo descubierto la santidad ortodoxa de Francia, dar un golpe mortal a esas dos tendencias. Decirles a los «occidentalistas», buscadores sobre todo de la idea del progreso en el Occidente: no, el Occidente es un país de santidad; y a los «eslavófilos» probarles que no solamente existe la Santa Rusia, sino también la «Santa Francia». Hay que agregar que los «occidentalistas» desprecian a la ortodoxia, y que los «eslavófilos» la confunden con la experiencia y la tradición rusas. En fin, sin los santos locales, sin los lugares santos, yo no podía respirar. Me eran tan necesarios como el aire y el sol.» Y agrega: «Puedo decir que mi juventud la pasé en peregrinajes y descubrimientos de la santidad. El peregrinaje es una cosa maravillosa, el signo más pequeño en el camino es propio del lenguaje del cielo».
Es precisamente ese cielo el que se hace presente a Eugraf Kovalevsky en Poitiers, algunos años más tarde, para confiarle su misión en Francia. El acontecimiento tiene lugar en la iglesia de Santa Radegunda, reina de Francia del siglo VI. Investigando en la iconografía occidental, el joven llega en 1927 o 1928 a visitar los frescos de la iglesia dedicada a Santa Radegunda, en Poitiers. En la cripta del santuario, adonde había llegado solamente como esteta religioso y olvidado de la santidad, al pasar por debajo de la tumba de la santa, en una mezcla de gozo y de temor que no eran de este mundo, escucha: «Quiero que Francia sea ortodoxa», y recibe la fuerza para comenzar esa obra. El renacimiento de la ortodoxia en Francia, la restauración de la Iglesia de Francia en el espíritu en que ella vivió durante los primeros siglos fundacionales se transformó ese día, en Poitiers, en la misión de Eugraf Kovalevsky, la obra del resto de su vida.
En esa época va terminar para él una cruel prueba personal e interior, que probablemente le fue impuesta para humillarlo y volverlo así auténtico ante los ojos de Dios, por todo lo que le imponía como cometido. Esa prueba, la experimentación del estado infernal, la sentía desde la edad de catorce años y lo perseguía de diversas formas (angustias, posesiones, sufrimiento del alma, pseudovisiones, terrores y otras cosas absolutamente indescriptibles). Una parte de la prueba venía del rechazo a aceptar el sufrimiento en el camino de la salvación de los hombres, y el deseo de que esos hombres entraran directamente en la resurrección. «Mi larga experiencia se termina así: habiendo consentido interiormente en entrar en la resurrección por la Cruz, me prosterné delante de los iconos en signo de aceptación. Un día, al levantarme, una cruz apareció entre medio de los iconos (estaba en mi casa, en Meudon); fue el primer paso hacia la liberación. El segundo, más decisivo, se produjo en la iglesia de Menton. Le rezaba a San Serafín de Sarov, deseando liberarme de este estado, y una voz interior me dijo: «Si obedeces ciegamente, hasta el menor detalle, serás liberado». Por supuesto que acepté de todo corazón. Como prueba se me ordenó ubicarme en el centro de la iglesia para rezar. Ese simple gesto me pareció de una dificultad extrema; igual obedecí. Luego recibí la «absurda» orden de encargar a una señora, que no conocía más que de vista, una manga de seda blanca que yo debería llevar durante un cierto tiempo en el brazo derecho, debajo de la camisa. Fui a casa de esa señora, quien aceptó mi encargo como si fuera de lo más natural. Luego de esa orden extraña, viví varias semanas en la euforia, sometiendo cada una de mis actitudes a la voluntad de San Serafín. Así comenzó esa liberación mía, y el estado de infierno fue desapareciendo imperceptible y progresivamente. En realidad, según lo analizo, ese «absurdo» dio muerte a la raíz de mi «yo».»
Junto con otros jóvenes rusos emigrados, entre los que estaba Wladimir Lossky, Eugraf Kovalevsky fundó en 1925 una cofradía que pusieron bajo el patronazgo de San Focio, el gran patriarca de la Iglesia de Constantinopla, quien fue el sabio más ilustre de su época, el siglo IX. Este pensaba que la autoridad en la Iglesia universal, y las decisiones sobre los dogmas divinos, vienen de la conciliaridad («allí donde dos o tres están reunidos en mi Nombre, dice el Cristo, Yo estoy presente»). El objetivo de esta cofradía era trabajar por la independencia y el universalismo de la ortodoxia, pensando que «la unidad cristiana no puede ser alcanzada más que confesando la ortodoxia» (cita de W. Lossky).
En esta cofradía, nacida en París el 11 de febrero de 1925, se estudiaba el trabajo eclesial y parroquial, la defensa de la ortodoxia y la misión de la ortodoxia. Nombrado presidente de una de las provincias de la cofradía, la provincia de San Ireneo de Lyon, Eugraf, que como casi todos sus cofrades estudiaba al mismo tiempo en el Instituto San Sergio (instituto ruso de teología, que en esa época contaba con un cuerpo de profesores eminente) manifiesta allí su inquietud por la Iglesia universal y por el objetivo de su acción: volver a dar al Occidente su conciencia propia en el seno de la universalidad de la ortodoxia. La cofradía de San Focio actuará durante veinticinco años, cerrando sus puertas un 8 de noviembre, fiesta de San Miguel Arcángel en el calendario oriental. El principal fruto de sus trabajos, gracias al ardor y a la aplicación de Eugraf Kovalevsky, será el de dotar de principios al nacimiento de una Iglesia Ortodoxa Occidental, y proveerla de materiales teológicos, litúrgicos y canónicos. Con ello, el éxodo de los rusos hacia Europa Occidental toma todo su sentido.
Como dirá más tarde, en 1964, el arzobispo Juan de San Francisco –que consagrará obispo a Eugraf Kovalevsky–, «Dios ha permitido la emigración de los rusos ortodoxos, y de muchos de los más afirmados de entre ellos en la fe y la tradición de la Iglesia, a fin de comunicar al Occidente los fundamentos y el gusto de la ortodoxia».
Obrando celosamente a favor de la casa de Dios en esta «Santa Francia» adonde el Espíritu Santo lo había conducido, Eugraf no sueña sino en el bienestar espiritual de los demás. Se convirtió en el servidor de los presbíteros a quienes acompañó en misión. Prepara los elementos, dispone lo necesario para la misa, canta, lee, visita a los enfermos, come y bebe con ellos, y muchas veces ni come ni bebe, y se encuentra solo en un pueblo de provincia, acepta lo que sea, no pasa más ninguna fiesta con su familia ni con sus amigos, pero rechaza repetidas veces el diaconado y el presbiterado. No quiere ser presbítero en una parroquia rusa, ni en una parroquia francesa de rito oriental. Su objetivo, aunque todavía no ha adoptado una forma definitiva, es el hacer surgir del suelo francés y de los franceses una Iglesia de fe ortodoxa y de experiencia occidental, sobre todo en las formas rituales y canónicas. Finalmente, y como laico, acepta entonces ocuparse de una parroquia francesa recién formada, de rito oriental, para –según su expresión– dar a la misma un golpe de timón. Esa parroquia se fundó el 3 de noviembre de 1927. El futuro obispo Jean de Saint-Denis escribirá: «Y el 11 de noviembre de 1927, fiesta del gran San Martín, que la historia de la ortodoxia en Francia encuentra a cada paso, se celebra el primer oficio divino en lengua francesa, y la parroquia es reconocida por el metropolita». Más tarde dirá, al contar su vida: «De ninguna manera se trataba (en sus trabajos de investigación sobre la ortodoxia en Occidente) de una cierta tolerancia hacia ésta o aquella costumbre, sino de la restauración en la ortodoxia universal del rostro legítimo, inmortal y ortodoxo del Occidente. Ese era mi Credo.
Ya no bastaba quedarse como aficionado de la tradición occidental, mirándola con ojos de oriental; había que zambullirse en su corriente. Ese acto es muchísimo más difícil de lo que superficialmente parece. Sólidamente identificado desde la infancia con el ritmo sagrado de la Santa Rusia, adherido casi biológicamente al Typicon, es decir, al ritual monástico, para mí fue un esfuerzo ascético, algo así como un éxodo. Salí del país de mis padres para instalarme en otro clima. Un occidental, aunque sea un monje, no puede imaginar hasta qué punto la liturgia se apodera completamente de un oriental. La menor melodía, la menor palabra, el menor gesto, los menores ritos o costumbres, hasta el cambio del menú alimentario, evocan dentro de él todo un mundo.
Mi caso estaba acentuado por el hecho de que yo vivía dentro de la Iglesia, dentro de la liturgia, que no es una piedad intelectual, sino popular y monástica. El calor que desprende el rito oriental, su riqueza, impide apreciar el valor inestimable del rito occidental, sobre todo bajo la forma romana actual. Fue un trabajo largo. Aprendí a fondo la misa romana, de corazón. Asistí a las ceremonias, leí el breviario, dejé que el latín penetrara en mi alma. A menudo el llamado de Oriente era tan fuerte que me veía obligado a luchar psicológicamente conmigo mismo, porque para amar a una cosa siempre hay que renunciar a otra. Las primeras palabras del hombre fueron: «El hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer». Tuve que dejar a mi padre y mi madre, para ir hacia el rito occidental.
¿De dónde me llegó esa convicción? Como ya dije, creo que en 1919, antes de abordar el barco que iba a Francia, dos ideas se habían impuesto en mi espíritu. Dios ha querido una emigración ortodoxa hacia Europa a fin de llevar la luz de la ortodoxia, de esa ortodoxia que durante mil años se ha desinteresado del Occidente. Dos sentimientos agudos me animaban: el esplendor de la ortodoxia, y el pecado de los ortodoxos, con su indiferencia hacia los otros pueblos o, más bien, con su satisfacción estática. Este pecado se lava con el martirio de Rusia y la misión de los ortodoxos en Occidente. No he cambiado en nada».
En ese mismo tiempo, Eugraf Kovalevsky frecuenta los ambientes intelectuales franceses donde Jacques Maritain, cerca de donde vivían sus padres, reunía gente como Gabriel Marcel, Emmanuel Mounier, Jean Cocteau y Daniel Rops. «El círculo de Maritain me abre las puertas de los medios intelectuales católicos romanos, así como los ambientes artísticos, surrealistas, simbolistas, . . . La cultura rusa prerrevolucionaria había preparado mi sensibilidad, y pude gustar y apreciar esas tendencias diversas . . . Jean Cocteau se convirtió . . . Una cantidad de ellos, con Cocteau a la cabeza, me testimonian su amistad y su simpatía. Me trato con ellos, los comprendo, y sólo escapo a su influencia gracias a que lo único que me atrae es la realidad eclesial». Y sigue, «además del círculo de Mounier, frecuento a otros grupos, por ejemplo el de Nicolás Berdiaeff, donde por primera vez se realiza un encuentro ecuménico de católicos, protestantes y ortodoxos.
Desde la primera reunión, el dominico está de acuerdo con el calvinista Lecerf, y el modernista, el padre Laberthonnière, con el luterano Jundt.
Estos encuentros de carácter ecuménico me aportan la comprensión del pensamiento de los cristianos occidentales, y al mismo tiempo revelan que el problema romano-protestante es un problema interior, el problema de dos hijos de la escolástica de la Edad Media. ¡La ortodoxia aparece bien diferenciada, en su esencia, de las dos grandes confesiones!
Lo trágico de mi situación está en el hecho de que mis cofrades ortodoxos confunden la escolástica medieval con esas dos grandes confesiones, y que los occidentales, aún apreciando a la ortodoxia, me tratan como representante de la psicología oriental.
Esa será la lucha de toda mi vida: probar que la ortodoxia occidental existe, y que el Occidente y su instinto es ortodoxo. Cuando luego traiga a Wladimir Lossky de la filosofía a la teología, parafrasearé para él el pensamiento de Tertuliano: el alma del hombre es naturalmente cristiana, el alma de un occidental es naturalmente ortodoxa. Más allá del mundo intelectual, Dios me conduce hacia la vida de los obreros franceses, porque acompaño a los sacerdotes a las fábricas para servir y cantar: Colombelles, Tourcoing, Le Creusot, Montargis, . . . Numerosos obreros rusos trabajan allí por contrato. Pero Dios me acercará todavía más al pueblo de Francia a partir de mis tres años de cautividad en un campo de prisioneros franceses en Alemania».
Eugraf se aparta progresivamente de la emigración rusa y de sus problemas, calcados de sus querellas políticas, comunes a progresistas y reaccionarios. El se dedica a hacer renacer una Iglesia francesa, pero en la tormenta de las opciones rusas ortodoxas en Francia, sus posiciones y sus informes no despiertan gran interés. De allí, «Quería confesar que las fronteras políticas no pueden afectar a la Iglesia, y que ningún régimen puede atar a la conciencia libre de un obispo.
Decía en esa época: El Cristo delante de Pilatos, su juez, guardó la plenitud de la doble libertad: la de la voluntad divina y la de la voluntad humana.
Yo no actuaba por amor a la Santa Rusia, sino por violento amor a la Iglesia del Cristo, independiente de toda circunstancia histórica».
El año 1936 trae un sentido definitivo a la existencia de Eugraf Kovalevsky. Va a encontrarse con aquél a quien buscaba sin conocerlo: monseñor Winnaert. Este, venido de la Iglesia romana donde se había ordenado sacerdote, había fundado una «Iglesia Católica Evangélica de Francia». Tanto él como su Iglesia evolucionaron, desde 1919 y sin saberlo, hacia la ortodoxia. Enraizados en la tradición y en la tierra cristiana de Francia, eran presa de una aguda crisis de conciencia sobre la naturaleza de la Iglesia y sobre el contenido de la fe. El contexto de principios del siglo XX no daba ninguna respuesta a sus demandas. Así evolucionaron cerca de las Iglesias de ese momento, decididos a escuchar a todos aquéllos que, como ellos, también buscaban dónde podía residir el profetismo cristiano. En su camino, monseñor Luis Carlos Winnaert encuentra a Emmanuel Mounier, al admirable pastor Wilfried Monod, . . . hasta el día en que un presbítero ortodoxo venido de la Iglesia de Roma, el padre Gillet, le revela el contenido de la fe y de la eclesiología ortodoxas. Ese día él se dijo: «Soy ortodoxo», y el Espíritu Santo lo pone en relación con Eugraf Kovalevsky, que escribirá sobre él:
«Monseñor Winnaert no fue jamás un historiador, ni un arqueólogo litúrgico como los benedictinos; el no editó libros como Wladimir Guettée. Todo eso estaba lejos de su temperamento, fuera de su misión. El leía en los rostros, más dirigido hacia el porvenir que hacia el pasado. Estaba inclinado hacia la gente, hacia la vida, y no hacia los textos y los documentos eruditos. Pastor antes que nada, deseoso de salvar las almas en peligro, buscaba hacer renacer la ortodoxia en Occidente. Amaba con todo su ser la liturgia, situándola en el centro de la vida cristiana, y su espíritu se elevaba frecuentemente hacia la teología. Cuando él busca sacar a las almas de su prisión teosófica para restituirlas a la Iglesia, se alza dogmáticamente y con brusquedad contra su doctrina, pero . . . introduce en su oficio elementos de su plegaria conformes al cristianismo, reemplazando por ejemplo el término «pecado» por la palabra «extravío». Su liturgia adoptaba un carácter didáctico. Esto recuerda las obras de los Padres de la Iglesia».
En ese tiempo (1936) vive en Moscú un santo y profeta: el metropolita Sergio, que preside el destino y el martirio de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Sergio «el Grande» es «locum-tenens» del patriarca. Más tarde Stalin aceptará que sea elevado al patriarcado.
