Técnica de la Oración

TECNICA DE LA ORACION

Monseñor Jean de Saint-Denis

OBRAS COMPLETAS

Volumen V

Vicariato Jean de Saint-Denis de la Iglesia Católica Ortodoxa de Francia
en Buenos Aires

INDICE

Primera Parte: TECNICA DE LA ORACION

05 La oración, conversación con Dios
06 Amor a Dios, fruto de la oración
06 Permanecer con paciencia
07 La oración del Nombre de Jesús
07 La oración litúrgica
08 La oración, fuente de conocimiento
09 La paz interior
09 El espectador
09 Hacer el vacío
10 Las dos posibilidades
10 El rechazo de la elección
11 Aferrarse a una idea fija
11 Nada me es debido
12 “Bienaventurados los pobres por el Espíritu”
12 Perseverancia
13 Ser espectador
14 La revelación de los pensamientos
14 Las necesidades del hombre
15 Acción interior de la oración
16 ¿Oración corta u oración larga?
17 La oración-alimento
17 Oración y meditación
19 La oración respiración
19 Higiene del espíritu
20 Oración perpetua
21 Profundización de la oración
21 La respiración en la oración
23 El equilibrio de una jornada
23 Vigilancia
24 Distensión
25 La oración “en espíritu y verdad”
26 Las técnicas
27 Las fórmulas
28 La oración perpetua
29 Algo más sobre la oración mental
30 Algo más sobre la oración del corazón
31 Dios, ámate a Ti mismo en mí
32 El tesoro y el corazón
33 Falso dualismo

Segunda Parte: LA ORACION DEL SEÑOR

35 “Padre Nuestro”
39 “Que estás en los cielos”
42 “Santificado sea tu Nombre”

45 “Venga tu Reino”
49 “Hágase tu Voluntad”
53 “El Pan nuestro substancial dánosle hoy”
56 Los tres últimos pedidos

Apéndice

59 La “Tradición” litúrgica del Padre Nuestro

Primera Parte

TECNICA DE LA ORACION

La oración, conversación con Dios

Toda palabra es imperfecta cuando quiere expresar qué es la oración. Unicamente la experiencia puede acercarnos a ella.

Nuestra época no nos facilita, desgraciadamente, la experiencia de la oración.

¿Cómo llegar a ser almas de oración en medio de nuestra vida tan convulsionada? El enemigo número uno es la falta de tiempo, pero –además– existe una agitación tal que ya no sabemos cómo descansar. Aún si nos vamos de vacaciones, es para nadar, o tomar baños de sol, cueste lo que cueste, escalar montañas . . . ¿Podemos acaso quedarnos en un mismo sitio cuando disponer de cuatro ruedas nos invita a visitar “puntos panorámicos”, iglesias calificadas de románicas o góticas, etc., etc., . . .?

Sin embargo, un cierto ascetismo penetra nuestra vida. La moda es comer poco y liviano, pero, ¿lo hacemos acaso con un espíritu de ayuno espiritual? ¡Por cierto que no! La causa de esta abstinencia es más bien un hinduismo confuso, o la torpeza del hombre que no puede escapar a la nostalgia de lo divino, y utiliza el ayuno de manera absurda.

Todas estas circunstancias modernas hacen que la técnica de la oración haya cambiado, y que no se puedan aplicar al pie de la letra las enseñanzas de otros tiempos. ¿Cuál será pues el método para el hombre del siglo XX, patológicamente nervioso, tenso, trastornado, que cambia continuamente de tema?

San Juan Crisóstomo, Gregorio el Nacianceno, Máximo el Confesor, y muchos Padres que no tenemos la posibilidad de citar aquí, hablan de la oración como de la “conversación con Dios”.

