INICIACION TRINITARIA
Monseñor Jean de Saint-Denis
OBRAS COMPLETAS
Volumen VI
Vicariato Jean de Saint-Denis de la Iglesia Católica Ortodoxa de Francia
en Buenos Aires
INDICE
Capítulo I : REVELACION UNIVERSAL
06 LA INTUICION DE LA TRINIDAD
10 OPACIDAD DE NUESTRA INTELIGENCIA
11 «El filioquismo»
11 La purificación de la inteligencia
13 En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
Capítulo II : DIOS TRINITARIO
15 LOS NOMBRES DIVINOS
20 IMAGEN Y FAZ
23 Nombres «apropiados»
Capítulo III : HACIA EL HIJO
24 LA TRADICION
26 «dia» (a través de)Imagen y Faz
Capítulo IV : TRINIDAD CREADORADIOS TRINITARIO
28 ACCION EN EL MUNDO
28 «Dia», o «a través de», o «por», o «cómo»
29 «En», o el «qué hacer»
31 LA «NO-TRINIDAD» DE LAS CIVILIZACIONES
33 RELACIONES DE LO ABSOLUTO CON LO RELATIVO
Capítulo V : EL MISTERIO DEL ESPIRITU
37 EL ESPIRITU EN EL PLANO DE SU ECONOMIA
37 El Espíritu Santo
38 El Padre
39 El plano de la economía
41 LA GLORIA
41 El ser
42 La imagen
42 La Revelación
43 El amor beatífico
44 La Hipóstasis, base del mundo
46 «TAXIS» TRINITARIOS
46 Primer taxis: Padre, Hijo, Espíritu Santo
48 Segundo taxis: Padre, Espíritu, Hijo
49 Tercer taxis: Hijo, Padre, Espíritu
49 Cuarto taxis: Hijo, Espíritu, Padre
49 Quinto taxis: Espíritu, Hijo, Padre
50 Sexto taxis: Espíritu, Padre, Hijo
51 Hacia el silencio total
53 ESCONDIDO A LOS OJOS DE LOS PROFANOS
53 El Misterio del Espíritu
Capítulo VI : UNICIDAD DE LA PERSONA – HIPOSTASIS Y NATURALEZA
56 LA VOLUNTAD
58 HIPOSTASIS E INDIVIDUO
62 UNIDAD DE LA NATURALEZA
Capítulo VII : EL AMOR HIPOSTATICO
64 EL EXTASIS
66 RELACIONES ENTRE TODOS NOSOTROS
Capítulo I
REVELACION UNIVERSAL
Dos hechos exteriores inspiraron la elección de este estudio. En primer lugar, una reunión ortodoxa en Rodas, en la que algunos participantes dijeron: “Necesitamos una teología de precisión, y no solamente una teología de impresión”. Y luego el hecho de que, si bien es notorio que hay que buscar precisión para –por ejemplo– lanzar los cosmonautas al espacio, o para el buen funcionamiento de una máquina, en cambio ocurre que cuanto más nos elevamos hacia los planos esenciales menos precisión tendremos. Y esta menor precisión se da tanto en psicología como en sociología, y en religión es todavía peor.
Si alguien presiente –aún vagamente– que Dios existe, todo el mundo exclama: ¡Es extraordinario, ya no es más ateo, cree en el Buen Dios!, y todo el mundo está encantado. Y para “comprar” esa creencia en Dios se llegará a toda clase de bajezas, arreglando, combinando, . . .
Es sabido que para que una máquina funcione, o para que una operación quirúrgica sea un éxito, se necesita exactitud científica y técnica. Cualquier inexactitud puede producir catástrofes: una caldera puede explotar, un bisturí puede matar. Sin embargo, son desastres menores, desastres en el plano físico, en un plano limitado. Las bombas nucleares pueden en cierta medida destruir nuestro planeta. Pero aún siendo muy grande, nuestro planeta no es en verdad gran cosa.
En cambio, cuando la Ley de Leyes, el Principio de principios sobre el que todo se basa –es decir, el dogma trinitario– se deforma, los desastres son menos visibles, pero mucho más esenciales. Por cierto que esta deformación no destruye inmediatamente, pero corroe mucho más profundamente, porque destruye las almas y los espíritus, y con ello la profundidad de las cosas. Por eso es que en esto debemos abandonar por completo la idea de que podemos contentarnos con un “más o menos”, y que podemos vivir únicamente en las intuiciones.
Tratemos de penetrar en el misterio de la Trinidad. No se trata de Dios en sí, sino de Dios tal como El se manifestó, descubriéndose a nosotros como el principio y el fin de la Creación.
No voy a entrar inmediatamente en lo vivo del tema, sino que me voy a acercar a él en tres etapas. La primera podría titularse “Intuición y revelación universal de la Trinidad”; la segunda, “La opacidad de nuestra inteligencia frente a la Trinidad”, y analizar la impureza de nuestro lenguaje para tratar todas las dificultades que pueden surgir en este camino, así como las razones de estas dificultades. La tercera, finalmente, podría llamarse “La Escritura y la Tradición; guías exigentes hacia el misterio trinitario”. Luego de estas tres etapas, con los textos sagrados esenciales, y sobre todo con las palabras de San Pablo, comenzaremos a penetrar el dogma de la Trinidad en sí.
LA INTUICION DE LA TRINIDAD
En cierta oportunidad, René Guenon encontró una feliz expresión que acabó siendo clásica: marcó la distinción que hay entre la Trinidad y la tríada. No quiero decir que su definición sea absolutamente exacta, pero metió el dedo en el problema esencial: las tríadas no son la Trinidad. Debemos recordar esta fórmula.
A pesar de ello, tomaremos ahora la palabra Trinidad en el sentido de tríada, es decir, en el sentido más amplio. A pesar de nuestro deseo del Uno, y a pesar también del dualismo de nuestra inteligencia, que opone, reflexiona, duda, sintetiza, imagina, compara, y va de la imagen a la proto-imagen, a pesar de que nuestra inteligencia sea dual y que nuestro corazón y nuestro deseo estén tendidos hacia el Uno, a pesar de todo eso, la percepción inmediata, la toma de conciencia de las cosas, es trinitaria. El conocimiento directo, sin reflexión y sin matices, es trinitario. Y la Trinidad aparece en todos los dominios de la Creación.
Tomemos algunos ejemplos. Podemos encontrar trinidades en todas partes. Uno de los ejemplos más simples de esta revelación directa, de este contacto directo con la existencia, está dado por la trinidad siguiente: pasado, presente, futuro. En cuanto decimos pasado, presente, futuro, y comenzamos a profundizar esta tríada, diferenciamos inmediatamente a las personas que están en el pasado –tradicionalistas de estilo patriarcal, enclavados en la búsqueda de principios– de las personas que están en el presente: los realizadores. Y también vemos a los que viven en el futuro: los progresistas. No hablo –por supuesto– desde el punto de vista político, porque personalmente pienso que los progresistas modernos no están para nada en el presente, sino que están en el pasado. Es curioso constatar que en las reflexiones duales, lo moderno es a menudo viejo.
En este caso, inmediatamente tenemos la impresión de tres: pasado, presente, futuro. Un pensador chino decía: Siempre hay hojas, flores y frutos. En todo hay un principio, una duración y un fin. La actitud directa, sin reflexión, comporta tres dimensiones. Como decía Florensky (un teólogo ruso sobre el que volveremos más adelante), cuando planteamos el problema de las cuatro dimensiones entramos en un campo totalmente distinto. Ya no se trata de una conciencia directa de las cosas. Lo que es directo, simple, es el mundo en tres dimensiones. Es posible incluso hablar de “X dimensiones”, dado que también se puede vislumbrar el espacio-tiempo. . ., pero lo inmediato es la presencia de tres. Todo aquél que toma una circunferencia ve inmediatamente la necesidad de tener tres puntos para determinarla.
En el hombre descubrimos –en el plano inmediato– la voluntad, los sentimientos y la inteligencia. Si miramos la familia, vemos otra tríada: padre, madre, hijos. En los problemas de expresión tenemos el pensamiento, la palabra y la tonalidad. Volveremos sobre este último ejemplo, pues la tonalidad no corresponde siempre al significado de la palabra. Pensemos que puedo decir “te amo” con acento de odio, o “te odio” con una voz llena de amor.
Si nos ponemos a observar directamente nuestra acción en el mundo, veremos enseguida que una acción cualquiera supone –para ser fructífera– una información, luego una reflexión, es decir una preparación. Y finalmente viene la acción misma, la realización; el resultado aparece al final. Si recibimos un impacto exterior, tenemos la reacción ante ese impacto, y simultáneamente el resultado del impacto. De los dos primeros movimientos, acción y reacción, surgirá siempre un resultado.
En todas las tradiciones humanas, hasta en las más antiguas, las tríadas son múltiples. Un profesor en literatura griega, que efectuó un estudio sobre los “números” en Homero, descubrió que había no solamente números descriptivos, sino también un lenguaje de números sagrados. Su estadística es muy interesante. Este profesor de la Sorbona, deseoso de no quedarse en lo impreciso, eliminó todo lo que le pareció dudoso, y estudiando La Ilíada y La Odisea estableció una larguísima serie de datos, descubriendo que el “tres” tiene una presencia muy marcada.
Del mismo modo, en los ritos antiguos –y sin hablar de los ritos cristianos– vemos que a menudo las palabras se repiten tres veces, buscando hacerlas poderosas o fecundas. O se dan tres vueltas alrededor de un objeto. En los cuentos de hadas encontramos siempre tres pruebas, tres hijas o tres hijos.
El “tres” aparecerá bajo distintos aspectos, pero siempre en un sentido directo. Si tomamos las ideas tradicionales sobre la sociedad, encontramos las tres clases: la copa, la espada y la hoz. Encontraremos tríadas en Egipto y en la mitología y la teología hindú. En el mundo místico –hasta en el pre-cristiano, como por ejemplo en Plotino– se habla de purificacion, comunión y unión; entre los egipcios: muerte, vida, creación. Un artista debe morir y resucitar para crear, porque el que no muere no crea.
Vayamos ahora hacia ejemplos más simples, como los de nuestra gramática. Se podrían inventar otras personas, pero por ahora tenemos: yo, tú, él. La frase se compone de sujeto, verbo y complemento. El mundo de la técnica también presenta tres realidades esenciales: la energía, la máquina, y el objeto que la máquina fabrica, o la función que la máquina cumple. Pensemos que el concepto de “máquina” tiene un significado amplio. Personalmente, en “La Angelología y la máquina” di una definición clásica de la máquina: se trata, primero, de un conjunto de cuerpos (o componentes, o piezas) ligados unos con otros; luego debe haber una fuerza que actúe sobre uno de esos cuerpos para que repercuta sobre los otros, y con ello –en tercer lugar– superar un obstáculo que haya que franquear.
Además de las tríadas simples, directas, tales como leyendas, cuentos, ritos, o –en el tiempo del hombre– ayer, hoy, mañana, debemos también recordar tríadas olvidadas, ocultadas, que también son directas e inmediatas. Ellas han sido más o menos dejadas de lado a causa de una decadencia de la civilización humana. Una de las más clásicas es la tríada cuerpo, alma, espíritu, absolutamente normal en la Antigüedad, y clásica todavía para el Apóstol Pablo y para los Padres de la Iglesia. En la actualidad sólo se considera el hombre dual: espíritu y cuerpo, o alma y cuerpo. Mas para ver con claridad es preciso tener la tríada: cuerpo, alma, espíritu.
La antigüedad no conocía la deformación que implica la sola existencia del singular y el plural. Ellos siempre tenían conciencia no sólo del singular y el plural, sino también de lo dual. Por eso, tanto en Grecia como en otros lugares se encuentra ese concepto de dual, que causa muchísima dificultad al hombre de hoy cuando se lee el Evangelio en griego según el texto antiguo.
He aquí una tríada (singular, plural, dual) completamente olvidada en nuestra actual visión, en todos los conflictos artificiales entre lo personal y lo colectivo. Detrás de la Cortina de Hierro todo es colectivo. De este lado, todo es personal e individual. Y la lucha planteada entre ambos lados se produce porque se ha olvidado que lo personal, lo colectivo y el total forman una concepción diferente y superadora.
En un conflicto sin solución siempre hay que buscar el tercer término. En cuanto se lo ubica se entra en la percepción directa, y toda agitación inútil desaparece. En cambio, dentro de la dualidad, o avanzamos o luchamos.
Otro ejemplo típico: la causa y el efecto. Se habla mucho de esto, pero nunca se piensa que, bien mirado, y en lugar de sólo causa y efecto, tenemos la causa, la acción de esta causa, y el efecto. Un mosquito puede ser la causa de la malaria, pero si éste no nos pica, la causa quedará sin efecto. En las enfermedades, los medicamentos pueden ser la causa de la curación, pero si no se toman. . . Por consiguiente llegamos a que existe el medicamento, la absorción del mismo por el paciente, y la cura.
En cuanto a la cultura humana, partamos de lo más simple. Recuerden la tríada de Platón: bello, bueno, verdadero. La cultura judía, que en estos tiempos ha sido presentada falsamente como anti-trinitaria, contiene siempre esta tríada: reyes, profetas y sacerdotes. Gabirol, cabalista del siglo XI, decía a sus discípulos: la unidad no es la raíz; tres es la raíz de todo. En esa frase expresaba toda la tradición judía: tres es la raíz de todo.
Consideremos el mundo moderno. No tomaré ejemplos cristianos, pues todo el pensamiento cristiano es trinitario, aún en la Edad Media. Montesquieu enuncia tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Hegel propone su dialéctica: tesis, antítesis y síntesis. Karl Marx lo sigue, y hasta hoy soportamos las antítesis y las tesis, sin haber visto aún la síntesis. Augusto Comte –que renunció a la religión, y hasta a la metafísica– construye su visión en tres etapas: religiosa, filosófica y positivista. Cada vez que se desea restablecer un poco el orden directo, reaparecen las tríadas. No se trata de la Trinidad, sino de las tríadas.
Entre los escritores, Balzac exclama: “Tres es la fórmula del mundo, signo espiritual de la creación, como es signo material de la circunferencia”. Aquí no habla el literato, porque Balzac tenía otra raíces. El siglo XIX, que parecía tan monista, positivista, cientificista, y tan poco tradicional, nos habla de la naturaleza, del pensamiento y de la verdad. Adivinen ustedes al autor de “trabajo, estudio y sabiduría”. Adivinen al autor de “sacerdote, sabio e industrial”. Por supuesto ven a Saint-Simon. “Libertad, igualdad, fraternidad” se instaló en los templos de Francia, y en muchos otros lugares.
Mi tío, monseñor Antonio de Kiev, analizando el problema de la Iglesia y el Estado, dijo: “Existe el tercer ladrón, la Sociedad”. ¡Esto sí que es inteligente! La Iglesia, el Estado, la Sociedad. He citado algunos ejemplos, pero se pueden encontrar muchos otros más: en cuanto se toca la civilización humana, o la percepción directa, entendemos de manera triádica. En cuanto el hombre quiere simplificar, en el sentido profundo de la palabra, ve con mirada triádica. Ubica los tres, a veces iguales y unidos, a veces desiguales, a veces separados en el tiempo y en el espacio, pero siempre los tres.
En el Antiguo Testamento, y dado que los Libros Sagrados son siempre libros con claves, las fórmulas trinitarias son múltiples. El Antiguo Testamento está penetrado con la idea de la Trinidad; pero por el momento voy a hablar sólo superficialmente de la Biblia, así como de la civilización y del destino del hombre. Conocemos todos el texto del capítulo sexto de Isaías: “Santo, Santo, Santo, el Señor Dios Sabaoth”. Conocemos todos los tres ángeles que se aparecieron a Abraham.
En el Nuevo Testamento, y sin hablar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, encontraremos una multitud de tríadas. En el Apóstol Pablo tenemos: “fe, esperanza y caridad”; “un solo Dios pero muchas energías, un solo Señor pero muchos ministerios, un solo Espíritu pero muchos carismas”; “amor, gozo y paz” (1 Corintios, 13,13; 12,4-5; Gálatas 5,22). El Apóstol Pablo está impregnado por las tríadas. Se puede decir que San Dionisio el Areopagita es su discípulo, pues es triádico: él no opera ni con el siete, ni con el dos, ni con el uno, ni con ningún otro número; ve todo en tríadas.
JesuCristo emplea la tríada cuando dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Pronuncia también otras tríadas, que se pueden leer en la Escritura Santa. Podría decir que hay una obsesión por las tríadas, pues en cuanto el hombre deja de reflexionar, de analizar, y se aplica a asir alguna cosa, el sentido de la tríada aparece.
Dado que estas tríadas se nos presentan en tantos planos diferentes, hagamos una pequeña experiencia. Suprimamos, o disminuyamos, en una de esas tríadas uno o dos elementos, y veamos qué pasa. Pensemos en “pasado”, y hagamos un culto del mismo, despreciando el presente y el futuro: el hombre se limita, y es un reaccionario incapaz de crear. Situémoslo sólo en el presente: actúa, pero no tiene raíces. Hagámoslo vivir en el futuro: sacrificará sus hijos y su prójimo por un futuro desconocido. El padre Bulgakof decía que el ídolo más grande de nuestro tiempo es el futuro, al que millones de hombres son sacrificados sin tener en cuenta el presente o el pasado, tal como en la Antigüedad se ofrecían sacrificios humanos a las divinidades. Un hombre voluntarioso, pero sin reflexión y sin sentimientos, ¿qué clase de hombre es? Noten también la deformidad que significa un pensador sin voluntad ni sentimiento. Chesterton decía: “El loco perdió el sentimiento y la voluntad, le queda solamente la inteligencia”.
Tomemos el ejemplo de la poesía china –flores, hojas y frutos–, y recordemos las palabras del Cristo sobre la higuera seca, que no tenía frutos: hay esterilidad. Concentrémonos en “yo, tú, él”; apartemos “yo” de “tú” y de “él”: egoísmo total, sólo el “yo” importa, sólo el “yo” vive. Tratando de no caer en esto, casi siempre evitamos comenzar una carta con el pronombre ”yo”, y aunque seamos unos perfectos egoístas usamos “nosotros”, o alguna otra palabra. Supriman uno o dos elementos, aún en las tríadas más simples, o bien acentúen uno y disminuyan otro, y verán nacer todas las deformaciones posibles.
El mundo está lleno de tríadas. Las tríadas y las trinidades constituyen la percepción directa más simple y exacta, base de la visión, del equilibrio, de las realidades. Sin embargo, hay una gran dificultad: el hombre no puede pensar en tríadas. En cuanto comienza a reflexionar, es inevitablemente dual. Por ejemplo, cuando examinamos la tríada sacerdote, rey, profeta, seguramente comparamos el profeta con el rey, y luego el sacerdote con el profeta. Nuestro pensamiento es incapaz de pensar los tres simultáneamente, porque su mecanismo actúa siempre por oposición, comparación, analogía y distinción. Todos estos procedimientos –hasta llegar a la síntesis– son un movimiento de dos elementos. En cuanto dejamos de ver las cosas directamente, inmediatamente ocurre que la Trinidad, y hasta las tríadas, se nos escapan. Y entonces el análisis de nuestro pensamiento, de nuestras reacciones, y hasta de nuestros sentimientos, nos obliga a la siguiente conclusión: no podemos pensar la Trinidad. Pero si no podemos pensar la Trinidad, no podemos aprehender la realidad. Entonces, ¿qué hacer?
Para aprehender la Trinidad, que nos está dada tan simplemente, para “reflexionarla” conscientemente, para pensarla, debemos transformar, purificar nuestra inteligencia, porque la inteligencia del hombre actual es una máquina dual, y no trinitaria. En resumen: las tríadas son inmediatas, y sin embargo se nos escapan. No solamente la divina Trinidad, sino también las tríadas humanas, son inasequibles.
OPACIDAD DE NUESTRA INTELIGENCIA
Abordemos un aspecto de la Trinidad sumamente curioso en su aprehensión directa. La Trinidad se revela a nosotros, pero en cuanto el hombre comienza a reflexionar, y el mecanismo de nuestra inteligencia entra en juego, Ella se nos escapa. Ya hemos dicho que en el estado actual del ser humano nuestro pensamiento funciona de manera dual. ¿Qué sucede? Aunque se trate de un hombre de ciencia, de un filósofo, de un poeta, o de cualquiera, nuestra inteligencia comienza a comparar. Veámoslo:
Sus vestidos eran blancos como la nieve es decir, dos elementos: la nieve y el vestido. Pero –me contestó un día uno de mis interlocutores–, «hay un tercer elemento común: la blancura». Precisamente, el pensamiento trinitario rechaza todo lo que es común. Cuando decimos «pasado, presente, futuro», lo común es el tiempo. Ninguno de los tres es común a los otros dos, como en el caso de la blancura.
Un poeta –para explicar su pensamiento– establece comparaciones, y en cuanto nace la comparación aparece el «dos»; por ejemplo, imagen y proto-imagen, signo y significado. O aparece el análisis, y cuando nuestro pensamiento analiza extrae una cosa de otra cosa, construyendo cada vez díadas y más díadas. Espontáneamente, nuestra inteligencia no pensará jamás trinitariamente. Operará siempre por comparación, por análisis, o por distinción. Si yo deseo distinguir, distinguiré –por ejemplo– al hombre de la mujer, o a lo cultivado de lo no cultivado, y mi pensamiento seguramente resbalará con rapidez, y una vez más la inteligencia se servirá de dos elementos que va a oponer, distinguir, comparar, analizar, y para lograr la síntesis tomará por fin los dos para reunirlos. La dualidad aparecerá, la Trinidad se nos escapará. Cada vez que reflexionamos, nuestro pensamiendo es diádico.
El pensamiento diádico caracteriza a la mayoría de las tradiciones, fuera de la revelación cristiana. Veremos cómo las tradiciones comparan lo eterno femenino a lo eterno masculino, lo positivo a lo negativo, el día a la noche. Proceden según la dualidad, a través del dos. Hasta las tradiciones que introducen una trinidad (por ejemplo, en la mitología hindú) dan a esta trinidad un sentido diádico. Dirán: el uno que se manifiesta en tres. Por consiguiente, hay uno y tres, es decir, «uno» y «múltiple»: nos colocamos ante dos, y no ante tres. ¡Consecuencia particularmente importante! Si vamos más lejos, encontramos que nuestra inteligencia tropieza, no con ella misma, sino con su funcionamiento.
Los escolásticos de la Edad Media han hallado lo mismo en los sentimientos. En efecto, la mayoría de los sentimientos humanos son la búsqueda de un segundo, no de un segundo y un tercero. La escuela de Hugo de San-Victor tiene páginas notables sobre este tema, superiores a la escuela de Chartres; y es muy interesante escuchar a los teólogos de esta escuela cuando analizan la Trinidad diciendo: «Donde está el dos hay, todavía, egoísmo».
En el plano intelectual, o sentimental, el hombre funciona de manera dualista, sin hablar del plano de la voluntad. ¡No puede actuar si no se inventa un adversario! Para actuar bien le hace falta un enemigo; le hace falta actuar-contra alguien, indignarse por alguna cosa; eso lo hace recaer en un proceso dual. Sus tentativas para lograr una tríada, una trinidad, llegan muy a menudo a falsas trinidades.
¿Qué es una falsa trinidad? Quedémonos fuera de los cuadros teológicos, quedémonos con Hegel y Marx. Ellos proponen esto: tesis, antítesis y síntesis. En Hegel la tesis y la antítesis son el ser y el no-ser. Es excelente tirar de los hilos de esta idea hasta el fin: ¿qué nos propone como síntesis? El porvenir. Karl Marx nos ofrece como síntesis una sociedad sin clases, síntesis que resulta de la lucha encarnizada entre el proletariado y el capitalismo. Pero, si se lleva la distinción al extremo, la síntesis no es más trascendente que sus dos extremos, y se convertirá en una especie de compromiso.
¿Cómo se establecen entonces estas síntesis? Admitamos que ante las tendencias de derecha e izquierda declaremos: «Yo no soy ni de derecha ni de izquierda; me gustaría un poco de socialismo y un poco de tradición». Lograremos un guiso centralista, sin duda bondadoso, pero en una síntesis extraña a la trinidad. En realidad, el tercer término sale de los dos precedentes. Los dos engendran al tercero.
«El filioquismo»
En la misma categoría encontramos al «filioquismo», díada típica: Padre e HIjo, que tienen al Espíritu Santo en común. Primera díada, Padre e Hijo; segunda díada, por una parte Padre e Hijo, y por la otra el Espíritu. Es decir, un proceso analítico de dos díadas.
Este proceso es normal, porque el ser humano choca con el dos en sus mecanismos intelectuales, ya sea en el análisis, la contemplación o la analogía. El ser humano está encerrado por esta díada. La díada no es siempre una dualidad, una oposición o tensión del uno contra el otro; hay díadas pacíficas, y entonces las tríadas que aparecen son falsas tríadas.
Nadie discute las tríadas. En nuestra percepción inmediata de las cosas están el pasado, el presente y el futuro, o el sentimiento, el intelecto y la voluntad, y todo esto es indiscutible, claro, comprensible. Decimos sí a todas estas tríadas. Hasta llegamos a pensar que no puede haber otra clasificación, otra manera de aprehender las cosas, y estamos satisfechos. Pero en cuanto comenzamos a salir de estas tríadas existentes, para operar, describir, analizar, ¡es otra cosa!
Tomemos por ejemplo la tríada clásica: rey, sacerdote y profeta. ¿Cómo procederemos? Tomaremos al sacerdote y lo compararemos con el profeta. Luego compararemos al profeta con el rey, y por fin el rey se comparará con el profeta. Pero jamás pensaremos en distinguirlos, ni en comparar a uno con los otros dos. El sacerdote está llamado a dar los sacramentos, y a testimoniar los misterios. El rey es responsable del orden, y organiza la sociedad. El rey expresa a Dios sobre la tierra; el sacerdote debe elevar el alma.
Entonces comenzamos a comprender por qué hemos colocado las cosas en una dialéctica de oposición. Ciertamente, este método descriptivo no corresponde a la dualidad. No es tampoco un método perfecto, porque termina en una especie de cuadro cuyos contornos son imprecisos. Este pensamiento descriptivo, muy cercano a la percepción inmediata, no es reflexivo, es contemplativo. De la misma manera, si consideramos directamente la tríada podemos discernir múltiples aspectos. Permanecemos en la gnoseología directa, pero en cuanto desembocamos en la reflexión empieza la dificultad. ¿Esto es insuperable? ¡No!
La purificación de la inteligencia
La purificación de la inteligencia es el tema que se plantea. Se habla mucho de purificación del alma, de las pasiones, de las malas inclinaciones. Pero la purificación de la inteligencia es también indispensable para pasar del pensamiento dual al pensamiento trinitario. Es un trabajo sobre nuestra inteligencia.
Cuando el Apóstol Pablo habla del «nous» del Cristo, del «mental» del Cristo, del «espíritu» del Cristo, de la «inteligencia» del Cristo, considera precisamente esta transformación, este esclarecimiento nuevo de nuestra inteligencia. Y este nuevo esclarecimiento reclama una ascesis. Debemos realizarla, porque la piedra angular del universo y de Dios está en la visión tri-unitaria, y no di-unitaria.
En tanto nos detengamos en el pensamiento diádico, no obtendremos ningún resultado, y marcharemos siempre por oposición y en medio de sobresaltos. El hombre sólo encontrará las soluciones que busca en la tri-unidad, en el pensamiento tri-unitario. Por esta razón, este pensamiento es indispensable.
Mínimamente, debemos reconocer que el mecanismo de nuestra inteligencia es deficiente, y que necesita trabajo y purificación. Cuando toquemos el dogma trinitario encontraremos esta dificultad, y tendremos que escapar de las trampas de lo dual.
Podemos hablar del Padre y del Hijo, o bien del Padre y del Espíritu Santo. Pero en cuanto tratemos de hablar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo comprenderemos hasta qué punto el mecanismo actual y habitual de nuestra inteligencia no es el adecuado. El instrumento nos falla, pero podemos llegar a superar eso. Trabajando juntos para purificar la inteligencia, en lugar de hablar lo vamos a constatar.
Descartes es uno de los casos curiosos que se nos presentan. En su «Discurso sobre el método» nos propone una especie de ascesis de la inteligencia. Por ejemplo, exige hacer tabla rasa con las autoridades precedentes, y estar disponibles para cierta duda sistematizada, cumpliendo casi con un trabajo místico. ¿Se puede emplear este método cartesiano para la teología de la Trinidad? ¡No! Simplemente porque los postulados de Descartes son del orden espacial. El coloca todo en el espacio, y por eso nuestra matemática moderna se basa en la noción del espacio. Pero para encontrar la visión trinitaria se debe sobrepasar –como dice Basilio el Grande– el espacio y el tiempo. Es preciso liberar los tres de todo cuanto es común a los tres, reencontrar lo específico de los tres en todo cuanto no es común a los tres. Consideremos un hombre y otro hombre: todo es común entre ellos, y sin embargo hay dos personas.
Descartes es fácil y agradable de leer. Sus «meditaciones» nos muestran que una filosofía racional –que nos dio nuestra matemática y nos permitió dar un gran paso en numerosos descubrimientos, sobre todo mecánicos– no es una verdadera filosofía si la inteligencia no se transforma y se purifica. Descartes lo comprendió así, y purificó su inteligencia en un método racional.
¿En qué sentido racional? Hay la razón divina, y lo razonable divino. Lo racional es una de las características de la purificación cartesiana. Descartes se libera de las autoridades y de los prejuicios, y pone en duda cada adelanto del pensamiento, pero coloca el espacio como una cosa adquirida. Las trinidades son, justamente, pre-espaciales y pre-temporales. Si tomamos solamente la tríada temporal –pasado, presente, futuro– y la exponemos como pasado, presente, futuro, forzosamente estamos fuera del tiempo; porque si estamos en el tiempo nos encontraremos siempre en el presente, o en la duración, y no habrá ni pasado ni futuro. El tiempo matemático no conoce el pasado, el presente y el futuro. Por consiguiente, esta idea simple –pasado, presente, futuro– es inaccesible, porque el presente no está jamás, el pasado ya no está más ahí, y el futuro todavía no está. ¡Sin embargo, es tan simple! ¡Ya ven hasta qué punto el pensamiento trinitario permite que el hombre de la calle entrevea cosas inimaginables! ¡Sale del tiempo! ¡Habla de una cosa inexistente, que no se puede palpar! Nadie duda de esta tríada; es simple, directa.