Eugraf Kovalevsky, armado de su universalismo cristiano y su cometido eclesial recibido de Santa Radegunda, reconoce en Monseñor Winnaert y en sus comunidades al «pueblo» de Occidente que avanza hacia la ortodoxia de la fe y hacia la restauración de las Iglesias de ese mismo Occidente en el espíritu de la Iglesia primitiva. Los dos hombres piden la ayuda del metropolita Sergio en Moscú, es decir, de la Iglesia patriarcal rusa. El espíritu profético del futuro patriarca hace suya la cuestión, y después de sólo tres meses de estudio llega a París la decisión histórica (decreto Nº 75 del 16 de junio de 1936): «. . . Las parroquias reunidas en la Iglesia ortodoxa que sigan el rito occidental serán reconocidas como
IGLESIA ORTODOXA OCCIDENTAL . . .»
Reemplazante como locum-tenens del patriarca.
Firmado: Sergio, metropolita de Moscú.
Uno de los más grandes acontecimientos de este siglo acaba de producirse y –como siempre, en un cristianismo naciente o renaciente– casi a escondidas del mundo obsesionado por la política, y casi a escondidas también de los responsables religiosos de la época.
La Iglesia Ortodoxa de Occidente brota nuevamente de su suelo luego de un milenio de soterramiento, ayudada para ello por los rusos, por estos rusos que se hicieron bautizar precisamente al tiempo en que esa Iglesia iniciaba su carrera subterránea (fin del siglo X), dejando su lugar a la Iglesia de Roma.
Entonces todo va muy rápido, todo se precipita, como ocurrió con la vida terrena del Cristo, que llegó a nosotros luego de milenios de espera. Eugraf Kovalevsky recibe su ordenación como presbítero de parte del metropolita Eleuterio, que representa en Francia al patriarcado de Moscú, y su primera celebración litúrgica, el domingo 7 de marzo de 1937, coincide con las exequias de monseñor Winnaert. El nuevo padre Eugraf había aceptado algunos días antes hacerse responsable de la Iglesia de Occidente. En esta transmisión «in extremis» se puede encontrar analogía con Moisés, que muere al borde de la tierra prometida, dejando a Josué la conducción de su pueblo cuando atraviesan el Jordán, o analogía con Juan el Bautista, que desaparece repentinamente en cuanto el Cristo dice a los discípulos del Precursor: «Los ciegos ven, los cojos caminan».
Un presbítero ruso escribe en ese momento al padre Eugraf: «Usted comprende mejor que yo todo el peso de la responsabilidad que le incumbe. De los ladrillos que usted coloque durante la construcción del edificio dependerá toda su solidez. Preste atención a los detalles. Mi rol es pequeño y temporario, en tanto que usted llevará esa responsabilidad a lo largo de muchos años, y puede que durante toda su vida. Le escribo esto porque he llegado a apreciar en forma particularmente aguda lo terrible de la responsabilidad ante el Espíritu Santo cuando se dirige la Iglesia . . .».
El padre Eugraf define entonces su concepción del esfuerzo de la construcción que comienza: «La gracia es bella y fácil, bella en todos lados, pero fácil en la Iglesia Ortodoxa. Tengan confianza en Dios y la gracia será bella, fácil y duradera y, poco a poco, la gracia reemplazará a nuestras pasiones, que no son más que muecas. Las pasiones siempre están sedientas y hambrientas, pero jamás serán saciadas; la gracia nos sacia más de lo que esperamos. Cuando ustedes escriben: «Dios nos pide un gran acto de confianza», están equivocados. Dios, que nos ha sacado de la nada, no puede pedirnos nada grandioso. El no puede pedirle grandeza a una pizca de polvo. Dios nos ama, igual que ama a cada uno de los hombres. No olviden que El es el Buen Samaritano».
Funda un periódico de teología, liturgia y espiritualidad, los «Cuadernos San Ireneo» (Cahiers Saint-Irénée), donde resume toda la enseñanza que va a dar: «Los tres grandes mensajes de la ortodoxia son:
1)La religión, ante todo, fuerza vital: el Espíritu Santo en el mundo;
2)La lucha, no contra los hábitos, sino contra la muerte espiritual. El hombre es juzgado sobre todo por su corazón, más que por sus actos;
3)La Iglesia, finalmente, es la unidad de todos, la Verdad revelada nos es dada a todos, tanto a los simples como a los inteligentes, a los pequeños como a los grandes.
El Espíritu Santo, el hombre, la Iglesia».
Una anécdota de 1938 define bien las capacidades del presbítero Eugraf. Reunido con algunos intelectuales, entre ellos Drieu-la-Rochelle, en un café cerca de la plaza de la Concorde, el padre Eugraf es tildado de «momia» por el hecho de ser un eclesiástico. Luego se pasa a hablar de las previsiones despertadas por la guerra que se acerca. Repentinamente, él dice: «Ustedes están absolutamente equivocados, porque justamente es por el hecho de que soy un presbítero, y por tanto encargado de liberar a los hombres de todo yugo, que me encuentro entre ustedes. Si no fuera por eso, y de acuerdo con mi temperamento, ustedes no me verían más. Y en cuanto a la guerra, ¡no la habrá!». Habiendo pronunciado esas palabras, él hace su propia introspección y ve, clara y contradictoriamente, que la guerra es inminente y segura. Concluye por ello que su alma no quiere la guerra, pero que su espíritu la discierne claramente. Esta distinción entre el alma y el espíritu fue uno de los puntos centrales de su enseñanza, que detecta y destruye las confusiones tan perjudiciales de la vida cotidiana. ¿No ha dicho el Cristo: «Mi alma está mortalmente triste» y enseguida «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»?
El carácter casi homeopático de la Iglesia Ortodoxa Occidental en esta época, ya que no debía haber más de cincuenta fieles, obliga al padre Eugraf a trabajar para el futuro, construyendo por la fuerza de Dios para lo que es «la obra más grande de nuestra época», o sea la encarnación de la ortodoxia en Occidente. El instrumento privilegiado de la vida eclesial –en la Iglesia de todos los tiempos y en el corazón del padre Eugraf– es el rito, la liturgia.
También va a otorgar él su atención y su genio a la elaboración de ese instrumento que es la plegaria litúrgica para la alabanza divina, para ponerla en boca de los franceses y de los demás occidentales. El 25 de agosto de 1939 el metropolita Sergio de Moscú interviene en esa elaboración y escribe: «. . . El rito occidental admitido entre nosotros debe ser considerado como una primera experiencia . . . Si un grupo cualquiera se presentara ante nosotros para someternos una versión más perfecta de la liturgia occidental, no habría ninguna razón para que nos priváramos de aceptarla . . . Sólo es necesario que esa nueva redacción . . . se atenga claramente a una auténtica tradición de la Iglesia, tradición galicana para Francia, o las que correspondan para otros pueblos, sin excluir la tradición romana, con modificaciones . . .» El trabajo del padre Eugraf sigue casi exactamente estas directivas.
La guerra llega el 3 de septiembre de 1939, el padre Eugraf es movilizado y «la ortodoxia occidental se pone un uniforme de recluta de segunda clase». La construcción de la Iglesia Ortodoxa de Francia se detiene y comienza un nuevo período, el de «el padrecito» en el ejército. Así lo llamaban sus camaradas de armas, y más tarde prisioneros, en el seno de una extraordinaria popularidad. El escribe: «No voy a decir que veo a la Iglesia como un «cuartel universal», pero no son pocas las cosas que se pueden aprender en la vida militar; moralmente: fraternidad sencilla, auténtica, y no «mis queridos hermanos y hermanas» antes de la colecta; colectividad, solidaridad, y no el atentar contra los demás con miras a la propia salvación; ausencia de hipocresía. He aquí algunos elementos . . . Roguemos por la paz, pero también para que esos preciosos elementos del espíritu militar se infiltren en las parroquias y entre los hombres de Iglesia».
Pero él continúa llevando a la Iglesia futura en su seno, como una mujer encinta, y preparándola: «Ustedes tienen una concepción romántica de la iglesia-sociedad, social-idealista. Combatan en ustedes ese error igual que debemos combatirlo en los demás. Hay dos errores en Francia: el pesimismo de la Reforma y del romanismo del Concilio de Trento (naturaleza corrompida, tinieblas), y la reacción del Renacimiento hasta el siglo XX, caracterizada, según la definición de Ernest Seilliere, «por su psicología, muy exageradamente optimista, de la naturaleza humana»: Rousseau, luego el siglo XIX, el liberalismo. La ortodoxia niega tanto el primero como el segundo. El primero, separando a Dios y el hombre, hace a éste demasiado trascendente; el segundo adopta la tesis de deificar al hombre, de idealizarlo. La verdad es que el hombre, de naturaleza a menudo oscura, bien oscura, oculta sin embargo en sus tinieblas la misma luz divina. A través del polvo uno llega a percibir la obra maestra eterna. Ese es el equilibrio de la ortodoxia, su fuerza».
Hecho prisionero, el padre Eugraf es llevado al campo de detención IV B. Sobre ese tiempo escribe: «Los años de cautividad están entre los más bellos de mi vida. Vida monástica y posibilidad de contemplación. Ninguna preocupación, alimentado, alojado, rodeado de camaradería, de horas de paz, porque es fácil para mí abstraerme en una barraca. Cuando somos doscientos, se está solo.» Y allí, en el campo, estructura la misa en su corazón, de lo que vemos un corto extracto: «. . . He pedido perdón, y Dios me ha perdonado, pero bajo la condición de que yo manifieste mi deseo de despertar mi alma.
. . . ¡Oh, el Fuego de la Caridad!, eres como un potro lleno de audacia que me lleva. Caballo rojo con alas rojas, rápido como la luz, donde él pasa se enciende el fuego, el incendio aumenta, las bestias salvajes huyen, los monos de las herejías saltan por millares de una rama a la otra, para caer exhalando gritos ridículos.
. . . La ortodoxia es el incendio universal de la caridad».
El padre Eugraf pasará voluntariamente del campo de prisioneros franceses al campo de prisioneros rusos, tratados más duramente por los alemanes. Se lo libera el 13 de octubre de 1943, y vuelve a París sin avisar, retorno que es luego relatado de esta manera por su hermano Maxime: «Una noche golpearon a la puerta. Ya estábamos acostados. Abro, y me encuentro delante de mi hermano. El reencuentro fue tan inesperado que no lo podíamos creer. Mi madre misma preguntó: ‘¿Es Eugraph? Hoy vuelve más temprano que de costumbre.’ Mi hermano, en efecto, volvía siempre tan tarde que en Meudon, donde vivíamos, lo habían bautizado como ‘el que vuelve al día siguiente’, es decir, con el último tren. No fue sino luego de algunos minutos que comprendimos que era el prisionero el que retornaba, luego de su larga ausencia».
Reencontrando a sus pocos ortodoxos franceses llenos de esperanza en la reconstrucción de su antigua Iglesia, el padre Eugraf retoma su obra. El quiere lograr y construir una liturgia occidental, y abrir una escuela universitaria de teología: «La liturgia no es solamente el fruto de investigaciones históricas, ella es sobre todo la vida misma del pueblo ortodoxo. ¿Dónde está ese pueblo ortodoxo occidental cuya multitud compacta y plegaria ardiente sostendrán a los que trabajan? . . . Sólo tres mujeres se habían mantenido en sus puestos . . . Los primeros pasos del centro litúrgico estuvieron, por tanto, impregnados de humildad». Ese trabajo desembocará en 1945, el domingo 7 de octubre, en la primera celebración de la «Santa Liturgia» según el antiguo rito de las Galias. Para ello contó con la ayuda de las investigaciones efectuadas por la cofradía de San Focio y de los liturgistas y eruditos contemporáneos de la Iglesia de Roma, entre los cuales se cuenta el padre Lambert Bauduin, fundador del monasterio de la Unidad en Amay-sur-Meuse, en Bélgica, así como con la de todas las generaciones de liturgistas que desde el siglo IX han buscado conservar la memoria y los documentos de la vieja liturgia nacida y celebrada en suelo francés. Finalmente, con la ayuda de su vivencia de la alabanza en la Iglesia Ortodoxa Rusa y de su genio litúrgico, el padre Eugraf, luego de inmensos trabajos, devuelve a la Iglesia Ortodoxa de Francia su liturgia antigua, su columna vertebral y su soplo personal, la liturgia según San Germán de París. Esta liturgia conmueve al espíritu francés, porque restablece el puente misterioso y divino entre Occidente y Oriente. Desde esa fecha del año 1945 el antiguo rito de las Galias se celebra en las parroquias de la Iglesia Ortodoxa Occidental en Francia, Bélgica, Suiza, España, Alemania y en ambas Américas, Norte y Sur, a medida que se van creando sus comunidades. Esta obra excepcional es unánimemente saludada ahora por los ortodoxos orientales como auténtica y saludable, y por aquéllos a quienes se dirige, los ortodoxos occidentales, como alimento esencial que se entronca con el rito «paneuropeo» celebrado hasta los tiempos de Carlomagno bajo las denominaciones de ritos milaneses, galicanos, visigóticos, celtas, que no incluía al rito romano, celebrado solamente en Roma y sus alrededores.
La escuela de teología abre sus puertas el 15 de noviembre de 1944 bajo el nombre de Instituto Saint-Denis, y los primeros cursos, dictados por el padre Eugraf, trataron sobre la obra del «divino Dionisio», San Dionisio el Areopagita; también ocupó la cátedra Wladimir Lossky, pronto reconocido como teólogo, quien expone la «teología de la Luz». Esta escuela, de acuerdo con el deseo formal de su santo fundador, el padre Eugraf, es un centro de irradiación ortodoxa y, simultáneamente, de acogida de las tradiciones católica y protestante. En ella se completó y enriqueció la enseñanza patrística y ortodoxa impartida desde 1925 por el Instituto ruso San Sergio, mostrando que la ortodoxia se interesa en todas las corrientes. Gabriel Marcel, el filósofo cristiano, es nombrado administrador de la escuela, cargo que conserva hasta su muerte, declarando públicamente en 1964, al alcanzarse el vigésimo aniversario del Instituto Saint-Denis, que él hubiera considerado seriamente el adherir a la fe ortodoxa de haber llegado a conocerla siendo más joven. El Instituto cuenta ya con más de cuarenta y cinco años de labor, y en él se enseña teología según la verdadera tradición, sobre la base de sus cinco principios básicos :
Ortodoxia, y no orientalismo.
Occidente sin compromisos.
Reconocimiento a las Iglesias protectoras, la rusa y la rumana.
Reconocimiento a Monseñor Winnaert y sus colaboradores.
Organización de carácter dinámico-apostólico.
Dedicado a la tarea gigantesca, e indudablemente divina para su corazón, de reimplantar el espíritu y la Iglesia antigua de Occidente en medio de los condicionamientos contemporáneos, el padre Eugraf debe para ello penetrar las capas vivas y las capas muertas de la civilización europea. En abril de 1945, y a través del diario Carrefour dará una respuesta a François Mauriac, en razón de su muy interesante artículo denominado «Balance de Pascuas»:
«En nombre de esa justicia que usted ama, me siento obligado a decirle que no la ha alcanzado esta vez con su «Balance de Pascuas». No llegó a ella porque no pudo ver claro y, lo que es de graves consecuencias, no supo entender con claridad la obra total del Cristo en el mundo moderno. Me explicaré.
Usted basa su «Balance de Pascuas» sobre la oposición cristiana «misericordiosa» y «la justicia minuciosa», «criatura a criatura», según su propia expresión; con palabras llenas de fuerza traza delante de nosotros el cuadro trágico de Alemania que, por su propia voluntad, por su propia doctrina, invoca sobre sí misma «tumba y escombros», no «la Resurrección dulce y tranquila», sino un dios de venganza. ¡Quién puede contradecirlo! Pero enseguida distribuye usted los roles a las distintas naciones y culturas del mundo moderno, confiando a unos el rol de la venganza y a otros el del perdón. Esa división la formula usted, geográficamente, entre el mundo occidental y la Europa oriental e, históricamente, entre la paz de 1918 y la de 1945. En esa división del mundo, consciente o inconscientemente, no lo sé, usted ignora a un tercio del cristianismo: la Iglesia ortodoxa, y habla de la humanidad como si la Iglesia ortodoxa no existiera, como si ella no estuviera allí, presente en los acontecimientos, como si ella no estuviera vigilante, fuerte, irradiante, en medio de la hoguera de las conmociones universales. Si de esa forma usted opusiera la Iglesia romana, como hijo de esa Iglesia, a todo lo que está fuera de ella, su posición sería comprensible, pero usted habla de todo el cristianismo. Y en ese cristianismo total no ha sabido usted distinguir a la parte puede que más significativa y más influyente de nuestra época, la más antigua y auténticamente apostólica, la parte que no cesa de dar pléyades de santos y de mártires, obligando a los ateos a respetar a la Iglesia de Cristo. Y lo que es todavía más paradójico, es que usted comete este olvido en su «Balance de Pascuas». Entre los pueblos del mundo, los de la Unión Soviética son los que están más impregnados del espíritu pascual, los más elevados por el impulso del perdón.