Relacionarnos con un hombre inteligente y bueno nos hace inteligentes y buenos; la conversación con Dios “nos hace dios”, dice San Juan Crisóstomo. Conversación con Dios . . . Una de las formas de oración más exacta, más directa, más simple, es justamente no pensar nunca, pero hablar continuamente con Dios. Cuando estamos turbados, invadidos por la angustia, cuando nos preguntamos, ¿debo actuar de esta manera o de la contraria?, el pensamiento es como una puesta en escena interior, un diálogo que a menudo se convierte en una muchedumbre de la que suben las voces de los recuerdos y de las inquietudes del pasado. Desde el momento en que ponemos todo eso ante Dios, abriéndonos a El sin buscar una respuesta, comienza la transformación del ser. Mientras que si nos dirigimos a nosotros mismos, nos parecemos a una serpiente que va comiendo su propia cola. Contar objetivamente, sin pasión, lo que pasa en nosotros, arrancar nuestros sentimientos y nuestros pensamientos del trágico círculo del yo, he aquí una de las etapas de la oración. Lo sabe bien el psicoanálisis, que ha robado el principio de esta forma de oración a la enseñanza de la Iglesia. Es preferible para el alma llegar hasta el extremo de acusar a Dios que callarse. “Desde el fondo del abismo grito hacia Ti, Señor” (Salmos 130,1).

Esta conversación es buena sólo dentro de una absoluta sinceridad: ni excusa, ni humildad grandilocuente. Dios es el Amigo del hombre, nos conoce antes de nuestro nacimiento. Y progresivamente, a través de nuestro propio monólogo, seremos místicamente ayudados, aunque ello nos parezca aún un monólogo psíquico, y la voz interior no se haya dejado oír. Si hemos expuesto conscientemente nuestro problema al Dios invisible, la respuesta se desprenderá de nuestra exposición, y aunque la voz interior no se eleve, el estado de nuestra alma se habrá esclarecido, pacificado, armonizado.

Juan Crisóstomo y Máximo el Confesor comparan esta oración-conversación con el sistema nervioso: ella debe tomar, según ellos, el lugar de nuestra nerviosidad y regular nuestra sensibilidad.

Amor a Dios: fruto de la oración

El primer fruto de la oración es, según Isaac el Sirio, el amor a Dios. El que ora ardientemente eleva su espíritu, alcanza la contemplación, y en la contemplación nace el deseo de amar a Dios. El amor de Dios se adquiere por la oración, y la oración otorga los motivos para amar a Dios, pues amar a Dios es casi imposible. ¡Seamos sinceros! Sin el don de la gracia no veríamos por qué amar a Dios. Nuestro destino es difícil, a menudo desagradable, y si es agradable no nos sentimos satisfechos, pues la insatisfacción es lo habitual de nuestra naturaleza. ¿No deberíamos entonces estar más bien irritados contra esta Providencia a la que estamos llamados a invocar?

La raíz del ateísmo es a menudo la rebelión del hombre contra la injusticia. No tratamos de resolver el problema de la justicia en sí –qué es la justicia–. Nos lanzamos en el angustioso dilema de la bondad divina, y de la injusticia aparente de la creación y, no pudiendo quedarnos en la lucha entre estos dos polos, preferimos votar por la ausencia de justicia antes que decir: Yo no comprendo quizás la bondad de Dios, ni la verdadera justicia.

El Cristo sabía que este problema se plantearía a la humanidad, y nos previno: “Que vuestra luz brille delante de los hombres para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre de los cielos” (Mateo 5,16), es decir, que reconozcan en Dios la paternidad. La mayoría de los hombres tienen necesidad de la bondad de los discípulos para discernir la bondad inefable del Maestro. Si la imagen es buena –piensan– la Proto-Imagen lo será aún más. La compasión de un cristiano hace aceptar la misericordia del Dios de los cristianos. No nos engañemos, Dios no es accesible sino a través de la experiencia interior.

Por eso la oración es el único medio susceptible de suministrar a nuestro corazón los motivos para amar a Dios. No hablo de los seres en quienes la oración surge espontáneamente; me dirijo a quienes no poseen ese don, y para quienes la técnica de la oración es necesaria. Aún los que aman sin esfuerzo están sometidos a variaciones.