Por lo tanto, hemos discernido que el pensamiento trinitario contiene un método de purificación. Pero el método cartesiano, que puede conducir al pensamiento mecánico, racional y matemático, no conduce para nada al pensamiento trinitario. Hay otro método totalmente diferente, y lo mejor es utilizar el texto de San Pablo. Estudiaremos de qué manera nuestro pensamiento debe purificarse de lo dual, y debe habituarse a pensar trinitariamente. Luego, ese pensamiento nuevo, esclarecido por una luz nueva, se proyectará sobre los fenómenos más comunes y sobre los más exteriores.
Si poseemos la revelación del Dogma de la Trinidad, no es solamente para creer respetuosamente en un Dios trinitario, y aceptar lo que no se comprende, sino que es para comprender mejor el mundo, y para transformarlo. Porque Dios revela solamente las cosas útiles, y toda la teología es económica y salvadora, es decir, pragmática. Un dogma no podría ser jamás algo que no nos es útil. No se justificaría en forma alguna que seamos bautizados «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» si esta fórmula no encerrase un programa para la humanidad.
La reunión de Rodas que les comenté al principio no solamente empezó por la Trinidad, sino que recordó también que la Iglesia y la sociedad humana son a imagen de la Trinidad. Y allí me vino a la memoria el admirable Prefacio galicano de la Vigilia de Pascua, que precisa: «Para que las condiciones humanas se transformen en relaciones divinas». Distingamos pues aquí las dos etapas: primero, penetrar en el pensamiento trinitario; luego, cuando nuestro intelecto y nuestro ser lo hayan logrado, proyectar una fuerte luz sobre los hechos del mundo.
Hay algo más que las dificultades de nuestro intelecto. En cuanto nos aproximamos a la Trinidad –y ya no se trata solamente de tríadas– las palabras nos faltan, nuestro lenguaje es imperfecto. Imperfecto, porque una sola palabra despierta en nosotros reacciones diferentes. No tenemos la posibilidad de pensar las palabras, despojándolas de todo cuanto se les agrega por asociación.
Una palabra –cualquiera sea– es sentida, pensada, revisada por cada uno de nosotros de manera diversa; y ¡cuánto se deforman las palabras en la Historia! ¡Una palabra puede tomar diversos sentidos! Las palabras son débiles; los Padres de la Iglesia debieron luchar para mantenerlas, modelarlas. Hipóstasis es una palabra que no dice plenamente lo que se quiere expresar; prosopos, tampoco; persona, todavía menos, y así podemos seguir. Las mejores palabras fallan, son caprichosas, y al pronunciarlas podemos engañar. Sin embargo, estamos obligados a usarlas; por lo tanto debemos ser excesivamente prudentes cuando se las enuncia.
Cada vez que pensemos trinitariamente, debemos despojar a las palabras de su sentido inexacto. El procedimiento será siempre muy humilde: cargar la palabra con un contenido más amplio, menos preciso, para renunciar después a ese contenido y encontrar otro, menos amplio y más preciso. Un ejemplo: decimos Padre. ¿Qué cantidad de elementos de paternidad –propios de este mundo– podemos poner en esa concepción de Padre, que no nos llevarían al sentido puro de la palabra Padre? Además del recuerdo de nuestro propio padre, de la paternidad en general, todo lo que hemos conocido –o que nos ha faltado– se va a reflejar, se enganchará –como la herrumbre y la suciedad a un barco varado– a la palabra Padre.
Reconozcamos el obstáculo que nos presenta nuestro deficiente lenguaje, pero no actuemos tampoco como en álgebra –esa ciencia árabe–, reemplazando los números por a, b, c, o x, ya que hasta estas convenciones son inexactas, porque son anónimas. En efecto, tenemos dos inexactitudes en la abstracción: o no es bastante abstracta, y por lo tanto impura, o es abstracta, y por lo tanto anónima. Por esta razón, la Biblia y los Libros Sagrados no emplean palabras abstractas, sino palabras concretas a las que dan un sentido abstracto. ¿Habéis notado que raramente encontramos en la Biblia palabras metafísicas? Por supuesto que sí, que las hay: «Soy El que soy», pero es muy raro. La Biblia –en cambio– sí emplea abundantemente Espíritu, Vida, Hijo, Padre, cielo, etc. Entramos en la abstracción vital, y no en la abstracción sin vida. Todo el problema de las palabras queda así presentado. Deben ser concretas, no anónimas; no deben estar privadas de su valor vital y existencial; y –al mismo tiempo– no pueden estar cargadas con nuestra psicología, o con analogías inútiles.
Entonces, aquí tenemos dos dificultades: nuestro mecanismo mental, y la debilidad de nuestro lenguaje. No debemos desesperarnos, sino tener en cuenta que el acercamiento a la divina Trinidad será siempre expresado por un lenguaje imperfecto, y un pensamiento casi dual que es preciso sobrepasar. Y en cuanto lo sobrepasamos se abre el nuevo horizonte de la teología trinitaria.
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
Voy a citar un solo ejemplo: agregamos a la fórmula Padre, Hijo y Espíritu Santo una sola palabra. Y decimos, «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Una sola palabra: En el Nombre, no en plural sino en singular, y el significado estalla ante nosotros: «UN solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo». El texto está allí, ¡estampado, grabado!
Y no es sólo esto, porque nuestro pensamiento se encuentra también con el Génesis: «El Espíritu aleteaba sobre las aguas». La contemplación de las aguas nos lleva hasta la Creación. Vayamos también hasta los Salmos y el Credo –este dogma abreviado por el cual somos bautizados–, y veremos crecer ramas en todas partes y –de pronto– tocaremos el testimonio de la Trinidad en las Escrituras Santas.
Capítulo II
DIOS TRINITARIO
LOS NOMBRES DIVINOS
En su Prólogo, el Apóstol Juan nos revela el Nombre Divino: LOGOS, y en el Ultimo Discurso el Nombre del Espíritu Santo: ESPIRITU DE LA VERDAD. El versículo 6 del Salmo 33 nos dice: «Por el Verbo del Señor los cielos son formados, y en el soplo de su boca todas sus energías». A través de Juan y del Salmo hemos echado un vistazo sobre el mundo, allí donde las leyes, los verbos (logoi) y las energías están frente a la Ley, al Verbo, y a la Energía (Poder y Fuerza).
San Juan Damasceno aprovecha estas analogías, esta nominación del Verbo y del Espíritu, para discernir una trinidad en el interior del hombre. El hombre que piensa se expresa por un verbo, es decir, un pensamiento formulado interiormente, o verbo interior. Entiendo por interior la palabra o verbo que no está todavía encarnada, que sólo está pensada. Porque en nosotros hay un pensamiento-fuente que enseguida pronuncia, de una u otra manera, esta formulación: es el logos interior.
Después, el pensamiento formulado en nosotros se articula exteriormente en un sonido, una palabra; es una forma de encarnación. Por ejemplo: yo pienso, y ensayo con la ayuda de las palabras (del conjunto de las palabras, y de las frases) la manera de expresar mi pensamiento. Simultáneamente, coexisten el movimiento interior del espíritu, manifestándose por el pensamiento, el pensamiento expresado por las palabras, y –por último– la potencia, el soplo de este pensamiento, que mueve, que comunica la sonoridad a cada palabra.
He aquí el caso clásico: se puede gritar ¡yo te odio!, y querer decir (significar) ¡yo te amo! Las jóvenes muy a menudo les dicen a los muchachos: ¡te odio! Odiar es el sentido lato, pero amor es la fuerza interior. ¿Han notado que muchas veces empleamos el sentido opuesto a la palabra enunciada? Esto nos muestra que la fuerza, la sonoridad y el sentido están mezclados –y no siempre armonizados– en nuestro lenguaje imperfecto y torpe, con frecuencia desprovisto de una unidad real. Y hasta he podido constatar este hecho en los nombres propios. Así, más de una Irene (cuyo nombre significa «pacífica») demuestra mal carácter, y muchos Pedro –nombre particularmente sólido– son dulces, no indecisos, pero sí muy alejados de la calidad de la piedra. Es la imperfección de nuestro lenguaje.
Para revelar totalmente su poder, la palabra debe estar adecuada al pensamiento, y nuestras palabras no lo están, sólo lo expresan más o menos. Nuestro verbo no es consubstancial con el pensamiento. De la misma manera, la potencia suele no corresponder al sentido de la palabra, y lo debilita profundamente. Cuando simplemente digo: Yo creo, ustedes no reciben la fuerza de la fe. Pero si digo Yo creo con la fuerza verdaderamente acorde con el sentido del verbo creer, adecuada al movimiento interior, entonces se manifiesta tal potencia que podría disminuir o suprimir el mundo. Conocí un joven bioquímico que hizo numerosas investigaciones, y luego las destruyó porque tuvo miedo. Era un hombre raro, cuyos descubrimientos particularmente interesantes fueron, a pesar de todo, explotados durante la guerra, y no para construir, sino para destruir el mundo. El me decía: «Hacemos todas esas investigaciones científicas sobre la materia, pero en realidad el ser humano, al mirar una ciudad, debería poder destruirla con una palabra, sólo pronunciando una palabra, tal como el sonido de las trompetas de Jericó».
¿Por qué no tenemos la potencia de la palabra? Porque se produce un desfasaje entre el movimiento interior del pensamiento y lo que la palabra designa. No son consubstanciales. Y al mismo tiempo, la potencia que expresamos exteriormente no está para nada en relación con nuestra expresión interior. Los que estudian magia verbal, y los que se inclinan hacia la etimología, hablan dos lenguajes diferentes. Los primeros van a escrutar no el sentido, sino la consonancia: la música. Los segundos estudiarán el contenido lógico de las palabras. Dos ciencias absolutamente diferentes, que deberían ser una y no lo son. Imperfección de nuestro ser.
En cuanto pronunciamos el verbo, o la palabra, inevitablemente nuestro pensamiento gira hacia el empleo de la palabra verbo, que en el Antiguo Testamento significa palabra. Los protestantes, que quisieron basar toda su religión sobre la palabra de la Escritura Santa, la «Palabra divina» según acostumbran decir, no notan lo esencial: detrás de las palabras de la Escritura Santa está la Palabra, el Verbo. Dicho de otra manera, cuando leemos: «Dios dice: ‘la luz será’, y fue la luz», la palabra dice significa que Dios habla, Dios el Verbo. «Dios dice: ‘que la luz sea'», es exactamente lo mismo que cuando Juan dice «Todo fue hecho por El», por el Verbo. «Dice», en este caso, significa «crea», «realiza por el Verbo». O cuando leemos en un canto hebraico, el Viernes Santo, «Así habla Dios Adonai-Señor» en la profecía de Ezequiel, el que habla es el Verbo.
La Santa Escritura, aún en el Antiguo Testamento, está penetrada de la visión del Verbo Divino (no las palabras de la Santa Escritura, sino la Palabra, que está detrás de las palabras). Simplifiquemos: cuando hay un plural («las palabras, los dones, las energías, las imágenes») se trata de radiaciones, de imágenes, de manifestaciones; pero cuando está escrito «la Palabra, el Verbo, la Imagen», se trata de Dios, Dios Hijo, Dios Verbo, Dios-Logos, Dios-Palabra de Dios. Analizaremos más adelante la razón por la cual nuestro Credo proclama que el Espíritu Santo «habló por los profetas», ese Espíritu que habla, que proyecta el Verbo en el mundo. Y esto será paralelo a los textos de Lucas y de Mateo, donde se dice que «el Verbo se encarna del Espíritu Santo». En esa instancia examinaremos esa relación entre el Espíritu y el Hijo; ahora voy dedicarme al Nombre del Hijo.
Cuando el Cristo anuncia: «El que tiene fe en Aquél que me envió escucha mis palabras», es porque las palabras están pronunciadas por la Palabra. Y así «tienen la Vida eterna». Las palabras del Evangelio, los consejos morales, la instrucción recibida, no son lo que posee la Vida eterna. Estas palabras tienen la Vida eterna porque salieron del Cristo; porque son una manifestación de la Palabra misma, del Verbo. Pues todas las manifestaciones son plurales, semejantes a los rayos del sol; en cambio, el Ser que se manifiesta es divino, es Uno.
Verbo, Logos, Palabra, vemos que esos mismos nombres, que son de una misma categoría, se pueden aplicar al Hijo. «Logos» es una palabra, pero también un pensamiento. El Padre piensa, su Pensamiento es Dios. Un antiguo himno francés canta: «Pensó el mundo por su Hijo». La palabra de Dios-Padre es el Hijo, el Verbo, la Palabra. Nosotros tenemos palabras, El es la Palabra, la Idea, el mundo ideal. El es también la Ley, pues la ley es un pensamiento, una concepción de algo, la Razón del Padre. Y no solamente Pensamiento, Razón y Ley, sino que el Hijo es además la Sabiduría. De donde surgen una multitud de textos donde el Hijo es llamado Sabiduría. Si Juan dice que todo ha sido creado por el Verbo, y que «el Verbo está hacia Dios», la Sabiduría atraviesa el Antiguo Testamento, los Libros Sapienciales, los Salmos: «Tus obras son admirables Señor, Tú las haces todas por tu Sabiduría»; «La Sabiduría construyó su casa, levantó sus siete columnas». Esa Sabiduría estaba desde el Principio, antes de la Creación.
Llegamos así a la teología de la Sabiduría, que se aplica exactamente al Hijo, y tal vez también al Espíritu Santo. Pues Logos, Sabiduría, Pensamiento, Palabra, Vocablo, Ley, Razón, Inteligencia, son de la misma categoría. Pero el Uno se expresa con la Palabra, y por eso se puede decir que el Hijo es la expresión de Dios, es Dios que Se expresa. Y, al mismo tiempo, no solamente Dios, sino Dios verdadero, el Verdadero Dios. Para ser verdadero hay que ser segundo, porque la verdad es siempre sobre alguna cosa, para alguien. Si uno está solo no es verdadero. ¿Qué es lo verdadero? Si yo digo «esto es un vaso», señalando un vaso, es una verdad. Si digo «este vaso es una gallina», ¡miento!, no digo la verdad. Si digo «este vaso es de cristal», miento, porque no es de cristal, pero si digo que es un vaso ordinario, sin agua adentro, digo la verdad. ¿Por qué? Porque digo exactamente lo que es; es decir que el vaso es idéntico a lo que digo.
Decir que un hombre es veraz, en el sentido más profundo, significa que es un hombre sin disimulos, sin ninguna desviación con respecto a su ser interior. Entonces, lo verdadero, la verdad, prevén la unidad total en la calidad de dos: Padre e Hijo. Por consiguiente, Dios Verdadero es Dios que engendra al Verbo, el Logos, la Verdad, que es su Hijo.
Vamos a asirnos de esta cadena que puede ir más allá que todas las tradiciones y las filosofías, y vamos a destacar solamente las palabras: logos, verbo, pensamiento, palabra, ley, razón, sabiduría, inteligencia, expresión, verdad. Estamos ante un sentido doble. Por el Hijo, por la Verdad, por el Logos, conocemos al Padre; y el Padre se manifiesta: Se manifiesta, Se expresa, Se da, crea por el mismo Logos. Recuerden el sentido doble: por el Verbo –por el Hijo– conocemos al Padre, y por el Hijo Dios se manifiesta en el mundo.
Los nombres que giran alrededor del Verbo parecen infinitos. A propósito de esto les voy a contar una leyenda tibetana: Hay tantos Nombres divinos que un día quisieron fabricar una máquina perfeccionada para poder contarlos, sabiendo que el mundo terminaría cuando los Nombres se terminaran de contar. Llamaron a unos ingenieros para construir esa máquina, los ingenieros llegaron, pero presa del terror se volvieron a ir.
Cerca del Logos, y de los Nombres que Lo rodean, encontramos uno –en primer lugar– en la epístola a los Colosenses (1,15): «El es la Imagen del Dios invisible» (la imagen: el icono). La Imagen es paralela al Logos, al Verbo; porque el Logos es una imagen verbal que se oye, y la Imagen es una palabra que se ve. La Imagen es una palabra visible, y la Palabra es una imagen sonora. Existe una relación íntima entre imagen, palabra y verbo; esto se ve claramente, dado que entre sí se completan. Imagen de Dios, Hijo-Imagen, Imagen perfecta, son palabras que emplean frecuentemente los Padres de la Iglesia, lo mismo que Palabra. Si la imagen traiciona, no es perfecta; si es perfecta, es lo que representa. Si ella se distingue por naturaleza, es una imagen imperfecta. Un retrato no es una imagen perfecta de un hombre, porque no tiene vida, porque está desprovisto de existencia, de sentimiento. La imagen perfecta debe ser exactamente de la misma naturaleza, aunque distinta.
Algunos teólogos bíblicos pretenden que en el Antiguo Testamento no se encuentra a menudo la palabra imagen, porque Moisés prohibió hacer imágenes desde el punto de vista de iconos, u objetos. «No harás imágenes, ni ningún ídolo»; pero Adán fue creado a imagen y semejanza de Dios.
La meta de la lucha contra todas las falsas imágenes de los ídolos era para salvaguardar la Imagen única. Hay un vocablo en el Antiguo Testamento que reemplaza total y auténticamente al vocablo imagen, y es «La Faz»; y cuando el Apóstol Pablo dice «Luz inaccesible», el vocablo inaccesible es esta Imagen que no podemos imaginar.
«No vuelvas tu Faz»; «Que tu Faz brille sobre nosotros». «Su Faz» es una expresión bíblica que corresponde exactamente a la palabra del Apóstol Pablo: Imagen. ¿Qué es la Faz? Hay un Dios; pero hay Su Faz, y esta Faz brilla. Los Salmos repiten muchas veces que la Faz nos alumbra, que ella brilla, resplandece sobre nosotros. Esta Faz de Dios Padre es el Cristo, el Hijo: «El era la Luz de los hombres, y la Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron» (Juan 1,4-5). El Cristo es Luz y Faz, pero la Luz que brilla es ya la Imagen. Entonces, no es posible detenerse en la Palabra, es preciso introducir la Faz luminosa que resplandece, Dios-Faz. «Ante la Faz del Señor, yo tiemblo ante la Faz del Señor». En verdad, las imágenes –los ídolos– se suprimen, pero los justos del Antiguo Testamento vivían ante la Faz del Señor que los mira, que está presente, y «los Querubines se cubren la cara ante la Faz del Señor». El Nombre Faz suscitará una serie de nombres diversos que convergen hacia la Proto-Imagen del mundo. Todos los universos que crea el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, son siempre a Imagen de esa Belleza eterna y divina que es el Cristo. El creó por El como por una especie de resplandor, «El Se cubre de Luz como de un manto». La Creación es un ornamento de esa Belleza primera. Se podría decir que la Encarnación es sólo una de las manifestaciones de esa Belleza pre-eterna y divina, fuera del tiempo, que es el Hijo, la Faz luminosa, el prototipo y proto-imagen, proto-icono de toda creatura.
La Faz es verídica. Ella es Verdad, pero Verdad vista. Primero se trataba del conocimiento de la Verdad pensada, escuchada; ahora descubrimos la Verdad vista. Porque la Imagen-Faz-Luz nos conduce al conocimiento de la visión, de lo visto. Reflejo del Padre, conciencia que se refleja y toma con-ciencia, reflejo y conciencia del Padre, al mismo tiempo que reflejo de Dios hacia el mundo, signo del Padre. Una vez más vuelve la idea platónica, no idea en tanto que pensamiento, sino idea como proto-imagen.
Llegamos ahora a otra definición, a otro nombre de la segunda Hipóstasis, la segunda Persona: el Nombre divino. «¡Sálvame a causa de tu Nombre!, ¡Salva a tu pueblo a causa de tu Nombre!». El Nombre será otro aspecto del Hijo, que reúne Logos y Visión, pensar y ver.
La enseñanza oral de los judíos –llamada Cábala– nos dice que la trama de la tela del mundo creado por Dios es el alfabeto: 22 letras, cuya combinación forma la multitud de las formas diversas y de los diferentes aspectos de este mundo. De esta concepción se deriva la ciencia sagrada de las 22 letras del alfabeto judío.
El Cristo declara en el Apocalipsis –empleando el alfabeto griego– que El es el Alfabeto: «Yo soy el Alfa y el Omega», es decir: En Mí están todas las letras, desde la primera a la última, todas las formas, todas las palabras eternas, desde antes de los tiempos. Porque Yo soy el Prototipo del mundo, y Yo lo contengo. Alfa y Omega. Es muy interesante constatar que una letra es ya una palabra, un pensamiento, y al mismo tiempo un dibujo, una visión, un icono; que una letra reúne los dos aspectos. El verdadero conocimiento es siempre oído, pensamiento, visión. Se ve, se reflexiona, y cuando se reflexiona no está sólo lo que oímos, sino también lo que vemos. ¿Cómo vemos? ¿Espacialmente, no espacialmente, figurativamente, sin figuras, con imágenes, sin imágenes? Poco importa, nosotros vemos pensando. El pensamiento encierra siempre un aspecto de la imagen.
Después del Nombre –esta palabra que junta todo el alfabeto en una palabra inmaterial y eterna– llegamos al número. ¿Por qué el Hijo es el Número (y no los números, 2, 3, 4 o 5, sino el Número? Los Números. ¿Uno, es un número? ¡No! El número es el dos superado: allí donde está el número debe estar la multitud, allí donde está la multitud no hay perfección. Entonces, debemos encontrar una multitud que sea perfecta y una.
Vuelvo a esta noción de los números porque, en general, el número más simple es una relación. Sin relación no hay número, sino cifras. Si se pone 1 1 1, sin lazo alguno entre ellos, no podrán ser ni dos, ni tres. El Número es, por lo tanto, la relación sin números. Si quieren, consideren el dos, separando las dos unidades, penetrando en el medio, tomando el dos como el número más simple, y conservando al mismo tiempo la relación en sí. Número, nombre, verbo, pensamiento, icono, imagen, faz, verdad, reflexión, sabiduría, razón; todos esos nombres se agruparán entonces, todos se tomarán de cierta manera; porque también se puede decir: figura sin figura, o sea la figura más perfecta.
¿Pueden discernir toda la teología que va «catafáticamente» desde lo positivo hacia una forma perfecta, un verbo, un logos perfecto. . . «apofáticos», hasta el Hijo? Pero hay una falla en esos nombres. Poseemos un nombre más perfecto que Logos, Imagen, Faz de Dios, Reflejo, Verdad, Expresión, Ley; ese nombre es: el HIJO.
¿Por qué el HIJO? Este nombre puede molestar, porque lleva inmediatamente a las relaciones humanas entre padre e hijo, introduciéndonos en un antropomorfismo familiar, social, humano. Pero allí los Padres nos dirigen admirablemente. Porque manifestarse, o ser verídico, no es todo. Dios, en su perfección, es también un Dios que Se crea a Sí-mismo, que obra. Atanasio de Alejandría contestaba a los arrianos: «Nuestro Dios no es impotente, ni ocioso, es el arquitecto de su propia divinidad. Si El no fuese Creador de Sí-mismo no sería el Creador de los mundos. El se hace a Sí-mismo. Nunca se hubiese atrevido a pedir a los hombres que obren, si El mismo no fuese en su naturaleza Obrero, Realizador, Portador de frutos».
La palabra: HIJO. ¿Qué entendemos nosotros por Hijo, con relación al Padre, en sentido absoluto. Es Aquél que es engendrado. «Yo te engendré antes de la aurora», ¡Dios engendra su propia divinidad! Y en esta filiación se cumple la imagen verdadera, viva, plena, la verdadera palabra. Con «Palabra» Dios no está todavía realizado; por eso con «Hijo» decimos que nuestro Dios es real, que la realidad de Dios es el Hijo, concreto, real, viviente. No es un Dios potencialmente Dios; El se realiza, como Dios, desde toda la Eternidad.
«El Señor dijo a mi Señor». He aquí lo esencial: el Hijo y el misterio de la filiación. El Hijo (no nuestros hijos según la carne, tan a menudo diferentes de los padres, lo cual es otro problema) es la realización. El hombre que crea una obra de arte da a luz. El que crea ideas filosóficas, el que modela su alma, el que llega a la perfección espiritual, se puede decir que da a luz.
Cuando llegamos a la realidad, hay como un parto. Mientras estamos en las manifestaciones, en los «logoi», somos espectadores, pero aquí estamos ante una realización plena. Por esta razón El es llamado HIJO. Y el Evangelio precisa: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo». «Yo revelé tu Nombre», dirá el Cristo en su último Discurso, y este Nombre es: Padre. Cuando instituyó el Bautismo, el Cristo no ordenó «Id y bautizad en Nombre de Dios, o Fuente, o Padre, o Verbo y Espíritu Santo», sino que dijo que lo hicieran «En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».
Insisto aún más sobre el valor del Nombre de Hijo, para mostrar que nuestras relaciones humanas, nuestras maternidades y paternidades, y nuestros hijos e hijas, son imperfectos. Sin embargo, y aún con la imperfección de nuestras relaciones filiales o paternales, podremos ver mejor las relaciones en su sentido absoluto, subrayando ante todo que, según el Apóstol Santiago, «Toda paternidad viene de lo alto» (y no dice «toda filiación viene de lo alto»). El Cristo insiste: «Yo soy el Hijo del Hombre», para indicar que El es verdaderamente hombre, que no lo es ilusoriamente. Juan dice, «El Verbo Se hizo carne», y remarca la palabra carne para significar que Se hizo verdaderamente materia. «Hijo del Hombre», no porque es Hijo entre los hombres, sino Hombre, con hache mayúscula. Es el Hombre, la síntesis de la humanidad, su plenitud, porque en El toda humanidad está recapitulada. Entonces cuando dice «Hijo de Dios» expresa que El es Dios verdaderamente.
HIJO nos abre la realidad de Dios que engendra, que obra. Estas expresiones, casi materiales o biológicas, son las más exactas. Las otras quedan intelectuales. Aquí se toman las palabras en un campo concreto, para proyectarlas en la perfección y la plenitud de la visión. Como dice Dionisio el Areopagita, «Cuando buscáis signos para el significado, imágenes para la Proto-Imagen, ¡cuidado! Elegid siempre en el plano inferior. Cuando más material es, la imagen es más exacta para lo Divino. En cambio, cuanto más superior, la imagen es más confusa, más peligrosa, porque no es del todo justa».
Para que la imagen sea perfecta, su relación con el sujeto debe ser trascendente: una rueda va a dar una imagen del mundo angélico mucho mejor que los nobles sentimientos de un músico.
IMAGEN Y FAZ
¿Cómo definiremos «Imagen y Faz»?
La Faz del Señor es la Imagen perfecta de Dios que vive en la luz inaccesible; ¡en la luz! Ciertamente no se trata de los rasgos del rostro, nariz, boca, orejas, ojos. La Faz del Señor es la Luz; el Verbo es la Luz. «Yo soy la Luz del mundo» (Juan 8,12); «Haz levantar sobre nosotros la Luz de tu Faz» (Salmo 4,7). Cuando el hombre, todavía carnal, se acerca progresivamente a la Divinidad, a la deificación, ¿han notado que su rostro comienza de pronto a brillar, a resplandecer, a proyectar luz? Recuerden a Moisés hablando con el Verbo (inocentemente, se piensa que habló con Dios Padre). Cuando habló con Dios, cuando vio faz a faz, como en un espejo, «Los hijos de Israel no podían mirar su faz, porque la piel de su cara resplandecía, y Moisés ponía un velo sobre su faz» (Exodo 34,35).
He aquí algunos textos característicos sobre la Faz del Señor: «¡Ay de mí, Señor Dios!, pues vi al ángel del Señor faz a faz» (Jueces 6,22); «Y Satanás se retiró de ante la Faz del Señor» (Job 1,12); «Hay gozo abundante ante tu Faz» (Salmo 16,11); «Tú los iluminas de alegría ante tu Faz» (Salmo 27,8); David exclama, «No me eches lejos de tu Faz, no me quites tu Espíritu Santo» (Salmo 119,135). Estos son textos clásicos donde brilla la Faz de Dios. De la misma manera, Isaías, Daniel y Oseas hablan de la Faz, pero menos a menudo que el Génesis y los Salmos.
Mateo (11,10) y Lucas (7,27) escriben: «He aquí, yo envío mi mensajero ante tu Faz para preparar tu camino ante Ti», citando –de una manera inexacta en cuanto a la forma, pero rigurosa en cuanto al contenido– al Profeta Isaías: «Preparad en el desierto el camino del Señor, allanad en los lugares áridos un camino para nuestro Dios» (Isaías 40,3). «Enviaré un ángel –un mensajero– delante de tu Faz», delante de la Imagen del Señor, delante del Cristo. Mateo agrega en otro pasaje: «Guardaos de despreciar a uno solo de estos pequeños, porque Yo os digo que sus ángeles en los Cielos ven continuamente la Faz de mi Padre en los Cielos» (Mateo 18,10). Los ángeles de los niños contemplan al Cristo, esta Imagen perfecta del Padre de todas las cosas, porque El es la Faz de Dios.
Me esforcé para citar varios nombres, y grupos de nombres, con el fin de encontrar su acuerdo tri-único. Tres nombres: Logos, Imagen e Hijo, resumen una multitud de nombres. San Atanasio el Grande decía: «Existen miríadas de nombres del Hijo, del Padre, del Espíritu Santo, de Dios». Y entonces me han hecho esta observación: «Este pensamiento es interesante, pero ¿cómo se procede? Se indica, por ejemplo, la correlación entre Imagen, Logos e Hijo; o entre Relación, Ley, Hombre; pero no se tiene en manera alguna la impresión de que se avanza en un camino lineal».
¡Es verdad! En teología se avanza por un camino circular; partiendo de lejos, uno se acerca como en círculos, pues no se puede nombrar el contenido con exactitud. Los Nombres nos permiten asirlo cada vez mejor, cada vez con menor imperfección.
Voy a citar un pasaje de Gregorio el Teólogo que puede habituarnos a esta visión, a esta manera de mirar, de pensar, de confesar las cosas celestiales, y hasta las realidades interiores. Pienso que él puede guiarlos para comprender la grandeza de la teología ortodoxa y tradicional, tan olvidada en nuestros días. Hablando del Misterio de los Nombres divinos, San Gregorio escribe que Dios es innombrable, que ningún espíritu puede abrazar Su naturaleza, ni ninguna voz puede expresarlo, pero que «Nos servimos de las cosas que conciernen a Dios para esbozar lo que El es en Sí-mismo». Es decir que nosotros podemos aproximarnos más o menos al contenido, como Moisés se acercaba a la zarza ardiente, descalzándose.