Usted no conoce, debo desgraciadamente constatar, la historia de la Iglesia ortodoxa; parece usted desconocer también la de las civilizaciones ortodoxas por excelencia, pero no puede, usted, un escritor moderno, ignorar la literatura rusa y negar su profunda impregnación en la moral cristiana, en el espíritu del perdón. Es esa su razón de ser. Me responderá usted que está hablando de la Rusia revolucionaria, atea. ¿Puede acaso usted pensar por un solo instante que la obra de diecinueve siglos de la Iglesia pueda ser borrada en unos pocos años? Reconoce usted mismo en los laicos implacables de la Tercera República (francesa) la impronta de la moral humanitaria, cristiana. Entonces, ¿por qué niega usted esa misma impregnación a la Rusia de la revolución bolchevique? Me temo que únicamente por una extraña ceguera que le hace ignorar hasta la existencia de la Iglesia ortodoxa. Señor Mauriac, déjeme contarle un hecho histórico, cargado de simbolismo, que seguramente usted no conoce. Al comienzo de la revolución, un concilio local, a fin de remarcar paralelamente con la evolución social y económica en Rusia la evolución espiritual, decide dedicar a la memoria de todos los santos rusos el segundo domingo después de Pentecostés. La Alemania nazi ataca a la Unión Soviética el 21 de junio de 1941. No sabían que era precisamente el día de la fiesta de todos los santos; atacando a la materia, ésta reencontró al espíritu.
Es por eso que su grave olvido deforma su juicio sobre el mundo actual. No me permitiré en esta respuesta a su artículo, que mi conciencia y mi respeto por usted me obligaron a escribir, el analizar las consecuencias de su olvido. Simplemente le diré: No lamente el espíritu «comercial y pacífico» y las ilusiones de 1918. El mundo, después de 1945, puede volverse más cristiano de lo que fue anteriormente, pero con una sola condición: la de no ignorar la existencia de la Iglesia ortodoxa universal, sino, por lo contrario, de sacar de ella la fuerza del Espíritu Santo, de beber en sus fuentes inagotables de misericordia».
¿Cómo no ver a través de esta carta, y en un tiempo en que el estado soviético apelaba a la ayuda de la Iglesia Ortodoxa Rusa, el espíritu profético del padre Eugraf. El ve ya la acumulación del tesoro de energía espiritual ganado por los mártires rusos, que a imitación de los mártires de la Iglesia primitiva con el Imperio Romano, van a obligar al imperio soviético a pedir su ayuda para conseguir el fin de la tiranía (nazi) y transformar la vida pública. Ese es el impacto civilizador de la Iglesia cuando ella lleva a cabo, aunque sea en parte, la propuesta evangélica: «Amad a vuestros enemigos».
En el esfuerzo por reconquistar el espíritu de la Iglesia para el Occidente, y su liturgia, el padre Eugraf Kovalevsky adjudica un lugar central a la que llamará la «Batalla de Pascuas». Viviendo un cristianismo un tanto demasiado sufriente, más moral para el pueblo que vital para el corazón del hombre, el Occidente cristiano ha olvidado que la Iglesia y el mundo desembocan, luego de la prueba de la cruz y la muerte, en la resurrección. Llevar a Occidente a la alegría pascual perfecta es una necesidad, para dar a su cristianismo la plenitud de su dinámica apostólica. Entonces el padre Eugraf, con sus colaboradores más inmediatos, renueva la liturgia pascual y propone nuevamente a las capas vivas de la Iglesia, a los fieles, el regocijo profundo y la alegría de la resurrección. Luego de algunas hesitaciones, la nueva feligresía ortodoxa francesa adopta el ritmo pascual, imita al pueblo ortodoxo ruso, se maravilla de la Resurrección diciendo y cantando durante cuarenta días, desde Pascuas hasta la Ascensión: «¡Cristo resucitó; en verdad, resucitó!». Extraordinario abrasamiento y abrazo de la Pascua.
Bajo la protección de la Iglesia rusa patriarcal y con la actividad «fogosa» del archipreste Eugraf Kovalevsky, la Iglesia Ortodoxa de Francia y de Occidente se introduce en la ortodoxia, la aprende, y forja su experiencia espiritual. Como no hay Iglesia sin obispo, el episcopado se perfila para aquél que es el alma de ese movimiento. En la línea del obispo Teófano de Poltava que, todavía en Rusia, predijo al joven Eugraf su destino, otro obispo ruso, exiliado en Bruselas, Alejandro, que se ha vuelto su padre espiritual, le predice una vez más que ése es su lugar. Esta predicción le fue hecha hacia 1950, y renovada luego en momentos en que el archipreste Eugraf comienza a dudar de sí mismo. Esas dudas aparecen como consecuencia de una violenta persecución provocada por clérigos y fieles de la Iglesia rusa patriarcal de París. Acribillado por esas críticas, que buscaban hacer que el naciente grupo ortodoxo occidental fuera reabsorbido por la gran comunidad rusa tradicional, el padre Eugraf piensa que debe retirarse, que no está en el lugar deseado por Dios, y que debe ceder la conducción de su misión a alguien más digno que él. El arzobispo Alejandro, que ha visto claramente la voluntad divina, lo persuade de no hacer nada. Curiosamente, por lo que hace a la fecha, el 14 de julio de 1952 el santo sínodo de la Iglesia rusa concede al padre Eugraf el título de doctor en teología.
Llega el tiempo de la ruptura, la primera, dura prueba para un archipreste legitimista y apegado a la obediencia. Para preservar la identidad y lo genuino de la pequeña Iglesia Ortodoxa Occidental hay que separarse de la Iglesia rusa patriarcal. El patriarca Sergio muere, y el padre Eugraf, condenado por el nuevo patriarca Alexis, el 25 de enero de 1953 explica a su clero y a sus consejeros: «Desde 1925 me he consagrado al renacimiento de la Iglesia Ortodoxa Occidental. Su objetivo es renovar el mundo y el cristianismo. Creo en su futuro y le seré fiel hasta la muerte . . . A menudo he luchado por ustedes a fin de dar bases sanas a la ortodoxia occidental y permitir su desarrollo. Jamás he flaqueado. Todas mis tentativas han fracasado. Guardo un inmenso reconocimiento por el patriarcado de Moscú, donde nací, y que en la persona del patriarca Sergio supo ver proféticamente a la ortodoxia occidental, pero compruebo ahora que el patriarcado de Moscú ha perdido la gracia de ayudar. Su obra en Rusia es espléndida, pero no ha entendido al Occidente. Durante muchos años he vivido en un equívoco que pesó sobre mí severamente. Comprendí que la ortodoxia occidental necesitaba un conductor, y acepté plenamente ser moralmente su jefe y su padre, con todas las responsabilidades que eso comportaba. He luchado por eso, pero no se puede luchar por uno mismo. He sufrido terriblemente por esa nota falsa. Es imposible, hasta por deber, trabajar para ser jefe. Y esa nota nota falsa, esa discordancia, se da también en la obra. ¡Parece que yo hiciera todo para ser el jefe! . . .”.
El padre Eugraf se retira, tal como se le pide. Pero junto con él el clero y los fieles de la misión occidental dejan también el patriarcado de Moscú. En 1954, en el curso de un viaje destinado a buscar una nueva Iglesia protectora, el padre Eugraf visita Asís y ora en la basílica que contiene la Porciúncula donde San Francisco comenzó su lucha espiritual. Entonces escribe: «Lo esencial de la vida cristiana es tener a la obediencia como un centro geométrico exacto. Y aquí, la Porciúncula no es más que ese centro geométrico exacto, punto ortodoxo de intimidad con Dios, de abandono total al que nos posee y nos atraviesa. Es suficiente con que un espíritu, un alma, lo obedezcan, para que millares de seres y de pueblos acudan y, deslumbrados, construyan una basílica para salvaguardar esa obediencia. La persona santa es el sol en que se concentran todas las oscuras radiaciones humanas. El santo brilla de una manera personal, única, pero da a todos la posibilidad de que también ellos brillen».
Este amor a los santos, que le es tan necesario como el sol y la luz, no impide al padre Eugraf apreciar la humanidad toda y discernir sus contornos, a la manera de un Padre de la Iglesia: «En la vida espiritual hay tres etapas: la de los siervos, que se mantienen mudos por el temor, preocupados sin cesar por lo «fasto» y lo «nefasto»; la de los servidores, que buscan la recompensa, los dones, la perfección, las potencias, que están ávidos de riquezas metafísicas; y la de los hijos que se entregan a la alabanza de Dios desinteresada. Estos últimos aman el arrebato eucarístico de la liturgia; al olvidarse de sí mismos, actúan litúrgicamente, es decir, en común. En la Iglesia cada uno tiene su lugar, tanto los siervos como los servidores; ella sostiene a los primeros y enriquece a los segundos, pero está feliz con aquéllos que saben estar jubilosamente delante de la faz del Altísimo».
Pasan cuatro años y, en 1957, el archipreste Eugraf se encuentra con un arzobispo ruso, emigrado y miembro del sínodo de obispos rusos en la emigración, sínodo conocido bajo el nombre de Iglesia Rusa fuera de las fronteras (o de los emigrados, o Iglesia Rusa en el exilio). Este arzobispo es Juan de Shanghai, ahora conocido como Juan de San Francisco, que próximamente será glorificado y canonizado.
Este Juan «es bajito, feo, desaliñado, y no puede hablar claramente, porque los comunistas chinos lo hirieron en la boca de un culatazo. Su santo patrono es Juan de Tobolsk. Llega desde Shanghai. Los chinos dicen de él: «Ahora que el hombrecito se fue, nos vamos a aburrir», y su superior, el metropolita Anastasio de la Iglesia rusa de los emigrados (que reside en Nueva York) lo nombra arzobispo de Francia y de Bruselas.
Tres cosas llaman la atención cuando se lo ve por primera vez: su «klobuk», es decir, su cofia o tocado de monje, que desciende sobre su cara, con un largo velo que parece caer hasta sus pies, sus grandes ojos soñadores que miran atentamente, y sus pies, esos pies desnudos, tanto en verano como en invierno. Se para ligeramente inclinado hacia adelante . . ., más tarde nos enteramos que esa inclinación responde a que debajo de su sotana lleva una bolsa llena de tierra santa. En perpetua oración, no duerme desde hace años, y vive en una celda sin cama . . . Para él la jornada de 24 horas es de 24 horas de oración, y cuando concede una entrevista o se reúne con alguien lo hace, con toda naturalidad, tanto a medianoche como a las tres de la mañana. Nada lo hace abandonar una actividad sino cuando juzga que así lo quiere Dios.
Vino a este mundo en 1896, y nació al cielo en 1966; era descendiente de nobles que actuaron en el gobierno de Kharkov. A los 38 años es consagrado obispo por el metropolita Antonio (Khrapovitsky) en Belgrado, y lo mandan a China. El metropolita Antonio le dice: «Es necesario que te consagre, porque si no lo hago yo, eres tan humilde que nadie lo hará», y su carta de recomendación a los rusos de Shanghai decía así: «Les envío al obispo Juan como si les enviara mi corazón y mi alma. El es un milagro de estabilidad ascética.» Luego de la segunda guerra mundial, expulsado de China por los comunistas y no queriendo dejar en manos de éstos a sus jóvenes alumnos de la escuela que fundó en Shanghai, los lleva consigo a Estados Unidos. El barco es detenido en el puerto, y las autoridades quieren devolverlo junto con su cargamento humano. El arzobispo Juan logra una prórroga de tres días. Va a Washington, donde, no pudiendo encontrar a las personalidades que puedan ayudarlo, se sienta en la escalinata de entrada del Congreso y espera en silencio por varias horas, desgranando las cuentas de su rosario. Los americanos, pasmados por esa extraña visión, terminan por convocarlo, escucharlo, y le otorgan a él y a sus discípulos la entrada al país».
Así es el hombre que, llevado del Oriente al Occidente como el padre Eugraf, va a entender a este último, y va a hacerlo recibir y bendecir por la Iglesia Rusa en el exilio, tal como antes lo había hecho la Iglesia de Moscú. La Iglesia Ortodoxa de Francia se ve incluida dentro de la obediencia rusa en el exilio, con un status de autonomía; el arzobispo Juan será su protector, y el 11 de noviembre de 1964, día en que se recuerda a San Martín, el apóstol de las Galias, consagra obispo al padre Eugraf en San Francisco, diócesis para la que había sido nombrado el arzobispo Juan.
El nuevo obispo recibe el nombre de Jean (Juan), por haber elegido como patrono a San Juan de Cronstadt, presbítero de la Iglesia patriarcal rusa nacido al cielo el 20 de diciembre de 1908, que fue un taumaturgo prodigioso, sirviendo en la catedral de San Andrés de Cronstadt (suburbio de San Petersburgo). Y como el obispo es siempre obispo de un lugar, será la ciudad de Saint-Denis, cerca de París, que no tiene por esa época obispo romano, la que se atribuirá a Monseñor Jean. Desde San Francisco, la víspera de su consagración, el padre Eugraf escribe a su feligresía de París:
«Lejos de ustedes soy como un pez que encalló en la arena. ¡Esa parroquia de San Ireneo en París soy «yo», y estoy tan lejos de ella!; ¡He colgado mi arpa, y mi alma llora porque se la separa de su Jerusalén! Me siento solo, viudo, mutilado. El único consuelo es que he venido aquí para el bien de nuestra amada Iglesia de Francia. Los Estados Unidos son un país muy interesante, Nueva York también lo es. Todos los pueblos son creaturas del Señor, todas las ciudades tienen sus ángeles. El ambiente sinodal es amable, simpático, pero yo he venido al mundo no por ellos sino por ustedes. Todos los días soy el invitado personal del metropolita, que come solo. Como un ebrio que espera el agua de vida, así espero el día de mi retorno . . .»
Es este mismo metropolita Anastasio el que le ofrecerá este brindis profético: «. . . por su consagración, Señor Archipreste, la Iglesia Rusa en el exilio no está creando una nueva diócesis, tampoco una nueva provincia eclesiástica, sino que tiene el insigne honor de transformarse en la fuente de una nueva Iglesia, y de participar en el renacimiento de la antigua Iglesia Ortodoxa de Francia».
El arzobispo Juan, que lo consagra junto con el obispo rumano Teófilo, le otorga la cruz y le dice brevemente: «Has cumplido tu misión según las palabras: «Id y enseñad a todas las naciones». El pueblo francés estará gozoso, pero tú vas a encontrar dificultades, porque el odio es grande. Debes ser prudente, no tengas en cuenta las debilidades de aquéllos a los que no hiciste más que ayudar. Hoy se festeja a San Martín en toda Francia. San Ireneo es tu protector para la seguridad de la doctrina. Estarás rodeado por San Juan de Cronstadt y por San Nectario de Egina, pero acuérdate también del metropolita Antonio de Kiev, tu pariente, de alma universal, y actúa como él lo haría en tu lugar».