¿De qué manera la oración hará surgir el deseo de amar? Porque ella es la fuente del conocimiento de los “planos múltiples e inmateriales” (San Isaac), y el conocimiento que otorga respuesta a nuestros problemas tiene como condición la oración. La visión más grande de la Gloria Divina, la Transfiguración, vino por la noche, en medio de una larga oración

Permanecer con paciencia

Pero continuemos el camino señalado por Isaac el Sirio: “Permanecer con paciencia en la oración significa para el hombre despegarse de sí mismo . . . La oración ininterrumpida guardará a la inteligencia de toda impureza”.

“Con paciencia”, ¿por qué? La oración, alimento del alma, es asaltada al comienzo por numerosos disturbios. Pareciera como si no nos alimentara bien o, si nos alimenta, se torna de pronto ineficaz y nos aburre. Recuerden a Santa Teresa de Avila, que separaba levemente los dedos para mirar el reloj y ver si el tiempo de la oración llegaba a su fin. La oración nos hace descubrir ásperamente el ir y venir de nuestro “Salón de Pasos Perdidos” interior. Lo esencial es entonces “permanecer con paciencia”, y lentamente madurará el fruto de donde brotará la oración como agua fresca y tranquila. Este fruto es el desapego de sí mismo. Los moralistas se afanan demasiado por buscar en el alma el orgullo, la vanidad, el egoísmo o la humildad . . . Es exacto, pero estos sentimientos diversos están tan mezclados en el ser humano que un examen de conciencia atento puede llevar al desatino o al error.

Cuando se permanece con paciencia en la oración, se comprueba que es imposible clasificar los sentimientos, y que esta señorita lunática y caprichosa que es nuestro “yo” pierde poco a poco su autoridad. A pesar de su tiranía, la vemos tal como es.

La oración sitúa al hombre en la conciencia brutal de las cosas objetivas.

La oración del Nombre de Jesús

Tomemos la oración más simple, la del Nombre de Jesús: “¡Señor JesuCristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí!”. Comparémosla con nuestro yo, y veremos que no tiene nada que ver con él.

“¡Ten piedad de mí!”: el yo mental exclamará enseguida, ¡pero esto es un egoísmo! ¿Por qué no decir: Ten piedad de nosotros? ¿Por qué desear mi salvación, mi perdón, sin incluir a los demás? O si no, pensará: Sí, soy pecador, pero no tengo necesidad de que se apiaden de mí . . . El pecador siente más la herida del amor propio causada por el pecado que el deseo de la piedad divina. Los presbíteros conocen esta actitud de los penitentes. Estos están más impresionados por las faltas que conciernen a su dignidad, y prestan poca atención a los pecados reales. Los padres espirituales piden, a veces, que se escriban los pecados, y los penitentes se sorprenden, casi siempre, al ver que se les hace ver como grave un pecado que apenas habían tenido en cuenta. Es lo que hará decir a San Pablo: “No juzgo a nadie, pero no os juzguéis a vosotros mismos, porque no podéis hacerlo”.

La oración paciente nos enseña a objetivarnos. Estas seis palabras, “Señor JesuCristo, ten piedad de mí”, resultarán al principio extrañas. Alguna de estas palabras quizás nos conmoverá, pero aún así, no expresará la totalidad de la oración. Algunas almas repetirán con mayor facilidad “ten piedad”. Otras sentirán cierta exaltación al decir el Nombre de Jesús, pero la oración debe sobrepasar los estados de alma.

Repitiéndola, permaneciendo pacientemente junto a ella, con ella, superamos nuestro yo limitado, identificándonos –al principio– con las palabras. Y después de haber salido de nosotros mismos, nuestro espíritu, nuestra inteligencia espiritual, se irá decantando de las múltiples mezclas.

La oración litúrgica

Sucede lo mismo con la oración litúrgica. Enseña al creyente a dominar su humor caprichoso y lunático. Un cristiano está triste, enfermo, con la garganta cerrada, a causa de problemas de dinero: y sin embargo es Pascua, y debe cantar la Resurrección. Otro está gozoso de vivir, con el corazón lleno de alegría: pero es Viernes Santo, y debe cantar las lamentaciones frente a Dios crucificado por los hombres. Entrar en el ritmo litúrgico es acostumbrarse a no vivir más en su pequeño mito propio, dejándose llevar por sus propias impresiones, sino vivir el Hombre único –el Segundo Adán–, regocijarse y llorar con la humanidad.