Este primer acercamiento a todo verdadero conocimiento no está alejado del pensamiento de Kant: del acercamiento a «la cosa en sí» y de los «fenómenos». Pero Kant separó netamente, como con un cuchillo, lo «en-sí» y los «fenómenos». Kant piensa que sólo conocemos los fenómenos, y que esto ha creado nuestra ciencia.
El pensamiento de Gregorio el Teólogo es mucho más profundo; tiene siempre un acercamiento más o menos amplio a «las cosas en sí». Pero nunca podemos asir lo «en sí», y sobre todo a Dios. Esbozamos, hacemos un dibujo, cierta clase de dibujo que no corresponde totalmente. Asi trazamos una imagen de Dios pálida, débil, compuesta por rasgos distintos (la definición de San Gregorio sobre nuestro acercamiento a Dios y a la Trinidad es genial en su simplicidad). Pálida y débil, esta imagen no es exacta, es difusa, porque nos faltan elementos. Es un pálido reflejo de la luz, aunque esté simultáneamente compuesta por rasgos distintos, es decir, apoyada sobre rasgos duros. Todo nuestro pensamiento contemplativo, deseoso de asir lo que sobrepasa nuestra inteligencia –es decir, el ser o la vida– sufre por una parte de debilidad, de palidez en la expresión, y por otra parte cae inmediatamente en lo opuesto, que consiste en engrosar los contornos. Inevitablemente esquematizamos, y llegamos a algo duro, y nuestro pensamiento se hace rígido e inexacto. Los rasgos son pálidos, duros, de debilitan, y se hacen agresivamente precisos, y no corresponden a ese «en-sí». Para San Gregorio, el teólogo perfecto no es aquél que encontró el Todo (¡Oh, qué palabra!, porque no hay lazo, no hay limitación que puedan encerrar el Todo), sino aquél que sabe formar una mejor imagen, presentar la Verdad bajo una mejor apariencia o esbozo, poco importa el término. El verdadero teólogo no tiene ninguna clase de cosa en su bolsillo –¡y menos todavía a Dios!–, el teólogo perfecto es aquél que hace lo mejor, no lo perfecto.
Si se comprende el gozo inmenso que significa poder dar algunos pasos para acercarse, entonces se comprende qué es la teología. De otra manera es solamente viento, o escolástica. Cuando imaginamos que eso ya llega, creemos que hemos llegado. Mejor imagen, mejor apariencia, porque nuestro pensamiento se mueve perpetuamente hacia Dios, y no conoce detenciones al contemplarlo. El endurecimiento de los rasgos tomará dos formas: no hagamos nada, escuchemos, inclinémonos ante la revelación. Se trata de una autoridad, porque Dios es incomprensible; entonces no busquemos más, respetemos la autoridad exterior; o si no, con nuestros instrumentos débiles y tajantes, lleguemos hasta donde podamos en definitiva dejar las cosas pinchadas con alfileres. Lo Divino –ingenua y definitivamente– ¡no! La teología no es ni rechazo de conocimiento, ni pretensión de conocer. Marcha, a cada instante, hacia lo mejor. Es penetración profundamente humilde, con la conciencia de los dones y las luces que posee; se descalza, como Moisés al pie de la Montaña Santa.
He aquí los términos realmente ortodoxos, no didácticos. El teólogo perfecto es el que hace lo mejor, no el que hace lo perfecto. Lo mejor encierra el esfuerzo del ser humano. ¡Piensa, amigo mío! Pero no pienses que puedes llegar rápidamente tan sólo con tu instrumento. Apóyate en los Padres, en la Escritura, en la Tradición, ensaya siempre para hacer mejor, sin pretender alcanzar lo perfecto. Esta es la base de la tonalidad de los Padres de la Iglesia.
Ahora deseo conduciros, con cierta prudencia, a hacer una distinción necesaria entre los Nombres Divinos y los nombres. Tenemos los nombres que designan a la persona: Platón, el doctor Dupont, Santiago. . . Tenemos los nombres que designan cosas: fuego, agua. . . Los que designan las relaciones: padre, hijo, maestro, servidor. . . Logos, Imagen e Hijo, ¿son nombres propios? Logos, Palabra, Imagen, son cosas, calidades, no son nombres personales. El Hijo es un nombre de relación; Hijo Unico (Unigénito), ya, se convierte en nombre personal, pero Logos e Imagen no lo son, para nada.
Vayamos juntos hacia la escolástica; escuchemos a su gran maestro, Santo Tomás de Aquino; esto nos permitirá precisamente constatar, a propósito de la Trinidad, que la teología escolástica –que es sin duda una filosofía refinada– se desvió, esta vez no filosóficamente sino teológicamente. Si Tomás de Aquino, inspirado por Pedro Lombard y por Boëce, define exactamente el nombre propio, plantea la cuestión de saber si en la divina Trinidad hay unidad de naturaleza, unidad de voluntad, y qué distingue a los Tres. No la naturaleza, que pertenece a los Tres, sino algo único en Cada Uno, es decir el Nombre personal. Entonces el nombre propio es un nombre por el cual la persona se distingue de las otras personas. Hombre no me distingue; francés o ruso no me distingue, hay muchos franceses y muchos rusos; Eugraph no me distingue, porque hay muchos otros que se llaman Eugraph, y por eso agregamos generalmente el apellido al nombre, pero aún así las dificultades permanecen.
Entonces, ¿el nombre propio distingue de todas las demás personas, sin dobleces ni confusiones? Inspirándose en Boëce, Tomás de Aquino continúa: «El Nombre propio de una Persona divina significa una relación. En efecto, si el Nombre no significa una relación no es un nombre propio, sino algo en común». ¡Bien pensado! Pero surge la teología, y Tomás expresa una idea totalmente falsa. Existen nombres propios y nombres comunes. De acuerdo. Existen nombres propios y nombres «apropiados» a la persona. Lo aceptamos provisoriamente. Tomás precisa, «Para el Padre el nombre propio es ‘Padre’, e ‘Inaccesible’; para el Hijo el nombre propio es ‘Hijo, Imagen, Verbo’, mientras que los otros nombres, ‘Vida, Luz’, se pueden aplicar a la Divinidad, y para el Espíritu Santo los nombres propios son ‘Don y Amor'».
¿Cómo va a defender esta tesis? Se verá obligado a proceder según una teología psicológica muy dudosa. ¿Cómo? Padre e Hijo expresan una relación; pero «Espíritu Santo» no entra claramente en una relación. Y no veríamos una relación entre Padre y Espíritu, si no estuviese comunicada por el Cristo como Revelación. ¿Qué relación hay entre Padre e Hijo? ¡Es comprensible! Pero en cambio no la vemos entre Espíritu-Santo, o Espíritu-Soplo, y Padre. Tampoco entre Espíritu e Hijo. Es más, también se emplean para el Espíritu Santo los términos «Imagen de la Imagen» y «Verbo», y también «Verbo de Dios». Pero es evidente que no se puede nombrar al Espíritu: Hijo, ni al Padre: Hijo, ni al Hijo: Espíritu, o Padre, y tampoco es evidente que se pueda llamar al Espíritu: Verbo o Imagen. Tenemos textos, por ejemplo el de la revelación de la Virgen, cuando en el siglo III se aparece, con San Juan el Teólogo, a Gregorio de Neocesárea dándole un Credo en el cual el Espíritu es «Imagen del Hijo». Y por último, ¡el Padre es también Espíritu, y el Hijo es también Espíritu! Empleamos el nombre «Santo» tanto para el Padre, como para el Hijo y el Espíritu Santo. «Santo, Santo, Santo, el Señor Dios, Sabaoth». La Naturaleza divina es santa; hay tres Santos, tres Espíritus; no hay tres Padres, ni tres Hijos, ni dos Padres, ni dos Hijos.
San Agustín llamaba al Espíritu Santo «Don». Se lo puede llamar así, pero ¡cuidado! «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo para que el mundo tenga fe en El». El «Don» más grande acordado por Dios es el Hijo. Llamamos a la Comunión «Eucaristía», o sea, «los Dones Santos», y comulgamos con el Hijo. ¿Por qué, entonces, no llamar «Don» al Hijo? ¿Y «Amor»? ¿El Padre no es Amor?, ¿el Hijo no es amor? ¿Se puede definir a Amor como Nombre propio? Entonces, pensando claramente, Tomás se siente molesto. Quiere desesperadamente defender «Imagen» y «Verbo», «Don» y «Amor»; no como formando parte de una multitud de nombres por los cuales nos acercamos a una realidad que se nos escapa, sino como la manera de engarzar, de prender, una evidencia, ya sea a la Persona del Hijo, ya a la del Espíritu: «Imagen» al Hijo, «Don» al Espíritu; «Verbo» al Hijo, «Amor» al Espíritu. Y Tomás dirá: «El Verbo» procede de la inteligencia. Es justo. Y dijimos que el Padre engendra el Verbo, tal como de la inteligencia procede el verbo humano. Veremos más tarde que el Espíritu Santo es también otro Verbo que procede de la inteligencia. ¡Una analogía psicológica lo obliga a Tomás a detenerse a mitad de camino!
El maestro de la escolástica desarrolla: «La Imagen está en relación con el Original». ¡Justo! Pero el Espíritu Santo se presenta también de esta manera. «El Verbo es la imagen del objeto pensado». Justo. Pero no es todavía un nombre propio; es una cierta visión de relación, no es la relación. Se puede ver que Tomás se hace más pesado con las imágenes psicológicas que hay que emplear, por cierto, pero se detiene para dogmatizarlas. Las cristaliza, en lugar de servirse de ellas para avanzar.
¿Amor es un nombre personal? «El Amor procede de la Voluntad», dice Tomás; la imagen se hace más tenebrosa. . . ¿El Padre es la Voluntad, y el Espíritu el Amor? ¿Si hay Voluntad del Padre, surge un intermediario entre el Padre y el Espíritu? «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo, para que aquél que tenga fe en El tenga Vida eterna»; «El Buen Pastor da su vida por sus ovejas»: es un don, y el amor perfecto se encuentra tanto en el hijo como en el Espíritu.
Tomás dice todavía más: «El Verbo es el Nombre propio del Hijo, porque esa palabra expresa una cierta inmanencia de la inteligencia», y San Buenaventura lo sigue: «Verbo significa concepto; ser concebido, ser engendrado. Ser engendrado es una característica personal, entonces ‘Verbo’ es un nombre personal del Hijo». ¿Pueden discernir el proceso? Como dice Gregorio el Teólogo, «Si no estamos en una imagen débil, comenzamos a adquirir una imagen pesada; engarzamos una chuchería a ese algo que se nos escapa». Se puede decir del Hijo que es «concepto», «verdad», «logos», que ese concepto es engendrado –¡de acuerdo!–, pero eso no da el derecho a agregar que «Verbo» es un nombre totalmente pesonal; es uno entre otros, a través de los cuales, como a través de un velo y de signos, vamos hacia lo que sobrepasa todo nombre.
Nombres «apropiados»
Junto con los nombres personales, Santo Tomás de Aquino hablará de nombres «apropiados», que de cierta manera no son personales, sino «apropiados a las Personas divinas» según las circunstancias: sabiduría, virtud, camino, vida, verdad, etc. Y entonces aparece otro elemento. La distinción es útil cuando es justa. Sabiduría y virtud, vida y verdad, son nombres apropiados; Verbo e Imagen, en cambio, son nombres propios. Santo Tomás coloca una distancia, una distinción, donde no hay ninguna. Sería más prudente, en lugar de trazar categorías, decir que todos son nombres «apropiados», porque «Verdad» en la contemplación es de la misma categoría que «logos», «ley» e «imagen». En lugar de tomar estos nombres como guía que nos conduzca hacia el significado, engarzando una categoría de palabras como «propias» y otras como «apropiadas» Santo Tomás bloquea el pensamiento. Según el pensamiento de San Basilio, es cargar con cualidades a las Personas divinas y sus relaciones. ¡Dios no tiene cualidades! Los mismos escolásticos lo dicen; pero como heredan una teología mala van a encontrar el pretexto para discutir con los filósofos. Un verdadero escolástico llegará a decir: «Allí donde están las cualidades, no hay perfección». Y sin embargo, cuando Tomás de Aquino fija para las Personas del Hijo y del Espíritu «Verbo e Imagen», «Don y Amor», ¿no les confiere cualidades? ¡No hay amor entre dos seres si su relación está determinada por las cualidades! ¡El amor puro es amor sin causa! Si las Personas divinas tienen cualidades, ¡estamos perdidos! Tomás continúa: para él, el Padre es «potencia», «principio». Se puede decir potencia, y principio es ya mejor. Y si el Espíritu es la hipóstasis del Amor, ¿los otros no lo poseen? El amor pertenece a la naturaleza, no a las Personas.
Cuando tratemos de sacar a las Tres Personas de estas cáscaras, de este polvo que está pegado a nuestro espíritu, tal vez lo logremos. Voy a tratar de guiarlos por los nombres que se agruparán, que se van a precisar alrededor del Hijo, después alrededor del Padre, y luego alrededor del Espíritu Santo. Es y será el camino circular del pensamiento contemplativo; y como diría San Gregorio, «Espiando esos nombres dados por las Escrituras, por medio de este pensamiento
Podemos contemplar. El pensamiento que contempla, que mira el ser en sí, o los seres en sí, ¡sin hablar de Dios!, sólo puede ser pensamiento puro; tiembla, se maravilla, está totalmente enajenado. No debemos pretender –nunca– que haya una correspondencia exacta entre nuestro pensamiento y lo que él expresa, por mucho que hayamos pensado bien.
Capítulo III
HACIA EL HIJO
LA TRADICION
Seguimos avanzando hacia el Hijo; y escrutamos el Nombre: Imagen. Voy a introducirlos en una nueva forma de pensamiento, para que prueben por sí mismos y traten de acercarse, tímidamente, a la Trinidad.
Miremos atentamente el término Imagen aplicado al Hijo. Los apóstoles piden al Cristo: «Muéstranos al Padre». El Cristo responde: «Quien me ve, ha visto al Padre». Sin embargo, los Padres de la Iglesia consideran que, así como el Hijo es Imagen, también el Espíritu Santo es Imagen. Para que una imagen sea auténtica debe ser idéntica al modelo, y sin embargo distinguirse. Debe ser la impresión, el moldeado, la manifestación, la significación, de la cosa escondida. Los nombres son preciosos porque están ligados a las cosas escondidas. La imagen de una cosa no escondida no sería interesante, sería simplemente un duplicado. El valor de ese nombre es revelar lo invisible. San Ignacio de Antioquía dirá que el Verbo sale del silencio, que revela el silencio. La distinción entre Imagen y Proto-Imagen no comporta, por lo tanto, ninguna distinción de naturaleza.
De todas maneras, distingamos la imagen de la analogía. El león simboliza a Pablo, o a Santiago, porque Pablo y Santiago son fuertes como leones, es decir, porque tienen carácter análogo. Por lo contrario, la verdadera imagen expresa lo escondido, porque es absolutamente idéntica a su modelo. El Hijo es idéntico al Padre; salvo en que el Padre es paternal. «Mi Padre está en Mí» (no solamente idéntico, sino en Mí). El modelo está presente en su imagen, porque de otra manera la imagen sería imperfecta. Lo invisible y lo visible están unidos. El Padre podría llamarse también Imagen Invisible. El Hijo es Imagen del Padre.
El Hijo es la Imagen del Padre, y el Espíritu es la Imagen de la divinidad del Hijo, que esconde su esplendor en su humanidad. En Pentecostés el Espíritu Santo manifiesta y da la Presencia de la divinidad del Hijo. Se podría decir que en la Encarnación Dios Trinitario actúa, pone en evidencia: «Este es mi Hijo bienamado, en Quien pongo toda mi predilección» (Mateo 3,17), y desciende bajo la forma de paloma. En Pentecostés Dios Trinitario Se muestra como El es, comunicando su naturaleza por el Espíritu Santo: «El os enseñará, y tomará lo que es mío», anunciaba el Cristo a los discípulos.
Si el hombre toma conciencia del mundo –sin entrar en cierto diálogo interior entre sujeto y objeto– coloca naturalmente las cosas en la tradición Trinitaria. Tomemos, por ejemplo, la tríada pasado-presente-futuro; no es un contacto con la realidad, es una toma de conciencia, una reflexión. Pero evidentemente esto no es aplicable a la lámpara que tengo aquí delante mío; yo no puedo mirarla en relación con el presente, el pasado o el futuro. Yo simplemente veo esta lámpara. Sólo cuando tenemos conciencia de la existencia de las tres dimensiones, reflexionamos, establecemos o asentamos las tríadas.
La Trinidad no es un pensamiento deductivo, dialéctico, analítico o sintético. Es otra manera de pensar. Se asienta, se pone, se constata la Trinidad; ¡algo totalmente diferente!
En el siglo XIX Augusto Comte proclamó –como ningún Padre cristiano– el dogma del «pecado original». Porque el positivismo es como el «pecado original», y es su originalidad. Entonces, ¿en qué consiste ese «pecado original»? Eramos dioses, nos transformamos en filósofos, y finalmente nos convertimos en materia susceptible de ser analizada. Compte asentó una trinidad: la teología, luego la metafísica, y por fin la ciencia positivista. No reflexionó esa tríada. No es una dialéctica, y en eso reside su interés. Sí, es interesante constatar que en cuanto la humanidad quiere coordinar las cosas en los campos culturales, rituales y otros del mismo tipo, las coloca en tríadas. En su libro sobre la tríada y la Trinidad, Guenon trata muy bien el tema; no comprendió muy bien la Trinidad, pero definió admirablemente la tríada.
La Trinidad es lo más difícil de comprender, porque una cosa es establecer triádicamente, y otra comprender la Trinidad. Cuando Augusto Comte declara: «Hay pasado, presente y futuro», es una evidencia, tres dimensiones. Se nos ha enseñado que poseemos voluntad, inteligencia y sentimiento: evidencia específica, pero esto no significa que sea posible saltar de estas tríadas a la Divina Trinidad. Pero sí demuestran que la Trinidad no es un absurdo. La Trinidad ES, y se establece como estas anteriores evidencias o clasificaciones armoniosas y triádicas. La Divina Trinidad, por supuesto, es lo más difícil de aprehender, e incluso el calificativo de difícil no es del todo exacto. La Trinidad es casi impensable.
Estoy seguro de que la noción de la Trinidad es un acercamiento hacia la conciencia. Sin duda que esta definición es poco clara, pero la voy a desarrollar más adelante. Por ahora retengamos que el mundo consciente es triádico. Solamente el ser consciente es triádico.
Una persona me propuso como tríada: «Azul, rojo, amarillo». Este ejemplo es bueno. Un color es pobre; dos colores –blanco y negro, por ejemplo– no forman un todo; tres colores es algo completo, aún guardando la simplicidad. Cuatro colores ya son una complicación. Los tres colores expresan ya un misterio triádico. Lo experimenté en pintura, donde los tres colores dan la plenitud, unida a la simplicidad. Uno utiliza instintivamente los tres colores, y vemos que en los dibujos primitivos los tres colores más simples –negro, marrón y blanco– dan como resultado las vasijas y objetos más armoniosos, ricos y simples. Con los frescos llegué a una experiencia idéntica: necesitaba tres colores. Pero esa persona prolongó su ejemplo explicando: azul=Espíritu; rojo=Hijo, amarillo=Padre, sin darse cuenta de que es peligroso aplicar una calidad cualquiera a las Personas. Hablar de colores con respecto a la Trinidad es salirse completamente del tema.
Alguien me dijo otra vez: «Usted citó las palabras del Señor: ‘El que Me ve ha visto al Padre’; ¿qué hay que entender por ‘Me Ve’?, porque si ‘Me’ se relaciona con el cuerpo y los rasgos de la cara del Cristo, ¿no sería preferible decir: ‘El que Me ve, ve a mi madre’? Porque todo hijo se parece a su madre, y la Virgen debía ser increíblemente bella».
Es exacto que por su Divinidad el Cristo es la Imagen del Padre, y que por su humanidad seguramente tiene la imagen de su madre, pero «Me ve» designa la Persona, y no sus cualidades. Encuentro una vez más toda una confusión, y lo repetiré sin cansarme: No hablo ni de las cualidades, ni del cuerpo, ni de los ojos, ni del carácter del Señor, sino de su Persona. «Aquél que Me ve», ve a su Persona, y ciertamente a su divinidad manifestada, encarnada, porque no puede ver su divinidad.
Sin embargo, Simeón el Nuevo Teólogo decía que los apóstoles tenían el don de distinguir la divinidad a través de la humanidad del Cristo. De otra manera, ¿cómo pudo el Apóstol Pedro nombrarlo «Hijo de Dios», si no vio la Luz divina?
Los apóstoles no veían solamente a Jesús de Nazareth. Algunas explicaciones de la Santa Cena son sorprendentes. «Mientras Tú iluminabas nuestras miradas para ver Tu divinidad, Judas se hundía en la noche».
¿En qué consiste la iniciación que Dios Encarnado da durante la Santa Cena? Todos leemos el Evangelio, y sin embargo no somos iniciados, porque no vemos la Divinidad. El Cristo, durante la Santa Cena, inició a sus apóstoles en su divinidad.
Pero lo esencial es la autenticidad del Hijo con relación al Padre. «El que Me ve, ha visto al Padre». Porque El es de la misma naturaleza que el Padre; El es Dios. Y si El es la imagen del Padre, esta imagen perfecta es auténtica con relación a lo que representa, es decir que no es sólo una semblanza (omiousios), sino que es de la misma substancia (omoousios).
«dia» (a través de)
Los escolásticos han clasificado los nombres del Hijo en tres grupos: Verbo, Imagen e Hijo. Se puede aceptar esta clasificación como un esbozo, siempre susceptible de completarse con otros nombres.
Estos nombres que la Escritura Santa, o los Padres de la Iglesia, atribuyen al Hijo –y que el Hijo elige para nombrarse– parten de abajo hacia arriba, o viceversa: Verbo, Imagen, Ley, Nombre, Manifestación, Hijo, etc. ¿Qué podemos obtener de este gran número de nombres? Primero: que el Hijo manifiesta, revela, devela, presenta, expresa a Dios. El es la manifestación, la revelación, la expresión, el «logos», la nominación, la imaginación (es decir: que El da la Imagen), y en eso se funda toda la teología de la revelación de Dios. Esta manera de pensar apunta más allá de nuestra capacidad para conocer a Dios. Pero, simultáneamente, San Mateo nos dice: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquéllos a quienes el Hijo Lo reveló». El Cristo enseña: «Yo soy la Puerta». Por otra parte, todos estos nombres nos enseñan que para conocer a Dios escondido, inaccesible, innombrable, que soprepasa toda imaginación, podemos solamente acercarnos a El por su manifestación: por el Hijo. Dios Se manifiesta tal como es por el Hijo, y nosotros conocemos a Dios por el mismo Hijo: dos movimientos.
Este Hijo, Verbo, Imagen, Ley, Nombre, Manifestación, debe ser transparente, sin velo, dado que de otra manera el conocimiento estará velado. Por eso, el Apóstol Pablo dirá que el Hijo es «dia» (1).
Admitamos por un momento que el Hijo –así como refleja totalmente a Dios– no permite, por su esplendor y su autenticidad, ver detrás de El al Padre, ese Padre que El esconde. El Hijo, entonces, sería imperfecto. Y como Imagen Palabra traicionaría a El que expresa. En consecuencia, es indispensable que no sólo sea UNO con el Padre –Dios mismo– sino también transparente. Comprenderán inmediatamente el porqué de que las Tres Personas se definan cada una como «auto-desaparición» de las otras.
Y he aquí el brillo de la palabra única e insigne del Apóstol Pablo: «El Hijo es ‘dia'». El Cristo dirá: «Yo soy el Buen Pastor», y «El Buen Pastor conoce a sus ovejas», y da su vida por nosotros como Buen Pastor. Pero el Cristo no sólo nos dice que es el Buen Pastor, sino que luego agrega «Yo soy la Puerta», y es POR esa Puerta, A TRAVES de esa Puerta, que nosotros –sus ovejas– llegaremos a disfrutar el pastoreo celestial: el Espíritu Santo, el Padre. Este es un aspecto.
Pero, ¿y si no hubiese Hijo, sino sólo el Padre, Dios en Sí, absoluto? Sería un Dios potencial, no real; un Dios-fuente, un Dios-posible, pero no realizado.
Tenemos, por tanto, por una parte la puerta, la trascendencia, y por la otra el Hijo, la realización de Dios (si así se puede decir), tal como un niño es la realización de un hombre, y un cuadro es la realización de un pintor. Más de una vez me he preguntado si un artista, un escritor, no deberían desaparecer completamente, porque cada uno de ellos ya está en su obra.
Dios Se expresó. En el Verbo El es. El mayor error de la escolástica –basado en la palabra de Dios a Moisés «Yo soy El que es»– es pensar que esa definición es el Nombre del Hijo; que el Hijo, el Logos, la Palabra, ha aparecido como «Yo soy El que es». Reunamos mejor la puerta y la trascendencia –el Hijo– diciendo: «No Yo, sino el otro, el Padre; Yo no soy más que la Puerta». Y así estaremos en el «dia» paulino, en el «a través de».
La Imagen es entonces tan perfecta –esta Palabra es tan auténtica– que desaparece. La transparencia del Logos es al mismo tiempo la realización.
He aquí un hecho curioso: la diferencia entre los discípulos del Cristo y los de otras religiones. La característica de los primeros es borrarse ante su Maestro: nosotros somos puertas. En cambio en las demás tendencias espirituales –que no son trinitarias, ni ligadas al Logos encarnado– los discípulos se establecen, se muestran. Por supuesto que todos sabemos que tenemos iconos de nuestros santos fallecidos, pero el verdadero discípulo jamás irá mostrando su propio retrato. Todo presbítero auténtico sabe que él es sólo una puerta por la cual se entra hacia el Cristo. ¿Y el Cristo? El también es la Puerta, pero la Puerta en sentido absoluto y real. Nosotros somos puertas porque somos sólo sombras, por imperfección. El es la Puerta, como expresión perfecta de Dios. Esta es la apabullante humildad de la Divinidad en Sí misma. Y digo ¡humildad!, una palabra que generalmente no se emplea para Dios, pero ocurre que no sé cuál otra emplear para comprender. Cada Persona (Hipóstasis) dice: «Yo no, Yo no soy nada».
Y cuando el Espíritu Santo entra en juego (en esa tríada) quedamos maravillados. Todo sucede como si Dios fuese el realizador –«nuestro Dios vivo», según la expresión de Pascal–, opuesto al Dios de los filósofos. Vivo, real, y como si –al mismo tiempo– El casi «se negara». Creador, no por necesidad, sino por amor de éxtasis.
(1) Nota del traductor: Pronunciémos como «diá» (con acento en la a) a esta palabra griega que significa «a través de» –y que también entenderemos como «por»–, palabra que pasa a nuestro idioma como preposición inseparable con ese mismo significado de «a través de» en términos tales como diáfano, diapasón, diámetro y diatermia.
Capítulo IV
TRINIDAD CREADORADIOS TRINITARIO
ACCION EN EL MUNDO
Después de haber tratado de elevarnos hacia las alturas, descendamos un poco en la escala de Jacob. Me parece que es bueno bajar y mirar cómo la Divina Trinidad se refleja en la Creación y en el destino de la humanidad.
El himno de los primeros cristianos –transmitido por San Pablo– dice: «Todo es de El, y por El, y en El». De=del Padre; por=por el Hijo; en=en el Espíritu Santo. Ese «todo» abarca la naturaleza divina y la naturaleza creada, y nos permite discernir la acción de la Trinidad en el mundo, y la Divina Trinidad misma en su vida interior. Si no hay identificación entre la Divina Trinidad y su acción en el mundo, hay al menos una analogía, una semejanza, una correlación íntima.
Y esto nos lleva a regresar a la tierra, a las cosas que conocemos mejor, y a considerar las analogías, las relaciones trinitarias en el mundo, para volver a subir luego hacia la Divina Trinidad. Digamos analogías, correlaciones, y no identificaciones. No obstante ese todo nos deja la libertad de descender para reunirnos inmediatamente después con lo alto.
Quisiera sobre todo dirigir el interés de ustedes hacia los destinos del mundo, y la manera de expresar en otros términos «de», «por», «en» (o «ex», «dia», «en») al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Noten que el prefijo «ex» latino o griego («fuera de») es superior al «de» francés o castellano, porque si bien el «de» de nuestras lenguas indica que se viene de algo, el «ex» sale de lo interior (pensemos en términos tales como exhumar, excomulgar o excarcelar). En EX está el origen, y puede dirigir «hacia». Porque si viene de la fuente, vuelve hacia la fuente. Todo viene del Padre, y todo vuelve hacia el Padre.
«Dia», o «a través de», o «por», o «cómo»
En tanto que «ex» –fuente, causa, base primera, origen primordial– es simple de aprehender para el pensamiento humano, en su relación con el Padre, ¿qué nos presenta el Hijo, el «dia» absoluto? Ya vimos que podíamos traducir a «dia» por «a través de», o «por», pero el «dia» absoluto nos lleva también al «cómo».
Uno se puede preguntar, ¿cómo es el mundo?, ¿cómo vive:, ¿cómo evoluciona? Este «cómo» expresa también bastante de cerca la noción de «dia», y nos lleva a todos los problemas del mismo tipo: evolución del mundo, reflexiones sobre el mundo, ciencia, conocimiento del mundo, o de nosotros mismos. ¿Cómo somos nosotros? La antropología, la cosmología, todas las «logías» forman parte del «cómo». ¿Cómo es el cómo? Introduce al análisis de la ciencia, y al conocimiento del mundo, y –de cierta manera– a la filosofía. Mientras que la tercera cuestión, el «en» (o el «qué», el «qué hacer»), que nos refiere al Espíritu, desemboca sin ninguna duda en la acción, en la realización, en la experiencia y las transformaciones.
Cuando preguntamos ¿cómo es el mundo?, nosotros no cambiamos, sencillamente miramos y tratamos de entender cómo opera, cuál es tal o cual ley. Cuando, en cambio, preguntamos ¿qué?, ¿qué debo hacer?, aspiramos a cambiar. No hay experiencia sin cambio. Para descubrir el átomo, y experimentar con él, ¿qué se hace?; se lo bombardea, se lleva a cabo un cambio. Y lo mismo sucede con otros elementos químicos: se los calienta, se los transforma, se los cambia. Y aún más: un periodista que estuviera deseoso de conocer la Rusia Soviética diría: «Debo experimentar lo que sucede en Rusia», y se irá allá por el tiempo necesario, cambiando –aunque sea por unos meses, o unos años– su forma de vida. Sólo se puede experimentar cuando se entra dentro.