Se ha cumplido una profecía: la Iglesia Ortodoxa de Francia ha brotado de una fuente canónica pura, en el seno de la oposición y de las desavenencias. Luego de tres años de episcopado, el obispo Jean de Saint-Denis hablará de esta manera del cometido episcopal en la reunión de su clerecía: «Soy el único obispo entre ustedes, y todavía no les he hablado del ministerio del episcopado . . . La consagración episcopal misma no me ha conmovido tanto como la del presbiterado. Cuando fui ordenado presbítero, hace más de treinta años, sentí que una luz pujante e increada penetraba mi alma. Mi consagración episcopal ocurrió más insensiblemente. La explicación está en el hecho de que hacía ya mucho tiempo que me tenía que desempeñar como obispo, tomando toda la responsabilidad del episcopado, sin haber sido consagrado todavía. La consagración fue como un reconocimiento del hecho carismático. Pero así como la consagración misma no me ocasionó en lo inmediato una sensación fuerte y palpable, debo reconocer que, cuanto más avanzo en mi ministerio episcopal, más compruebo en mí un cambio radical, que de ninguna manera se origina en mis cualidades o en mi esfuerzo personal y subjetivo, sino en una realidad que me sobrepasa, que se ha introducido en mí objetivamente, actúa y me transforma.
Constato primeramente que, a pesar de mis esfuerzos por permanecer tal como yo soy, una potencia, un poder incontestable, casi absolutos, me han sido dados. Pero este poder no me ha sido comunicado por mi personalidad moral, como Jean-Eugraf Kovalevsky, sino por el hecho de que me desempeño como obispo. El se impone, no hay más que inclinarse. Sin embargo, me siento espontáneamente más limitado en mis actos personales e inspirados, al pertenecer al episcopado universal, siendo miembro orgánico, fraterno, del colegio apostólico. Soy más el portavoz de la Iglesia entera, de todos los tiempos y todo lugar, y en la Iglesia, del episcopado, que un «profeta» de inspiración individual, y eso no en virtud de la posición social del obispo, o por prudencia política, sino por una necesidad totalmente interior que me transforma y me «episcopaliza». Y así discierno su carácter doble y complementario: por un lado, un poder casi absoluto y, por el otro, su absoluta identificación y su limitación en el contexto de la Iglesia y de la sucesión apostólica universal.
El carácter de este poder episcopal o apostólico es inseparable del servicio a los demás. Es un diaconado pleno. Se engaña aquél que cree que el obispo no es más que el servidor de las almas que le son confiadas. El obispo es el servidor de toda la humanidad. Su corazón sangra por los fieles y por los infieles, de su país y de los países lejanos. Si el obispo no actúa universalmente no es sino por respeto fraternal a sus demás hermanos en el episcopado. Se limita voluntariamente, teniendo conciencia de no ser más que una parte del todo. El no es «Obispo», es uno de los obispos, no es más que un representante de la Iglesia.
Cuando me convertí en obispo, un misterio se me reveló durante la divina liturgia: que la unidad de la Iglesia se manifiesta de una manera real por la tríada: el pan, la copa, el obispo. El pan y la copa que deben ser transformados, por la voluntad del Padre, las palabras del Cristo y la potencia del Espíritu Santo, en cuerpo y en sangre de Nuestro Señor, y el episcopado que, por obediencia a la Iglesia, reconociéndola como fuente de los sacramentos y bendiciones (imagen del Padre), por el Evangelio del Cristo correctamente predicado por el obispo, y por la invocación de los fieles para que el Espíritu Santo descienda sobre el obispo, unifica y santifica el cuerpo de la Iglesia. Esta tríada, el pan, la copa, el obispo, da forma sacramental a la autenticidad de la misma Iglesia, construyendo el cuerpo del Cristo, que colma a todos en todo.
Antes de mi consagración yo ignoraba vitalmente este valor del episcopado. Este es mi testimonio sincero, el de un obispo, y puede servir para la meditación, testimonio vivido e icono intelectual aprendido por la experiencia».
El obispo Jean decía habitualmente que el Cristo trajo dos cosas nuevas al mundo: una nueva manera de pensar, y el episcopado. El fue icono viviente de esa doble novedad y pudo, por eso mismo, dar lugar a este acontecimiento único del renacimiento de la Iglesia Ortodoxa de Occidente. Esta obra le costó muchísimo e hizo que llegara al borde de la muerte físicamente agotado.
Habiendo fallecido en 1966 el arzobispo Juan de San Francisco, sus sucesores no heredaron su santidad y se unieron contra la Iglesia Ortodoxa Occidental, como lo había hecho en 1952 la representación en Francia de la Iglesia rusa patriarcal. Por segunda vez hubo que cortar los lazos con la Iglesia protectora a fin de preservar la identidad de la recién nacida. Esta segunda ruptura provocó tal desorden en la comunidad del obispo Jean de Saint-Denis que fue la peor prueba de su vida, y apresuró su fin.
En 1967 se presenta un nuevo hermano en el espíritu profético en la persona del patriarca Justiniano, de la Iglesia Ortodoxa de Rumania. Era muy tarde para llevar a buen fin la discusión sobre la Iglesia de Occidente, pero no para ser recibido y escuchar decir: «Recibo en vuestra Eminencia, no solamente a un obispo, sino al jefe de una Iglesia» (palabras del patriarca Justiniano en abril de 1967 en Bucarest, testimoniadas por los clérigos que acompañaron al obispo Jean en su visita).
Liturgista hasta su último aliento –como su maestro el Cristo– el obispo Jean de Saint-Denis nació al cielo un viernes a las 15 horas. Fue el 30 de enero de 1970, día de la fiesta de los tres santos Doctores del Oriente, sus compañeros desde siempre, San Juan Crisóstomo, San Basilio el Grande y San Gregorio Nacianceno.
Una obra inmensa fue iniciada por aquél que fue predestinado desde Rusia a vivificar el cristianismo más vesperal de Occidente en el siglo XX. Liturgista, teólogo, canonista, iconógrafo, el obispo Jean fue también pintor, músico y matemático. Todos esos dones extraordinarios no tuvieron efectivamente la posibilidad de expresarse totalmente cada uno, pero fueron eficaces en ese lugar geográfico, Francia, y en su corazón, París.
El escritor, poeta y filósofo alemán Heinrich Heine definió en forma excelente que un genio es a menudo un hombre individualmente común cuyas obras son grandes, en tanto que un santo es un hombre muy superior a sus obras, aún las grandes. Así ocurre con el obispo Jean.
La Iglesia del Cristo está destinada a «fabricar santos». Cuando eso ocurre, ella está justificada y da nuevos soles al mundo; cuando falla, cuando no ocurre, ella abre abismos a aquéllos que ya los tienen en demasía. Monseñor Jean de Saint-Denis, por su vida y su obra inscriptas en el corazón de la tradición y en conformidad con los Padres de la Iglesia, ha abierto al Occidente un lugar y un campo de actividad para la santidad, incluida la de sus obispos.
La larga cohorte de los vivos y los difuntos de la Iglesia canta al Señor el himno tres veces santo, y vivifica la tierra de Occidente, donde un hijo de la Iglesia de Oriente ha creado para muchos la posibilidad de brillar también entre los santos.
Germán, obispo de Saint-Denis
EL METODO DEL AFORISMO
En primer lugar, esto no es un libro, sino el reencuentro de un ser. Hay mil maneras de hacer regresar a una persona que ya no está: pensar en ella, amarla, leer sus escritos, mirar sus fotos, o simplemente evocar su recuerdo . . . Es la memoria de una ausencia. En este caso no es así. Con Monseñor Jean nos encontramos en presencia de un hombre lleno de santidad. Ahora bien, lo que caracteriza a la lectura de la biografía de un santo, o de sus escritos, es su presencia real. Una biografía bien hecha, y más aún los escritos de un santo, son el «sacramento» de su presencia: la lectura induce rápidamente a la oración, una especie de arrebato que establece de una manera extraña el contacto con el santo. Ese es el signo auténtico de que hemos pasado del alma al espíritu, nuestro cielo interior se abre, porque el Más Allá está verdaderamente en el fondo de nosotros mismos. El santo viene entonces a nuestro encuentro, es él mismo quien nos habla y nos acompaña, compañero en el camino, en quien se confía y de quien se reciben muchas luces, consejos innumerables . . . Viviente a nuestro lado, nada más nos separa de él, sino el velo que nos impide ver hacia el Más Allá. Pero si conseguimos su icono, o hasta una foto, entonces ese velo se rasga un poco y se abre una ventana sobre lo invisible . . .
Este fenómeno, perfectamente conocido por quienes practican este tipo de paternidad espiritual, es tanto más impresionante con Monseñor Jean, que ha sido investido por Dios de una misión absolutamente particular: la restauración de la ortodoxia en Occidente, es decir, de la tradición primitiva del cristianismo y de la fe de nuestros Padres, más allá de los siglos de desviación histórica. Decimos: restauración del Hombre cabal, redescubrimiento de nuestra vocación y de por qué cada uno de nosotros ha nacido. La ortodoxia no es un bazar, sino el núcleo de nuestro ser y su realización. Ese es el motivo de que numerosas personas se hayan sentido transportadas, embargadas por un cambio, a veces por varios días, al leer la biografía de Monseñor Jean o alguna de sus obras. Es que se han sentido súbitamente revelados ante ellos mismos, y en presencia de un programa de vida.
Pero una obra no se convierte en camino y método si no si se la puede llevar a su más pequeño denominador común. Un verdadero maestro espiritual no tiene más que una sola cosa que decir, aunque la diga de mil maneras, como moliendo el grano; porque el hombre es uno, Dios es uno, y la forma de llegar a El es, fundamentalmente, una. La abundancia en un santo no reside en cuánto mide, o cuánto pesa, ni en la cantidad de libros que pueda haber escrito o publicado, sino en la luz que de él emana. Ella está en todo lo suyo, destella en cada frase, y es precisamente esa frase la que debo tratar de descubrir, la mía, la que me deslumbre a mí, para luego exponerme a su irradiación. En la Biblia cada uno tiene su versículo preferido; delante de un maestro cada uno recibe su consejo individual. Sabemos, por la tradición de los Padres del Desierto, que cuando se va a ver a un Anciano, es para decirle «Padre, dame una palabra», y que él nunca da más que una sola fórmula o un solo ejercicio. Focalización extrema que será en adelante para el discípulo su cayado de peregrino. Es ese el método del aforismo, que presentamos en este libro. No se trata de una recolección de pensamientos bellos, sino de una herramienta para penetrar hacia el cielo interior de que hemos hablado, allí donde se encuentra el origen y la transformación del ser, y la del mundo.
Para este «trabajo», que tiene el mismo sentido que un parto, Monseñor Jean se iguala con un Anciano. El recibió una visita de lo alto, él es un ser de fuego. Tanto su larga prosa es lava hirviente en la que uno puede bañarse, que purifica y estructura el pensamiento, como sus aforismos nos hacen penetrar en su exaltación y participar en su experiencia. La prosa enseña, el aforismo despierta: es el jugo de la prosa, la cima de una pirámide, o la esencia última en una destilería. Con el aforismo nosotros poseemos la llave de la ciudadela, la de una obra entera y la de nuestro corazón; él nos lleva a lo esencial de la prosa, que está más allá de las palabras. Si la prosa ha hecho reflexionar a su autor, el aforismo, en cambio, nos hace reflexionar a nosotros en el sentido literal de las palabras, como un espejo. Porque cuando dirigimos la atención a un aforismo más que a otro, se trata de una elección que manifiesta nuestras preferencias secretas, no por razonamiento, sino por una emoción que se identifica con la del autor y que revela el fondo de nuestro ser. El entendimiento es crucificado por el aforismo, que es como el sonido primordial más allá de toda música; es una palabra guía que no se queda en el intelecto, sino que lo lleva hacia el principio del principio, hacia lo que nace con nosotros, lo original, lo no compuesto. Así todo se vuelve simple, fácil, determinado, el camino deja de ser impreciso y se dan pasos de gigante. «La fórmula es para el hombre uno de los mayores beneficios» dice Fichte; se sabe también qué energía inaudita, y finalmente incontrolable, se ha puesto a disposición en la química termonuclear y la fusión de los núcleos atómicos. Aquí se tiene todo, y todo, verdaderamente todo, consiste para cada uno en encontrar la fórmula que pone su núcleo, su corazón, en fusión.
El descubrimiento de mi aforismo personal llega simplemente; como el imán que atrae las limaduras, la idea-fuerza imanta mi deseo profundo y le da una dirección. Si entonces todo mi ser se focaliza alrededor de este deseo único, mantenido en vilo y alimentado por el aforismo, entonces mi ser se vuelve único, y esta pureza de corazón nos lleva a la visión de Dios, no solamente luz para uno mismo, sino testimonio para el mundo entero. «Si un hombre, en su desván, alimenta un deseo lo suficientemente fuerte, ese hombre desde su desván enciende el fuego en el mundo» (Saint-Exupéry). Todos los santos han probado y comprobado esto, por la simple razón de que ese deseo, según San Gregorio el Grande (siglo VI), ya es una experiencia de Dios.
No todo es aforismo, aunque se lo llame así, y a la inversa, algo que no entendemos como tal puede a menudo serlo. Lo que es determinante en esto es el brotar repentino, la captación súbita del fondo del ser. Este aforismo opera entonces una elección, dado que elimina todo el resto, llevando hacia un exclusivismo sin el cual nada de importante se ha producido jamás en el seno de la humanidad, y arraiga al hombre que lo practica en una decisión. Es la vía de los seres grandes. Sin esa orientación rigurosa, que debemos buscar recuperar a cada momento, no hay vigilancia posible. Pero el aforismo repetido sin cesar, como un encantamiento, se introduce en el cuerpo y en el alma para encontrar por sí mismo su camino hacia lo que lo atrae: el espíritu.
Nuestra vieja tradición recuerda que si yo recibo así una palabra, es el Verbo quien viene a mí, el Cristo, y en ese mismo instante el Espíritu Santo, mi maestro interior, me lleva a la experiencia de esa presencia. Esa es la palabra que irradia la luz, y sólo el espíritu tiene la capacidad de captarla. Cuando «algo me habla» desde un texto, es siempre de este acontecimiento del que se trata: es Dios quien me habla. ¡Lo importante entonces es dejarse atrapar! La luz de nuestro espíritu iluminará también, poco a poco, nuestra alma y nuestro cuerpo. Al aforismo se lo debe «rumiar», tal como decían los Ancianos, repetirlo incansablemente, saborearlo, hacerlo familiar. Cuanto más permanece en mí, más templa mi corazón y lo transforma, llevándolo a la admiración de Dios. Acá la palabra se hace iniciática en la vida y en la plegaria, ella me ofrece una alianza con el Cristo, en la que me transformo en su discípulo. A través de las palabras se revela la única Palabra, que es la Fuente, el Verbo eterno de que cada efímera palabra es un reflejo. Desde ese momento se comprende mejor por qué la palabra repetida tiene una potencia de penetración tan extraordinaria en todo el ser, y es capaz de transformar al hombre hasta en su cuerpo, la médula de sus huesos, su sangre, hasta la estructura misma de sus células . . . De esa experiencia nace la «Plegaria de Jesús» misma que, repitiendo su Santo Nombre, se identifica con su Presencia y permite llegar a las cimas de la santidad.
Alphonse y Rachel Goettman
AFORISMOS
Estamos ebrios del amor de Dios por nosotros.
Es cierto, todos los demás temas nos interesan,
pero para hablar sin equívocos,
sin velos, sin disfrazar nada, en la desnudez del espíritu,
lo único que interesa no es nuestro amor por El,
sino Su amor,
que en todo instante nos deslumbra, nos abruma divinamente,
nos conmueve en su infinitud.
* * *
Dios no es una madre, es Padre, pero su paternidad es maternal.
* * *
Comprender que el cuerpo y la vida son un don de Dios,
que pertenecen a Dios, nos conduce a una belleza inimaginable.
Pertenecerse a usted mismo lo hará siempre constantemente ávido de placeres diversos, pero saber que no es de su exclusiva propiedad
hará de usted un ser vuelto hacia Aquél que es nuestro Maestro.