Apeguémonos pacientemente al ritmo de la oración. Las formas litúrgicas modelan y transforman. Nuestra sociedad supo servirse muy bien de este principio construyendo su liturgia profana. ¡Qué liturgia lograda la de las grandes tiendas, los supermercados, y cuán grande es su influencia! Ha inaugurado las épocas de los juguetes y de los regalos inútiles, de la ropa de cama, de los artículos para el hogar, y de los juguetes útiles . . . Los “iconógrafos” de las vidrieras las cuidan con esmero e imaginación.

En cambio, en nuestras iglesias, los períodos litúrgicos se han debilitado. Se encuentra un pesebre a menudo desvencijado, un cirio pascual púdicamente escondido detrás del altar, y las fiestas cristianas –memoria viviente de los acontecimientos de la vida del Salvador– sirven para tomarse vacaciones.

La oración: fuente de conocimiento

San Isaac dice: “La oración es la raíz del conocimiento múltiple e inmaterial. Dios introduce ese conocimiento en el espíritu del que ora”. Todo nuestro conocimiento está condicionado por las olas pasionales que se precipitan desde el interior y el exterior, se entrecruzan, y ciegan nuestra mirada. Estos elementos pasionales, por una parte, alimentan nuestro pensamiento y nuestra acción con algo material, algo compacto, y, por la otra, lo hacen con algo falsamente único, una idea o un pensamiento que se nos impone. Por el contrario, la inteligencia formada por la oración se vuelve inmaterial, una en esa inmaterialidad, abriendo al mismo tiempo innumerables posibilidades que liberan nuestra inteligencia; en cambio, nuestras pasiones la encadenan. La oración es la raíz de este conocimiento inmaterial, porque nos habitúa a no pensar, o dicho con mayor exactitud, a no ser pensado.

¿Cómo actuar con los sentimientos y los pensamientos que nos asaltan a pesar de nosotros? Dejarlos pasar como una película de cine, considerarlos objetos en una vitrina, no tomar en cuenta lo que sentimos. “Permanecer con paciencia en la oración”.

El conocimiento nuevo que nacerá de esta oración no tendrá nada que ver con nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Será dado directamente por Dios como lo que se podría llamar “conocimiento-ignorancia”, que no tiene curiosidad ni posesividad hacia los objetos que conoce, semejante a esta oración paciente, que nos conduce hacia la inefable Trinidad.

Habéis comenzado a tener a Dios por Padre.

No lo será plenamente hasta después de vuestro nacimiento espiritual.

Pero desde ahora, antes de vuestro nacimiento,

estáis concebidos por su gracia y llevados en el seno de la Iglesia,

que os dará a luz en la fuente bautismal.

San Agustín

La paz interior

“En paz oramos al Señor”: así comienza la Iglesia las Letanías. Los libros monásticos recomiendan, antes de comenzar cualquier oración, ponerse delante de Dios y hacer la paz interior. Durante la Misa, cantamos: “Que toda carme guarde silencio . . . Que aleje todo pensamiento terreno . . .”, “¡En silencio!”, ordena el diácono en los momentos solemnes de la Liturgia.

Esta paz, este silencio, son necesarios para que la oración sea eficaz. El ser que se precipita a la oración con agitación no puede orar. Por cierto, esta paz y este silencio no son todavía los que el alma adquirirá hacia el fin de su vida espiritual, pero diré que constituyen el recogimiento preparatorio, el esfuerzo hacia esa meta.

Para escribir una carta necesitamos un papel blanco sin tachaduras. Es difícil pintar sobre una tela ya pintada. De la misma manera la oración exige una previa limpieza interior.

El problema del recogimiento y de la paz precede al de la oración. Vemos lo que ocurre por lo general: por la mañana tratamos de rezar, pero estamos más pesados que agitados, adormecidos, y nuestra oración se arrastra. La Iglesia lo sabe: no exige el silencio, todo lo contrario, propone los salmos de entrada, que despiertan el alma poco a poco, y aconseja breves plegarias para cortar el día. Pero si no podemos seguir el ritmo litúrgico de las Horas, ¿cómo pasar del remolino de los pensamientos al silencio?