Como veremos, hay distintas «patrones» de civilización.
La forma de civilización que privilegia el «dia», el «por», a la que podríamos llamar la forma del Hijo, es exclusiva; desprecia, en general, los orígenes, y ve el mundo sólo como es. Busca las leyes filosóficamente. Esta curiosidad inherente al ser humano es normal. Quiere descubrir las relaciones de Dios con el hombre, o quizás sólo las relaciones entre los hombres, pero ignora la Fuente.
Así pensaba el «siglo de las luces», y la mayoría de los modernos cree también en el Hijo, en la ciencia del universo: el mundo es un embrión que progresa hacia formas más perfectas; un hombre primitivo aparece como inferior a nosotros. Un tradicionalista verá en Adam a un superhombre, a un dios, en tanto el discípulo del «cómo» –sólo del Hijo– considerará al primer hombre como un hombre de las cavernas. No le chocará para nada pensar que desciende del mono, o de cualquier embrión, porque no tiene la religión del Padre.
En los tratados e investigaciones de este tipo de pensamiento se puede aprender de qué manera se formaron el mundo y la materia, cómo nació el hombre, y cómo apareció la vida sobre la tierra. La ciencia sacará a la luz la composición de la materia. Brindará fórmulas, y creerá haber explicado algo, sin hablar ni de dónde viene esa materia, ni por qué existe. Porque esa civilización no se hará esas preguntas. Pertenece al Hijo, pero a un Hijo sin Padre.
«En», o el «qué hacer»
Por lo contrario, la tercera cultura –la del Espíritu Santo– rechaza al Padre y al Hijo; sólo establece el qué hacer. Karl Marx está en esa óptica; era mucho más del «qué hacer» que del «cómo». Su doctrina precisamente buscaba realizar la sociedad. Para él, la idea (cualquiera fuera), aún cuando fuese verdadera, si no obtenía un resultado debía ser considerada negativa. Por su parte, un hindú pensará generalmente que lo importante no es saber racionalmente cómo es el mundo, sino qué es; en su visión, para realizarse, para obtener una realización social, para divinizarse, es esencial conocer el mundo.
Para los realizadores, el Padre –la Fuente– será inexistente, y el Hijo permanecerá estático (como si tampoco existiera). Muchos exclaman: ¡No tenemos tiempo!, ¡tenemos que realizar!, ¡queremos realizar!
En una charla dije una vez: «No importan las ideas abstractas y la verdad en sí, lo que cuenta es la realización». Mi interlocutor, un realizador, inmediatamente me contestó con entusiasmo: «¡Ah, lo comprendo!». Que yo redondeara mi idea con el «cómo» hubiese sido una pérdida de tiempo, y preguntar «de dónde» todavía más.
En el curso de la Historia, el cómo llegó a ser tan fuerte que en nuestra época se quiere, de golpe, vivir únicamente en algo (dentro), comprometerse. El compromiso de los existencialistas es un tipo de protesta contra el Verbo. El existencialismo de Kierkegaard, de Chestov y de otros, toca casi la negación, el odio al logos, y además ignora al Padre. Se podría decir que todo tiende a la búsqueda de la vida en el Espíritu.
Las tendencias que se adhieren así sólo a una de las tres Personas, descartando a las otras dos, son fáciles de distinguir en la humanidad. Sin duda que hay mezclas; un ejemplo de estas mezclas es la escolástica, que une al Padre y al Hijo sin el Espíritu Santo. Acepta la Fuente, la autoridad de esa fuente: «Yo no vengo a cumplir mi voluntad, Yo vengo a cumplir la voluntad de mi Padre». Acepta la tradición, que es la voluntad de la Iglesia, la que le ha sido transmitida. Además –y simultáneamente– esclarece, escruta lógicamente por el pensamiento el «cómo» de esa Tradición, pero con el temor del «en», del Espíritu, del compromiso, de lo inesperado, de toda transformación y toda reforma. Será un diálogo entre la Tradición y el pensamiento.
Otro ejemplo: La India y el Extremo Oriente nos guían hacia el Padre y el Espíritu, pero el Hijo se aleja. La India tiene el sentimiento de la Fuente y de la realización. El Verbo, y por ende el Verbo Encarnado, les molesta. El «cómo» no les interesa para nada.
La ciencia moderna del post-Renacimiento es característica del Hijo y del Espíritu. La ciencia es Hijo, porque se preocupa por establecer el «cómo». El mundo puede estallar como una bomba nuclear, y la ciencia considerará que no tiene la culpa de nada, porque no se interesa para nada en la realización. La ciencia tiene sed de conocer la construcción del universo, y la manera de bombardear el átomo. Los sabios pacíficos descubrieron ese elemento minúsculo y terrible; buscaban la armonía, sin pensar nunca en el porqué, en qué hacer. Ante los resultados de sus descubrimientos, algunos de ellos se sumergen en el pánico. Viven en el Logos, y en el Espíritu como experiencia. Sí, el Espíritu está en la experiencia, pero ¡cuidado con la experiencia sin reflexión!
LA “NO-TRINIDAD” DE LAS CIVILIZACIONES
Hemos dejado evidenciado hasta aquí el testimonio de la «no-trinidad» de las civilizaciones. Quiebran la Trinidad, votando por una de las personas sin las otras, a veces con matices, presentando mezclas, pero como siempre uno de los tres predomina, el dogma de la igualdad está ausente.
Tomemos un tradicionalista, que acepta el Hijo y el Espíritu, el «dia» y el «en»: automáticamente el Creador será para él el más grande. Pensará que el Hijo, el «dia», el «cómo», no es más que un instrumento. Tal como cuando yo mismo tomo este libro que está junto a mí, sirviéndome de mi mano para ello, para ese hombre el Padre utiliza al Hijo como un instrumento para ordenar el mundo. Por lo tanto, esta instrumentalización hace sufrir cierta disminución al Hijo, que se convierte en un Dios secundario. Este razonamiento aparece ya en Filón, en Plotino y muchos más. El instrumento. . ., y sin todavía hablar del Espíritu que vivifica. Para ellos viene primero El, el Padre, y luego el Hijo y el Espíritu, como dos manos inferiores.
Otros, que interiormente han votado por el Hijo, aplicarán la inferioridad a la Fuente. Para el pensamiento religioso y tradicional, la Fuente es superior a lo que hace. Pero optando por el Hijo, la Fuente se convierte en un elemento caótico, algo potencial que se realizará después. Es el Cristo que llena todo en todos.
En oportunidades no dirán «el Cristo», sino tal vez la civilización humana, o la ciencia, o la tensión para alcanzar «la plenitud del hombre perfecto», según las palabras del Apóstol. Porque el siglo XX está atraído por el hombre maduro, realizado. Nuestro contemporáneo dirá con satisfacción: «¡Ved pues de dónde hemos venido; mi abuelo era campesino, mi padre adquirió un cargo y poco a poco progresó, y yo me he convertido en lo que soy!». Todo está en el «cómo». Y así para nuestro contemporáneo el hombre realizado está en el centro, o lo está una civilización. Y para él el origen será tal vez un dios, o un huevo primordial, algo informe, un bebé. No va a discernir al principio como Padre, sino como embrión.
En cuanto al que votó por el compromiso, ¿cómo irá a proceder? El dirá: la realización, la transformación del mundo, la revolución, eso es lo que cuenta. A mí no me importa si Dios existe o no existe, en tanto que el proletariado no haya ganado su batalla, en tanto que no hayamos realizado algo. . ., aunque sea algo espiritual. Sí, puedo ubicarme en una civilización donde todo concuerde para que yo me convierta en dios. Sí, quizás vuestra Iglesia, vuestros dogmas, son la verdad; quizás dos más dos son cuatro. Y aún si dos más dos son cuatro, pero no me ayudan a actuar, a tranformar, serán lo mismo que una sombra de la cosa única.
Esta es la tragedia de la humanidad; cada cual viene con un voto interior inconsciente, limitativo; cada cual viene con su elección, sordo al otro que eligió una cosa diferente. ¡Entonces entre los seres humanos crecen los discursos y las incomprensiones! Esta incapacidad para aceptar verdaderamente la Trinidad es tan poderosa que, después de haber hablado largamente de la Tradición, uno de mis oyentes me preguntó: «Entonces, ¿usted está contra la creación y la inspiración?». Respondí pacientemente: «Les hablé de la Tradición, y de ninguna manera soy hostil a la creación y la inspiración, pero humanamente no puedo hablar de las tres cosas a la vez». Por cierto, a veces en la Tradición hay una ruptura, y es la inspiración.
Detrás de los padres, verbos y espíritus se levanta otra dificultad: la paternidad, la filiación y la espiritualidad no se remontan siempre al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a la Trinidad. ¿Cuál es vuestro padre, cuál es vuestro logos, cuál es vuestro pneuma? Cuando unos judíos se acercaron al Cristo y le dijeron: «Nuestro padre es Moisés», El respondió: «El diablo es vuestro padre». Se puede tener diferentes padres, diferentes logos, diferentes espíritus. Se está en el Espíritu Santo o en otros espíritus: espíritu maligno, espíritu cualquiera; y lo mismo pasa con los verbos y las paternidades. ¿El mundo antiguo y el mundo atómico tienen como padre al Padre Eterno? Algunos tienen al Padre bíblico, en tanto que para otros será Demócrito.
Antes de preguntar ¿quién es el padre de ustedes?, yo les voy a preguntar: ¿son ustedes trinitarios, o no? Aquí está la teología exacta.
Si ustedes no son trinitarios, si ustedes son sólo uno de los Tres, y no los Tres, no están equilibrados, no traen la realización del mundo, no traen la transfiguración, cojean de ambas piernas, como decía el Profeta Elías. Están limitados; y las mejores búsquedas los dejarán impotentes. Somos tradicionalistas y evolucionistas estables en la Tradición, y progresamos en el Cristo, en la armonía del mundo. También parecemos romper el equilibrio para estallar por la transformación y la santificación en el Espíritu Santo al mismo tiempo. Cada uno de nosotros, cada civilización, debe penetrar con la espada, y distinguir cuál es su paternidad, cuál es su filiación, cuál es su espíritu. Ahí encontraremos una explicación neta.
La ciencia de los últimos siglos –cuyo temperamento interior vota por el «cómo», descartando la paternidad y la tradición– no adquirió para nada el descubrimiento de los espíritus. ¿Qué se puede pensar de esa ciencia? ¿Diremos que hay que detener las búsquedas? La cuestión está mal planteada, porque el interés del sabio le ordena seguir hasta el fin. ¿Por qué razón se va a detener? Pero debe imponerse a sí mismo una condición: no olvidar que el Logos obedece al Padre, que hay obediencia a la Tradición, que el límite está en que la Tradición es igual a la Esencia.
¿Cuál es el segundo error de la ciencia separada de la Tradición? ¡Construir sin espíritu! ¿Cómo se evita? Preguntándose ¿qué hacer? El sabio debe distinguir, prevenir las consecuencias de sus experiencias. ¿Deben las bombas nucleares hacer saltar el mundo? Se dice de los científicos desinteresados que son culpables. ¿Por qué son culpables? Porque han querido estar con el Hijo, pero sin el Padre y el Espíritu. Porque el interés normal comunicado por el Logos es que el Cristo, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. «Sol de justicia que nos ilumina por su inteligencia», como cantamos en Navidad. Porque El nos comunica nuestra inteligencia y nuestra ciencia, tan ínfima comparada con lo que podamos descubrir; nuestra ciencia avanza a saltos de pulga frente a lo que no conocemos.
El Cristo fundó el Bautismo sobre el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. No basta ser; hay que obedecer y discernir de dónde viene eso, qué hacer con eso, y en qué se convertirá eso. No se pueden perdonar los errores de los hombres de ciencia que actúan como si fueran ingenuos. Deberían poseer el espíritu de sabiduría de Dios. Y no la religión que se encierra en el Padre, en la autoridad, en la obediencia, olvidando que el Logos vino a la tierra para que nosotros construyamos y estudiemos, y que teme al Espíritu, más que Lo ama. La ciencia no sabe discernir, pero a menudo la religión descarta el Espíritu, y merece también su proceso. Si se analiza la filosofía, la ciencia y otras disciplinas, se puede constatar inmediatamente la deformación trinitaria. La confesión oral e intelectual no basta; hay que confesar (afirmar) la Trinidad, que penetra todos los elementos, todos los planos de la existencia; únicamente esta confesión puede salvar el mundo.
Ella no nos dio la doxología –«Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo»– sólo para que la repitamos, sino para que su luz impregne nuestra inteligencia en todos los terrenos.
RELACIONES DE LO ABSOLUTO CON LO RELATIVO
Veamos ahora las relaciones de lo absoluto con lo relativo, con nuestra propia existencia. El Metropolita Antonio de Kiev decía: «Si cuando se lo bautiza se impone a un niño un dogma como el de la Trinidad, éste debe tener un valor inmediato en la vida; de lo contrario se está imponiendo algo desprovisto de sentido». Dios no es tan inconsciente como para querer imponer dogmas y verdades desprovistas de realidad práctica.
Me gustaría disipar todo malentendido, para que este trabajo, yendo más lejos, continuase en ustedes y por ustedes mismos.
No hace mucho tiempo escuchaba a un orador notable. Era interesante ver cómo, al establecer los temas del materialismo, trataba de arrancar a los espiritualistas y a los materialistas del puro azar. Hace veinte años, después de aceptada la noción de la relatividad, se presumía que no había leyes absolutas, y que todas las combinaciones eran posibles. Este profesor de ciencias biológicas, usando ejemplos tomados de la biología y la química, llegó a la conclusión de que hay transformación, tal vez, pero también una cierta estabilidad en las leyes. Existe una estructura de los átomos, pero no hay un número infinito de átomos; aunque enorme, su número es limitado. Se trata de un número limitado de posibilidades.
Citó un hecho curioso: un hombre de ciencia soviético lanzó la idea de que hace un millón de años el mundo no vivía en las mismas condiciones actuales. Entonces, ¿las leyes eran diferentes? Se hizo la experiencia colocando artificialmente la materia en otras condiciones, y se llegó todavía a leyes estables, acordes con el canto del salmista: «El pone límites que no traspasarán». Sin duda, la ciencia encierra una enorme posibilidad, pero sin embargo todo tiene su techo, algo estable, y esto nos lleva de nuevo a los números que rigen el mundo. Y el profesor concluyó –a pesar de que era materialista– en que para él esas leyes son leyes ante las cuales debemos inclinarnos. Están inscriptas en el mundo. Y termino diciendo: «¡Atención!, no soy espiritualista, creo en las leyes, ¡pero no sé si detrás de ellas no hay un legislador!». Cito este ejemplo porque es característico de cierta categoría de gente. ¿Cómo podemos nosotros definir su visión de las cosas?
Un hombre cree en la materia, en el mundo realista, material, dirigido por leyes. Busca esas leyes; no las encuentra, pero las busca. Sabe que hay leyes con un límite que no se puede sobrepasar. Diríamos que procede con cierta lógica. Este hombre es típicamente «por», dado que ignora al Padre y al Espíritu. Antes de preguntarnos si es creyente o no es creyente, antes de analizar otra cosa, situémoslo así. La aplicación de los principios trinitarios nos enseñará a no precipitarnos para hacer la pregunta: ¿es materialista, espiritualista, creyente, no creyente, pertenece a tal o cual escuela filosófica? Pensaremos: ¿éste es un hombre que –en la síntesis universal– está satisfecho de la visión del mundo regido por leyes? O bien podremos decir: es un naturalista, un hombre del siglo XVIII. Es hombre del Logos, del «dia», del «por». Piensa que no conocemos el origen, y no se inquieta. Tampoco se inquietará si las leyes hacen irrupción más allá del futuro. Combatirá en forma precisa al finalismo, ya que las leyes están ahí; y acusará a ese finalismo, porque no corresponde a su ciencia, a su visión del mundo.
Cavemos todavía más hondo; rastreemos con un golpe de vista interior. Ese hombre que acepta el «por», no acepta ni el «en» ni el «de». Pero en definitiva, en ese «por» no acepta el «El». Esta actitud descarta lo que él llama los espiritualismos, la Persona, la conciencia de ese «dia». Es la primera característica.
Pero están también los que creen en «de» («ex») sin «El». Su dios es para ellos una proto-máquina, un principio inicial, una fuerza inicial. De la misma manera se puede estar sin «El» creyendo en «en» (dentro). De lo cual se desprende una primera observación sobre este tipo de hombre que pertenece al «por» (al «dia»), y diremos que es a-personal, a-hipostático.
Segunda observación: su «por» es muy limitado. ¿Desde qué punto de vista? Porque es mono-materialista, y niega la existencia de nuestra naturaleza, que actúa en el mundo fuera de la materia. Acepta sólo una forma del ser, de la naturaleza. No es para nada di-físico (o de dos naturalezas, como en el Cristo), o como en el hombre, espiritual y material. Es mono-materialista. En esto sigue el ejemplo de Lenín, y de tantos otros, que ponen el signo de igualdad entre la realidad y lo material, dado que consideran que el espíritu no es una realidad; en ellos la realidad está disminuida, achicada a un cierto aspecto del ser, de la existencia. Es la limitación de la naturaleza.
Otra limitación caracteriza asimismo a este tipo de hombres, y es que junto con la limitación natural del «dia», también los limita el conocimiento, y fundamentalmente cierto conocimiento científico: el límite de la gnosiología. ¿En qué? En que recibe como verídico sólo a ese conocimiento llamado científico (que se llama científico porque existen muchas ciencias. . .). ¡Y en ese conocimiento se encontraría la verdad! Pero, ¡cuántas limitaciones!
Primero una limitación que seguramente ya habrán notado, la de nuestros órganos con respecto al conocimiento científico. El intelecto trabaja, por excelencia; luego aparecen los ojos (microcosmos, etc.), después los oídos, pero mucho menos, y así podemos seguir.
Pitágoras y los pitagóricos –y los geómetras y matemáticos que los continuaron– analizan las figuras geométricas. Ellos estudian, el intelecto trabaja: ven un triángulo, ven un cuadrado. Pero Pitágoras además oía el sonido de un triángulo, de un ángulo, de una línea. El decía que aquél que no oía las formas geométricas no poseía un conocimiento perfecto. Es exacto que en ciertas ramas de la ciencia los ojos son lo más importante; en otras lo son los oídos; y las hay en que lo más importante es la sensación. El intelecto no es el único órgano de conocimiento. ¿Y el corazón, y la mirada? Y aquí debemos aceptar varias miradas: la mirada científica, la mirada natural, el tercer ojo, o mirada visionaria. Esas miradas pertenecen a instrumentos –ojos perfectamente exactos– que pueden actuar bajo formas diferentes. Si los instrumentos de óptica (tal como podría serlo un telescopio) nos ayudan a veces a ver mejor desde el punto de vista visible, en cambio no nos ayudan a ver intuitivamente, o artísticamente. El microscopio con que se puede estudiar a los bacilos no agrega nada a la mirada del artista. No verá mejor, ni con mayor detalle, en lo suyo. Su visión va a necesitar de otros intermediarios, pero los instrumentos que ayudan a otras visiones no tienen una aplicación «técnica», porque nuestra época ha fijado cierta clase de conocimiento. El mismo fenómeno se produce con respecto a la inteligencia, que es múltiple. Es un hecho que la inteligencia filosófica no se considera para nada científica.
Les voy a relatar un hecho que en su momento me chocó muchísimo. Asistía yo a una mesa redonda conducida por un almirante ruso, un poco franc-masón, un poco ortodoxo, un poco asqueado de lo que pasa en el mundo, y deseoso de crear un mundo nuevo. Entre quienes participábamos había algunos matemáticos, y todo parecía ir muy bien. Hablábamos profundamente. Uno de los matemáticos era trascendente, más creyente tal vez que los demás. En cierto momento llegaron algunos filósofos conocidos. Y entonces asistí a una escena deslumbradora y trágica: los escuché pronunciar las mismas palabras, las mismas ideas, pero sin entenderse. El hecho tenía la comicidad propia de una charla entre un chino y un francés, cada uno en su idioma y sin entender al otro. El rígido pensamiento filosófico no resonaba para nada en el de los espíritus acostumbrados al conocimiento científico, y viceversa. Dos conocimientos. No olvidemos entonces que hay distintos conocimientos, y que todos son verdaderos, pero que sólo hay una verdad única.
Pasemos a otro fenómeno, el más simple, el más evidente, que tendría que hacernos reconocer que nuestros ojos nos engañan. Miro, veo ese icono que está frente a mí, y obviamente estoy seguro de que es tal como lo veo; o contemplo el sol que se levanta por la mañana, y lo veo ascender. Sin embargo, y desde el punto de vista científico, es inexacto. Simplemente, ni el icono es tal como yo lo veo, ni el sol se levanta. Entonces, ¿son dos conocimientos, la visión y el estudio científico? Y la tercer visión será todavía distinta a todo lo anterior. Si miro con ojos interiores, distinguiría la luz del alma, tan fuerte que las luces físicas serían nada más que pequeñas sombras. Esta es otra verdad. La electricidad no es una sombra, es una luz que puede existir sin ser vista, y podríamos dar más ejemplos. Por lo tanto constatamos la elección de una sola materia fuera de las otras. . ., y también hay una elección en esta charla mía (el hilo y el sentido de mi exposición).
Cuando hablamos trinitariamente debemos hacer, primero, abstracción de todo análisis, de toda limitación. La Trinidad engloba todo, ya sea la tendencia del Logos, la del Espíritu, o la del Padre.
Resumiendo: se puede destacar el grupo de loguistas a-personales, de tipo mono-materialista, de gnosiología exclusivamente científica, con conocimientos limitados desde el punto de vista órganos e intelecto. Junto a ese grupo vienen los que no aceptan más que la realidad del espíritu (India, idealismo alemán, espiritualismo), para quienes la materia no es más que sombra, ilusión, manifestación del espíritu.
Sin embargo, todos los análisis de las diversas tendencias no serán análisis frente a la Trinidad, sino frente al Cuerpo total del Cristo. Es el segundo dogma, el dogma del Concilio de Calcedonia, que proyecta la luz sobre ese análisis interno.
Vemos realmente que el hombre no es sólo materia, sino también espíritu; que la materia es divina, creada e increada. Discernimos más elementos, y no sólo la inteligencia. «El ojo no puede decir a la mano: no te necesito; ni la cabeza decir a los pies: no los necesito». El instinto, la intuición, la inteligencia, la crítica, la razón deductiva, intuitiva, analítica, están cada una en su lugar, formando un todo armónico que es el Cuerpo del Cristo, Ser perfecto. Pero el Cristo está coronado por «El», y sería por tanto una crítica fuera de la Trinidad.
Volvamos ahora al profesor de ciencias biológicas sobre el que hablamos al principio de este tema, y penetremos desde el interior en esa concepción a la que llegó: reaparece de golpe una tríada –no una trinidad– en el corazón de su tesis. Siendo completamente monista, recoge la materia, la ley y la conciencia de aquél que estudia, compara y escruta la ley y la materia. Porque junto a la materia que ve, se levanta una tercer presencia: él mismo, el hombre. Esta tríada –yo la llamo tríada– es incontestablemente defectuosa. Porque si colocamos como realidades absolutas a la materia y la ley, y después a la conciencia, entonces la naturaleza y la ley engendrarían a la conciencia. Sería un triángulo trinitario «filioquista». La naturaleza y la ley preexistirían a la conciencia. Si en cambio fuese la conciencia la que preexistiese a la ley y a la naturaleza, tocaríamos otra trinidad. Tendríamos a la conciencia (Dios, que es consciente), y luego a la ley y la naturaleza. Esta trinidad sería –digamos– más religiosa, pero tendría un defecto, pues la ley y la naturaleza no serían apropiadas para hablar de la imagen del Hijo y del Espíritu Santo. Son sólo intrumentos, elementos de un hombre consciente, más que de un Dios.
Reconozcamos que es fácil establecer análisis alrededor de cualquier doctrina. Vale la pena notar –y es interesante– que un racionalista-materialista que reconoce la ley limitativa, o un materialista que reconoce el azar y la posibilidad de todas las posibilidades, sin número ni limitación, o aún un espiritualista –o un místico–, cuando se ponen a realizar y experimentar en tal o cual rama de la ciencia (química, biología, etc.) obtienen todos resultados semejantes. Un creyente y un no-creyente pueden llevar a cabo en un mismo laboratorio un mismo trabajo. Los resultados prácticos son parecidos, sumamente coincidentes. La ciencia puede cambiar de dirección, descubrir nuevos intereses –por ejemplo, la productividad o las reacciones de tal o cual elemento sobre la salud–, y proveerá resultados idénticos para los materialistas, los espiritualistas, los creyentes, los cristianos, los ateos, los hindúes. ¿Qué significa esto? Amigos míos, esto quiere decir que los resultados no dependen de nuestra visión trinitaria. La realización científica, poética, el valor de las palabras en la poesía o en la música –y hasta en el comercio–, son formas de manifestación, como una cierta encarnación de la imagen de Dios en el hombre. En tanto que cuando el Cristo Se encarna, cuando Dios Se manifiesta por el Verbo y Se hace conocer, el hombre se encarna, se expresa en obras, hasta en la técnica o en un lindo peinado. Son los resplandores inscriptos en el ser humano. Los resultados pueden ser para el bien o para el mal, y quedan siempre los mismos.
¿Cuál es, ahora, el punto de vista teológico? El hombre moderno es particularmente productivo: jabones, máquinas, televisores, libros, filmes. Esta productividad es sólo una manifestación de la naturaleza humana. Dios, en el Génesis, dice: «Multiplicaos». Esta multiplicación, esta superproducción, se podría detener –ascéticamente–, porque se puede convertir en algo pernicioso para nosotros. Se proclama: «Hay que disminuir el nacimiento de los niños», y entonces uno se pregunta, ¿por qué no disminuir la proliferación de los productos químicos, de las máquinas, la abundancia de los libros? ¡Producimos, producimos! Esta actividad es testimonio –sin duda alguna– de una falta de sabiduría, de una locura, de un desenfreno del cuerpo; es una manifestación del ser humano, que es productivo por naturaleza. La bestia produce sólo bestias, el hombre produce muchas cosas, además de reproducirse. Y hemos vuelto al problema de la Trinidad.
Cuando se descubren las Leyes y los mecanismos, se descubre el Logos. Cuando se ha descubierto el Logos, entonces actúa la fuerza vital, que es el Espíritu. Un productor es una especie de falso espíritu. No piensa más en la ley, sólo sueña con producir, ¿lo han notado? No piensa en lo que es. La producción es una de las formas de «en», «dentro» del espíritu, y olvida hasta la ley con la que tuvo que cooperar.
Si analizamos el espíritu, nos damos cuenta de que no es el Espíritu, y que la fuente y la finalidad «de» desaparecen. Una de las locuras del espíritu es producir sin prever las consecuencias. Eso se parece a lo que les pasó a los colonos europeos en Africa, que se enriquecían sin darse cuenta de que iban a perder todo, pero querían a toda costa enriquecerse, comprometiendo hasta la política. Si hubiesen encontrado un equilibrio, y hubiesen sido menos productivos en dinero y bienes materiales, no hubiesen sido echados de las colonias.
Para concluir, admitamos que mañana nuestro profesor se convirtiese a la religión y declarase: «Reconozco a Dios, Alguien que estableció las leyes, un Ser Superior que dirige el mundo; oficialmente reconozco a Dios». De todas maneras no podría tener las leyes sin el Logos. Por eso, ¿habría encontrado la Trinidad? Ese Logos no sería todavía una Persona, sino un Padre que piensa, sería el resultado de un teísmo que reconoce entre las manos del Padre al más grande de sus instrumentos: el LOGOS.
Esa era la doctrina de Plotino, de Filón, y la Iglesia primitiva tuvo grandes dificultades para testimoniar en el Logos el Dios que es glorificado en los himnos: Dios había creado por el Logos, pero el Logos no era Dios, era un intermediario divino, un demiurgo; y de allí salía esa teología logo-loguista en la que el Logos se convierte en subordinado. ¡Cómo comprendo a esos filósofos y científicos! Es realmente difícil tomar como absoluto en sí al «por», el «cuándo», el «cómo». El «cómo» es siempre un instrumento; el instrumento es siempre inferior al que lo utiliza; siempre intermediario. ¿Entonces, de qué manera podría ese intermediario ser absoluto en sí?
Cuando se mira trinitariamente a todos estos seres, sólo se puede exclamar: ¡Cuidado, amigos míos!, ¡No todos los religiosos son trinitarios!
En estas líneas he tratado de desarrollar sobre todo una actitud, un aspecto del hombre frente a la Trinidad, para subrayar con qué lentitud la conciencia humana se deja penetrar por Ella. No sólo porque nuestra conciencia la desgarra, sino también porque ella se ve obligada a elegir, olvidando su plenitud.
Capítulo V
EL MISTERIO DEL ESPIRITU
EL ESPIRITU EN EL PLANO DE SU ECONOMIA
De la multitud de Nombres vayamos hacia este pensamiento abstracto: «de, por, en»; abstracto no desde el punto de vista racional, sino por la abstracción de elementos naturales secundarios.
Subrayé ya que los nombres dados al Hijo –tales como Expresión, Icono, Logos, Ley, Pensamiento, etc.– pueden en realidad resumirse por una fórmula: relación. Relación que se expresa por la fórmula: A en relación con B. Para que haya verdad, ley, ordenamiento. Siempre debe haber relación entre dos elementos. El prefijo «dia» («por») es una relación.
Abordamos la segunda Hipóstasis contemplando un Dos que estalla. Es decir que A y B no existen más en relación. La relación sigue existiendo por sí sola, sin los objetos que pone en relación.
La verdad, como la verdad hipostática, se apoya siempre en algo. Miguel tiene lindos ojos, dirán ustedes, y Santiago está vestido con sotana; he aquí dos verdades simples. También es una verdad que dos y dos son cuatro. La verdad –la verdades– son siempre una cosa, una actitud, una decisión; una opinión sobre algo, o entre dos.
En la verdad hipostática, el DOS desaparece pero la relación permanece. Por eso cuando decimos «segunda Hipóstasis» no hablamos ni de un nombre, ni de una cifra, ni de una cantidad, ni siquiera de calidad; nombramos al DOS que estalla, al DOS sobrepasado, que sobrepasa, no calculable. Según el pensamiento de San Gregorio el Teólogo, es el HIJO.