* * *
Cuando San Pablo dice «Alégrense»,
da un mandamiento, hace un llamado,
es decir: alégrense en las pruebas, alégrense sin importar lo que pase.
El apóstol se refiere a una alegría que existe hasta en la pena,
que no está ligada a las circunstancias exteriores,
una alegría no condicionada por el exterior, que debemos conquistar.
Hay que responder a nuestros hermanos, o a cualquier eventualidad, con alegría.
Muchos cristianos no se dan cuenta
que al comprometerse a seguir al Cristo
se han comprometido a seguir la felicidad.
La mayoría cree que el camino del Cristo es más bien el de la tristeza,
el de un cierto coraje para soportar las pruebas,
y para muchos de ellos la felicidad les parece casi una mala acción.
El Cristo nos lleva hacia El; el cristiano es, por consiguiente,
un hombre en marcha hacia la felicidad.
* * *
Traten de sobrepasar su propio «yo», hagan abstracción de él
repitiéndose estas palabras santas e infalibles:
«Dios es mi alegría; la sienta o no la sienta, Dios es mi alegría».
* * *
Dios se vuelve hombre, dándole por su encarnación un valor eterno,
y la posibilidad de elevarse hacia el destino divino.
* * *
No se puede conocer y amar sino aquello que ya existe en nosotros,
aquello en lo que se comulga, y debe haber un germen de la divinidad en el mundo, desde la creación del mundo, para que el mundo pueda recibir a Dios.
Uno no se vuelve sino lo que ya es.
* * *
Conciban por un segundo que son el templo del Espíritu Santo,
comprendan la profundidad y complejidad del ser humano,
y se darán cuenta hasta dónde ha caído nuestra conciencia.
* * *
Dios, como un alfarero, ha modelado un objeto
no solamente con la finalidad de hacerlo un ser vivo
capaz de decir «te amo», o «no te amo»,
sino que lo ha modelado con la voluntad
de que esta criatura lo lleve en sus entrañas.
Nuestra sociedad es un totalitarismo de la edad adulta,
un humanisno sin cosmos, sin Dios.
Es urgente volverse hacia la adolescencia
y organizar la vida por ella misma;
es urgente restaurar la belleza de la vejez.
* * *
La vocación única de todo hombre
no tiene más que una meta: Dios.
Estamos creados para volvernos dioses nosotros mismos:
he aquí lo absoluto.
* * *
¿Acaso no ha sido todo el universo creado por Dios
para que la humanidad se una a El?
¿Cuál es el sentido del hombre, su felicidad, su vida,
el sentido de su existencia?: Dios.
Si no es así, somos peores que las bestias, las plantas,
que alaban a Dios a su manera, con toda la creación.
La caída del hombre se origina en el hecho de que el hombre
ha olvidado su vocación, la vocación de Dios.
* * *
Los invito a acelerar el paso para vivir misteriosamente, místicamente,
la muerte y la resurrección cristianas,
en Cristo, con El.
* * *
¿Qué es un creador?
Es aquél que se limita.
El hombre que no se limita no creará jamás,
y morirá sin hacer nada.
En eso consiste el genio, y el don específico del hombre:
él se limita creando, y en esta limitación aparece el trabajo duro,
que es más que el análisis,
es la elección del rechazo de ciertas cosas, aunque sean buenas,
para conservar una cosa única.
El hombre es la unidad del espíritu, el alma y el cuerpo.
La distinción no está entre el espíritu y la materia,
sino entre lo creado y lo increado.
* * *
En la vida espiritual
debemos siempre tener dos realidades presentes en el espíritu:
que Dios se hizo hombre
para que el hombre se haga Dios.
No olvidemos jamás que la meta del hombre
no es el volverse un hombre virtuoso, bueno, un asceta o un taumaturgo,
sino únicamente el volverse Dios.
¿Qué significa volverse Dios, y cómo actuar?
Dios reposa en el espíritu del hombre, pero no Lo conocemos;
se trata entonces de llegar a discernirlo.
A partir del momento en que reencontramos lo divino,
la chispa divina en nosotros, estamos en Dios.
Porque esta chispa contiene todas las cualidades divinas,
es inmortal, infalible,
pacífica, inmutable, indefinible.
Todo lo que dispersa impide encontrar a Dios:
las pasiones, los pensamientos, las distracciones.
¿Qué camino debemos tomar?
La liberación de las pasiones,
del torbellino de los pensamientos, de las distracciones.
* * *
Si el Cristo no es hombre total,
el hombre total no ha sido salvado.
* * *
Es debido a que Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único,
inclinando los cielos y preocupándose por nuestra miseria,
descendió hasta el pesebre y, más bajo aún,
hasta la profundidad de la materia, que son las aguas,
tocando ya por su bautismo, antes de su descenso a los infiernos,
el límite de la naturaleza creada;
es porque Dios descendió hasta ese extremo,
que el misterio de la Trinidad resplandece ante nuestros ojos.
Aquél que está entre ustedes y que viene, está siempre entre ustedes.
El viene siempre a ustedes, y ustedes no lo saben.
Es una respuesta a todas las civilizaciones,
a todos los hombres que no creen en el Cristo.
El está en todo, El viene a todos, y ellos lo ignoran.
* * *
Hablamos de la encarnación del Verbo:
Dios, el Verbo, ha tomado la forma de esclavo,
El se hizo hombre, El ha escondido su Gloria en su humanidad,
El no la ha mostrado a tres de sus discípulos
más que en la medida de sus capacidades el día de la Transfiguración,
El se esconde a la sombra de nuestra humanidad . . .
¡Pero su primer despojamiento estaba ya en el acto de la creación!
En todas las manifestaciones divinas hay condescendencia.
Dios se oculta para no deslumbrar por su naturaleza.
Condescendencia, humillación, despojamiento,
son atributos del Creador.
* * *
Son los seres bien «instalados» los que matan a Dios,
y tanto sea que estén instalados en el pecado,
como que lo estén en la virtud.
* * *
Al hombre lo acechan peligros más grandes que el pecado:
el deseo de quietud del alma soñadora,
distraída en la búsqueda de la felicidad terrenal cotidiana;
y el peligro de la inquietud, el temor a la guerra, más grave que la guerra misma;
el temor al diablo, más peligroso que el diablo mismo.
* * *
Las perturbaciones, los celos, los fanatismos, la incomprensión,
provienen de que envidiamos el lugar «del otro»,
que no cumplimos nuestra propia tarea,
que no hemos encontrado aún nuestro lugar personal,
nuestra ubicación interior ante Dios.
El amor de Dios es el amor de «sí», es el deseo ardiente de unirse a El,
de hacer su voluntad, de estar centrado hacia El.
Aquél que no ama la voluntad de Dios, no la desea ardientemente,
no hace más que disminuir, humillar, al ser humano, a su «yo».
Entonces, ¿cuál es el objetivo de su existencia?
Pues si alguien se ama a sí mismo –en el verdadero sentido de la palabra–,
aspira a ser divinizado, a unirse a Dios, a fundirse en El.
El que no ama a Dios odia a la humanidad, pues disminuye su vocación.
* * *
La tragedia del pecado original consiste en que el mundo se ha dado vuelta.
El espíritu debía alimentarse de Dios, y respirarlo,
el alma alimentarse del espíritu, y respirarlo,
el cuerpo alimentarse del alma, y respirarla,
y el cosmos alimentarse del cuerpo humano, y respirarlo.
Alejado de Dios, habiendo invertido los valores,
cortado el contacto entre él y el Creador (lo que configura la primera muerte),
el espíritu humano ha perdido el alimento y la respiración verdaderas.
He dicho alimento y respiración; ustedes se dan cuenta que es por eso
que el Cristo dijo: «Yo soy vuestro alimento»,
y que el Espíritu Santo es llamado Espíritu, Pneuma, Respiración, Aire, Viento.
* * *
Habiendo detenido voluntariamente esta alimentación divina,
el espíritu humano ha buscado otro alimento, otra respiración,
y se ha vuelto hacia los planos psíquicos,
dando así nacimiento a nuestras civilizaciones.
Nuestras civilizaciones son un fenómeno enfermizo,
así como nuestra cultura y nuestro arte,
resultados del espíritu humano alimentado de cosas inferiores a él.
* * *
En el hombre natural, el espíritu debería ser inmenso,
y el cuerpo sería sostenido por el espíritu
como un bebé en los brazos de un maestro o de su madre.
Lamentablemente, en el estado actual de la humanidad,
el cuerpo es la madre de nuestro espíritu . . .,
que ni siquiera es un bebé, sino más bien un feto,
o algo todavía más pequeño.
Son la penitencia, la toma de conciencia,
y la confesión de las capas interiores e impuramente confusas de nuestro ser
las que pueden permitirnos avanzar hacia la purificación.
Mientras nuestro subconsciente se manifieste en el abismo de nuestra alma,
a la manera de esas serpientes descriptas por San Dionisio,
nuestro pensamiento permanecerá extraño a lo divino.
No se puede conocer las cosas santas y sagradas
si no se marcha sobre la ruta de la santidad,
adquirida no a través de libros y doctrinas,
sino al precio de la transformación y de la adhesión de nuestro ser total.
* * *
¿Les hablaré de la modesta bicicleta de dos ruedas?
Subido a ella el hombre, en tanto permanezca en movimiento,
no cae ni a la derecha ni a la izquierda.
Principio eterno del alma: aquél que no avanza, cae.
* * *
El alma no puede amar a los enemigos porque es psíquica.
Ella vive por reacciones exteriores.
Es como el cuerpo, que siente frío si hace frío, y siente calor si hace calor.
El alma pertenece a la misma categoría.
Si le hacen mal, siente el mal; si le dan placer, siente el placer.
Mientras que el espíritu, en cambio,
no está condicionado por las cosas exteriores.
* * *
El alma es viviente, el espíritu es vivificante.
La paz no es solamente cualidad del espíritu. El espíritu es fuente de paz . . .
El alma ama, el espíritu da el amor.
* * *
Lo que hace nuestra riqueza, los problemas, los cambios, las perturbaciones,
todo eso viene del mundo psíquico.
A partir del momento en que descubrimos el espíritu,
nuestra mirada se transforma y ve claro.
Buscando en nosotros el espíritu descubrimos el mundo conforme a la vida divina.
Si estamos dirigidos en forma permanente por el amor, la alegría, la paz,
hemos encontrado el espíritu.
* * *
El pensamiento debe ser frío, apático, sin pasión, analítico,
debe comunicarnos el discernimiento,
pero a condición de sumergirse en nuestro corazón,
donde lo esperan el calor, la vida, la unidad.
* * *
Estamos tristes, agitados, deprimidos, abatidos.
Aspiramos a evadirnos, y esa es la primera dificultad.
¿Por qué? Porque no tenemos suficientemente el deseo,
el simple deseo de poseer la alegría, la paz, el amor,
aún en un estado de tristeza, agitación o de odio.
Esta es la razón que nos lleva a la confesión:
exhalar nuestra tristeza.
Sepámoslo, el pecado no es tanto la tristeza,
sino la ausencia del deseo de alegría.
* * *
Entramos realmente en la vida espiritual,
encontramos nuestros NOUS, si le pedimos a Dios la aflicción.
El corazón se siente entonces contrito,
y el alma purificada es como un corazón contrito.
* * *
¿Cómo lograr la pureza de corazón, la unidad?
¿Cómo penetrar en ese lugar donde reside Dios?
Por un compromiso total:
apelen a la oración que mejor les parezca,
siempre y cuando se transporten hacia una cosa única, una actitud.
¿De qué manera?
Tomemos un objetivo
y arrojémonos en él como en el fuego.
Sin decisión no hay camino espiritual.
La vida espiritual consiste en «agarrarse» a algo y comenzar.
«El que vuelve atrás está perdido».
«Mi puerta es estrecha».
Estrecha no significa necesariamente sin pecado:
estrecha es una medida, una línea, es el camino.
Nuestro espíritu es simple, único;
aquello que está desgarrado, que es cambiante, no le pertenece.
Y lo que está fuera de nuestro espíritu
no puede aprehender a Dios.
Para entrar en contacto con Dios, únicamente Dios,
se debe ser único.
* * *
Es a través del silencio, de la oración,
de la penitencia, de la atención delante de Dios,
que entraremos en la celda de nuestro corazón.
Así reencontraremos en nosotros
ese lugar inexpresable y escondido para el mundo exterior,
e inclusive para nosotros mismos, si estamos distraídos.
Ese lugar donde reside la paz, la serenidad, la llama,
donde se ofrece a cada instante
la ofrenda del amor de Dios,
donde conversan los ángeles en el silencio de nuestro ser interior,
ya que el mundo celeste y el Reino de Dios están en nosotros.
Sin abandonar la vida exterior y el mundo,
no dejemos que esas actividades nos desvíen de la vida interior.
No busquen puntos de apoyo en el mundo exterior
sino en ustedes mismos.
* * *
Hay que encontrar el equilibrio justo
entre los estados de tensión y de distensión.
Un hombre demasiado tenso, en efecto, no puede entrar en sí mismo.
Demasiado distendido tampoco lo puede hacer,
ya que sus gestos son desordenados, confusos.
* * *
Todas las oraciones
deben conducir a la oración del silencio.
Ella es perfecta cuando el corazón ora sin palabras.
El espíritu del hombre interior
se ve aplastado por el hombre exterior.
La palabra «hesycasmo» significa silencio, tranquilidad, serenidad.
«El silencio es la lengua del siglo venidero».
Si queremos ahondar el mundo visible, hablemos,
pero si queremos profundizar, tocar nuestro espíritu,
mantengámonos en silencio interior.
La primera vez sentirán una gran dificultad,
pero si lo hacen frecuentemente se volverá, poco a poco, un clima.
Fuera del silencio no encontraremos jamás el espíritu,
seremos extraños a nuestra alma . . .
Tendremos conceptos de Dios,
ideas sobre Dios,
pero no lo tendremos a El, a Dios.
* * *
En el silencio suceden las cosas más grandes,
y la unión de las Iglesias.
Jesucristo vivió treinta y tres años en la tierra,
según la Tradición,
y habló y actuó durante tres años
hasta que, un día, el Verbo Eterno dejó de hablar; fue en la cruz:
la Verdad no abrió ya más la boca para pronunciar la Palabra Divina;
El dejó de hablar, hasta el día de la resurrección.
Y en lo profundo de ese silencio de Dios
se produjeron las cosas más maravillosas,
mejores aún que la unión de los cristianos en la Iglesia.
Si queremos que el mundo no nos tenga más prisioneros,
demos también más silencio
a la unión de las Iglesias,
estemos más concentrados, oremos para escuchar la voz en nosotros,
y que el Cristo resucite nuestra unión.
* * *
La unión se realizará,
no en las palabras, no en los actos,
ni siquiera por nuestra buena voluntad,
sino si nosotros, ortodoxos, romanos y protestantes,
llegamos a aceptar una acertada lección
de nuestros hermanos cuáqueros:
el silencio.
La gran alegría del pastor en la Iglesia es servir de escalón,
necesario para la elevación de todos y cada uno de ustedes.
Cada pastor desea aniquilarse por Dios, ser olvidado,
y ver crecer a sus hijos engendrados en Cristo.
* * *
Nada está vacío en el mundo.
Todo está habitado por el Espíritu de la luz o por el espíritu de las tinieblas.
* * *
Aquello que existe, existe porque le falta algo, porque no es todo.
Es la ausencia la que crea las formas;
el mundo es, entonces, una combinación de todo y de nada.
Es una mezcla del todo y de la nada, de la presencia y la ausencia,
y la ausencia tiene tanto valor como la presencia
ya que sin ausencia no habría mundo,
sino solamente la presencia, es decir Dios.
* * *
universos que crea el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo,
son siempre a la imagen de esa belleza eterna y divina que es el Cristo.
* * *
La teología ortodoxa nos enseña que el símbolo es el signo exterior y visible
de la realidad interior e invisible.