Existen diversos métodos que sería bueno experimentar desde la juventud.

El espectador

El más antiguo es el del “espectador”. ¿Está usted inquieto, angustiado? Póngase frente a su estado de ánimo y a su condicionamiento exterior como si se tratara de otra persona. Hable de usted mismo en tercera persona; dése un diminutivo un poco ridículo, o un nombre solemne. Yo pensaría, con respecto a mí mismo: “Hoy, Monseñor está más malhumorado que caritativo”. San Serafín de Sarov decía de sí mismo: “el pobre Serafín”. Este método debe ser practicado tanto en los buenos momentos como en los malos. En efecto, si usted tiene éxito, si socorrió a un hermano o resucitó a un muerto (todo depende de sus capacidades), entonces más que nunca hable de usted en tercera persona.

El mariscal Foch afirmaba que los militares tienen un miedo terrible, y que es necesario habituarse a no tener miedo del miedo. Unicamente los insensatos no tienen miedo de nada: mueren heroicamente, se precipitan sin reflexión sobre el enemigo, que los matará antes de que ellos puedan hacer nada, y tampoco aportan nada al combate. El coraje consiste en no tener miedo del miedo, la serenidad interior en no tener angustia de la angustia, ni sentimiento sobre su propio sentimiento.

Mirémonos como espectadores, no somos el centro de la humanidad . . . Mirémonos.

Hacer el vacío

El segundo método es el de Ambrosio de Optina: “Hacer de ti nada, para que Dios haga de ti el universo”; en otras palabras, es “hacer el vacío”, detener los pensamientos, los deseos, los juicios sobre los otros y sobre sí mismo.

¿Es usted capaz de sentarse y, de pronto, no hacer nada, no ser nada? Entonces, perfecto. Pero tengo la impresión de que no es fácil, pues inmediatamente afluyen las imágenes y las preocupaciones. Piense entonces: “Todo lo que he hecho, todo lo que no he hecho, carece de importancia, y si debo quedarme en el estado en que me encuentro por toda la eternidad, ¡bendito sea Dios!“. Vacíe su ser interior, llegue a la nada.

Las dos posibilidades

Muy próximo a éste se encuentra el tercer método: el de “las dos posibilidades”. La inquietud humana se encuentra en la elección. El hombre puede elegir la vida espiritual o la vida material; en la enfermedad, puede curarse o morir, etc. Estas dos posibilidades suscitan el problema, y el mayor problema consiste en la misma hesitación. Una actitud errónea es preferible a la duda, a la hesitación . . . Los Padres de la Iglesia enseñan a no inmovilizarse jamás, a no quedarse indeciso entre dos caminos. El que se queda indeciso es un perpetuo desertor. En la guerra hay dos caminos para que no nos maten: atacar o huir, y el que se queda inmóvil preguntándose si debe atacar o huir, seguramente terminará muerto. Frente a nuestro pecado, la hesitación es la actitud más peligrosa.

La elección implica dos posibles decisiones. La primera es elegir lo que me es más fácil, renunciar a la vida perfecta, espiritual y monástica, y ocuparme de mis negocios: Dios me perdonará, elijo una ruta pequeño-burguesa. La segunda es elegir la oración y el Cristo, suprimiendo el confort, el auto en la puerta, y la tranquilidad.

A primera vista, la elección parece simple, pero no es así. El ser humano, por lo general, está compuesto de sentimientos tan diferentes, tan complejos, que no tiene la fuerza de elegir su meta de manera total. San Juan de Cronstadt decía que debemos lanzarnos en la decisión como en el fuego, y Monseñor Ireneo declaraba que para llegar a la santidad bastaba decir: “A partir de este segundo me lanzo en la santidad”. Pero no lo hacemos. Si se elige, inmediatamente (así es la naturaleza humana) se precipitan una cantidad de argumentos contrarios. La vía de la decisión es la de los grandes seres, tanto en el pecado como en la santidad. Es efectiva sólo si, pacientemente, se sacrifica todo a la meta.