El Espíritu Santo
Para después llegar al Padre, tomemos ahora a la tercera Persona. En el himno que dice «Todo es de El, por El, en El» (Rom 11,36) se la celebra por la expresión «EN EL».
¿Cuáles son los Nombres del Espíritu Santo en las Santas Escrituras, en la patrística, y en la contemplación de esa Persona? Se trata de nombres enigmáticos, casi impronunciables, porque se los puede emplear también para las otras Personas de la Trinidad. Su agrupamiento, sin embargo, su insistencia, nos pueden dirigir de una manera tan exacta como los nombres del Hijo. ¿Cuáles son estos nombres? Soplo, Espíritu de Vida, Soplo de Dios, Espíritu, Fuego, Lenguas de Fuego, Viento, Amor, Amor como Eros, opuesto a «Filia», que encierra la relación. Amor como un poder, un fuego que surge de nuestra alma. Movimiento, Desplazamiento, Cambio, Renovación.
«Tú envías tu Espíritu, y Tú renuevas la faz de la tierra» (Salmo 104,30). Renovación, Transformación, Transfiguración, Regeneración, Expansión, Plenitud. El Espíritu Santo se apodera: Inspiración, Shock, Embriaguez, Transporte. . .
Cuando enumeramos los nombres de Aquél que transfigura, transporta, cambia de lugar, mueve, procura energías, dones, penetra, shockea, inspira, embriaga, insufla, da la vida y otorga el calor de Eros, cuando agrupamos todos los nombres, cuando los miramos como hicimos con los nombres del Hijo –y nosotros podemos seguramente encontrar y agregar todavía otros–, nos llevan a una realidad distinta del Logos.
¿Cómo aprehenderlos en su desplazamiento múltiple? ¿Cómo ir a una cierta contemplación directa a través de todas esas apropiaciones? ¿Qué discernimos en esos nombres? ¿Hay una vida sin movimiento? ¡No! ¿Cuál es la forma más simple de vida? Un movimiento. ¿Y qué es ese movimiento? Un cambio. Cuando hablábamos de la relación entre A y B, contemplábamos la relación, desechando todos los objetos que la misma pone en contacto.
Pero aquí miramos la vida. Lo que llamamos vida. Y el movimiento resulta de un choque por un cambio. Si la cosa se desplaza, cambia. La vida es impensable sin cambio. ¿Cómo, entonces, se produce el cambio que procura la vida, y cómo da energía? Tomemos un ejemplo con un átomo. Helo aquí: lo bombardeamos con un neutrón, y el cambio sobreviene; ¡no me interesa el neutrón, sino el átomo! La bomba atómica es una imagen característica del Espíritu Santo, y poco importa desde este punto de vista si la imagen es constructiva o destructiva, ya que ello no hace al fondo de la cuestión (por otra parte, todos sabemos que –por ejemplo– el fuego puede ser constructivo o destructivo). Volvamos al átomo. ¿Qué se produce? Alguien bombardea la partícula, provoca el choque y penetra en ese algo de donde surge el cambio: una fuerza nace.
Vamos a retomar los valores A y B –que empleamos antes para designar una relación–, y a bombardear A con B. Las energías, las fuerzas, surgen –llamémoslas C–, y A está transformado. No hay cambio sin tres elementos, y así diremos: «TRES» es la vida, en tanto que DOS es la lucha, o la armonía. Entonces, si queremos contemplar la vida en sí misma, el eros, el Espíritu Santo como Energía hipostática, lo que llena el en-sí, suprimimos A y C, y quedará ese algo enigmático que engendra el cambio, porque lo que cambia es A. Entonces podemos discernir que la energía y la vitalidad son precisamente eso maravilloso que está detrás: ¡lo inexpresable! La relación se puede expresar; pero lo que hace el cambio no es ni A ni B, ni siquiera C, su resultado o su fruto. ¡El cambio es inexpresable! En la misma cópula del hombre y la mujer se encuentran dos fuerzas, y dan nacimiento a un tercer término. Sin embargo, no llamaremos vida ni a los dos ni al tercero, sino al encuentro de los tres.
Lo que es en-sí, lo que es la vida divina o Espíritu, es un TRES que también estalló, y que como el DOS se liberó de toda contingencia, de todo agregado. Así, el Espíritu es Tres, no porque es el tercero por orden («taxis», dirá San Basilio, empleando el término griego que significa orden, u ordenamiento), sino porque El es Vida, Espíritu.
Asimismo, el Hijo es segundo después del Padre. Y digo «después» –aunque no hay ni después ni antes– porque es la relación, el icono, el Verbo (o Hijo), la relación.
El Padre
Acerquémonos ahora al Padre. Apretémonos lo más posible –y lo más humildemente posible– contra este «ex», es decir contra ese conjunto de «de» y «hacia». Estos dos últimos términos expresan en realidad la misma cosa. Más tarde hablaré de las diferentes expresiones en este campo, porque no debemos ilusionarnos: todo es sólo apropiaciones. ¿Cómo podemos –según las Escrituras y la patrística– cernir y rodear el nombre del Padre? ¿Qué otros nombres hay para acercarnos a El? Citemos ya mismo: Origen, Fuente, Principio, Padre. Aquél que engendra pero es No-engendrado; de quién es, Principio sin principio, Fuente sin fuente, Origen sin origen, que es y que no es de nadie, que es y que no es hacia nadie, Abismo sin fin, Entrañas, Fondo sin fondo. ¿Cómo presentirlo, por medio de qué verbos?, y diremos estos: extraer, salir, engendrar, y también éxtasis, expansión. Con qué nombres negativos elevaremos nuestra contemplación: No-engendrado, Sin-principio, inexpresable (de otra manera, sería el Hijo), y simultáneamente: Toda-posibilidad, Toda-potencialidad, y también, Aquél que es el origen, el Padre de la divinidad y de todo, que es el Silencio no retenido. Notemos que decimos no retenido, porque si ese silencio no se pudiera expresar no sería una fuente, dado que habría una retención, una cerrazón, y por tanto una imperfección.
Así llegamos a la Mónada: UNO. Pero, ¡atención! El es UNO sin ser uno en una serie. No es el primero de la serie, es «el Uno». Y ¡cuidado!, repito, ¡cuidado!, UNO sin ser uno en sí, sin ser infecundo, ni estéril, ni estático, ni satisfecho de su Ser-Uno. Porque el Uno en Sí no es estático, ni se opone a lo múltiple, ni se establece.
Entonces, y ante nuestra mirada, se levanta otro misterio: el UNO fecundo de la divinidad, de Dios. Yo no sé si ustedes comprenden que Uno, encerrado sobre sí-mismo, se convertiría en una cantidad. Ese Uno se sobrepasa, así como Dos se sobrepasa por la relación, así como Tres se sobrepasa por la transformación; y nos acercamos al centro, a la Fuente o Paternidad, al Núcleo-Uno. Para ir precisamente hacia la contemplación de las Tres Personas, los «alguna cosa» deben desaparecer.
La Hipóstasis no es «alguna cosa», no es «toda la cosa», tampoco es la naturaleza. ¿Quieren contemplar las Hipóstasis? Entonces sépanlo: el menor colorido, el peso más ínfimo, la naturaleza más sutil, hasta lo más sublime –como el amor–, son pesados con relación a Ellas. La Trinidad ama siendo un solo Dios, cada una de las Tres Personas participa de ese amor siendo Tres Personas, pero hasta ese amor es pesado si se asemeja a un elemento escogido para la contemplación de la Persona o Hipóstasis. Por esta razón, la Mónada estalla: El Padre es Uno, y tiene un agujero en su seno; es Uno impenetrable, y sin embargo Fuente: las Entrañas paternales –como canta la Iglesia–, ese Fin sin fin. Escuchen a San Gregorio el Teólogo en su lenguaje adornado de imágenes: «La Mónada se dirige hacia la Díada, y se detiene en la Tríada, siendo Uno».
Estos ensayos de contemplación nos permiten decir: La Primera, la Segunda, la Tercera Persona de la Trinidad, pero de ningún modo porque una Persona condiciona a la otra. Cada una es el Uno, en relación con el Uno, con el Otro y con el Tercero; y las Tres en relación en la Unidad, pero diferentes y distintas.
El Uno-Fuente está en relación con el Hijo y el Espíritu. El Padre no engendró al Hijo para colocarlo frente a El. Lo engendró pre-eternamente; en la Trinidad no existe el tiempo. El Uno engendra perpetuamente, el Hijo sale siempre de la Fuente, lo mismo que el Espíritu. Pero toda la divinidad se manifiesta por el Hijo, y se convierte en relación; y toda la divinidad vive el cambio perpetuo en la inmutabilidad, en el Espíritu. Proclamemos: sólo del Padre es el Hijo, sólo del Padre es el Espíritu. Por el Hijo el Padre se manifiesta; sólo por el Hijo se da el Espíritu, sólo en el Espíritu el Hijo es engendrado por el Padre, y en el Espíritu el Hijo manifiesta al Padre.
El plano de la economía
Volvamos al Espíritu Santo en el plano de su «economía» (de cómo actúa, de cómo «administra» su actividad y su presencia, de como las «distribuye» entre los hombres). Pero antes recordemos que estamos ante un misterio extraño: en efecto, es el Hijo el que se manifiesta, se encarna, y soporta las dos naturalezas, divina y humana. Siendo Dios-Relación, acepta ser la relación armoniosa entre A y B, entre la divinidad y la humanidad, sin mezcla ni confusión. La obra de la salvación –la economía del Hijo– se basa sobre: «Dios se hace hombre para que el hombre se convierta en Dios». El Hijo muere para resucitar. Desciende para subir, ampara a la naturaleza humana, y al mismo tiempo la une a El, en una relación perfecta con la naturaleza divina.
Pero en cuanto se llega a la economía del Espíritu Santo aparece el tres. ¿Cuál tres? Pensemos en la acción del Espíritu y la energía del Espíritu, la acción del espíritu y la energía del hombre. ¿Existe la posibilidad de tener una relación exclusiva entre el Espíritu y el hombre? ¡No!, si no se tiene un tercero, que puede ser el Cristo encarnado y resucitado. . ., o el Diablo.
En cuanto alcanzamos espiritualmente la acción del Espíritu Santo –y cada uno tiene en sí al Espíritu Santo, a su propio espíritu y a otro espíritu– hay que comprender que sólo la penetración del Cristo en nosotros, y nuestra penetración en el Cuerpo del Cristo, pueden expulsar al Diablo. Los que actuamos en nosotros somos tres: el Hijo, el Espíritu y nosotros mismos. El Cristo nos lo enseña: «Yo estoy con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mateo 28,20), y «Yo os enviaré al Paráclito, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre» (Juan 15,26). En Pentecostés son enviados el Cristo y el Espíritu Santo, que están los dos con el Padre. He aquí la acción inmediata en nosotros: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y dentro de nosotros: nosotros, el Cristo y el Espíritu Santo. Quedarse en el DOS es permanecer fuera de Pentecostés.
La verdadera santificación en el Espíritu Santo jamás es dual (Dios y hombre, fidelidad al Cristo y renuncia a Satanás, etc.): es triádica. Pues no se puede recibir la Gracia divina sin la conciencia de los valores humanos. No se pueden unir los dones naturales con los dones «sobrenaturales» (¡perdonen mi lenguaje!) sin conocer los inferiores a la naturaleza, es decir el pecado. Solamente la visión triádica puede ponernos en contacto con la tercera Hipóstasis. Cuando se comienza a enseñar –por ejemplo– una antropología compuesta por dos elementos –espíritu y materia–, en lugar de espíritu, alma y materia, inmediatamente el Paráclito se esfuma, y se hace una cosa imprecisa. En la acción poderosa del Espíritu Santo (en su economía), en la experiencia Pentecostal, todo se hace tres, todo se hace triádico, aunque no se vean los Tres. Es muy difícil pensar tres, ¡cuánto más fácil es pensar dos! De todas maneras –les aseguro– la acción del Espíritu Santo, después de Pentecostés, nos abrió divinamente el Tres.
LA GLORIA
Ya les señalé cómo, tanto la Escritura Santa como los Padres de la Iglesia, toman un Nombre y lo aplican de manera diferente a las Tres Personas. Así, San Gregorio de Niza nombraba al Padre como Verdadero, al Hijo como Verdad, y al Espíritu Santo como Poder de la Verdad, es decir, Espíritu de la Verdad. Esta fórmula –Verdadero, Verdad, Espíritu de la Verdad– muestra claramente la distinción en el UNO.
En las Epístolas de San Pablo y de San Pedro se encuentran, por ejemplo, estos textos: «Padre de la Gloria» (Ef 1,17), «Esplendor de la Gloria» (Heb 1,3) y «Espíritu de la Gloria» (1 Ped 4,14). Esta contemplación difiere de la precedente, porque en las tres se utiliza el Nombre Gloria, pero con tres aplicaciones: Padre, Esplendor y Espíritu, en tanto que Gregorio de Niza da tres Nombres –Verdadero, Verdad y Espíritu de la Verdad–, y no tres veces Verdad.
Contemplemos esta Gloria. ¿Qué es la Gloria divina? Audazmente voy a responder: «Es la materia divina». ¿Materia? ¿Por qué emplear ese término impropio –materia– para Aquél que es Espíritu? Porque el esplendor y la radiación divinos, que aparecen bajo la forma de Gloria, llenan todo; en el Arca construida por Moisés, o en el templo edificado por Salomón. «Los cielos y la tierra están llenos de tu Gloria»: con ella Dios está presente. Voy a darles otra imagen que también parecerá muy audaz. Si Dios es extático, si por su riqueza inagotable ese éxtasis se irradia fuera de Sí-mismo, la detección de esos rayos, de esas energías –como si se endureciesen y se detuvieran, se limitasen, se dieran, o se dejasen palpar– constituyen la Gloria.
Tengo conciencia de que este lenguaje puede parecer difícil. En efecto, no se debe entender por Gloria el glorificar en el sentido de honrar. Esto presentaría otro aspecto de la cuestión. Pero cuando hablamos de la Gloria del Señor, Dios está presente. Su naturaleza se manifiesta, y se la debe distinguir de lo que llamamos energías, fuerzas, poderes o gracias. Detengámonos sobre todo en dos términos –Esplendor de la Gloria y Espíritu de la Gloria– para que vuestro espíritu se compenetre de la acción del Hijo y del Espíritu Santo en el mundo. Después, volviendo hacia Dios, ensayemos contemplar sus Hipóstasis. El Cristo –el Hijo, el Logos– es llamado Esplendor de la Gloria. ¿Qué es el Esplendor? Algo que resplandece, brilla, se muestra. Cuando un ser brilla plenamente se dice que es espléndido. Dios, por el Hijo que es Esplendor, resplandece plenamente, y al mirar ese resplandor conocemos a Dios. Pero el Soplo –el viento impetuoso, el Espíritu– no resplandece, y no se muestra. El no es la Gloria esplendorosa del Padre, pero su poder nos glorifica, y nos comunica la Gloria.
Entonces diremos que podemos conocer a Dios contemplando al Hijo, pero que comulgamos con El en el Espíritu Santo. Podemos soportar la contemplación del Hijo sólo porque esa Gloria entró en nosotros por el Espíritu, por el Soplo que la comunica, y que da a Dios al mundo. En tanto que el Cristo, el Hijo, es Dios que apareció en el mundo. Dios con nosotros, en nosotros, ante nosotros, frente a nosotros.
Mirando al Cristo –al Hijo–, contemplándolo, amándolo, imitándolo, aprehendemos y conocemos Quién es Dios, cómo es Dios. Pero el Espíritu Santo no nos muestra a Dios. El –el Espíritu–, en cambio, nos penetra por la Gloria divina, por su divinidad. El nos esclarece, nos da la posibilidad de contemplar a Dios por la divinidad que nos transmite en el Cristo. El Espíritu da la naturaleza divina, el Cristo la manifiesta.
El ser
Los Padres también se acercan a las Tres Personas tomando la palabra Ser. Recuerden el estudio de Santo Tomás de Aquino. A Moisés se le revela «Aquél que es», y los Padres distinguen el Padre que «Es» (porque Dios es), «el Ser», que es el Hijo (porque Dios es el Ser), y el hecho de Ser que es el Espíritu Santo (porque Dios se da). Todo es de El (el Padre), por El (el Hijo), en El (el Espíritu Santo): todo, hasta Dios mismo.
Dios es Dios verdaderamente porque es Hijo. Dios es Dios como Fuente porque es Padre. Pero Dios es Dios por contenido, por plenitud, porque es Espíritu Santo.
La imagen
Dos de los Padres, San Gregorio el Taumaturgo y San Juan Damasceno, usan la palabra Imagen para el Hijo y el Espíritu, y Proto-Imagen para el Padre.
El sello divino que nosotros recibimos –la quemadura divina– es el Cristo, pero también es el sello del Espíritu Santo, porque El imprime con ese sello el fuego interior. El Cristo se establece para que nosotros contemplemos a Dios, y el Espíritu nos penetra y nos deifica para que reconozcamos a Dios en el Cristo. El Espíritu penetra porque el Cristo se mostró.
La Revelación
Hablé de contemplar al Cristo: Verdad, Logos, Ser, Imagen, Plenitud de la Verdad. Pero cuando queremos contemplarlo se nos escapa. No obstante, El nos facilita la tarea acercándose al ser humano progresivamente, por una multitud de manifestaciones, por un gran número de revelaciones. El viene, El se acerca más y más a nosotros, y por fin: El se encarna. Al encarnarse –como Hijo de Dios e Hijo del Hombre– JesuCristo nos trae el conocimiento perfecto de la Persona Divina. Diciendo «Si Me veis, veis al Padre», El quiere significar: «Por Mi aprendéis y conocéis cómo actúa Dios, cómo piensa». En el Evangelio y en el Cristo tenemos una puerta, una imagen perfecta de lo que Dios es, personalmente y trinitariamente, pero no en su naturaleza. El Cristo, en efecto, es el criterio. Ahora nosotros sabemos cómo va a actuar, cómo actuó. Nos revela a Dios como Padre. Revela a Dios como Hijo. Revela a Dios como Espíritu Santo. Revela a Dios trinitario, a Dios que actúa, a Dios Personal.
Pero en su Encarnación nosotros no podemos descubrir en forma alguna lo que es la naturaleza divina. No tenemos comunicación de ella. Está escondida por su humanidad. Queda detrás de la cortina de la materia, del espíritu humano. Por El sabemos cómo piensa Dios, cómo actúa, pero no tomamos el gusto de Dios. En la misma Eucaristía comulgamos con Dios conservando el gusto del pan y del vino. Por El no tenemos el gusto de Dios, no tenemos el aroma de Dios, no tenemos la luz divina que El mostró en el monte Tabor a los apóstoles. JesuCristo resplandeció de Gloria en su acción, en su comportamiento, revelándonos así a Dios Persona.
Pero es al Espíritu Santo a quien le corresponde la comunicación de la naturaleza divina, permitiendo que el Apóstol diga: «Somos partícipes de la naturaleza divina» (2 Ped 1,4). El símbolo de las llamas de fuego que descienden sobre la cabeza de todos los discípulos –el día de Pentecostés– les comunicó esa naturaleza divina. El Espíritu Santo nos da así el gusto de Dios; nos hace ver las luces divinas conscientemente, realmente; El hace que podamos considerar al pan y el vino de la Eucaristía exactamente como la Persona de Jesús. La inspiración de lo alto –profética– del Espíritu Santo es necesaria. Ni la carne ni la sangre, sino el Espíritu de lo Alto, hace gritar a Pedro: «Tú eres el Hijo de Dios». Cuando el Cristo anuncia «El que Me ve, ve al Padre», Pedro ve al Padre mientras el Espíritu le comunica y le insufla la Energía divina.
¡Qué difícil es seguir los grados de las manifestaciones de la acción del Hijo!: profecías, símbolos, signos, apariciones, teofanías, hasta la manifestación de Dios en su Encarnación, haciéndolo realmente palpable para nosotros. Lo mismo sucede con el Espíritu Santo, que –teniendo en cuenta nuestra debilidad– se expresa por las Energías, por las Gracias, por los Dones, por toques, tanto como podemos soportarlo. Su obra se cumplirá solamente cuando todo sea divinizado, cuando Dios sea todo en todos.
La Iglesia conoce momentos excepcionales: un San Serafín de Sarov llega a gustar a Dios, aspira su perfume, conoce su luz. Pero esas experiencias de Dios no son ni perdurables ni continuas. Por eso se puede decir que la obra del Cristo, por su Encarnación, se cumplió progresivamente. Subrayo todo esto, no para precisar por qué el Espíritu Santo viene después del Cristo, sino para enseñar que las acciones del Cristo y las del Espíritu Santo son inseparables, y al mismo tiempo distintas. El Espíritu y el Hijo tienen una única Fuente, el Padre, pero son dos Personas distintas. Traten de aprehender la distinción entre lo manifestado y lo comunicado. Por ejemplo, manifestar el fuego quemando madera, y comunicar su calor, son dos hechos diferentes. Existe una diferencia esencial entre la comunicación de Dios por el Espíritu y la manifestación de Dios por el Hijo.
Así podemos comprender que comunicar la fuerza divina y mostrar a Dios son dos cosas inseparables. No se puede conocer el «cómo» sin que Dios a la vez se comunique. Habremos comprendido también que para comunicar a Dios, su fuerza divina, se debe también conocer cómo es Dios. Sabremos, por fin, que no se puede tomar uno de esos valores como origen del otro.
Tomemos un ejemplo: cada objeto es, pero es de dos maneras: por su forma y por su poder. Un vaso es un vaso por su materia y su forma geométrica, pero también por su sentido de vaso y su contenido. Así San Ireneo decía del Hijo: «El recapitula todo», y del Espíritu: «El lo llena todo». Sí, el Hijo nos envía el Espíritu del Padre, pero sólo por el Espíritu conocemos al Hijo. El que no posee en él el Espíritu no puede nombrar a Jesús como «Cristo». Voy a agrandar mi pensamiento, voy a hacerlo más pesado: el Hijo aparece como un objeto del conocimiento, es el Espíritu. El Hijo es Verbo, pero el Espíritu habla por los profetas, y tengamos presente que una cosa es hablar por los profetas, y otra cosa es lo que los profetas dijeron.
Hagamos una comparación: toda palabra pronunciada comporta un sentido y un poder, con el cual le damos tal o cual contenido. Ejemplo clásico: puedo decir «te odio» o «te amo» con fuerza, o de un modo neutro. Diciendo «te amo» puedo incluir toda la potencia del amor, o bien hacer comprender una diferencia (te amo, pero déjame tranquilo). Asociando a la expresión «te amo» toda la potencia del amor, se unen el verbo y el espíritu; pero diciendo «te amo» con tono de indiferencia se echa al espíritu, y se guarda solamente el verbo. Pero si –a la inversa– decimos «te odio» con el sentido de «te odio porque te amo», entonces el espíritu está presente y es verdadero, pero el verbo es falso. ¿Podemos discernir la dualidad del mundo psicológico?
Actualmente se pretende –estúpidamente– que la materia no existe, y que sólo existe la energía. Pero en ciencia la energía tiene un significado diferente al que nosotros le damos. Porque la energía es otra forma de la materia. Y siempre hay energía en lo que es, con la materia, con la forma, con todo nombre que quieran darle a la materia.
El amor beatífico
La palabra amor fue resumida de una manera profundamente audaz, no por un Padre de la Iglesia antigua, sino por el metropolita Filareto de Moscú. El dice: «Un único amor, Dios es Amor. pero el Padre es Amor extático, el Hijo amor que se sacrifica, y el Espíritu es el amor beatífico. . . El Padre hace abstracción de Sí mismo. Conoce solamente: Tú, Vosotros, Otro». Por eso, «Este es mi Hijo bienamado, en Quien pongo mi predilección».
El extatismo del amor del Padre va tan lejos que da a su Hijo para la salvación del mundo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unico para que. . .». Es mucho más fácil despojarse que dar a su Hijo, es decir, lo que uno verdaderamente es.
El Padre se olvida de Sí, su mirada está fijada hacia el Hijo y el Espíritu. El Hijo, amor sacrificial, se anonada, y por eso se encarna y se hace hombre. Si el Padre dice «Tú, mi Hijo bienamado», el Hijo a su vez dice «Yo hago la voluntad de mi Padre». «Vengo para salvar». El Hijo es «para». Isaías lo nombra con el nombre misterioso de Servidor. ¿Por qué puede El convertirse en Servidor? Para revelar al Padre al mundo; para reflejar a Aquél que es «para tí».
Y el Amor beatífico, ¿por qué se manifiesta en el Espíritu Santo?, ¿por qué es beatífico?, ¿para gozar de sí mismo, o para gozar él-mismo? ¡No!, porque El es el Amor que se da plenamente diciendo: «¡No Yo!, ¡No a Mi!». La acción del Espíritu Santo en el mundo ofrece una cierta imagen de su Persona. ¿Qué hace? ¿Cómo actúa? Viene a nuestras almas de tal manera que ellas se llenan de embriaguez y de beatitud. ¿Quién es Aquél que se exalta en nuestra alma? ¿Es El el Espíritu Santo? ¡No!, es el Cristo. Sin embargo, el Espíritu está ahí, pero se esconde; se da tan profundamente que ignoramos su Nombre; El dice «¡No Yo!», y está llenándolo todo, y sin embargo ausente. Llena todo porque nos da la naturaleza divina, y está como ausente en su nombre personal.
Yéndome hasta el extremo, voy a comparar audazmente al Espíritu con un servidor que se eclipsa y se hace invisible; y también con la situación que se da en una casa en que los servidores preparan una fiesta. Llegan los invitados, están presentes, confortablemente instalados, recibidos amigablemente, pero nadie ve a los servidores. ¿Han notado que no hay casi ninguna oración dirigida al Espíritu Santo? Por cierto que le damos gracias por todos sus dones, y bendecimos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en la Santa Trinidad. Se bendice sobre todo al Padre, porque el Cristo prefiere no ser bendecido. ¿Y el Espíritu Santo? Le decimos: «Rey del Cielo consolador, Espíritu de Verdad, ven y habita en nosotros. . .», o «Espíritu Santo, Dios creador. . .». Lo llamamos, lo gozamos. Pero todo esto pasa en el mundo exterior. Como dice San Máximo el Confesor: «Hay una sola cosa evidente: ¡la vida!, pero no se bendice jamás por la vida; se aprovecha de ella, se respira la vida». La aparición del Espíritu Santo, que –como siempre– está ligada a una felicidad extrema, no puede reclamar al mismo tiempo el reconocimiento del ser humano. Precisamente, su carácter es «¡No hables de Mi!, mi única preocupación es que el amor beatífico y el gozo sean grandes en tí», y Filareto de Moscú dice todavía: «El está en el gozo amoroso del esplendor del Hijo». Agregaré por mi parte otro concepto audaz. El Amor del Espíritu Santo se puede definir bajo la forma de un eros, un goce, una embriaguez. Pero El que los otorga no participa como testigo, como una persona a quien se deba gratitud. Da la embriaguez de la misma manera que el Cristo da su vida; «¡No Yo!». Eso hace que no sepamos su Nombre, que sea el Innombrable, el Espíritu, el Santo, el Paráclito; su Nombre no está revelado.
La discreción de ese «NO YO» es tan grande en El, que muchos cristianos lo han confundido con la Energía divina, con la Gracia. Se revela casi como un don anónimo, como una naturaleza, como una relación. . . San Agustín lo llama directamente DON, más a menudo que Donador. Pero ese Don nos ofrece la Divinidad. El es Donador, pero de una manera tal que se lo considera casi como un objeto. Porque cuando lo sentimos actuar en nosotros y en el mundo, por su potencia vital y su energía comunicante, en su soplo de divinidad, ni siquiera podemos rezar. Nos hundimos en la felicidad. ¡El hombre totalmente feliz no habla! Tal vez gime. Entonces gritamos: ¡Abba!, ¡Padre!, o quizás decimos ¡Jesús! Porque Jesús y el Padre aparecen con la plenitud de su luz en el Espíritu Santo. . ., tanto como podemos soportarlo.
La Hipóstasis, base del mundo
¡Esplendor de la revelación trinitaria! Y he aquí, estamos alcanzando la Hipóstasis, es decir la Persona. No solamente la Hipóstasis no se impone, sino que se borra ante las otras Hipóstasis. Ahora quiero volver a la contemplación de las tres palabras que expresan las Tres Personas divinas; es decir: «ex», «dia», «en». De esta manera las Personas se ven humildes, despojadas de toda gloria y honor.
«Ex» (de) es la fuente. Ser fuente es algo no cumplido, algo potencial, una posibilidad ante la cual el Hijo aparece como cumplido.
Pero «dia» (por), el Hijo, es un instrumento. La Palabra es un instrumento, un intermediario, un mensajero, una carta enviada, una frase que expresa algo que llega en segundo lugar. Frente a este instrumento, el Padre que envía al mensajero se engrandece, y aparece como Aquél que se manifiesta, mientras que el Hijo es solamente mensajero.
Y «en» (dentro) es la fuerza. la radiación; un clima, un don, un estado, de quien generalmente se dice «estar en su espíritu».
Sí, el Hijo manifestó al Padre, pero es todo. Y El dice: «Yo soy la puerta. . . Si no me voy, el Espíritu no vendrá». Entonces aparece el Espíritu, y en El la realización y la plenitud. Y de pronto nos parece que el Padre y el Hijo no son más que etapas para alcanzar esta última palabra: «en».
¡Comprendan! Considerando a cada una de las Tres Personas de cierta manera (a través de nociones tales como «ex», «dia», «en») se puede caer en el plano inferior, y hacer salir a una de otra. ¿Qué significa esto? ¡Atención!
Avanzamos hacia el problema eterno del Misterio de las Personas, hacia las Hipóstasis, y no hacia las personas tomadas como máscaras, personajes. Este problema es la base del mundo: no hay solamente distinciones entre uno y otro, no hay solamente diferenciaciones, no hay sólo contemplaciones de tal o cual, sin que se los pueda colocar en oposición. Existe y permanece también un elemento vital y dinámico, que hace que esas relaciones personales se hagan siempre –¿cómo podríamos decir?– cediendo su lugar una a la otra. De allí la exigencia de humildad en la Iglesia, y esto no es algo que pueda ser tomado a la ligera. El hombre no tiene que ser humilde porque fue sacado de la tierra y volverá a la tierra, o porque no es Dios. ¡No!, debe ser humilde porque refleja el Misterio de la Trinidad, y porque en Ella hay una analogía de nuestra humildad.