* * *
Una de las causas de la decadencia religiosa de nuestra época,
sobre todo en Occidente,
es que los representantes religiosos
se dedican a definir y a explicar la religión
en lenguajes inapropiados a su naturaleza.
Su lenguaje verdadero es el simbolismo.
Sólo el conocimiento de los símbolos
puede llevarnos a su contenido real y auténtico.
Lo visible se conoce a partir de lo invisible,
y lo invisible se conoce a partir de los símbolos, que son las cosas visibles.
* * *
El destino de los universos, de los espacios celestes y de todas las creaturas,
piedras, plantas, animales, hombres, astros,
es el de completar esta belleza a la que Dios le dice: Te amo, eres bella.
* * *
La tradición del icono es el conocimiento directo,
donde el sujeto se confunde con la realidad espiritual.
* * *
El icono hace brillar la presencia espiritual.
Es la visión del mundo transfigurado, valor actuante de formas y colores,
y en cierta forma un sacramento.
* * *
La meta del icono no es entonces la de sólo mostrar la realidad interior,
sino que influye, y da la posibilidad al que mira
de entrar en el ambiente que lo liberará de las visiones inferiores.
Esta reacción psíquica será provocada por los ángeles, los santos o la Virgen,
porque ellos pertenecen, y serán expresados como pertenecientes, a otro mundo.
* * *
Todo icono es milagroso;
como el templo, él contiene la presencia divina.
* * *
Al contemplar una imagen,
nuestra alma se eleva hacia la Proto-Imagen para alabarla.
Cuanto más perfecta es la imagen,
más nuestra alma «se transporta» hacia el Altísimo.
La imagen recuerda a su Creador, el templo lo llama;
la imagen habla de su Creador, el templo lo adora;
la imagen exalta a su Creador, el templo lo recibe.
* * *
Pero si la imagen, tal como un templo, está habitada por la bendición divina,
al posar devotamente nuestros labios sobre ella,
nuestra alma se llena de fuerza vivificante y gime de alegría;
cuanto más milagrosa es la imagen,
más nuestra alma se consume en la llama del Todopoderoso.
* * *
La verdadera imagen es transparente.
Ella, en su púdica belleza, invita al espíritu a ir más lejos.
Atrapa por un instante, y no retiene celosamente nuestra mirada;
se borra, con el fin de que busquemos las cosas más elevadas que ella representa.
La verdadera imagen nos impulsa desde lo elevado hacia lo inimaginable.
* * *
Mi hermano Maxime afirmó un día que el arte profano es para el mundo,
y el arte sagrado para la única Persona que lo contempla en plenitud, es decir Dios.
Dijo también que en el teatro el público mira,
mientras que en la Iglesia, en la liturgia,
somos nosotros los actores,
y Dios y sus ángeles los que nos miran.
Existe, por tanto, esa inversión:
el arte sagrado está siempre dirigido a Dios,
el otro está de cara a nuestra conciencia,
de cara a la humanidad, a los demás.
* * *
Hay cristianos insensatos que, temiendo la idolatría,
han suprimido la cultura de la imagen
y despojado al templo de su belleza.
Así han ofendido a Aquél que es el más grande artista del mundo, el Creador,
recrucificando al Verbo,
la belleza suprema por quien y para quien todo fue, y es, creado.
El Cristo quiere colmarnos con su amor.
Quiere que seamos sus amigos, que tengamos el conocimiento inmediato,
la fuerza incrustada, desbordante en nuestras almas,
la luz que irradia desde nuestro corazón.
Quiere que tengamos la vida divina. Es la misión del Espíritu Santo,
el cumplimiento de nuestra salvación, el comienzo del Evangelio,
que está escrito en nuestros corazones por la llama eterna.
Todo está bendito, todo está santificado,
pues el Espíritu Santo desciende sobre cada uno de nosotros
y, a través de nosotros, sobre cada cosa.
Todo es Templo de Dios.
* * *
Habiendo pensado, meditado mucho, he pedido tres cosas:
ver siempre la verdad,
estar siempre inflamado del fuego de la caridad (una llama grande)
y, a cada minuto, y en todos los momentos de mi vida,
hablar con Dios, estar en Dios, con El en todo y por todo,
verlo al hablar con los hombres, hablar con El,
no estar jamás separado de El, de la bella Trinidad.
* * *
El primer mensaje que la Iglesia Ortodoxa debe aportar a las otras
es el de la lucha espiritual.
Nuestra vida espiritual debe ser una lucha interior perpetua.
Para llevar la paz a las naciones y a los pueblos
es necesario combatirse a uno mismo de la mañana a la noche
y de la noche a la mañana. La paz interior está al final de este combate.
* * *
Consideren por un solo instante que no son nada,
sólo un poco de polvo, indignos del Espíritu Santo,
aniquilen la idolatría del «yo»,
y el Espíritu Santo estará en ustedes,
en lo más profundo, en lo más íntimo de ustedes.
Habitúense a este pensamiento:
¡qué importa ser esto o lo otro, estar alegre o triste, Dios está en mí!
Con esta superación penetrarán en lo objetivo,
o más bien, en lo verdaderamente real.
Entre los instrumentos divinos, dos son sublimes:
el Nombre de Jesús y la fe.
Ellos nos sacan de la única enfermedad esencial:
la muerte espiritual.
* * *
Todo es propicio para la vida espiritual,
todo depende de nuestra propia actitud.
* * *
La obsesión de definir todo, Dios y la creación,
es una actitud que conduce al ateísmo.
La actitud cristiana es permanecer ignorante delante de Dios,
y buscar el conocimiento en la creación
y en el camino de la deificación.
El hombre que avanza poco a poco,
humildemente, con Fe y Amor,
en el camino del conocimiento,
ama lo que conoce,
confiesa lo que no comprende,
y con ello comulga.
* * *
La fe y la esperanza son cuerdas que resuenan justas,
afinadas hacia abajo por la prueba de la duda,
y hacia arriba por la gracia.
* * *
La esperanza es un permanente ir más allá de las desilusiones,
la espera firme de la realización de las promesas del Cristo.
* * *
La fe es una tensión
entre las dudas superadas a cada instante
y la confianza en el Cristo.
«Yo no he venido a traer la paz, sino la espada».
Esta espada es el Nombre de Jesucristo, Hijo Unico de Dios.
Esta espada se eleva como una luz inefable, una fuente vivificante,
una onda divina que atraviesa el universo caído y lo transforma.
* * *
Nada es inútil, y el azar no existe para un cristiano.
Ni accidentes, ni falta de sentido en los sucesos,
tanto en los más triviales como en los sublimes.
Encomienden conscientemente sus vidas en las manos de Dios,
comprendan que todo viene de El y que todo tiene un sentido divino. ¡No teman!
* * *
¡Cuántas veces las caídas conducen hacia la luz!
* * *
El amor es incondicional, el amor es gratuito,
el amor está más allá de la armonía, la sabiduría y la belleza,
el amor supera el estado paradisíaco, que es un estado querúbico.
Debemos descubrirlo por la obediencia.
Dios puso una restricción en relación con el árbol del conocimiento,
que no debía ser comido, con el fin de que por la ascesis,
fortificándose en la abstinencia, el hombre descubra el amor gratuito.
* * *
El movimiento interior de Dios es la compasión.
Cuando este sentimiento se hace presente en el alma de un hombre,
su oído se abre a la vida divina.
La compasión es el motor del mundo nuevo,
la base de la verdadera cultura cristiana.
* * *
El Cristo ama a cada uno de nosotros de tal manera
que es imposible estar celoso de otro,
pues su amor por cada uno es, en verdad, único.
Cuando aman, ¿qué sensación experimentan?
La sangre se calienta, se siente una llama,
se siente que el corazón es el centro de la circulación de la sangre.
La sangre y el fuego juntos, eso es el amor;
si el fuego y la sangre ensucian, destruyen y traen la muerte y la destrucción,
es porque la humanidad ha rehusado el amor de Dios.
* * *
¡Señor, dado que yo no te amo, ámate a Ti mismo en mí!
* * *
En verdad, la profundidad del amor no es goce,
sino llamada de presencia.
Entonces, no menosprecien el deseo,
más bien, oriéntenlo hacia Dios.
* * *
La verdad de Dios es la caridad,
dado que ella ha sido escrita con la sangre de Jesucristo,
la sangre de su amor por nosotros, por toda la humanidad.
La verdad que puede contradecir la caridad
no es la verdad del Cristo.
* * *
El único interés en que debemos centrarnos los cristianos
es el deslumbramiento:
estamos ebrios del amor de Dios por nosotros.
* * *
Aquéllos que confiesan al Cristo delante de sus semejantes
serán confesados por El delante de Dios.
Lo que hacen a su prójimo les será hecho en la vida eterna.
Nuestras obras en la tierra tienen su reflejo en los cielos;
lo que imponemos a la creatura aquí abajo
tendrá su respuesta en la vida trinitaria.
A menudo me estremezco ante la tragedia de los falsos profetas:
¡qué pérdida de valor, qué esfuerzos inútiles!
Trabajan, se perfeccionan, creen llegar al paraíso,
y el último capítulo, las últimas palabras,
son el vacío del que habla el Profeta Isaías
cuando compara a las dos mujeres encintas:
una ya está hinchada, la hora del nacimiento llega,
¡y sólo engendra el viento, la nada!
La otra, estéril desde hace mucho como Sara o Isabel,
¡engendra la salvación del mundo!
* * *
¿Qué es, en realidad, la Virgen Madre?
Es aquello que la humanidad desea y busca a cada instante:
la virginidad,
es decir, la pureza en la poesía,
la forma exacta en la arquitectura,
¡el pensamiento puro!, nada superfluo, nada inútil: lo esencial.
Para llegar a algo así hay que trabajar, trabajar, cortar, eliminar;
se escriben cien páginas, se va disminuyendo,
sesenta, cincuenta, cuarenta páginas . . .,
los charlatanes nunca son genios.
La perfección del corazón, allí reside la virginidad única de la creatura.
Más allá de la virginidad, aspiramos a la maternidad,
a la eclosión que trae la plenitud de la vida,
haciendo estallar los enfoques, las formas;
las líneas y las formas del icono de María
deben lograr esa perfección,
o al menos tender hacia ella:
virginidad y gracia propias del deseo de engendrar a Dios.
* * *
María, Madre de Dios,
une en ella dos elementos contradictorios:
la pureza y la virginidad sublimes,
la maternidad y la fecundidad.
Cuando se piensa en ella, esa cima de la humanidad,
nos sentimos indignos, pequeños, impuros.
Sin embargo, intenten confiarse a ella
y verán inmediatamente que ella sabe escucharlos
en las más pequeñas cosas.
La vocación del hombre, del mundo, se cumplen en María.
Todos estamos llamados a engendrar a Dios en nosotros,
y todos llamados también a llegar a la perfección de la eterna virginidad,
es decir, el elemento simple, unido, no resquebrajado.
* * *
La sinergía y la biología moderna, esos dos testigos de una verdad semejante,
confiesan que la Virgen María no fue solamente un instrumento para el Verbo,
sino una co-operadora de nuestra salvación.
* * *
María es nuestra curación.
Ella es el producto y la flor del pasado, del presente y del porvenir.
Ya no estamos más ávidos,
porque hemos dado al mundo el Templo del Señor,
la Reina de los Cielos, la Perfección de la creatura.
Que nadie ose ya decir que se siente inútil,
o que ha desperdiciado su vida.
* * *
Sí, estas palabras, «que se haga Tu voluntad»,
contienen la unidad de la voluntad divina,
y también toda la mariología;
ellas son la respuesta de la Virgen,
y el dogma de los santos y de la Iglesia.
* * *
Isaías comparaba al mundo con una mujer encinta,
y esa «mujer», salida de la nada por la voluntad de Dios,
esa creatura, esa humanidad,
esa mujer que lleva en ella al niño durante nueve meses,
es la Iglesia mística, rebasando todos los marcos jurídicos;
y esos nueve meses son el destino del cosmos y la historia de la humanidad.
Estamos en las tinieblas, como el niño que todavía no vio la luz.
Esa mujer encinta engendra al mundo nuevo por el Espíritu,
«los cielos nuevos y la tierra nueva»
donde veremos la luz, como dice Isaías.
El Cristo previene a todos los Pedro y a todos los Simón del mundo.
¿Que el orden es bueno? ¡De acuerdo!
Pero, atención, el corazón de mi Iglesia no está ahí.
Su corazón es el fuego que debe arder dentro de nosotros,
el fuego sagrado, el fuego del amor.
Ella es Iglesia-constitución e Iglesia-fuego.
* * *
Debemos primeramente instruirnos en la Iglesia,
recibir de ella nuestra leche por la oración, por la enseñanza,
por la teología, por la liturgia, por la tradición.
* * *
El viejo Simeón, que recibe a Jesús en sus brazos,
contiene el alma y el espíritu de la Iglesia:
es la vejez llena de tradición,
de conocimiento, de sabiduría, de paciencia,
que sostiene en sus brazos a Dios-joven, Dios-niño.
A cada instante ella resplandece de juventud divina.
Qué más tradicional, más envejecido, que la Iglesia;
sus manos tiemblan y, sin embargo, esas manos desfallecientes
sostienen la juventud perpetua del Dios naciente,
de la Gracia y de la Luz resplandecientes.
El mismo milagro se produce en las almas de los hombres.
Un hombre quebrado, arrugado por las pruebas del mundo,
llega a la Iglesia, y la Gracia del Espíritu Santo,
fulminante, invisible, eficaz, lo rejuvenece.
* * *
El espíritu de dirigismo es ajeno a la Iglesia Católica Ortodoxa;
es una Iglesia de tradición viva, y no de poder social.
* * *
Si un hombre se delecta en la divina liturgia,
en la oración o en la alabanza a Dios,
entonces este hombre es un hermano que puede ayudar, alumbrar a la comunidad.
El no es rígido, porque ha recibido en su vida la «alegría en Dios».
La religión para las masas nunca dio buenos resultados,
ya que adormece y mata,
y más todavía a sí misma que a las masas.
* * *
La Iglesia no está ni en el pasado,
ni en el presente, ni en el porvenir.
Cuando la Iglesia trata de «modernizarse»
es cuando, finalmente, se retrasa.
* * *
«He aquí, veo el cielo abierto» (Ezequiel).
Cuando el profeta ve «las visiones de Dios», «el cielo abierto»,
es porque un cambio, una transformación ocurrieron también dentro de él.
Su corazón, su espíritu y su inteligencia se han abierto.
Los cielos cerrados pueden abrirse para cada uno de nosotros, y en nosotros.
Cada uno de nosotros posee el ojo espiritual,
el oído interior, su propio cielo,
para ver «las visiones de Dios» . . .
Pero cerramos los ojos de nuestro espíritu,
y tapamos los oídos de nuestro corazón.
* * *
Y Dios me susurra que aún si muchas penas nos esperan para purificarnos,
no estamos lejos sin embargo de una realización maravillosa,
y que al crecer, esta Iglesia dará una infinidad de gracias a las almas,
ayudará a un gran número de seres a reencontrarse,
no solamente en las pruebas personales,
sino también en las mundiales.
* * *
¡Cuántas dificultades encontramos
cuando queremos forjar una comunidad solidaria y fraternal!
¿Por qué?
Porque no contemplamos suficientemente
la sociedad perfecta que está en los cielos:
la Divina Trinidad.
La comunidad verdadera es comparable a un círculo
formado por hermanos que se toman de la mano,
llevando cada uno la carga de los demás,
pero su mirada, en ese círculo, está fijada en el centro: el Cristo;
a sus hermanos los ven apenas con el rabillo del ojo,
casi sin percibirlos, más que nada ligados fraternalmente por una acción;
no se estudian, no se salvan unos a otros,
todos contemplan el centro: el Amigo del hombre . . .,
y el círculo será poderoso y la paz reinará en la comunidad.
* * *
Recen por los sacerdotes,
tanto por los dignos como por los indignos,
ya que hay un milagro en el sacerdocio.
Los sacerdotes o los obispos indignos transmiten, a pesar de todo,
los sacramentos de la revelación.