Las grandes virtudes: obediencia, humildad, amor, son reflejos de la vida divina, mucho más que el poder y otras virtudes que nos gustaría aplicarle, porque ellas nos introducen –antropomórficamente hablando– en una psicología divina. Si fuese de otra manera, la exigencia de la humildad y de la obediencia sería un absurdo, o hasta una estafa. Un Dios que exige una virtud no conforme a cierta similitud de su naturaleza sería un dictador, o peor aún, un estafador, que parecería decir: Yo soy poderoso, tú no eres más que un gusanito, y ¡quédate ahí!
«TAXIS» TRINITARIOS
En la teología trinitaria se establece otra cuestión esencial, que yo llamaría «taxis» trinitarios (recordemos que la palabra griega «taxis» significa orden, u ordenamiento). Todo acto creador –como decía San Agustín– se cumple por las Tres Personas, cada una de las cuales actúa junto con las otras, a la vez de manera unánime y diferente. A menudo he observado un defecto, que marca una carencia. No siempre se tiene tiempo para enseñar las cosas más simples, dando por supuesto que son conocidas, y enseguida se nota que el ABC de los conocimientos está ausente. Para no caer en ello, voy a recordar ahora una noción fundamental en este tema.
Si bien Dios es Uno en Tres Personas, no tiene tres voluntades, sino una sola y única voluntad, una sola y única acción. Dios creó el mundo por su voluntad única, pero en ella cada Persona divina actúa de manera diferente. De tal manera que el Uno es la fuente, el Otro el prototipo, y el Tercero el vivificador o realizador. El Apóstol Pablo y el himno de la Iglesia primitiva (Rom 11,35) lo expresan muy bien: Todo es creado por la única voluntad de Dios, pero esa voluntad viene del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
En consecuencia, la acción divina, la energía divina, la gracia divina, la potencia divina, la luz divina, revelan la inmanencia de Dios en su voluntad única. Pero, ¿por qué decimos que Dios creó el mundo por su voluntad, y no por su energía, o por otra manifestación? Porque Dios no creó el mundo bajo la forma de una emanación inconsciente, sino que lo creó conscientemente, es decir voluntariamente, y esto nos lleva todavía a otro aspecto de la cuestión. Según el pensamiento del Apóstol Pedro, la humanidad, en su marcha progresiva hacia la perfección, se hace múltiple en personas, en hipóstasis. En la humanidad perfecta cada uno encontraría su persona, su hipóstasis; pero esas hipóstasis no van a formar una multitud de voluntades, sino que formarán la única voluntad de la humanidad.
Se trata aquí de señalar claramente que cuando se dice «Yo quiero, yo pienso, yo siento», el sentir, el pensar y el querer no son propiedades de la persona, sino de la naturaleza. Así, la voluntad única, el sentimiento único, destruyen los egos psíquicos, los egos que se separan; mientras que –contrariamente– la renuncia a la voluntad, al pensamiento y a los sentimientos personales, crea en el contexto humano la persona-hipóstasis.
«Taxis»
Decimos que la Trinidad actúa en el mundo por su voluntad única, aunque de manera diversa, espontánea y diferente según las Personas. Por ejemplo: sólo el Hijo se encarna, pero El realiza por el Espíritu, y viene del Padre. Esto inmediatamente nos lleva al concepto de «taxis» y, sin embargo, no hay taxis en la Divina Trinidad.
«Taxis» es el orden –u ordenamiento– la continuidad fuera del tiempo. Es evidente que Dios, fuera de los tiempos, no conoce ningún tipo de taxis interior. No se puede decir: el Padre primero, luego el Hijo, después el Espíritu Santo. Tampoco se puede afirmar: el Espíritu primero, después el Padre, luego el Hijo. ¡Ellos son!, y no hay Padre sin el Hijo y sin el Espíritu Santo, ni Espíritu sin el Padre y sin el Hijo. En Dios no hay taxis ontológico –como algunos heréticos afirmaron–, y ni siquiera –¡y todavía menos!– una cierta continuidad en el tiempo.
Pero Dios crea el mundo, y una de las características de la Creación es lo temporal: temporal no sólo en tiempo-reloj (24 horas), sino inscripto en cierto ciclo o eón, es decir, un tiempo-duración con multitud de tiempos: espirituales, materiales, psíquicos.
Así, el mundo está ligado a un tiempo. Y la Creación –inevitablemente ligada a ese tiempo– no puede asir la Trinidad sino a través de una noción de ordenamiento, de ciclo, de eón. Bajo esta luz, se comprende que la Trinidad aparezca en el mundo según diferentes taxis o series, en las que primero viene una Persona, luego la Otra y después la Tercera. Porque estamos del lado de la Creación que no puede asir y encarar a las Tres espontánea y simultáneamente, y no estamos en el seno de la Trinidad, donde las Tres están eternamente presentes. Así se presenta el problema de los «taxis» de la Trinidad actuando en el mundo.
Cuando era un joven estudiante tuve el privilegio de que me encargaran escribir una disertación sobre los taxis de la Trinidad según los Padres de la Iglesia. Cuando la leyó mi profesor, el padre Sergio Boulgakoff (1), me dijo» «No hay nota en el sistema de nuestro Instituto que yo pueda ponerle». La puntuación más alta era de cinco puntos. Con dos puntos los alumnos quedaban fuera, o tenían que volver a comenzar; con tres puntos se calificaba algo pasable, con cuatro a lo que estaba muy bien, y los cinco puntos indicaban la perfección. Pero el padre Sergio decía a menudo que «Los estudiantes no pueden tener cinco puntos, porque esa es nota para un profesor. Los mejores pueden obtener cuatro puntos, los otros llegar a tres, o hasta dos, y lo normal es que ante un dos se deban estudiar de nuevo nociones que, evidentemente, se conocen mal». Cuando presentó mi disertación –y esto no me ha sucedido con frecuencia en mi vida, en la que fui más bien maltratado– el padre Sergio dijo de pronto: «No tengo nota para ponerle; le otorgo cinco y medio». Por supuesto que es un recuerdo de lo más agradable, y lo tengo vivo en la memoria porque ningún otro me hubiese felicitado, aunque lo mereciese. Tengo –por tanto– a mis compañeros de entonces como testigos de que, una vez en mi vida, y junto a exámenes a menudo lamentables, o aprobados estrechamente, hubo esa disertación, que precisamente trataba sobre «Los taxis de la Trinidad según los Padres de la Iglesia».
La simple lógica indica que hay seis taxis de la Trinidad, en su aparición en la Creación.
Primer taxis: Padre, Hijo, Espíritu Santo
El primer taxis está expresado en la fórmula del Bautismo: «En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Se emplea en todas las doxologías de los Salmos: «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo», o sea: el Padre, luego el Hijo, después el Espíritu Santo. Este primer taxis aparece claramente en el plan divino, en ese plan que se llama Economía (recordemos que por Economía estamos entendiendo aquí a la acción de Dios en el mundo). Ciertamente, Dios se revela a la humanidad ante todo como Dios único, Protector, Providencia, como Causa Primera –hablando filosóficamente–, o como Absoluto; y también como Paternidad que se inclina hacia el mundo. Es Aquél que Es, y Aquél de Quien se dice: «Amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza». La Paternidad –causa y fuente– se descubre, y la primera etapa de la Economía del mundo consiste para el hombre en tomar conciencia del Dios único, y en ir hacia El para unirse a El. Esta etapa puede ser calificada como etapa de Paternidad.
Después, lentamente –y eso se puede ver en la Biblia, en el pensamiento tradicional y filosófico de la antigua Grecia, y en otras iniciaciones– el Hijo aparece, y se descubre como manifestación divina. Y entonces ya tenemos a Dios en sí (etapa precedente) y a Dios manifestado, Dios innombrable y Dios que se nombra. Esta manifestación divina (mundo «ideal», el de las ideas de Platón) se revela como intermediario, como Logos. Luego progresa –y se descubre– en la Encarnación del Hijo, última etapa de manifestación de Dios en el mundo: el Padre y el Hijo.
La tercera etapa aparece en Pentecostés, en el Misterio de la Iglesia, donde irrumpe progresivamente la tercera Persona: el Espíritu Santo. Esta «progresión» del Espíritu Santo está bien explicada por un extraño teólogo ruso, el padre Pablo Florensky (2), hombre de conocimiento universal. En su libro «La columna de la Verdad» –en el capítulo titulado «El Paráclito»– dice que hasta en la misma Iglesia y en el cristianismo el Espíritu se esconde. Las plegarias se dirigen más bien al Padre o al Cristo. Se habla más discretamente del Espíritu Santo, y si se dirigen a El tres o cuatro oraciones, se lo estudia mucho menos. Hay un gran acercamiento a la cristología. La neumatología, en cambio, avanza poco. Pues si en Pentecostés se produce la venida impetuosa del Espíritu Santo, su cumplimiento sólo se descubrirá hacia el fin de los tiempos. Esto provocó en algunos cierta tendencia a hablar de tres Testamentos: el del Padre, el del Hijo, y el del Espíritu Santo. Esta separación en tres Testamentos –que podemos encontrar en Joaquín de Flore y en los montanistas– es ciertamente discutible, pero sin embargo señalaba cierto progreso. San Gregorio el Teólogo expresa claramente esa progresión en el descubrimiento de la Trinidad, después del Padre, y hasta la expansión del Espíritu Santo. En el plan divino, en su economía, los Tres están siempre presentes. Pero el proceso histórico los revela en etapas: primero el Padre, luego el Hijo, y por último el Espíritu Santo. Recuerden esta claridad en la Sagrada Escritura: «Si no Me voy al Padre, el Espíritu no vendrá», dice el Hijo. Todo el último Discurso del Cristo nos presenta la venida del Espíritu Santo como un fin –y una etapa esencial– después de la Encarnación del Verbo.
Tenemos otro ejemplo de este taxis en la construcción de nuestra Eucaristía, de nuestro Canon. El prefatio –o inmolatio– se dirige al Padre dándole gracias por todos sus dones. Luego hacemos el memorial del Hijo con sus palabras: «Esto es mi Cuerpo, esto es mi Sangre». Y después invocamos al Espíritu Santo para que transforme, transfigure los dones en Cuerpo y en Sangre. Los actos litúrgicos y sacramentales de la Iglesia se apoyan sobre la acción de gracias al Padre, que permite mantenerse como una roca. Luego viene la Conmemoración del Hijo –sobre el Evangelio–, y después el llamado al Espíritu Santo para que, anclados sobre las palabras del Cristo y después de haber alabado al Padre, el Espíritu transforme y sane por su potencia.
Este es el primer taxis: «Padre, Hijo, Espíritu Santo». Gran número de personas imaginan que sólo existe este taxis, y que se debe decir siempre «Padre, Hijo, Espíritu Santo». Pero sin embargo hay otras formas de taxis.
Segundo taxis: Padre, Espíritu, Hijo
Después de haber tratado la economía de la salvación hacia la deificación del mundo, abramos ahora el libro del Génesis. Observaremos el siguiente taxis: «Padre, Espíritu, Hijo». El Padre es creador y causa del universo, del caos, de esa materia, de esa otra creatura, «otra que El». El establece en Sí-mismo y fuera de Sí-mismo ese otro que se llamará mar, océano, caos, materia, materia espiritual, pero materia –de todas maneras–, y que no es Dios. El Génesis muestra después que el Espíritu Santo viene sobre las aguas, como una fuerza vital, aleteando, calentando toda creatura y dándole la vida, el movimiento, el ser, pero quedando potencial. Y por fin las palabras: «Dios dice. . ., Dios dice. . .». Por esta distinción, por este ordenamiento, es decir, nombrando por el Verbo mientras el mundo se forma, ese Espíritu –ya en el mundo– suscitará el estallido de la vida, de la evolución y de la expansión. Este aspecto es particularmente remarcable.
Tomemos un ejemplo, permitiendo que un químico explique cómo nace la vida en la naturaleza. Dirá que tal o cual cuerpo mineral no es la vida. Agregará que tales o cuales condiciones no son propicias para la vida. Cuando de pronto –y por azar– las condiciones cambian, por la presencia de cierto elemento químico que va a comunicar de golpe a esa gelatina una posibilidad de vida. Ingenuamente, propondrá que ese azar de encuentros es la fuente de la vida. ¡Y no es así! La vida ya estaba presente. Pero sólo se manifestó cuando las formas –químicas y de otro tipo– alcanzaron ese pequeño logos, es decir, esas condiciones indispensables para la aparición del Espíritu Santo. El Padre coloca fuera de Sí-mismo un mar, un caos, una creación. En esa creación se introduce la fuerza del Espíritu Santo. Y esta fuerza del Espíritu Santo se manifiesta por el Verbo («Dios dice. . .»), y así la Creación ha encontrado y tomado sus formas.
Este caso es característico. Muestra que se puede tener en sí el Espíritu, pero que El sólo se manifestará en la tercera etapa, cuando el condicionamiento humano y la purificación del ser –litúrgica y sacramentalmente, moral y espiritualmente– sean conformes a su resplandor. Pero si no se es cristoforme, deiforme, si no se es semejante al Cristo, todavía no se es el templo del Espíritu Santo, sino solamente su lugar, en el cual El no se puede manifestar todavía. Así es la Navidad: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá». El Espíritu descendió en la Virgen, y porque su pontencia vital reposó en ella, el Verbo vino también y se hizo carne, formando su cuerpo en las entrañas virginales.
Recapitulemos: el primer taxis es bautismal, y devela el plan divino: Padre, Hijo, Espíritu Santo. El segundo taxis consiste en: Padre, Espíritu, Hijo. Taxis de la creación y de la purificación.
Tercer taxis: Hijo, Padre, Espíritu
Los dos primeros taxis comienzan por el Padre, con un cambio de lugar –en el tiempo– del Hijo y del Espíritu. Pero el tercero hace otro cambio, y comienza por el Hijo. El Apóstol Pablo, en la segunda Epístola a los Corintios, da esta bendición final: «Que la Gracia de Nuestro Señor JesuCristo, el amor de Dios Padre, y la comunión del Espíritu Santo sean siempre con vosotros». La Liturgia griega retoma esta bendición, y nosotros la adoptamos en nuestro rito de las Galias. Históricamente acaso sea discutible, porque probablemente había otra bendición trinitaria anterior. ¡Pero hemos preferido mantenernos fieles al Apóstol! Aquí la Gracia no es la del Padre, sino la del Hijo; después viene el Amor del Padre, y la Comunión del Espíritu Santo.
Este otro taxis es completamente normal, frente a nuestra evolución en cuanto a Iglesia y mundo en construcción. Todo se basa en la piedra angular, en el Hijo, y el Apóstol Juan proclama que «Aquél que no tiene fe en el Cristo encarnado es del anticristo».
Todo comienza por el Hijo, que conocemos y podemos alcanzar, por ese Hijo encarnado que estuvo entre nosotros. Ese Hijo nos descubre el amor del Padre, de Quien es el enviado. Lo constatamos en el Evangelio. Al principio no revela al Espíritu. Pero nos muestra al Padre; «Yo y el Padre somos Uno, el Padre ama al Hijo». Da a Dios el Nombre «¡Padre!». Sólo después envía al Espíritu del Padre, que se comunica e injerta en el hombre y en la Iglesia. La ofrenda, la Iglesia («la construcción», podríamos decir de acuerdo con la visión de Hermas, que veía la Iglesia en construcción perdurable, basada sobre el Cristo) está tendida hacia el Padre, ese Padre que ama al mundo y le dio su Hijo. Está coronada por la comunión del Espíritu Santo, y llena de El. Toda la eclesiología se basa sobre el Hijo, hacia el Padre, en el Espíritu Santo.
Cuarto taxis: Hijo, Espíritu, Padre
El cuarto taxis es el sello paternal en el mundo, el misterio de la sucesión apostólica, de esa paternidad de la que el Apóstol Pablo dirá: «Yo os engendré en los dolores, Yo soy vuestro padre. . . Toda paternidad sobre la tierra tiene su origen en la Paternidad celestial». Esto se une también con las palabras del Cristo: «Recibid el Espíritu Santo».
Este taxis se expresa entonces así: «el Hijo, el Espíritu, el Padre». El Hijo procura la fuerza del Espíritu para que nosotros seamos semejantes a la Paternidad, y que la Paternidad y la Tradición puedan ser engendradas en el mundo. Porque la Tradición es paternidad. El Cristo insufla aquí al Espíritu, y crea en nosotros la posibilidad de engendrar. Toda creación, tradición y sacerdocio pertenecen a este taxis: Hijo, Espíritu. Padre. El Padre aparece, no como «alabanza al Padre» –conforme al tercer taxis– sino como un reflejo de la Paternidad corriendo como un arroyo –a través del tiempo– en la humanidad.
Quinto taxis: Espíritu, Hijo, Padre
El quinto taxis comienza por el Espíritu Santo: descubre el camino del conocimiento. Cuando el Cristo revela al Padre, y luego al Espíritu Santo –que envía de parte del Padre–, esto representa un acto del Hijo con respecto a nosotros. Pero nosotros, interiormente, progresamos en el conocimiento hacia Dios comenzando con el Espíritu Santo, yendo después por el Hijo, y del Hijo hacia el Padre. Ya no hay más «Padre, Hijo, Espíritu», sino «Espíritu, Hijo, Padre». Por eso el Apóstol Pablo dirá: «Aquél que no tiene el Espíritu no puede nombrar a Jesús: Señor». El Espíritu Santo, entrando en nosotros, forma el nuevo conocimiento, conocimiento divino, de otra naturaleza, que es el conocimiento espiritual, y que nos descubre al Hijo, y por el Hijo al Padre. «Si alguno no tiene el Espíritu, no puede conocer al Cristo. . . No se puede conocer a Dios sino por el Espíritu, porque el Espíritu sonda el corazón del hombre, y hasta las profundidades divinas». Entonces, cuando recibimos al Espíritu Santo podemos conocer al Cristo, y por El al Padre.
Hasta Pentecostés los apóstoles están cerca del Verbo. Aprenden por el oído la presencia del Padre. Saben, exteriormente, que hay el Padre y el Espíritu Santo, pero ¡no pueden comprender! En el último momento hacen al Cristo muchas preguntas que no corresponden para nada al verdadero conocimiento. ¡Hablan de un reino terrestre! Sólo en el momento en que reciben el Espíritu Santo sus ojos se abren, y predican con conocimiento. La confesión de Pedro es otro caso. El Cristo dice: «No es la carne ni la sangre que te han revelado eso, sino mi Padre que está en los Cielos». En realidad, quiere significar que el Espíritu que viene del Padre ha abierto los ojos de Pedro, y que él vio en El. ¿Y qué vio Pedro? Que Jesús de Nazareth es el Hijo de Dios vivo. El Espíritu Santo le hizo reconocer en ese Jesús al Hijo, y en el Hijo al Padre.
Ahí reside todo el conocimiento. La adquisición del Espíritu Santo es el primer paso para esclarecer, transformar nuestro ser, e ir hacia el conocimiento divino. En verdad, sólo El puede guiarnos hacia el Cristo en el conocimiento directo. Por conocimiento directo no debe entenderse el conocimiento acerca del Padre, ni el que viene del Cristo cuando dice que hay un Padre, ni tampoco el sentimiento acerca del Espíritu Santo (porque el Cristo también dijo: «Yo os daré el Espíritu Santo»), sino que se trata de ese conocimiento divino que está en nosotros. Y este conocimiento va del Espíritu, por el Hijo, hacia el Padre.
Sexto taxis: Espíritu, Padre, Hijo
El sexto taxis es de alguna forma paralelo al cuarto, del que dijimos que el Hijo insufla el Espíritu para crear en nosotros la Paternidad. Se trata entonces de nuestra filiación por la Gracia: convertirnos en hijos por la Gracia. El sexto taxis muestra al Espíritu actuando en nosotros, descubriéndonos –con el Padre– nuestra filiación por la Gracia. Haciéndonos ser –a semejanza del Hijo único– hijos del Padre celestial por la Gracia.
Esto explica la extraña palabra del Cristo a María Magdalena. Cuando ella quiso retenerlo –después de la Resurrección– El le dijo: «No me detengas, que todavía no subí hacia el Padre. Pero vete a Galilea donde mis hermanos, y diles que subo hacia mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20,17). «Hacia vuestro Padre», porque El será vuestro Padre por la potencia del Espíritu Santo. «Hacia mi Dios», porque soy hombre como vosotros, y «hacia vuestro Dios».
En la Epístola a los Romanos el Apóstol Pablo exclama: «Habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual gritamos: ¡Abba!, ¡Padre!». El Espíritu se une al ser humano, a nuestro espíritu, de tal manera que se puede exclamar: El es Uno, sin ser uno, siendo uno. Y El hace que nuestro hombre interior realice y reconozca de pronto su filiación, gritando a Dios: «¡Abba!, ¡Padre!», no porque el Cristo lo enseñó, no por una idea abstracta, sino porque nos hacemos realmente hijos por la Gracia. En ese «¡Abba!, ¡Padre!», gritándolo, el hombre descubre su filiación.
Cuando el Espíritu descendió en nosotros, descubrimos la Paternidad Divina: «¡Abba!, ¡Padre!», y cuando reconocimos al Padre tomamos conciencia de que somos hijos de Dios por la Gracia.
Así podemos resumir brevemente estos seis taxis, y vale la pena que recordemos muy bien todo lo que se refiere en los mismos a la acción del Espíritu Santo.
1 – Taxis del Bautismo, o de la Economía Divina: «Padre, Hijo, Espíritu Santo».
2 – Taxis de la Creación, de la formación y de la purificación: «Padre, Espíritu, Hijo».
Tiene relación con lo que descubrimos en la naturaleza de las cosas.
3 – Taxis de la Iglesia en construcción: «Hijo, Padre, Espíritu».
4 – Taxis de la Tradición, que refleja en la tierra la Paternidad: «Hijo, Espíritu, Padre».
5 – Taxis de nuestra elevación hacia el conocimiento divino: «Espíritu, Hijo, Padre».
6 – Taxis de nuestra filiación por la Gracia: «Espíritu, Padre, Hijo».
Aún actuando espontáneamente, nuestra conciencia, nuestra inteligencia, nuestro ser, no pueden vivir fuera del tiempo, e inevitablemente recibimos el conocimiento de manera sucesiva. Recibimos a las Personas Divinas una después de otra. Puede ser una impresión, pero para nosotros es una realidad. Si la realidad divina no conoce ni el tiempo ni los «taxis», nosotros –en cambio– sí los conocemos, porque hacen a nuestra forma de razonar. Por eso un cristiano puede ante todo pensar en el Padre, manifestado por el Hijo en el Espíritu Santo, o pensar en el Padre que nos da al Espíritu para que reconozcamos al Hijo. Pero el cristiano puede también dirigirse al Hijo –inseparable del Padre y del Espíritu–, y dirigirse también –en otras circunstancias– al Espíritu. Cuando Serafín de Sarov afirma que el fin de un cristiano es la adquisición del Espíritu Santo, tiene razón. Pues por El se conoce al Hijo y al Padre. El Espíritu nos enseña a gritar: «¡Abba!, ¡Padre!», y en ese grito descubrimos nuestra filiación.
Sin embargo, es posible percibir otro aspecto, por ejemplo el de la Iglesia que se construye por el Cristo. El Cristo nos enseña el amor del Padre, que nos comunica el Espíritu. Pero por qué no buscar también la Tradición, la Jerarquía, cuya corriente contiene la paternidad que vendrá por el Hijo, que insufla el Espíritu que procede del Padre. Procedamos también simplemente contemplando la economía divina: Padre, Hijo, Espíritu. Lo que no se debe hacer es absolutizar uno de estos taxis, ni aplicarlos donde no deben estar. Estos son los seis taxis de la Trinidad. No existen en Dios, pero existen en la manifestación de la Trinidad en el mundo. El mundo está sometido a la duración, y a cierta categoría de tiempo y espacio, aunque ese espacio sea espiritual, aunque el tiempo sea angélico, y no un tiempo reloj.
Por lo tanto, podemos decir: Yo creo en una sola divinidad, contenida en el Espíritu y manifestada por el Hijo que viene del Padre; que es por el Hijo en el Espíritu (que también viene del Padre); que está contenida en el Espíritu que sale del Padre, realizada por el Hijo, cuyo Padre es el origen, cuyo cumplimiento está en el Espíritu, y cuya realización está en el Hijo; que es del Padre, por el Hijo y en el Espíritu; que es por el Hijo, que sale del Padre y se establece en el Espiritu.
Hacia el silencio total
Hemos insistido mucho sobre ese himno en el cual el Padre es «de», el Hijo es «por», y el Espíritu Santo es «en» (o «ex», «dia», «en»). Tengo que anunciar ahora, después de haber examinado los taxis, que hasta esta precisión es relativa. Podemos decir que somos santificados por el Espíritu, y no solamente en el Espíritu. Podemos decir también que nuestra salvación viene del Hijo, y no solamente por el Hijo. Podemos decir, por último, que el Hijo fue enviado por el Padre. Y en cuanto estas precisiones se endurecen, en cuanto toman una actitud fija, hacen más pesada nuestra contemplación. Debemos recordarlas como lo mejor que puede decir el hombre; y una vez que las retenemos en la memoria no debemos aprisionarnos por una definición. Nosotros no podemos renunciar a las definiciones y al pensamiento, ni estar encadenados porque «así es la teología Trinitaria»; en cuanto algo ha sido definido con claridad, debemos descartarlo –una vez más–, sin cansarnos, e ir más lejos todavía una vez más. Este himno, «de, por, en», y los taxis son solamente escalones de cada instante para despojarse de ídolos intelectuales, intuitivos o de otra especie. Pero al alejar todos los ídolos, todas las ideas, todos los conceptos, debemos también vigilar para no caer en lo impreciso, y caminar en esa precisión perfecta pero indefinible.
Como el ser humano no puede despojarse totalmente de los conceptos, trata entonces de purificarse cada vez más, y al llegar a cierto estado trata de contemplar el silencio total. Este silencio no encierra algo impreciso, sino la cosa más precisa y más clara posible, que no se puede asir ni definir pura y simplemente por un concepto.
¿Debemos por eso renunciar a un esfuerzo intelectual? ¡No, de ninguna manera!, porque al renunciar caeríamos en el más o menos, y en otro peligro: la emoción tenebrosa.
Podría llamar a la teología trinitaria una razón, en la cual, y para lograr ese algo, se renuncia progresivamente a esa razón, de manera que al tiempo que se expresa y se atrapa el mundo entero a la luz de la Trinidad, se está liberado de toda razón y de todas las ideas. ¿Qué quiere decir todo esto? Que mientras uno mira a la Trinidad proyectándose en la Creación, los conceptos necesariamente llegan, y que a pesar de no ser del todo exactos, sin embargo son acercamientos exactos en relación con la perfección de la Creación. Otorgan la visión con claridad absoluta, aplicada al mundo relativo.
Amigos míos, hemos tratado siempre de subir y bajar. Cuando uno baja y se entorpece, se colorea con cierta individualización. Cuando uno sube, se pierde la definición. La definición no es inexistente, porque al descender nos permite asir hasta qué punto ella es eso, ni el espesor de un cabello más a la derecha o a la izquierda. Me encantaría saber que he podido guiarlos, humildemente, a través de los taxis trinitarios.
1 Padre Sergio Boulgakoff (1871-1944): Teólogo ortodoxo ruso. Hijo de un presbítero, adhirió al marxismo. En «Del marxismo al idealismo» explica su alejamiento de esa filosofía. Vuelve progresivamente a la Iglesia Ortodoxa. Exiliado de Rusia en 1922, vivió en Praga, y luego enseñó en el Instituto Ortodoxo San Sergio entre 1928 y 1944. Obras en francés: La Ortodoxia (París 1933); El Verbo Encarnado (París 1943); El Paráclito (París 1946); Caminos para la reunión de la Iglesia (Istina 1969).
2 Padre Pablo Florensky (1882-1943): Teólogo ruso nacido en el Cáucaso, que murió en un campo de concentración. Formado en la Facultad de Ciencias, y luego en la Academia de Teología de Moscú, sus estudios abarcaron diversos campos, desde las matemáticas a la teología. Su obra más conocida es «La columna y el fundamento de la Verdad», en traducción de Constantino Andronikoff, editada por «Age de l’Homme» en Lausana, en 1975.
ESCONDIDO A LOS OJOS DE LOS PROFANOS
El Misterio del Espíritu
Se me ha señalado –con justeza– que cuando en el Evangelio de San Juan el Cristo dice «Yo y el Padre somos Uno, el Padre en Mi y Yo en El», no asocia al Espíritu Santo. Sólo proclama allí la unidad entre el Padre y el Hijo. Pero cuando el Cristo habla del Espíritu Santo no formula la unidad de la Trinidad, sino que avanza progresivamente hacia ella. Debemos reconocer –con San Gregorio el Teólogo– que el misterio del Espíritu Santo se revela poco a poco. El Espíritu Santo se revela en plenitud solamente en la Iglesia, y únicamente a los bautizados. El famoso texto bautismal, «Id, en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», se encuentra en los manuscritos antiguos. Pero algunos piensan que la frase fue tomada de la Liturgia, y agregada. Debemos pensar que es normal que esta fórmula haya sido considerada como demasiado fuerte para un no-bautizado. Ya en su último discurso –y sobre todo si se ayudan con el texto de San Gregorio el Teólogo– pueden ustedes ver que el Cristo prepara progresivamente la importancia del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo ya es conocido en el Antiguo Testamento. Pero la precisión de la Tercera Persona no había sido dada enteramente, porque todavía el mundo no podía tener esa precisión. Las expresiones del Cristo son concluyentes: «El mundo no Lo conoce, vosotros sí Le conocéis». En realidad el Cristo ve que los apóstoles están un poco asustados, y los prepara: «Otro Paráclito»; «El tomará de Mí»; «El hará lo que Yo os anuncio». El Cristo guía a sus discípulos hacia el Paráclito, que sólo aparecerá plenamente a partir de Pentecostés.
Yo pienso que fuera de la verdadera Iglesia el Espíritu Santo es inevitablemente mal comprendido, y no hablo aquí de El como potencia divina, sino como Persona de la Trinidad, lo que es totalmente diferente. Porque el Espíritu, que se confunde con la energía y con la vitalidad divina, es ciertamente conocido fuera de la Iglesia. Todos lo respiramos, recibiéndolo como vida y como potencia, pero la enseñanza del Espíritu Santo, «Tercera Persona y Consagrador», está revestida del carácter que el mundo da a la palabra esotérico, es decir: escondido a los ojos de los profanos.
No olvidemos que hay dos cosas que el Evangelio no nos comunica explícitamente: una es el Espíritu Santo, y la otra los Misterios, es decir los ritos litúrgicos. ¿Han notado que la Santa Cena se describe con extrema sobriedad? El Cristo rompe el pan, y dice: «Esto es mi Cuerpo», y con la copa agrega: «Esto es mi Sangre, la Sangre de la Nueva Alianza», da gracias, bendice y da la copa. Después de la comida, cuando los convidados ya han bebido, anuncia lo que es. Nos enseña –en ese momento, sólo a los doce Apóstoles– que el pan que El ofrece para comer y el vino que El ofrece para beber son Su Cuerpo y Su Sangre. Enseña eso, pero el Evangelio no dice cómo bendijo, ni cómo dio gracias.
Nos encontramos frecuentemente con un malentendido, según el cual las palabras transformarían los dones. En realidad, el Cristo no dijo «Esto es mi Cuerpo» mirando el pan, ni «Esto es mi Sangre» mirando la copa. Primero dio el pan y el vino, y después explicó lo que hacía. Los Apóstoles todavía no estaban iniciados en el misterioso rito sagrado, y no sabían cómo hay que consagrar los dones. El Cristo guarda la verdad misteriosa. La Eucaristía –como los otros Misterios– no está muy explicitada en la Santa Escritura. El Evangelio indica simplemente que Nuestro Señor bendijo, rompió el pan, y dio gracias, y esto es inmenso. En el rito hebraico, «dar gracias» es algo muy importante.
Los Padres de la Iglesia –como San Basilio y Tertuliano– y muchos otros autores dicen que durante los cuarenta días que separan la Pascua de la Ascensión, el Cristo inició a sus discípulos en los Misterios, en el cumplimiento de los Misterios. En los escritos de San Agustín, de San Ambrosio, de San Basilio, y en todos los textos hasta el siglo VI en Oriente –y hasta el siglo VIII en Occidente– no se escribían jamás las palabras de la consagración litúrgica y de la epiclesis. Los presbíteros debían saberlas de memoria, lo mismo que el PadreNuestro. Esto se puede verificar en los sermones de los primeros Padres, y es demostrativo de que el cristianismo quería que –entre la multitud de enseñanzas– esas palabras se guardaran oralmente, sin escribirlas, y dándolas sólo a los que permanecían en el interior de la Iglesia. Existe en esto un paralelismo de lo de abajo con lo que está arriba, o sea con el Espíritu Santo. El Espíritu estaba escondido, y solamente se revelaba en plenitud, a plena luz, en la Iglesia.
Florensky –en «Columna y fundamento de la Verdad»– analiza la historia de la Iglesia y comenta que en el desarrollo y la manifestación de la Verdad ortodoxa a lo largo de los siglos los Padres permanecen muy prudentes, y que si bien llevaban muy lejos la enseñanza exterior sobre el Espíritu Santo, preparaban la enseñanza interior progresivamente. Como prueba tenemos esta anécdota de San Basilio: «Un monje le reprochó porque hablaba poco de la divinidad del Espíritu Santo, y Basilio le respondió riendo: Basta con que nuestra generación escuche hablar de la divinidad del Cristo, de la divinidad del Verbo». Lean el libro de San Basilio sobre el Espíritu Santo, y van a constatar que se va produciendo un acercamiento, pero que el pensamiento permanece sin develarse hasta el final. ¿Por qué? Porque la civilización y la humanidad tienen que avanzar progresivamente hacia la aceptación de la plenitud de la Revelación. ¡Sí! La Iglesia primitiva tenía sus ejes sobre el dogma trinitario, pero no especialmente sobre la Persona del Espíritu Santo, sino sobre las Tres Personas.
Después la Iglesia avanza, y proclama el dogma de las dos naturalezas del Cristo en el Concilio de Calcedonia (451). Pero el problema del Espíritu Santo se trató a menudo a escondidas, porque la gente de afuera no lo hubiese podido soportar. Sin embargo, y a medida que la humanidad avanza, se hace evidente que debe conocer al Espíritu Santo, y el lugar que el mismo ocupa.
Y aquí quiero negar una herejía de mi tiempo, que pretendía que para la Iglesia había una etapa del Cristo, para después pasar a una etapa del Espíritu Santo. Dentro de la Iglesia, el día de Pentecostés comienza el período del Espíritu Santo. Por lo que hace al mundo exterior, éste no vive aún en el plano cristológico, en el plano del Verbo, sino que vive en un plano mucho más exterior, en una cierta noción de la Divinidad.
Examinemos –dejando de lado a las obras religiosas– los libros que tienen éxito en el mundo. ¿Qué definición dan de la civilización moderna? Dicen que se basa sobre el materialismo racional. Sin embargo es posible oponer el espiritualismo al materialismo, y un conocimiento superior al racionalismo, pero la definición popular es la que remarqué antes.
El materialismo racional corresponde a cierta realidad, porque a menudo un lugar común refleja lo que es realidad para un gran número de personas. Y es evidente que se está desarrollando cierto materialismo racional. Pero, ¿qué significan estos dos términos –materialismo y racionalismo– en el contexto trinitario? Son cierta forma desviada del Verbo Encarnado, en la cual la materia y la razón han tomado el lugar del Cuerpo total del Cristo, del cuerpo histórico, espiritual y real. Es el empobrecimiento del Cuerpo del Cristo y de su divinidad hasta la razón humana, y ni siquiera hasta la razón racional. Pero la fórmula (materialismo racional) introduce una dualidad entre la abstracción racional y la experiencia material. A esta fórmula le falta totalmente el Espíritu Santo. Porque si miramos un poco al hombre moderno, ¿cómo se lo juzga, dejando de lado los movimientos de oposición ya latentes, y considerando las grandes masas? Junto a la base materialista-racionalista, ese hombre moderno, la sociedad, la humanidad, buscan sobre todo realizar algo, y realizarse.
¿No se dice acaso que un país es grande porque tiene gran productividad, económica o intelectual? ¡Producir!, ¡hacer!, ¡realizar! Esto nos lleva –una vez más– a un aspecto limitado, herético –es decir, sectario– del Verbo y de su Encarnación. Pero la proposición del Espíritu Santo no se establece para nada en las masas. Esta proposición no es para nada un problema de realización o de producción, sino más bien un problema de especificación por una manera de ser, un estado. La civilización no quiere solamente realizar, encarnar y producir, sino que busca también espiritualizar y deificar, y así comunicar un valor en sí a cada cosa, no para ponerla al servicio de otro, sino para ver cada cosa en ella misma. En efecto, si la misión del Verbo es unificar el mundo en un solo Cuerpo, la misión del Espíritu es personificar, dar un valor a cada cosa, en sí. Así se va hacia la liberación y la realización de una armonía perfecta. Diría que es interesante, y totalmente indispensable –hasta para nosotros, cristianos– no solamente permanecer en la búsqueda de la realización de nuestra salvación, o de la organización de la sociedad, sino hacer que nuestra mirada junte esa realización a una civilización, al trabajo, en la ascesis del ser, a un estado y espiritualización de la visión de las cosas en sí, sin detenernos en el cómo ni en el porqué.
Esto es lo que quería decir sobre esa Palabra del Evangelio: «El Padre en Mí, Yo en el Padre, somos Uno», sin que el Cristo haya dicho «El Padre, Yo y el Espíritu Santo somos Uno». Sin embargo, esto está sugerido, llevado por otras palabras del
El Cristo anuncia: Hay otro Paráclito, y ese Paráclito –como Yo– es una Persona. Y si hay otro Paráclito «que procede del Padre», entonces ese Paráclito es Dios. ¡Y todo está dicho! Los Salmos, por otra parte, ya lo anunciaron antes, pero no lo explicitaron. Sí, todo está dicho; pero en esas fórmulas hay una preparación. Así el Cristo dijo: «Si no vuelvo al Padre, el Espíritu Santo no descenderá». Todo está dicho, pero sin ser totalmente preciso.
Capítulo VI
UNICIDAD DE LA PERSONA – HIPOSTASIS Y NATURALEZA
LA VOLUNTAD
Ahora vamos a examinar la voluntad. En la Trinidad no hay más que una voluntad. No existen la voluntad del Padre, la voluntad del Hijo, la voluntad del Espíritu Santo. Hay una voluntad única y Tres Personas, o Hipóstasis. Esto nos obliga a revisar nuestra actitud, y a comprender que la voluntad no caracteriza a la Persona. Caracteriza, sí, a la personalidad psíquica, al individuo, pero no a la hipóstasis. Esto es un punto esencial. ¿Cómo vamos a aprehender esta noción? Para lograrlo tomemos una forma susceptible de facilitar la comprensión: Todo aquello que podemos dar en participación a otros no es la hipóstasis; o bien, todo lo que podemos tener en común con los otros no es la hipóstasis personal, sino la naturaleza.
Busquemos la personalidad del hombre y –en la antropología– comencemos por lo más simple: el cuerpo. He aquí el cuerpo. Yo tengo mi cuerpo, pero todo esto que es mi cuerpo no es mío, y no es Yo. Hoy es mi cuerpo, mañana se separará de mí, u otros elementos entrarán en él y lo cambiarán. Mi cuerpo tiene cabellos, ojos, nariz. Pero no soy el único que los tiene. Los tengo como todos los hombres que tienen pelo, ojos y nariz. Admitamos que mi pelo es rubio y mis ojos azules. Hay muchos rubios con ojos azules. Vayamos más lejos, y veremos que algo, a pesar de todo, me hace diferente a otros. Pero ese algo, de cierta manera, también es común a otros. Sólo se trata de una combinación de elementos comunes. ¿Está claro? Todo lo que tengo, pelo, manos, ojos, sexo, masculinidad o femineidad, etc. Todo eso no es único. Sin embargo, hay algo único, aún en mi cuerpo.
Más simple todavía. He aquí un fósforo. Se parece a otros fósforos. Pero para nosotros, sin embargo, se convierte en un punto geométrico único en mi mano; y en ese punto geométrico diferirá de todos los otros fósforos en el tiempo, en el espacio, en el instante en que lo pensé, o en que lo puse allí, en mi mano. Por lo tanto, se observa básicamente una participación con los otros: se trata de la naturaleza ligada a la multiplicidad. Pero también aparece la noción de algo único. En la naturaleza nada es estrictamente autónomo. Pero este fósforo que tomo, y otro fósforo absolutamente igual, de la misma medida que el primero, no van a ocupar el mismo espacio. Para que dos objetos sean idénticos es preciso que sean un solo fósforo. Y si no son idénticos, serían dos fósforos con posiciones diferentes, uno con respecto al otro. Esta diferencia no constituye todavía la personalidad del fósforo, aunque ciertamente es único, pero por combinación. Es un fósforo de tres centímetros, con un penacho de azufre y hecho de madera. Pero todos esos elementos son comunes a los otros fósforos. Llegamos aquí al embrión de la personalidad, pero todavía no hay persona. Hay individualidad pura.
Avancemos más. No consideremos más un objeto; observemos nuestro mundo psíquico y espiritual. Vamos a tratar de analizar atentamente. Por ejemplo, se dice de alguien: ¡qué personalidad!, ¡qué inteligencia!, ¡qué viveza!, ¡qué voluntad de hierro. . .! Y bien, esa personalidad no tiene nada que ver con la hipóstasis, con la Persona.
Pequeña o grande, la inteligencia pertenece a todos. Es común a todos, aunque esté distribuida de manera diversa. Asimismo, la personalidad en el hombre no es su singularidad, porque es común a todos los seres humanos. lo mismo sucede con los sentimientos. Inteligencia, voluntad, sentimiento, no pertenecen al dominio de la hipóstasis, sino al de la naturaleza. Por cierto, se pueden combinar hasta el infinito. Y si consideramos cualquier individuo, físicamente o moralmente, diremos que es único. Pero lo será por combinación de voluntad, de sentimiento, de belleza, de piedad, etc. Si es único por combinación, no lo es todavía por la hipóstasis, y no se trata de la Persona. Decir entonces de alguien: ¡qué gran Persona! es una insensatez. Porque, grande o pequeña, no pertenece al dominio de la Persona, porque se puede medir, y pertenece a la naturaleza. En cambio en la Trinidad no se puede imaginar nada ni más grande ni más pequeño. Démonos cuenta, amigos míos, que aquellos a quienes llamamos «grandes personalidades» no son más que grandes individuos.
Vayamos todavía más adelante. Decir que las grandes personalidades de la historia no son sino una resultante, la síntesis de una multitud de formas, es ser marxista. Sólo las personalidades terminan una obra, como un grano de arena en la cima de una pirámide, o un grado más para hacer hervir el agua. Las personalidades de que hablamos más arriba no eran ese grano de arena, o ese grado de temperatura. . . Fue preciso esperar a un Napoleón, o a un Víctor Hugo. . .
Pero todavía no hemos alcanzado la noción de Persona, en sentido teológico. Estamos todavía en la noción de individuo. La hipóstasis no es el individuo único, ni el ego. Está libre de todo elemento común, de toda combinación. Es lo que voy a tratar de demostrar seguidamente.
HIPOSTASIS E INDIVIDUO
Sigamos analizando –en el contexto de la mentalidad actual– la distinción entre la Hipóstasis, la Persona y la naturaleza, y sobre todo la diferencia entre el individuo y la Persona. Lo más simple es partir de lo general, de lo universal, del mundo –por ejemplo–, o del ser; para, poco a poco, especificar y nombrar las cosas comenzando por su especie, para llegar hasta el individuo.
Los seres se pueden dividir en seres vivientes y seres inanimados. Entre los seres vivientes distinguimos a las bestias y los hombres. Podemos clasificar a las bestias según sus especies. Tomemos como ejemplo a los gatos, para luego llegar –por subdivisión– a un gato al que llamaremos Micifuz, o de cualquier otra manera. Ese gato (y lo mismo si fuera un perro) es un individuo, pero no es todavía una persona. Sin embargo, ¿qué pasa? Ese gato es un ser viviente, pero no es solamente un ser viviente: es una bestia. Y entre las bestias es un gato, y entre los gatos es uno de raza persa, y entre los gatos persas muestra tal o cual calidad. En definitiva, en ninguna otra parte existe otro Micifuz. Porque un gato del mismo tamaño, o de la misma raza, seguramente tiene alguna diferencia en su pelaje, y evidentemente no ocupa el mismo lugar en el espacio y en el tiempo. Micifuz no es idéntico a ningún otro. Por lo tanto, tenemos una especificación dentro del todo.
Con el hombre sucede lo mismo. Siguiendo la especie, la época, la vocación, se llega –por ejemplo– a Juan. Y tenemos dos «Juan»: el Bautista y el Evangelista. El nombre Juan los une, pero «bautista» y «discípulo bienamado» los especifica. Llegamos a aquello que no se puede reproducir, a lo que es único. Pero, ¡cuidado con la unicidad!, ¡cuidado con la combinación única! Porque si todo lo que hace que este perro –o esa tortuga, o aquél hombre– sean únicos está compuesto por elementos comunes a otros perros, a otras tortugas y a otros hombres, esta combinación unica no es todavía la hipóstasis: es la individualidad.
¿Qué es lo únicamente único? ¿Qué es lo que no es en común? Detrás de la combinación única que caracteriza la individualidad, hay una unicidad misteriosa. Detrás de aquello que el individuo comparte con los otros, aparecerá algo distinto. Y aquí nos acercamos a la hipóstasis. Así, saliendo del todo, podemos llegar a lo que se llama hipóstasis. Pero todavía no estamos en la hipóstasis, porque subsiste aún un dosaje, cierta combinación de elementos.
Se puede también llegar a la hipóstasis por otro camino, por ejemplo el que propone San Máximo el Confesor. En lugar de pasar del todo hacia algo, hacia una combinación única, se pueden discernir –considerando el mundo creado– características que revelan cierta auto-existencia, una autonomía cada vez mayor. Entre los seres inanimados, las piedras son las que particularmente participan más del todo. Las plantas ya tienen, en cambio, una vida interior. Crecen interiormente sin necesidad de un choque exterior. Las bestias se mueven, se separan de la tierra, manifiestan cierto instinto, y pueden –en cierto sentido– «hablar» con el hombre.
A propósito, me he enterado de una novedad magnífica; se sabía que los pájaros tienen un vocabulario bastante rico, como lo afirma un especialista inglés que estudió su lenguaje. Pero ahora acaban de realizarse estudios sobre el lenguaje de los delfines (que es muy complicado), y se pudo constatar –y aquí viene lo más interesante– que los delfines enriquecen su vocabulario apropiándose de algunas palabras que utilizan los hombres que están en contacto con ellos. El estudioso que llevó a cabo dicha investigación sobre los delfines afirma incluso que su lenguaje es más refinado que el lenguaje humano. . . Interesante problema el del lenguaje de las bestias, que introduzco aquí para subrayar que el animal es más individual que la planta, y más autónomo. Vive por sí mismo, no es enteramente dependiente, y se beneficia con una cierta posibilidad: disponer de una ley interior. Puede moverse o no, aceptar algo o no, puede atacar o no hacerlo.
El hombre –por su parte– tiene todavía mayor autonomía. Es libre, su conciencia es autónoma. Participa de todo el universo (cosmos, piedra, planta, bestia). Pero cuando evoluciona espiritualmente, el hombre está cada vez menos condicionado por lo exterior; es cada vez más libre interiormente, autónomo y consciente.
Así, dos mellizos –exteriormente idénticos– tienen cada uno una vida autónoma. Se llega así a cierto yo en el seno de los seres cada vez más libres, no condicionados, distintos del todo, distintos de toda combinación, aunque con carácter único; procediendo hacia esa conciencia que no es ni la inteligencia, ni la voluntad. La inteligencia, la belleza, la fealdad, la pertenencia a tal o cual grupo, todo esto lo compartimos con los otros. El yo se perfila detrás de los elementos comunes, y se libera como una especie de conciencia-autónoma. Aquí se debe inmediatamente limpiar el terreno, y declarar que ese yo-conciencia todavía no es la hipóstasis. Y aún más, antes de seguir avanzando distingamos el yo y el ego, porque son términos radicalmente diferentes.
El ego es un acto pseudo-consciente. Cuando digo: «Yo, hambre», eso significa «Yo tengo hambre». ¿Por qué tengo hambre? Porque mi organismo, mi estómago –que deben ser alimentados periódicamente–, empujan a mi conciencia para que declare que yo tengo hambre. De hecho, la fuente del hambre no es yo sino mi estómago. Un sentimiento patriótico en realidad no será mío, sino el de una colectividad, llegado a mí por educación, por herencia, por influencia exterior. Se pueden citar ejemplos hasta el infinito. Hay una cantidad de nociones –objetivas para nuestra conciencia– que nos arrastran a hablar, a reaccionar y a pensar.
Más de una vez decimos: «Yo pienso tal cosa», o «Mi opinión es la siguiente: . . .», y si en realidad nos ponemos a escrutar ese pensamiento o esa opinión nos damos cuenta de que se trata de algo que le escuchamos a otra persona, la cual a su vez –y aún en caso de que la idea le fuera propia– debió estar bajo condicionamientos seguramente distintos a los nuestros. A menudo –y hasta podríamos decir casi siempre– una conciencia que imaginamos libre y autónoma está conducida por la naturaleza, por una multitud de cosas objetivas, o por esos elementos que realizan la combinación única de cada ser. Parece que eso pasa por el yo, pero en realidad son los ego.
Dídimo el Ciego (1) tiene un texto muy curioso, que examina las palabras del Buen Pastor, de la oveja perdida y las ovejas no perdidas, y del rebaño. Dídimo no aplica esa parábola sólo al Cristo y a los fieles, sino además al Cristo interior, donde el Yo es el buen pastor y las ovejas son los ego que debemos hacer entrar en el redil, considerando que esas ovejas son –en general– las que luchan en nosotros, y que se imponen.
Tal vez ahora se pueda discernir una cierta conciencia trascendente, que se distingue de lo que es común con el todo. Y ese yo, que no está alimentado por nada –ni por el cuerpo, que nos hace decir «yo tengo hambre», o «yo deseo otras cosas», ni por una educación, ni por un pensamiento que pueda yo haber aprendido, ni por mi herencia, ni por tal elemento psíquico o tal inspiración divina–, ese yo, que no está alimentado por esas cosas naturales, ese yo es –entonces– absolutamente sin característica. Es yo. Es una conciencia pura. No puede ni querer, ni desear nada, porque cada movimiento, cada pensamiento, cada deseo, debe estar alimentado desde afuera, o por algo. Y sin embargo, ese yo existe. Junto con Descartes, que exclama «Pienso, entonces soy», yo diría: Yo pienso, y por lo tanto «yo» está junto a «soy», o junto al ser. Es, pero no es la naturaleza. No tiene ni tiempo ni espacio. Y cuando decimos que hemos pecado en –o por– Adán, ese yo se hace totalmente comprensible y normal, porque ese yo no tiene ni espacio ni tiempo, y no es la naturaleza. Si está colocado en el espacio y en el tiempo, no es más yo. El espacio y el tiempo condicionan a ese yo exteriormente. A menudo llegamos a este yo, pero este yo no es todavía la Persona, la hipóstasis. ¿Por qué? Porque –en sí mismo– no es alimentado, empujado, definido por la naturaleza, no es más yo, sino un ego, algo subordinado a la naturaleza. No es más yo, no está en ninguna parte, aún estando libre de todos los condicionamientos. Entonces, se alcanza la unicidad, en ese yo-conciencia que no está condicionado. Por una parte, tenemos algo que depende de la naturaleza –es el ego–, y del otro lado tenemos al yo que no depende nada, pues si depende se convierte en ego.
Avancemos. Si no hemos discernido ese yo, somos sólo una parte de la naturaleza, una parcela, una combinación. Si –en cambio– hemos discernido ese yo, hemos tomado conciencia. No soportamos ninguna presión subconsciente, somos espectadores de todo y de nada, estamos fuera del juego con una libertad absoluta, una conciencia, una hipóstasis, una sub-stancia. Precisen bien: un yo que sería el fruto de la naturaleza, que se liberaría de ella, y se convertiría en ego absurdo y absoluto.
Ahora estamos más cerca de lo que es la hipóstasis. Yo está detrás de todos los ego. Para alcanzarlo hay que desechar, liberarse de nuestro estómago, de nuestro cuerpo, de las herencias, de los sentimientos. Queda la pura conciencia. Pero, ¿cómo es posible deshacerse de los ego? Unicamente aceptando no ser individual, y no crear su pequeño mundo. Disolviéndose o perdiéndose en la totalidad, buscando participar en lo común, hasta sentirse sólo una parcela ínfima de ese todo. Sumergiéndose en el océano.
Pero al mismo tiempo no se puede reencontrar el Yo sin darle un sentido frente a los otros Yo, y ese sentido es el Tú. Un yo único es un contrasentido. Esta es la otra búsqueda del yo, que no proviene para nada de la sumersión en el océano, sino de la entrada en la comunión. Se tiene entonces –por una parte– el amor unitivo por el cual uno se diluye completamente en la unidad, unidad de voluntad, de pensamiento, de deseo, convirtiéndose en sólo una parte, olvidando por tanto el ego, y convirtiéndose en nosotros, o en eso. Esa es la unidad de la naturaleza. Por otra parte, el Yo se coloca ante los otros yo, y se convierte en el yo que sirve, responsable, y que –al tiempo que se da y se desprende– encuentra el tú y el vosotros, yendo hasta el nosotros, porque «nosotros» es nuestra participación mutua en el conjunto.
San Hilario decía que en el mundo perfecto –a imagen de la Trinidad– no existen muchos conocimientos, sino un solo conocimiento con una multitud de conocedores. A la inversa, la destrucción del mundo perfecto viene de múltiples conocimientos con un solo conocedor; es decir, uno solo que discierne, y esto es una insensatez. El mundo perfecto contendrá una voluntad sola con muchos que quieren, así como hay un solo amor con muchos amantes.
La hipóstasis aparece ante el hombre allí donde están totalmente destruidas las separaciones de los ego individuales. Cuanto más se es en común, más personal y libre se es; más nos desapegamos, más somos ese yo, y más universales y comunes. ¡El mundo futuro –pleno de todo esto– no podemos ni siquiera imaginarlo! El mundo futuro, tal como pudo pre-verlo San Simeón el Nuevo Teólogo, hace que el santo cite las palabras del Cristo: «No habrá ni bodas. . ., porque en la resurrección de los muertos los hombres no tomarán mujer, ni las mujeres marido, sino que serán como ángeles en los Cielos». Y tampoco habrá aislamiento, porque Dios será el Amor del cual cada uno participará personalmente. No habrá amores, ni grupos, sino una única naturaleza.
Yo se convierte en hipóstasis cuando entra en contacto con los otros yo. La hipóstasis no puede subsistir sola. Sería un contrasentido, porque entonces estaría separada del mundo sin ser naturaleza, y desprovista de todo contacto. Y se convertiría en un ego. Fuera de una multitud de hipóstasis, fuera de una multitud de encuentros con tú y con yo (encuentros semejantes al amor personal, por ejemplo) el yo no puede existir. Y si existiese, caería, se convertiría en el ego, y estaría necesariamente alimentado por algo.
Ciertamente se podría decir nosotros. Pero, lamentablemente, cuando pronunciamos nosotros vemos más bien aquello que es común a nosotros: nosotros los argentinos, es decir la Argentina. Nosotros los cristianos, es decir la cristiandad. Nosotros los hombres inteligentes, nosotros los buenos –y no como esos hombres malos que andan por ahí cerca–, con lo cual retomamos la palabra del fariseo en el Evangelio. Cuando expresamos nosotros, no hablamos de la comunión de dos o tres personas, de dos o tres hipóstasis, sino que pensamos en lo que es común a esos dos o tres. En cambio, diciendo tú no existe ese equívoco, y tampoco diciendo él. Veamos algunos ejemplos de esta dificultad. Cuando la Biblia afirma «Yo soy Aquél que es», designa la naturaleza, el Ser que es propio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No revela las Personas. Pero la Escritura puede decir «Mi Padre está en Mí, Yo estoy en el Padre», y comprender –aunque se utilice el término «mí»– que se trata de «las Personas», porque no existen otros términos para expresar la distinción de las Personas.
Además, las discusiones por las palabras fueron muy grandes. Unos emplearon el término hipóstasis, otros prefirieron persona. Pero el término persona tomó otro sentido. Cuando se expresa lo que no es ni la naturaleza ni el ser, faltan las palabras; pero, ¿qué es esa cosa? San Gregorio de Nisa y los capadocios adoptaron el término hipóstasis (lo que está detrás), porque la epístola a los Hebreos lo emplea una vez (1,3). Pero la filosofía aristotélica utiliza otro sentido diferente, y el latín no lo conservó. En lugar de decir sub-stancia o hipo-stasis (que es exactamente lo mismo) el latín dice: persona. Y persona es una palabra menos feliz, porque puede significar un personaje, una máscara, una misión, un juego.
Para terminar, presentemos una fórmula que puede simplificar un poco la distinción entre el ego y el yo. Existe un egocentrismo que junta todo para sí, absorbiendo el mundo entero: es un ego-centro. La hipóstasis, por el contrario, es un yo-responsable. Ego-céntrico y yo-responsable: vemos que así queda más claro. Por supuesto que la hipóstasis no se asimila exactamente –y solamente– a la responsabilidad, porque comporta la donación. Pero se puede hablar, de todas maneras, de responsabilidad. Consideremos también la unicidad. Pensemos, por ejemplo, en un hombre inspirado que vive en el siglo XX. Su especificación encierra la indicación de su actitud y de su misión en el universo. Como cada uno de nosotros, tiene una misión. Pero todo esto no es su persona. Es la acción de su persona en la naturaleza.
Acerquémonos al Cristo: El se encarnó. El Padre no es encarnado. La Persona del Cristo no es la Encarnación; su Persona es la que se encarna. Así, cada uno de nosotros posee su misión, o su don, su acción. Esta es su proyección, el lugar prerapado para su hipóstasis en la naturaleza. Esa es su especificación.
Llegamos a la hipóstasis por la negación, y –en realidad– esa hipóstasis es el conocimiento de sí mismo. En cuanto comenzamos a comprender que no es yo quien es inteligente, sino que la inteligencia actúa en mí, y que yo sólo participo; en cuanto comenzamos a despojarnos negativamente, llegamos a ese yo. Y simultáneamente –inmediatamente– se toca la conciencia de la totalidad. Hay una sumersión en el océano del todo, donde nuestra personalidad muere, y muriendo resucita libre. Aquí hay dos movimientos, como en el bautismo. El que quiere ser libre será esclavo, pero el que consiente en sólo ser polvo en el todo, de pronto es libre.
En conclusión, contemplemos la Trinidad y digamos: Un solo Dios en la Trinidad, pero Tres Personas, y cada una es plenamente Dios. De la misma manera, hay un solo Hombre, pero hay una multitud de personas, y cada una es hombre. Hay un solo hombre: Adán. Nosotros somos el primer Adán, como hombres terrestres, y somos el segundo Adán –el Cristo– como hombres celestiales. Somos un solo cuerpo, un solo hombre, un solo ser, y sin embargo cada uno de nosotros es ser. Pero no hay una multitud de dioses, sino un solo Dios. Y creo que aquí se puede apreciar la falsa concepción que hace que ciertos individuos se paseen en nuestra mentalidad como en unos cascarones. No hay unos hombres; hay el hombre, y cada uno de nosotros es hombre.
Por último, ¿es posible asimilar hipóstasis y substancia, o es posible diferenciarlas? Empleo el término substancia porque es la traducción literal del término hipóstasis. Pero esta palabra no es empleada jamás en ese sentido por los Padres helenizantes, como San Hilario de Poitiers. Práctica y literalmente, los dos términos son idénticos. Pero no vi jamás que en latín se emplease la palabra substancia para expresar la persona, o hipóstasis. Cité esa palabra porque traduce literalmente el término: hipo=sub, stasis=»stantia» (que está debajo, o atrás). En general se utiliza la palabra substancia (ser) para señalar lo que está debajo de los fenómenos, detrás de las apariencias, o los accidentes (2). En la filosofía aristotélica la esencia está detrás de los accidentes, pero en ella no se empleó jamás el término substancia en el sentido citado antes. Reconozcamos, por otra parte, que nos faltan palabras para expresarnos claramente en este tema tan trascendente.