Si nosotros podemos hoy leer el Evangelio,
celebrar la liturgia,
es porque hubo generaciones de sacerdotes
modestos, magníficos o santos,
pero también los hubo pecadores, o intrascendentes.
Y es porque todos ellos han existido
que podemos hasta la Parusía recibir los sacramentos
y escuchar la palabra del Cristo en la Iglesia.
* * *
Dios revela solamente las cosas útiles, y toda la teología es pragmática.
No hubiéramos sido jamás bautizados
«en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»
si esta fórmula no encerrara un programa para la humanidad.
* * *
La Iglesia y la sociedad humana
están hechas a imagen de la Trinidad.
* * *
Tres es raíz de todo.
La percepción inmediata, propia de la infancia,
la toma de conciencia de las cosas,
es trinitaria.
* * *
Cada uno de nosotros, cada civilización,
debe penetrar con la espada y llegar a discernir cuál es su paternidad,
cuál es su filiación, cuál es su espíritu.
* * *
La clave fundamental del universo y de Dios
está en la visión tri-unitaria, y no bi-unitaria.
* * *
Proclamamos:
Sólo del Padre es el Hijo, sólo del Padre es el Espíritu.
Sólo por el Hijo el Padre se manifiesta.
Sólo por el Hijo el Espíritu Santo se da o es dado.
Sólo en el Espíritu Santo el Hijo es engendrado por el Padre.
Sólo en el Espíritu Santo el Hijo manifiesta al Padre.
* * *
Cuando pienso en Ti,
mi luz incomparable y única Trinidad,
en tu abnegación, en tu amor, en tu generosidad,
en tu misericordia, en tu misteriosa economía,
a pesar de mi indignidad, mi nulidad y mi pecado,
yo acepto el episcopado,
pues si yo soy nada, Tú creas de la nada,
si yo soy pecador, Tú eres redentor,
si yo soy un muerto, Tú eres mi vida.
Tu amor
es mi prenda y mi certeza.
¿Es usted trinitario, o no?
Aquí reside la exacta teología.
Si no lo es,
si usted no está más que con uno de los Tres,
y no los Tres,
usted no contribuye al equilibrio,
no contribuye a la realización del mundo,
no contribuye a la transfiguración.
«Usted renguea de los dos lados»,
como dice el profeta Elías.
Usted está limitado,
y sus mejores búsquedas lo dejaron impotente.
* * *
Los estragos son menos visibles,
pero mucho más esenciales,
cuando la Ley de las leyes, el Principio de los principios,
sobre el cual todo está basado,
es decir, el dogma trinitario,
es deformado.
* * *
El Hijo proporciona la fuerza del Espíritu Santo
para que nosotros nos desarrollemos conforme a la Paternidad,
y que la Paternidad y la Tradición
puedan ser engendradas en el mundo.
El Cristo, al insuflar el Espíritu Santo,
crea en nosotros la posibilidad de engendrar.
* * *
. . . el signo de la cruz.
¿Qué hacemos cuando nos persignamos? . . .
Los cinco dedos se dividen en tres y dos.
Ese gesto está basado sobre la Trinidad y la dualidad.
Dualidad como fuerza de evolución,
de encuentro, de lucha, de transformación:
cielo-tierra, hombre-mujer, . . .
Dios-hombre, y su unidad en Cristo.
Trinidad como clave fundamental del mundo.
Todas nuestras liturgias
no son más que reflejos de la única liturgia celestial.
No hay liturgia sin participación en la liturgia celeste.
Por nuestra contemplación, entramos en el templo de la Gloria,
y comulgamos en esa misma liturgia celestial.
Somos deificados por el fuego de la Trinidad.
La liturgia celestial es la alabanza perpetua.
* * *
En el cuerpo humano, templo del Espíritu Santo,
se desarrollan tres liturgias:
la liturgia cósmica, la liturgia eclesial, y la liturgia interior del hombre.
La liturgia celestial no es una cuarta liturgia,
sino que resume en sí a toda liturgia,
Santo de los Santos de la liturgia cósmica,
corazón del mundo y santuario de la creación.
La liturgia eclesial la refleja.
Los ángeles concelebran con los sacerdotes
y participan con los fieles en la acción de gracias.
En la liturgia interior del hombre,
Jesús está rodeado de la corte celestial.
La liturgia celestial se despliega frente al Inaccesible, en el meta-tiempo.
Es eterna. Nada puede detenerla, conmocionarla, desviarla de su acción láudica.
Una de las características de la liturgia celestial es la Gloria.
La Gloria la colma, reside en ella, es su fundamento.
* * *
Todos los actos y sacramentos de la Iglesia
no son solamente vehículos de una potencia que ellos llevan,
sino que nos dan realmente, sobre todo en los sacramentos,
la divinidad.
* * *
Se ha perdido la noción del rito;
el Occidente no logrará dar un paso adelante
sino cuando haya comprendido que el rito es el eje del mundo . . .
El hombre sin ritos y sin ritmos es un invertebrado . . .
El rito es la danza, es la respiración;
la misma naturaleza canta su liturgia, de acuerdo con las estaciones.
Los ritos occidentales
son tan antiguos como los orientales,
y pertenecen al patrimonio de la Iglesia indivisa
del primer milenio.
En principio, no necesitan ninguna nueva aprobación de la jerarquía.
El antiguo rito de las Galias
es incluso más legítimo en Francia
que el rito oriental llegado recientemente;
esto sólo es suficiente
para permitirnos proclamar
la legitimidad de nuestras tradiciones.
* * *
Dios es el único alimento de nuestro espíritu,
y El no se comunica con nosotros más que por la plegaria.
Ni contactos, ni libros,
ni pensamientos, ni sentimientos,
ni lo que pertenece a la cultura,
a la civilización, a la religión,
puede nutrir lo que en nosotros es divino.
Sólo lo divino alimenta a lo divino.
* * *
Dios no es aprehensible
más que por la experiencia interior.
* * *
El espíritu sin plegaria se marchita y muere.
El cuerpo vive, el alma se emociona,
pero el espíritu está muerto.
La plegaria es el alimento indispensable, vital.
* * *
Toda palabra es imperfecta
cuando se desea expresar qué es la plegaria;
sólo la experiencia
puede acercarnos a ella.
La plegaria riega nuestras almas, hace crecer una rosa mística,
y entre sus pétalos yo veo una llama que,
tal como la llama de la lámpara de aceite,
alaba a la Trinidad Unica.
Exaltando el amor de Dios y de nuestros hermanos,
juntos, somos una única plegaria, una única rosa, una única llama
ante la majestad y el esplendor de Aquél
que es inaccesible y deseable.
* * *
¿Cómo, entonces, hará la oración emerger el deseo de amar?
Lo hará porque ella es la fuente del conocimiento
de los «planos múltiples e inmateriales» (San Isaac),
y porque el conocimiento que brinda la respuesta a nuestros problemas
tiene por condicionamiento a la oración.
La más grande visión de la Gloria divina,
la Transfiguración,
vino durante la noche, durante una larga oración.
* * *
El primer fruto de la oración, para Isaac el Sirio, es el amor de Dios.
Aquél que ora ardientemente eleva su espíritu,
llega a la contemplación, y en la contemplación nace el deseo de Dios.
El amor de Dios se adquiere en la oración.
* * *
La oración es el alimento y la respiración del espíritu.
* * *
En oración el hombre es activo y pasivo,
los dos estados se unen y son superados en la vigilancia.
Es activo porque para orar se necesita un esfuerzo,
se «fuerza» a la oración, se dirige el espíritu hacia Dios;
es pasivo dado que la oración es el oído del corazón
que escucha el movimiento de la gracia,
la oración es un abandono a la voluntad divina,
la copa que recibe la misericordia.
La razón de la oración, antes que transformar al mundo,
es volver al hombre a su equilibrio primigenio,
ése que le fue arrebatado por el pecado.
* * *
La oración libera una fuerza pacífica,
no solamente sobre los asistentes, sino sobre el lugar mismo,
borrando los fantasmas psíquicos y las sombras perturbadoras,
exhalando tranquilidad y paz.
* * *
Si hemos expuesto conscientemente nuestros problemas al Dios invisible,
la respuesta se desprenderá de nuestra propia exposición,
inclusive si la voz interior no se alza,
el estado de nuestra alma se habrá clarificado, tranquilizado, armonizado.
* * *
Si dejamos de bendecir perdemos la potencia,
y nos volvemos sosos, un poco tristes, un tanto encorvados.
Ni la inteligencia ni el pensamiento pueden otorgarnos esta potencia,
sino solamente la admiración del Nombre Divino.
Cuando estén completamente en tinieblas,
cuando todo vaya de la peor manera,
en ese momento, si quieren la potencia,
bendigan a Dios.
* * *
Una de las formas de oración más exactas, más directas, más simples,
es la de jamás pensar, sino siempre hablarle a Dios.
* * *
La oración breve, única, eficaz, difícilmente brota de nuestra alma.
Prolongamos nuestras oraciones, no para alargarlas,
sino para llegar a la oración corta.
Dos horas de oración no son necesariamente superiores a un segundo.
Antes de pedir lo que sea, griten en su corazón:
«Hijo de Dios, ten piedad de nosotros».
Que vuestra voz sea fuerte y confiada,
y todo el resto os será dado por añadidura.
* * *
Dios reside en su Nombre como cada ser en el suyo.
Dios se manifiesta por sus energías, que nos atraviesan con sus rayos,
y por sus Nombres.
El Nombre de Nombres es «Jesús».
El cristiano por ese Nombre se vuelve invencible.
El ilumina a quien lo pronuncia.
El Nombre de Jesús contiene toda la enseñanza del Cristo.
Una leyenda habla de un hombre, analfabeto y devoto de la Virgen,
que no sabía sino repetir «Ave».
Cuando murió sobre su tumba creció una planta,
y se mantuvo siempre florecida.
Cuando abrieron su tumba se dieron cuenta que la planta y sus flores
tenían sus raíces en su corazón.
* * *
Allí donde están los ángeles, allí está Dios;
y allí donde está Dios, allí están los ángeles.
* * *
Nunca jamás veremos, ni en la Biblia, ni en la experiencia espiritual,
a un ángel imponiendo su voluntad,
ni siquiera para hacer prevalecer el bien.
Sabemos, sí, hasta qué punto el más íntimo amigo de cada hombre
es su ángel guardián.
Si hacemos el bien, el ángel ríe. Si hacemos el mal, llora.
Se esfuerza en guiarnos, y ante nosotros tiene toda potencia,
pero jamás hará un movimiento para contrariar nuestra voluntad,
él está «a nuestro servicio».
Es por eso que el dolor de los ángeles es grande,
dado que por una parte ven el mal,
y por la otra, obedeciendo a la voluntad divina, no nos fuerzan jamás.
La fórmula: «hágase Tu voluntad» es, teológicamente,
comunión íntima con los ángeles delante de Dios.
El Padrenuestro es la oración de las oraciones,
la más cercana y la más difícil.
Admitamos por un momento que las Santas Escrituras
o la enseñanza espiritual de una oración como el Padrenuestro
se entregaran plenamente, que todo fuera fácil, sin materia de discusión;
¿qué pasaría con el alma humana?
Se instalaría en esta comprensión como en un sillón mullido . . .,
y la muerte llega precisamente cuando el hombre encuentra el confort.
* * *
«Padre Nuestro»:
Cuando decimos «Padre» remarcamos implícitamente
que no hay más que un Padre: Dios,
y que las otras paternidades son relativas, imágenes, signos, símbolos,
reflejos de la única paternidad.
Estamos frente a una elección.
La oración dominical es de alguna manera una elección,
el compromiso de un ser que comprende lo que es su nueva vocación,
nueva aún siendo primordial, pero olvidada.
Al decir «Padre Nuestro» soy yo el que decide.
Elijo un Padre que es mi Padre, que es nuestro Padre,
y no reconozco otro Padre más que El.
Las raíces de mi existencia no se sumergen ya más en la naturaleza
o en otras paternidades, familiares, psíquicas, culturales, espirituales;
yo afirmo: no tengo más que un Padre,
que está en los cielos.
Elijo, por decirlo de alguna manera,
la Tradición cuya fuente está fuera del tiempo,
en Dios mismo.
* * *
Amigos míos, detengamos los pensamientos,
que van de un lado a otro dentro de nosotros, en nosotros.
¿Cómo lograrlo? ¿Por el silencio interior? Es demasiado duro . . .
Lo lograremos fijando un solo pensamiento, un pensamiento único.
Traten, por ejemplo, de ubicar un pensamiento en el centro de su actividad,
y en cuanto se aparten del mismo, vuelvan a él.
Ya que si permiten que sus pensamientos los invadan
y se entrechoquen dentro de ustedes,
perderán toda defensa contra el diablo.
Y las palabras más luminosas del Cristo les serán arrebatadas.
Todo ser puede alimentar un pensamiento intenso,
si el mismo está sostenido por un deseo . . .
No deseamos el Cielo . . ., o lo deseamos muy poco,
por lo que ese deseo de Dios
no tiene la fuerza de engendrar un pensamiento único.
Nuestro pensamiento debe preceder, sostener,
nuestro deseo del Cielo.
Fijar nuestro pensamiento sobre un tema único,
luchar para que todo tema secundario desaparezca . . .
Prueben, y lograrán cortarle las manos
al príncipe de la iniquidad y a sus servidores.
* * *
Ni distracción ni tensión en la oración: ¡vigilancia!
* * *
Cada uno de nosotros, cada acontecimiento histórico,
contienen tres capas: celestial, terrestre e infernal.
La humanidad está sometida a esas tres influencias,
a esas tres voluntades:
por momentos una de ellas supera a las demás;
por momentos les cede su lugar.
Dado que existen esas tres voluntades,
no nos asombremos de que un individuo común
pueda tener una aspiración celestial, una acción digna de un santo,
y que otro cuya reputación es la de un hombre espiritual y justo
pueda desconcertarnos cometiendo una bajeza,
o teniendo una reacción confusa.
Nuestra voluntad humana debe tender hacia la voluntad divina,
y nuestro deseo total debe ser el de liberarnos de la voluntad infernal.
* * *
El camino más directo y simple para alcanzar la perfección,
el conocimiento perfecto, . . .
es el de guardar el estado de vigilancia
en el seno de todas las noches de la humanidad y de nuestra existencia,
de nuestra vida interior y exterior . . .,
el de preservar sin buscar demasiado la comprensión, . . .
velar en la oración aunque parezca que no da resultado.
Lo que es superior es interior, y lo que es exterior es inferior.
La interiorización eleva, la exteriorización precipita en las tinieblas y la caída.
* * *
La verdadera libertad es estar liberado de las pasiones y de los vicios.
Aquél que no está liberado de las pasiones y los vicios no es libre,
es un rebelde, esclavo de su propia rebeldía.
* * *
Cuanto más rápido avanza el progreso técnico,
más se debe temer al peligro de la destrucción.
Por lo contrario, al avanzar en la santidad se puede evitar ese peligro,
alimentándose de la energía indestructible del Inefable.
Es gracias a los elegidos, según las Escrituras, que el mundo perdura.
* * *
No es suficiente sentir la Gracia, ser sacudido por su luz,
correr hacia ella con entusiasmo;
es necesario –tal es el pensamiento divino– trabajar la propia tierra.
* * *
Las grandes virtudes: obediencia, humildad, amor,
son reflejos de la vida divina,
mucho más, por ejemplo, que la potencia y que esas otras virtudes
que nos gustaría adjudicarle, ya que ellas nos introducen,
antropomórficamente hablando, en la «psicología» divina.
Si fuera de otra manera,
la exigencia de la humildad y la obediencia sería un absurdo, o hasta una estafa.
* * *
No es sino cuando entramos completamente en nosotros mismos
que podemos comenzar a elevarnos.
Aquél que pretende llegar rápido hasta lo más alto, cae rápido,
vuelve a ubicarse a la sombra de los espíritus bajo el cielo,
y no tiene ya la fuerza para subir.