1 Dídimo el Ciego, nacido en Alejandría en el año 313, perdió la vista a los cuatro años. Perseveró, sin embargo, en el estudio. Se lo conoce sobre todo por su obra de exégeta. Comentó los principales libros del Antiguo Testamento. No sólo fue un maestro, sino también un asceta. Murió en el año 398.
2 Nota del traductor: La substancia es algo; la hipóstasis –o persona– es alguien.
UNIDAD DE LA NATURALEZA
Antes de prolongar mis pensamientos sobre la hipóstasis, deseo subrayar un elemento que, tal vez, no quedó suficientemente aclarado. Cuando se quiere hacer una mera distinción entre la naturaleza y la hipóstasis, es preciso agregar que no hay hipóstasis sin naturaleza; ni tampoco –en realidad– naturaleza sin potencialidad de hipóstasis. La hipóstatis no puede existir sin la naturaleza. La hipóstasis-conciencia, yo, no es nada si no tiene naturaleza. Pero –y desde luego– no hay que confundirlas. Se me pregunta: «¿Hay un reflejo de la hipóstasis en la naturaleza? Si se considera que la hipóstasis es algo diferente a la naturaleza, con una existencia propia, la reflexión puede ser falsa. Entonces, no se trata ya ni de hipóstasis, ni de yo, ni de conciencia. Comprendo la dificultad, si se quiere ver a la hipóstasis como algo. Pero si es algo, si es una cosa, es la naturaleza. Puedo ver –y puedo decir– «mi cuerpo, mi alma, mi espíritu». Puedo decir también «mi pensamiento». Pero no puedo «mi Yo». Ni «vuestro Yo». En cambio de ello diré: «Tú eres algo». Entonces, no se puede decir que hay un reflejo de la hipóstasis en la naturaleza. ¡No! En cambio, hay un reflejo de la hipóstasis en la hipóstasis, en otra hipóstasis: el Hijo es la Imagen del Padre. Sin embargo, sería inexacto afirmar que la naturaleza divina es paternal, o filial.
Consideremos ahora la combinación única, y su eventual correspondencia con la hipóstasis. Repito: cada cosa es única por unicidad de combinación. Según las palabras de Heráclito: «No es posible lavarse dos veces en las mismas aguas». Recuerden el ejemplo de los fósforos; o consideren que no existen dos hojas de papel idénticas. Son diferentes, sea por espacio o por tiempo. La unicidad es cierta combinación de multitudes de elementos comunes. Tomemos dos o tres elementos comunes (dos o tres hojas de papel): su combinación es única. Habrá papeles, pero este papel que tengo en la mano no es otro papel.
Entonces, frente a la hipóstasis, ¿qué es esa unicidad? Es una relación. En Dios no hay individuos. Pero en nosotros esa unicidad confiere la posibilidad de encontrar nuestro lugar, nuestra relación con la naturaleza común. Por esta unicidad encontramos asimismo a nuestro yo cooperando con los demás yo. Trataré de explicarme aún más: ¿por qué hacer aquí una diferencia entre el hombre y Dios? La naturaleza divina es una, pero la naturaleza del hombre no es del todo una. Somos separados, individualizados. Somos múltiples. Hay ruptura, hay incomprensión en el plano psíquico. Y no formamos físicamente un solo cuerpo. De la misma manera, físicamente la materia es siempre espacial. No es una. Por lo tanto, no poseemos la unicidad perfecta. No tenemos, tampoco, el yo perfecto.
Como decía San Máximo el Confesor: «Marchamos hacia la hipostatisación», es decir que nos «hipostasiamos». Nosotros tenemos ese «yo», pero todavía no es verdaderamente un yo, porque lo que pensamos que es un yo es sólo el reflejo de una colectividad, de un grupo, de un estilo, de una época. Entonces se forma un proceso de reencuentros del yo cuyo método consiste en rechazar todo lo que es dual, es decir, en dirigirse hacia la unidad. Se dirá: No tengo mi voluntad, sino la voluntad única de la humanidad; no tengo mi pensamiento, sino el pensamiento único de la humanidad; no tengo mi pensamiento, sino el pensamiento del que participamos todos de acuerdo, como en una copa. Este es el movimiento apofático (negativo), en el cual uno se asimila a lo que es común u objetivo.
Pero entonces, en nuestra actitud frente al mundo se forma también otro movimiento. En el mismo cada uno tiene su acción propia, su propia misión, su toma de conciencia, su realización. Aquí, en esta unicidad, nos verificamos. Juan el Bautista nos da este ejemplo: «¿Eres tú el profeta?», y Juan responde: «No.» El es profeta, pero profeta con los otros. «Eres tú Elías? – No lo soy; ¿Eres tú el Cristo? – No soy el Cristo». Entonces –para definirse a sí mismo– declara: «Yo soy la voz que clama en el desierto», porque no hay otra voz que clame en el desierto. Es decir que, dentro del todo común, encontró su posición única.
Este proceso conduce a lo que dice San Gregorio el Teólogo sobre la actitud exacta en el mundo. El dice: «Es muy fácil llamarse pecador, o algo, pero es más difícil y esencial saber exactamente lo que somos en el mundo: ni bestia, ni inteligente, ni bello, ni malo, somos eso. Es decir, tomar conciencia –de manera lúcida– de su lugar en el universo».
Cuando se encuentra la unicidad de la propia situación, las propias relaciones con respecto a la naturaleza y a los otros seres, entonces se penetra en el clima donde el yo comienza a actuar normalmente. Si es de otra manera, se permanece como lago que se balancea en el todo, o de lo contrario uno se hincha con su personaje, creando un mundo aparte. Todas las dificultades de las relaciones mutuas entre las personas consisten en que nosotros queremos ser diferentes de lo que somos, o estar al lado, o tomar de cualquier manera el lugar del otro.
Es curioso ver que –en el arte– surge cierta autenticidad del genio cuando de pronto se atreve a ser él mismo (nosotros no nos atrevemos jamás), y ser él mismo allí donde Dios lo colocó en ese preciso momento. Es la razón por la cual la verdadera Iglesia está siempre presente en el mundo, sin ser del mundo. Ser del mundo significa estar perdido en algo inconsciente.
Esta es la individualización de cada uno. ¿Se podría expresar matemáticamente? Tomemos un ejemplo: yo, Juan Kovalevsky, les digo: tengo un 53% de tal tipo de inteligencia, pero no poseo la inteligencia que otro tiene; tengo un 62% de tontería, pero no poseo toda la tontería. Por cierto que estas cosas no se calculan en cifras, pero cierta forma de toma de conciencia de la unicidad procura una perspectiva particularmente interesante. Se descubre que, en cualquier destino y en cualquier ser, con sólo descubrir la unicidad se podrá ser el más feliz y el más exitoso. En efecto, ¿qué quiere decir tener éxito en la vida?; en realidad no se sabe mucho sobre ello. Y en general se parte de un error: ¡querer tener éxito como otro ser! La mujer vieja quiere ser joven; tal hombre quiere ser como tal otro. ¡Cuando en realidad nuestro éxito consiste en ser nosotros-mismos! Y digámoslo también: somos únicos en nuestra manera de fracasar en la vida, o al menos en lo que llamamos fracasar. Y veremos que la vida no está fracasada. Se puede vivir santamente en la enfermedad, o en una acción deslumbradora pese a ser barrendero de calles, o perezoso por oficio. Poco importa, con tal de ¡encontrar esa unicidad!
Así para nosotros los hombres –en un plano relativo– encontrar la unicidad de cada una de estas combinaciones no indica la hipóstasis, pero nos verifica de cierto modo. Es un paso positivo. Y simultáneamente se desarrolla un paso «negativo» (o apofático) en la búsqueda de la unidad de la naturaleza.
Capítulo VII
EL AMOR HIPOSTATICO
EL EXTASIS
¿Amor incondicional, ciego, extático. . .? Estas tres categorías, juntas, reclaman una precisión. Cuando decimos que nuestro Dios es extático –no encerrado en sí-mismo y gratuito– el término «extático» no designa para nada el estado de éxtasis, porque en estado de éxtasis se pierde la cabeza, y no se está consciente. Cuando se emplea extático para Dios –o para la vida espiritual– significa que Dios se da, que El se expande. Un hombre extático no pierde necesariamente la cabeza, pero en todo caso está inconsciente. El extatismo divino y espiritual es absoluta y totalmente consciente, es libre y consciente.
Tenemos la palabra «consciente». ¡Qué difícil es! La empleamos para el yo consciente. Pero en la conciencia hay una verificación, una mirada sobre sí mismo. Entonces prefiero decir «yo», porque en conciencia hay «yo me aprecio», «yo me miro». Este término introduce un espejo, dos elementos. En consecuencia, el término extático no puede estar de ninguna manera asociado al concepto de ciego. Por mi parte, pienso que la única forma extática es consciente, no-pasional. El éxtasis no está condicionado, porque el condicionamiento es una limitación. Yo me condiciono por algo; pero el no-condicionamiento es libre, directo. ¡No se lo puede calificar de ciego!
Aquí se presenta un problema importante: la experiencia del amor se recibe como una de las cosas más sublimes que el hombre pueda conocer. Pero nuestra experiencia es principalmente la del amor-sentimiento, de la emoción, del acto. Está marcada por un carácter pasional –y no libre–, a tal punto que la filosofía griega antigua considera que el sentimiento del amor es inferior a la inteligencia, al pensamiento. Sin embargo, cuando se habla de amor no se trata de lo irracional, o de lo psíquico y pasional, aunque sea en un sentido muy noble. El amor verdadero es extático, es una particularidad de la hipóstasis y de la divinidad en plena conciencia.
¿Se puede caracterizar al amor mutuo de las Tres Personas, ya sea del Padre al Hijo y al Espíritu Santo, o del Hijo al Padre y al Espíritu Santo, o del Espíritu Santo al Padre y al Hijo? ¿Es el amor inefable, desbordante, único, que se expande gratuitamente sobre todas las creaturas? ¿Se trata de un amor ciego e incondicional? ¡Ciertamente no! Y sin embargo el Padre dice que El es su hijo bienamado, en Quien ha puesto su ternura y su predilección. Por cierto: el Padre ama al Hijo, pero no la naturaleza divina común a los Tres. Y he aquí, preveo el mundo transfigurado, del cual el Cristo afirma: «Allí no habrá más bodas, seréis como ángeles». Y Pablo agrega: «No habrá ni varón, ni mujer. . .». ¿Qué pasará entonces? Será precisamente el hecho más sublime, del que sobre esta tierra sólo tenemos una «imagen-mueca», deformante en el vicio, pero no en las virtudes. Entonces, ¿qué será? Amores entre todos los seres, entre todas las hipóstasis –amor único–, pero ningún amor será parecido a otro. No habrá más amor entre hombre y mujer, entre padre e hijo, según nuestro sentido humano. Estamos en el camino.
Muéstrenme un solo caso de amor puro entre hombre y mujer, entre esposo y esposa. ¡No lo hay! En el amor de la esposa por su marido van a encontrar de pronto sentimiento de madre, y el esposo amará a su mujer como a su hija, o quizás como a su madre, o quizás –y todavía– como a una amante. Una vez que hayamos analizado todos los sentimientos, los más grandes, los mejores que pueda haber entre dos seres, y hasta en su expresión más simple y al alcance de todos, constataremos que no es algo puro y único. Siempre habrá una pequeña mezcla. En el ser que amamos, amamos –por ejemplo– la femineidad buscada por el hombre, o lo que nos falta personalmente, y una multitud de elementos que no son el ser, sino que están al lado del ser. Y estaremos agradecidos porque el ser amado se presenta bien, o porque es grande y estable. Pero si empezamos a escrutar por qué somos felices con el otro (por ejemplo porque encontramos en él una madre, o un hijo), aunque seamos esposo y esposa nos hallaremos ante un malentendido. En el mundo transfigurado no habrá solamente especificación, sino una actitud única. Creo que cuando se habla solamente de dos formas de amor entre los seres, subsiste siempre un malentendido. El mundo entero da por supuesto el amor místico entre Dios y el hombre, y el amor humano entre varón y mujer, o entre padre e hijo, y pone en duda otras formas de amor. Se equivoca, pues existen muchas actitudes. No es simple decir por qué la poligamia es mala, o por qué la homosexualidad –y todas esas cosas– son malas, porque la respuesta no está solamente en las dos formas anteriores.
Un mismo ser puede amar la madre, la mujer y el hijo, pero cada uno puede adoptar en ello una actitud distinta. Como tenemos pocas palabras a nuestra disposición, decimos amistad, amor, piedad, Las palabras nos faltan, pero no obstante es siempre amor. A través de todo esto aparece –muy curiosamente– el manifiesto de Dios en el ser humano, a saber que el Cristo ama a cada uno de nosotros de tal manera que no es posible estar celoso de otro, porque su amor por cada uno es, en verdad, único. ¿Por qué no podemos estar celosos cuando El ama a los otros? Porque el otro es amado de otra manera, La desgracia sobreviene cuando queremos exigir algo de otro ser, porque queremos amar a un ser diferente del que hemos elegido en el plano del amor.
La Trinidad sin amor sería un contrasentido. Cuando cito, «Yo y el Padre somos Uno», o –parafraseando– «Yo, el Padre y el amor», o «Yo y el Padre somos un solo Dios», no quiero decir que «Yo y el Padre» sean superiores a Dios. Y cuando el Cristo anuncia «Yo y el Padre somos el único amor», no quiere decir que sean superiores al amor.
El amor es de su naturaleza, pero la naturaleza no Los posee. Y tampoco el amor Los posee. Ellos son amor. Por eso la Escritura dice «Dios es amor» (1 Juan 4,8 y 15), pero no dice que Dios posee el amor. Dios es el amor, pero el amor no posee a Dios. No se pueden poner las hipóstasis por encima de la Esencia, ni la Esencia por encima de la hipóstasis.
Comprendo la observación de ese estudiante que dice: «Me doy cuenta que la hipóstasis divina es diferente al amor, que ella es amor, pero –no obstante– el amor es un sentimiento, y la hipóstasis no es un sentimiento». Entonces le digo a ese estudiante: ¡No!, en la Trinidad el amor no es un sentimiento. En cuanto hablamos de amor nos confundimos, resbalamos fácilmente hacia la metafísica, y vemos el Ser. En cuando pronunciamos la palabra amor, allí surge la dificultad de la Revelación, porque como tenemos la experiencia del amor psíquico queremos asimilarle todo. Por lo tanto, no podemos decir que el amor sea un sentimiento. Estoy de acuerdo con que el amor que nosotros poseemos refleja el amor que está más allá de los sentimientos, y que en cada amor –aún en el amor carnal– hay un grano del amor divino. Sin embargo, ¡no se puede afirmar que el amor sea un sentimiento!
RELACIONES ENTRE TODOS NOSOTROS
Terminaré mi pensamiento sobre la Trinidad retomando la búsqueda de la hipóstasis, pero no en la visión de lo alto sino en la de abajo, en la antropología, y voy a subrayar una evidencia. Cuando se trata de discernir la TriUnidad, el mundo accede mucho más fácilmente a la noción y a la realidad de unidad que a la de hipóstasis (o de las Tres Hipóstasis). Dios-Uno estará más cerca de nuestro pensamiento, de nuestra contemplación y de nuestra experiencia que la hipóstasis. Traté de encontrar la hipóstasis en el ser humano distinguiéndola de la naturaleza humana, pero hay que ir más lejos, y decir que la hipóstasis sola es un contrasentido, estableciendo provisoriamente –con los escolásticos– que la hipóstasis aparece cuando hay una relación con otra hipóstasis. Digámoslo de otra manera: la persona se muestra cuando hay una relación con otra persona. Esto corresponde a un extraño fenómeno. Consideremos, en efecto, un ser humano, y miremos su destino. Ese destino –esa curva de una vida– es personal, en tanto que no se asimile ese individuo a un tipo (recordemos al efecto a la literatura del siglo XIX, que forjaba tipos colectivos de almaceneros, de notarios, de mujeres de provincia. . .).
Cuando se considera la vida personal de cada ser humano –esta vida extraordinaria, con su mezcla de éxitos, de desgracias, de encuentros–, cuando se considera la curva de una existencia de 25, 60 u 85 años, cuando se estudian esas vidas contemplándolas retrospectivamente, y sobre todo respecto de la vocación humana, de esa exigencia interior –de la que la juventud que quiere realizar algo tiene un sentido agudo–, la primera impresión que se desprende es lo absurdo. Uno se pregunta por qué han vivido esos seres, aunque hayan tenido un éxito espectacular, como podría decirse –por ejemplo– de Napoleón. Es sabido que ganó batallas, que dejó una legislación, que su imperio fue destruido en cuanto él cayó, y que después hubo una nueva revolución, antes de la construcción de un segundo imperio mucho menos glorioso que el primero. Hasta esas personalidades, pródigas en tantos esfuerzos y en genio, que tienen como Napoleón una muerte banal en una isla, con todo su romanticismo y su patetismo demuestran que falta algo. ¿Quién no conoce también el caso de esos seres amados, de pronto disminuidos y progresivamente chochos, muertos un día y enterrados, de quienes no se sabe ya nada, aunque uno continúe unido a ellos? Miremos un destino y sigámoslo hasta el fin. Si la mirada es sincera y lúcida, lo absurdo es flagrante, ¡aunque se trate del destino de los santos!
Uno queda preso del estupor ante el destino de cada individuo, y no puede alcanzar a comprender. Volvamos a las celebridades: se les levantan estatuas, se da su nombre a las calles. Pero, ¿vale la pena vivir para tener una calle con su nombre? Aunque se escriban sobre ustedes estudios y biografías, aunque sean canonizados después de haber sufrido, y aunque se los llegara a pintar como sublimes en iconos ante los cuales oren las personas, aún así se van a producir dificultades y persecuciones idénticas a las que ustedes sufrieron. Como dice la Escritura: «Vosotros honráis las tumbas de los profetas, pero si los profetas estuviesen entre vosotros, actuaríais mal con ellos». He aquí que están canonizados y traicionados. Y hablo de lo mejor, de un santo, que es más que un héroe o que un genio. Podría haber hablado de un escritor cuyos libros son comentados por un profesor mediocre: ¡una traición más! Vean como el destino, tomado individualmente, tiene algo de imperdonablemente incomprensible y trágico.
Cuando vino el Cristo diciendo «He salvado al mundo» se hizo posible comprender y –a través de El– mirar el destino del universo. En efecto, está la Creación, la caída de Adán, la aventura del hombre. Después llega el segundo Adán, que nos salva. Por fin, después de incontables años de esfuerzos, vendrán los cielos nuevos y la tierra nueva. Vamos a ver el florecimiento del mundo hacia la salvación, y los últimos tiempos.
Entonces se descubre allí el comienzo, la mitad y el fin. Los cuentos también tienen un sentido. Vemos, por ejemplo, un príncipe que va a salvar a una joven que ama. Lucha contra los dragones, combate la incomprensión, triunfa, y todo termina en un gran casamiento. Todo el mundo es feliz, y seguro que tendrán muchos hijos. Pero en la vida, la dificultad y la estupidez comienzan a veces con muchos niños, y todo termina con una muerte cualquiera. La vida, con su cortejo de años, y hasta la vida futura, no justifican lo extraño de nuestra vida individual. Sí, florecen algunas alegrías, nacen algunas uniones. . . Pero hay otra cosa más. Toda vida comporta una justificación, absoluta en su unicidad, y también muy enigmática. Admitamos que colocamos en una canasta las vidas más mediocres que podamos encontrar, las biografías de los seres más inútiles, desconocidos –y no hablemos siquiera de fracasados, porque un fracasado hasta despierta un cierto interés–, busquemos seres insípidos. Hay una multitud de casos así, como por ejemplo el de una pobre mujer que trabajó sin cesar. Quería casarse, pero no encontró marido, o si lo encontró fue abandonada por él. Entonces se puso a coser para otros, pero sus ojos se debilitaron y tuvo que habitar en una pieza mísera. Realmente uno se pregunta dónde está el valor de la persona humana, y si se pueden sacrificar así esos millones de seres, de los que ni siquiera se puede ver para qué han vivido. Consideremos esas vidas, no en sí mismas, sino en relación de unas con otras. Tomemos en consideración sus misteriosas relaciones. De pronto descubrimos que un ser vivió solamente para decir una palabra a otro, que esa palabra engendró otra, y esta última una tercera. Entonces aparece un fenómeno extraño, que no es el destino, ni la relación de causa y efecto, ni el azar, aunque tiene apariencia de azar. Y ese fenómeno es el encuentro de los tú y los yo.
Ilustremos este pensamiento. Amamos a Miguel –uno de nuestros fieles aquí presente–, pero, ¿por qué está Miguel entre nosotros? A consecuencia de una serie de azares y de encuentros. Se los contaré: Un peregrino ruso, perdido en la Rusia del siglo XIX, practicaba la plegaria perpetua. Alguien por azar encontró a ese peregrino (en realidad el término es falso: no hay azar), y tomó notas. Otro se interesó en esas notas, y en 1907 las publicó. Gracias a ese falso azar, otra persona retomó las notas y las tradujo al alemán, y después al francés.
Todo esto no tiene nada que ver –todavía– con Miguel. Pero he aquí que Europa, cansada del liberalismo y del individualismo, comienza a interesarse por las ideas hindúes y por la Tradición. Entonces, en alguna parte del Barrio Latino de Paris se instala una librería de tendencia tradicional. Como el relato del Peregrino Ruso exhala –según parece– un aroma de alguna forma hindú, ese libro obtiene cierto éxito, y entre los hinduistas un gran éxito. Y esa librería tiene algunos ejemplares.
Simultáneamente, existe un hombre encantador, profundamente judío, como muchas de esas almas judías que quieren ser realistas, y que al mismo tiempo pierden el sentido de lo concreto –ni ghetto ni cristianismo–, ese hombre está enamorado, con toda la bondad del Deuteronomio, de una espiritualidad más oriental que cristiana, y busca una lectura acorde con ello. Encuentra un amigo que le dice: «¿No ha leído el libro del Peregrino Ruso? No. Pues lo puede encontrar en la librería donde venden libros tradicionales». Corre a la librería. No hay más libros (en realidad, el último que quedaba se había deslizado debajo de otros, y no lo encontró). El librero le dice: «Vaya a la Iglesia de San Ireneo; creo que allí tienen unos cuantos». Este hombre «profundamente judío» vino, y no sé si encontró el libro o no. Lo que sí sé es que habla con uno de los presbíteros presentes y que –siempre por un azar, que no es azar sino relación– participa en la Liturgia. No se hace cristiano, no se convierte, pero –he aquí lo interesante– encuentra al día siguiente a su amigo Spiro. Otra relación surge. Spiro es un cantor griego a quien una enfermedad del corazón le quitó la posibilidad de continuar cantando. Quiere entonces volver a la espiritualidad ortodoxa, pero se ha hecho demasiado francés para pertenecer a la Iglesia griega. Y he aquí que ese judío franc-masón, que se interesa por los libros hinduistas, conduce a Spiro hacia la Iglesia de San Ireneo, donde reencuentra la ortodoxia. . . Spiro conoce a Miguel. Así llegó Miguel a nosotros. Miguel a su vez conoce a fulano y mengano, y las puertas de la Iglesia se abren a personas cuyo rol será eficaz.
Un día tuve una visión. Miraba una mujer desprovista de todo interés. Recé largamente, preguntando por qué existía. Recibí esta admirable respuesta: su rol es inmenso. A los 17 años le sonrió amablemente a un hombre que –aunque cueste creerlo– gracias a ello se transformó, y que engendró después en la vida interior a muchas personas. Estamos en relación perpetua unos con otros. Y las vidas más o menos fracasadas, como las vidas más o menos exitosas, están animadas por encuentros inesperados. Un gesto, una palabra, una acción, un olvido, un recuerdo, se encadenan en relación con otros. De pronto dan un sentido a aquello que no lo tenía. Diré: «Tú, Gilles, ¿quién te engendró como presbítero?, ¿y a ti, Jean Pierre, como diácono?». Y la respuesta es: el libro del Peregrino, el encantador y profundamente judío, Spiro y Miguel. Vuestras biografías están formadas por una cantidad de sucesos.
Al contemplar esos encuentros, esas relaciones entre seres humanos, dirán que son complejas. Sí, pero todo toma un sentido universal y, en realidad, la persona (o hipóstasis) aparece en el seno de toda la humanidad. Cada uno con sus gestos, con sus actitudes, sus sí o sus no, contribuye a ese choque de relaciones. Esa contribución no viene para nada del genio o de la santidad, no está ligada a las cualidades personales. Un cartero –a veces sin intención, y sin siquiera pensarlo– puede perder una carta, y así comienza una cadena de relaciones. Se puede contestar: «Pero todos esos sucesos son los hilos de la Providencia, son cosas que se nos escapan». No. Lo que traté de explicar es semi-consciente en el hombre, y nos parece azar o Providencia. Pero cuanto más avanza el hombre espiritualmente, sus relaciones con lo que él encuentra se hacen más conscientes, finas, reales y únicas.
¿Por qué un santo se caracteriza por ciertas diferencias que lo hacen superior a los otros? Porque cuando están relacionados con él los demás sienten y comprenden que sus palabras no están dichas al azar, sino conscientemente. Nosotros mismos debemos revisar nuestra existencia y reconocer que tenemos una multitud de padres. Tenemos un solo Padre divino, y una multitud de padres formada por todos aquellos –conocidos y desconocidos– que nos han engendrado en lo que somos. Tenemos también una multitud de hijos, porque nosotros mismos hemos podido provocar un choque en alguien que, él mismo, encontró a su vez a un tercero, un cuarto, un quinto, y así sucesivamente.
Somos engendrados por una cantidad de sucesos. Pensemos en un film en el que estamos actuando. ¡Una avería en el mecanismo! Cada quien en el film se queda en la posición que tenía en el momento de la avería. ¡El tiempo se ha detenido! Cada uno de nosotros representa lo que es en ese momento; no sólo por su mundo personal, sino por todas las facetas de sus encuentros en la vida, encuentros con la Gracia, encuentros humanos, encuentros con libros. Y esto sin tener en cuenta la herencia, el origen, las múltiples influencias de todo tipo. Somos el producto de miríadas de personas, y cada uno juega un rol absolutamente único en su estado actual. Si comenzamos a evaluar el peso de esos encuentros, nadie tendrá el derecho de decir que una carta perdida es más o menos importante en sí que la lectura de los textos de un Padre de la Iglesia. ¡Ese es el misterio! Nos colocamos aquí frente a los que nos engendran, porque no somos engendrados una sola vez, sino que somos engendrados sin cesar. Ese libro –por ejemplo– los engendra por cierta influencia o reacción. Hay –por consiguiente– una paternidad, pero numerosos padres. Una sola paternidad los engendra, pero sus padres pueden ser su mismo hijo, su maestro, etc. Y simultáneamente nosotros también engendramos.
Hablemos ahora de la responsabilidad, y de la necesidad de ser prudentes. Una palabra puede ser germen de catástrofe, o germen de salvación para multitudes. Una palabra imprudente, una pequeña palabra indiferente, puede engendrar tragedias. Yo no quiero ser negativo –ni positivo–, pero quiero insistir en este hecho. Hemos sido hechos productores, engendradores, padres, madres, y al mismo tiempo somos hijos de esas paternidades.
Hay un salmo que dice, no exactamente en este mismo sentido, pero sí paralelamente a él: «Tus caminos son conocidos en sus encuentros». Una pieza de teatro montada hábilmente contiene distintos juegos, diferentes escenas, que parecen no tener ningún lazo entre ellos, y luego –de pronto– todo se encuentra. ¡Así sucede en la vida! Estemos atentos. . . Hay muchos sucesos que no parecen estar para nada unidos, pero retrocedamos –o avancemos–, y vamos a discernir el porqué. Es el o los encuentros en la humanidad.
Aquí descubrimos que no hay solamente un trabajo en común, sino relaciones misteriosas entre todos nosotros. Y cuando hayamos aprehendido esa realidad vamos a comprender –como a través de un relámpago– que esas vidas de apariencia estúpida no lo son para nada, como por otra parte tampoco lo son los días o períodos de nuestra vida que parecen no tener sentido. Por cierto que esas existencias están vacías desde el punto de vista concreto. El hombre tiene a veces períodos huecos, en los cuales hasta la oración desaparece, períodos en los que la inspiración del creador, del pintor, del escritor, se ha desvanecido, períodos en los que la alegría está muerta. Pero, consideremos las relaciones. No pueden desaparecer. Ya sea que parezcan casi invisibles o que sean impetuosas, son ellas las que tejen nuestras vidas y dirigen nuestras hipóstasis hacia la Trinidad.
La Imagen es entonces tan perfecta –esta Palabra es tan auténtica– que desaparece. La transparencia del Logos es al mismo tiempo la realización.
He aquí un hecho curioso: la diferencia entre los discípulos del Cristo y los de otras religiones. La característica de los primeros es borrarse ante su Maestro: nosotros somos puertas. En cambio en las demás tendencias espirituales –que no son trinitarias, ni ligadas al Logos encarnado– los discípulos se establecen, se muestran. Por supuesto que todos sabemos que tenemos iconos de nuestros santos fallecidos, pero el verdadero discípulo jamás irá mostrando su propio retrato. Todo presbítero auténtico sabe que él es sólo una puerta por la cual se entra hacia el Cristo. ¿Y el Cristo? El también es la Puerta, pero la Puerta en sentido absoluto y real. Nosotros somos puertas porque somos sólo sombras, por imperfección. El es la Puerta, como expresión perfecta de Dios. Esta es la apabullante humildad de la Divinidad en Sí misma. Y digo ¡humildad!, una palabra que generalmente no se emplea para Dios, pero ocurre que no sé cuál otra emplear para comprender. Cada Persona (Hipóstasis) dice: «Yo no, Yo no soy nada».
Escuchen estas palabras del Cristo, que es Dios creador del mundo: «Yo sólo hago la voluntad de mi Padre». ¿Por qué?, ¿porque el Hijo es subordinado? ¡Oh, no! ¡El es Dios! Y sin embargo dice «Yo sólo hago la voluntad de mi Padre».
Y cuando el Espíritu Santo entra en juego (en esa tríada) quedamos maravillados. Todo sucede como si Dios fuese el realizador –«nuestro Dios vivo», según la expresión de Pascal–, opuesto al Dios de los filósofos. Vivo, real, y como si –al mismo tiempo– El casi «se negara». Creador, no por necesidad, sino por amor de éxtasis.