¿Qué es la ascesis?
¿Es sacrificar lo que se ama, lo que es bueno, lo que es bello?
¡Dios no necesita esos sacrificios!
La ascesis es sacrificar nuestros pecados:
no darles tregua, liberar nuestra alma y nuestro espíritu.
* * *
Cuanto más nos esforzamos, más avanzamos,
más se liberan nuestros subconscientes de las sombras vespertinas,
de las ilusiones, de esas mil luces opacas llenas de visiones falsas,
de falsos consuelos, más nos liberamos de la mentira, más nos despojamos.
* * *
No es sino luego de superar toda sensibilidad que se encuentra la luz divina:
se siente a Dios cuando no se siente nada más.
Toda sensación es relativa a algo inferior, y es por eso que se dice:
«Mantente en el infierno, y bendice a Dios».
* * *
Un camino consiste, en la simplicidad, la unidad de vida,
en no buscar las dificultades, las pruebas,
en creer en Dios sin buscar perfecciones sublimes, en considerarse poca cosa.
Es una vía sin esfuerzo, sin tensión.
Este camino evita los altibajos, las luchas, la grandilocuencia.
Es el camino de la infancia.
* * *
Dios quiere que seamos libres.
Es por eso que debemos comprender libremente su Gloria por su humildad.
Y si hay lucha, excesos de nuestra naturaleza,
es porque no es normal tener a Dios «en el bolsillo».
Para encontrar la libertad, es necesario conquistar a Dios.
* * *
Aquél que no ayuna, no discierne jamás la voluntad humana de la de Satán.
La Iglesia llama a la verdadera guerra:
la guerra espiritual.
Es cierto, hay guerras entre pueblos,
dificultades familiares, disputas entre parientes;
y si estas formas de guerras exteriores causan estragos,
negando la paz al mundo, la causa es muy simple:
es porque no nos comprometemos en la guerra esencial.
Aquél que combate contra el demonio trae la paz;
aquél que rehuye ese combate y deserta, el que es indolente,
el no comprometido en la lucha espiritual en su propio interior,
el que olvida esta batalla entre el Cristo y Satán,
provoca inevitablemente –aunque sea pacífico, tierno,
recogido en sí mismo, indiferente en su propio rincón–
el trastorno exterior que aparece entre los pueblos, las familias, los medios.
* * *
La experiencia del cielo es el desapego,
cuando la vida espiritual nos gana cada vez más.
La experiencia del infierno, también la tenemos en nuestra vida:
son las angustias terribles, las dudas,
las tinieblas, las cosas insatisfechas.
Toda nuestra vida es una lucha interior:
lucha contra las pasiones, contra la sociedad,
entre lo espiritual y lo material, ¡lucha!
¡Y esta lucha puede ser victoriosa, magnífica!
* * *
No dejes que la violencia del día ni la inquietud de la noche perturben tu obra.
Sigue las palabras sagradas.
* * *
Si son ustedes verdaderamente apóstoles-confesores
del Nombre del Cristo,
no se sorprendan de las pruebas.
Ellas trabajan nuestra tierra, nuestra sangre,
en ellas reside la simiente eficaz del Verbo.
No se sorprendan de su presencia,
preocúpense más bien del crecimiento del grano divino,
de sus nacientes raíces en su ser.
Bendigamos las pruebas, amemos a los que nos hacen mal,
sobre todo esa falta de amor, carencia de cada día,
ya que es eso lo que finalmente nos arrancará este grito:
«Señor, hazme hombre, arráncame de las tinieblas,
permíteme volverme como el sol que brilla sobre los buenos y los malos,
permíteme conformarme a tu vida divina».
Sin esas pruebas no tendríamos la posibilidad de lograr la vida verdadera:
son ellas las que nos forjan.
* * *
Las pruebas, los inconvenientes,
la agitación alrededor de nuestra persona, en nuestra vida,
están en el pensamiento del Cristo.
Así, y ante todas estas situaciones trágicas,
tanto del mundo como personales,
la primera actitud del cristiano debe ser la lucidez.
No hay que ceder al pánico, sino guardar una actitud tranquila y estable.
Cuando las pruebas llegan, los cristianos deben alegrarse
y hacer que sus sufrimientos participen en la creación del mundo nuevo.
A través de las pruebas, que son cada vez más fuertes en el mundo,
percibimos el mundo nuevo que será engendrado.
Esta es la razón por la cual nosotros, los cristianos,
debemos estar vigilantes, serenos frente a los acontecimientos,
ya que no son más que un sobresalto, un alumbramiento.
Así, nuestro templo interior,
el templo de nuestro intelecto y de nuestro corazón, no será destruido.
* * *
Cuanto más avanzo en el camino de la vida,
más constato que las pruebas duras nos llevan hacia la felicidad
y los bienes inmortales.
* * *
En el hombre pecador no hay una sola voluntad,
sino una multitud de voluntades.
No es sino obedeciendo a la voluntad de Dios
que reencontramos nuestra propia voluntad, única,
al mismo tiempo que reencontramos la posibilidad
de adecuarnos a la voluntad divina, siguiendo el ejemplo del Cristo.
Aquél que sabe obedecer en el curso de su vida
se desembaraza de la pesadez del destino;
aquél que se rebela contra esa pesadez,
refuerza los lazos de su destino interior.
La libertad llega a nosotros
por la puerta de la obediencia,
en tanto que el encadenamiento de nuestra libertad
nos llega por la puerta de la rebeldía.
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Si nuestro único deseo es el de hacer la voluntad de Dios,
buscar su Reino, ponernos en sus manos y decirle:
Señor, dame, pero si no me das, igual Te bendigo,
entonces, sí, somos libres.
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El ser humano, la mayoría de las veces,
está compuesto de sentimientos tan diferentes, complejos,
que no tiene la fuerza de elegir totalmente su meta.
Debemos arrojarnos en la decisión, como en el fuego.
Para ir hacia la santidad, es suficiente decir:
a partir de este mismo momento me entrego a la santidad.
Pero no lo hacemos.
Y si lo hacemos,
inmediatamente nos inunda una multitud de argumentos contrarios.
La vía de la decisión es la de los seres grandes.
No está disponible si no nos sacrificamos pacientemente hasta el final.
Supongamos que lo único que cuenta para mí
es pronunciar seiscientas veces por día el Nombre de Jesús,
o dedicarme durante tantos minutos a ese pensamiento.
Habiendo fijado ese objetivo único,
el resto perderá importancia.
Una conducta así me traerá el equilibrio y me sacará de la inquietud.
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Mezclen la nieve y el fuego
de forma que no pierdan ninguna de sus propias cualidades,
o la perseverancia y la obediencia,
y así estarán en el umbral de la perfección.
Cuanto más obediente es nuestra voluntad delante de Dios,
más fuerte y libre es.
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Obedecer a su destino,
es muy similar a lo que hace un buen nadador:
él realiza los movimientos necesarios adaptándose a las olas,
y ellas lo llevan;
la rebeldía, la murmuración, imitan al mal nadador,
que querría oponerse a las olas:
el resultado es rápido, y se ahoga.
Se podría comparar además la obediencia
con el jinete que se hace «uno solo» con su caballo,
y la rebeldía con aquél que se aferra de cualquier manera al caballo,
y termina por asustarlo, o por perder su dominio sobre él.
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El trabajo es de origen divino,
inscripto en Dios mismo, parte de Su vida.
El trabajo manual, lo mismo que el espiritual,
responde a la imagen y a la semejanza divinas.
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La tríada «trabajo, reposo y oración» engendra tres grupos de cualidades:
la iniciativa y la responsabilidad,
la sensibilidad y la receptividad,
la vigilancia y la obediencia.
Entremos en comunión con el hombre por el trabajo,
con la naturaleza por el reposo,
con Dios por la oración.
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El trabajo «con el sudor de tu frente» es la maldición del pecado,
pero esta maldición del trabajo fue borrada por el sudor del Cristo,
por el camino de la cruz.
Así el trabajo con el sudor de nuestra frente se transformó
en la vía hacia la resurrección.
Cada mañana comienza la vida nueva.
Nuestra marcha no es una marcha hacia la vejez,
sino hacia los tiempos que fluyen, un año, cien años, mil años, un millón de años;
es una marcha hacia la juventud eterna, los cielos nuevos, la tierra nueva.
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La muerte es un misterio, un sacramento.
El destino del alma después de la muerte corresponderá a su vitalidad,
a su independencia de la tierra,
a la grandeza de su propia existencia.
Según sea más o menos somnolienta, más o menos vigilante,
más o menos viva, ella sufrirá, o no sufrirá.
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En todo momento poseemos un cuerpo sutil y glorioso en nosotros,
pero recubierto de nuestro cuerpo opaco.
Se trata de lograr que nuestro cuerpo, tal como lo tenemos,
vuelva o retorne a su estado glorioso.
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La muerte es una caricatura de una calidad sublime.
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Después de la muerte, vuestro sufrimiento será más o menos grande
en relación con las ataduras a vuestra psicología que no hayan sido superadas.
La vitalidad y el vigor de aquél que ha vivido espiritualmente son tan fuertes
que puede ayudar a otros a evolucionar en esa vitalidad.
Por lo contrario, aquél que permanece ajeno a la cultura de su alma,
se encuentra en una especie de estado de somnolencia,
dado que ha contraído la costumbre de vivir de las cosas materiales.
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La muerte es ciertamente un misterio, pero también es un sacramento,
¡y qué sacramento!,
¡tan importante como el del matrimonio!
El misterio de la muerte y de la resurrección
está inscripto en la profundidad ontológica del mundo
y de la misma divinidad,
no el nacimiento y la muerte,
sino la muerte y la resurrección.
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El Cristo resucitó
para que la humanidad resucite en el momento fijado.
La resurrección comienza
en el interior del creyente,
y se consuma exteriormente al término de la revolución de nuestro eón (siglo).
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La resurrección del Cristo nos anuncia que las cosas mortales,
la materia grosera,
aquello que es actualmente nocivo, pesado, voluminoso,
se transfigurará volviéndose cuerpo espiritual.
Lo pequeño será grande,
lo despreciable será honrado.
Esta es la clave fundamental de la redención.
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Oculto por los dolores del Salvador,
por su abandono, por su soledad, detrás del velo,
contemplamos los esponsales del Cristo.
El deposita su beso de amor sobre la muerte,
y la muerte se despierta, fulgura y se vuelve vida.
Por su sufrimiento, El besa a todos los sufrimientos del mundo,
y esos sufrimientos estallan en la alegría de la resurrección.
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La resurrección universal, cósmica, total,
es la promesa del Cristo,
llegado al tiempo para transformarlo,
para superarlo,
para injertarlo en la inmortalidad.
Actualmente, probar que la Tradición es válida,
que no es detenerse en el tiempo,
sino que es una creación perpetua, un desarrollo orgánico,
que cuanto más se hincan sus raíces en el pasado,
más sus ramas se dirigen hacia el porvenir,
se ha vuelto casi inútil.
El hombre moderno tomó conciencia de esta inutilidad;
él se preguntará en todo caso sobre la autenticidad de la Tradición,
pero no sobre su valor.
* * *
Uno no se convierte a la ortodoxia,
uno vuelve a ella;
por ella uno regresa a la casa natal,
cerca de sus padres.
Aquellos que han descubierto la tradición ortodoxa,
y comulgado con su forma de vida, pueden dar testimonio de ello;
volverse ortodoxo no es abandonar el patrimonio de nuestros padres,
sino reconstituirlo en su forma fundamental.
* * *
Cuando se es ortodoxo, se lo es orgánicamente,
porque uno se vuelve «Cuerpo de Cristo»,
«carne de su carne, hueso de sus huesos».
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La ortodoxia tiene dos características:
por una parte, el sentimiento de la Presencia
y, por la otra, yendo a su encuentro,
la acción de gracias.
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La palabra «ortodoxia» está compuesta por dos vocablos griegos
«orto», de pie, derecho, es la línea vertical,
que sube hacia las alturas,
hasta la Divina Trinidad,
y desciende hacia lo más bajo, hasta la nada;
y «doxia», glorificado, pensado,
que debe ser entendido como un pensamiento-alabanza,
una glorificación contemplativa
donde el elemento emotivo se confunde con el elemento cognitivo,
y este pensamiento-glorificación tiene como movimiento:
de pie, vertical, desde el abismo,
como una flecha, hasta un lugar muy alto,
o todavía más alto, hasta la unidad.
Ni hacia la derecha, ni hacia la izquierda,
ni en el pasado, ni en el futuro.
* * *
Sin embargo, no olvidemos nunca
que cada uno tiene su camino, su propia vocación,
y que ningún camino es superior a los otros.
Aquél que está consciente de su alma,
aquél que es fiel en su impulso hacia la Divina Trinidad,
aquél que combate al mal como un soldado,
todos ellos caminan hacia Dios,
y todos los caminos hacia Dios son maravillosos.
* * *
La ortodoxia es la fuente de todas las Iglesias,
la Iglesia misma como madre de las demás Iglesias;
no es un retorno artificial hacia el pasado,
sino la presencia de esa fuente en nuestros tiempos,
Iglesia primitiva presente en los tiempos actuales.
* * *
Mi pensamiento se lanza hacia las Iglesias ortodoxas de Oriente
y les dice: ¡Benditas sean!
Veinte siglos han pasado, y ustedes han guardado intacto el legado,
han protegido la fuente que viene de los siglos primitivos.
Incumbe al Occidente, a todos nosotros, hacer correr esta fuente también aquí.
Los griegos han pensado, los rusos han sentido, ¡los franceses realizarán!
Dios sabe cuánto deseo servirlo,
cómo arde mi corazón,
y cómo mi oración
está llena de lágrimas por ella.
El sabe que no busco nada para mí;
que estoy dispuesto a soportar todo
para que la libertad y la luz
de la Ortodoxia brillen en Francia.
Que El tome mi mano
y me conduzca hacia ella,
mi bienamada,
la Ortodoxia Occidental.
Uno no se convierte a la ortodoxia,
uno vuelve a ella;
por ella uno regresa a la casa natal,
cerca de sus padres.
Mi pensamiento se lanza
hacia las Iglesias ortodoxas de Oriente
y les dice: ¡Benditas sean!
Veinte siglos han pasado,
y ustedes han guardado intacto el legado,
han protegido la fuente
que viene de los siglos primitivos.
Incumbe al Occidente, a todos nosotros,
hacer correr esta fuente también aquí.
Sin embargo, no olvidemos nunca
que cada uno tiene su camino,
su propia vocación,
y que ningún camino es superior a los otros.
Las frases precedentes son sólo una muestra del pensamiento pastoral y ecuménico de Eugraph Kovalevsky (1905-1970), que bajo el nombre de Jean de Saint Denys fue el primer obispo de la Iglesia Ortodoxa Occidental, con sede en París, desde 1964 hasta su nacimiento al cielo en enero de 1970. Antes de serlo ya venía conduciendo a su Iglesia desde 1936, momento en que la misma fue reconocida en el seno de las Iglesias Católicas Ortodoxas, llevando a cabo una tarea inmensa de restauración, de regreso a las fuentes, al origen del cristianismo en el Occidente europeo, del que nuestro país y el resto de América recibieron la fe.
En palabras del patriarca Atenagoras, de Constantinopla, «El renacimiento de la Ortodoxia en Occidente ha sido uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX».
Cabe a nuestro Vicariato Jean de Saint-Denis la hermosa tarea de continuar la difusión del pensamiento de Monseñor Jean en nuestro medio a través de este volumen. En él se ha apelado a un método fecundo, como lo es el del Aforismo, de amplia utilización en la antigua Tradición, no sólo para ayudar a descubrir el sentido de la obra de un hombre, sino también para entrar en ella con miras a enriquecer la propia experiencia. No se trata, pues, sencillamente de una recolección de pensamientos bellos, sino de poner a disposición del lector una herramienta para llegar a lo Esencial, muchas veces olvidado, sobre todo en nuestros días.