El rechazo de la elección

Existe otro camino para obtener la paz antes de entrar en la oración: aceptar las dos posibilidades, abandonándose a Dios. No es una hesitación, una duda, sino un “rechazo de elección”. ¿Mañana seré rico? Lo acepto. ¿Mañana seré pobre? Lo acepto. ¿Soy un fracasado, o un genio? “Lo que Dios quiera”. La repetición de esta frase nos dará la paz.

Este es pues el tercer método: renunciar a la elección cuando ésta se presenta. Puede usted ayudar a su alma interior pensando que también el fracaso es tan útil en la vida con Dios como el éxito logrado contra su voluntad, y fortificarse con el ejemplo de algunas vidas que parecen fracasadas, y que sin embargo son superiores espiritualmente a muchas otras consideradas maravillosas. ¡Cuántos son los muertos en vida en medio de la abundancia o del éxito!

Es pues necesario inclinarse frente a las dos posibilidades: yo aceptaré esta jornada, sea fasta o nefasta. He notado que la influencia de la astrología, o de otras ciencias de lo fasto y lo nefasto, empequeñecen a muchas almas, sumergiéndolas en la inquietud. Reconozco que esta tensión ha podido a veces desarrollar la sensibilidad de algunos espíritus, y que la Providencia saca a menudo el bien de lo equívoco, pero es cierto también que esto tiene el riesgo de alterar el discernimiento.

Estamos tan acostumbrados a tensar nuestra alma hacia algo, que nos resulta muy difícil aceptar o detenernos en el vacío, ni pasado ni presente, en el “yo no soy nada”. Haga una experiencia, piense: “Si se me ordena ir a dar vueltas a la Plaza de la Concordia, o a plantar un árbol con la raíz en el aire, lo haré”. ¡Ah!, si puede interiormente llegar a hacer cualquier cosa, a despojarse de la pequeña “conciencia-juez” que aplasta a nuestra inteligencia, entonces se podrá llegar al “yo no soy nadie”. No se engañe, los hombres inteligentes “no piensan”, y desde el momento en que se “piensa” –en el sentido habitual de esta palabra– no se es inteligente. ¿Los seres que aman profundamente, se dejan distraer por los pequeños deseos? Un proverbio ruso dice: “Solamente los pavos y los cretinos piensan” . . .

Desgraciadamente, no se puede pedir a todos que no piensen. La gente tonta piensa enormemente: juzga, arregla, reacciona, protesta, aprueba, siempre está en movimiento.

Aferrarse a una idea fija

La Iglesia nos ofrece un cuarto método: aferrarnos a una idea fija. Es una especie de tozudez, el principio de la oración repetida, del rosario, pero con un pensamiento.

Admitamos que lo que cuenta para mí es repetir seiscientas veces por día el Nombre de Jesús, o aplicarme durante tantos minutos a un solo pensamiento. Habiendo asentado esta meta única, el resto habrá perdido importancia. Esta conducta me dará equilibrio y me quitará la inquietud.

Nada me es debido

Agreguemos finalmente un quinto método: incrustar en el espíribu que “Nada me es debido”.

Las agitaciones tienen por lo general como raíz la pretensión de que tal cosa, o tal otra, nos es debida, que la humanidad debe actuar para con nosotros de tal o cual manera. La pretensión es la base de la inquietud. “¡Cómo!, ¡El me abandonó!, ¡No reconoció el bien que yo le he hecho! Se me trata con injusticia. ¡Dios no me comprende!”. Y la crisis comienza . . . Pero si usted considera que nada le es debido, ni la salvación, ni la salud, ni la amistad, si se maravilla de tener ojos para ver, boca para besar o para comer, y que –además– se mantiene de pie; si puede hacer una lista de los dones recibidos constatando: “¡También tengo esto!”, entonces la serenidad sin crepúsculo se levantará en su corazón.

Todos pueden dirigir al cielo diversas plegarias según sus necesidades,

pero comenzando siempre por la Oración del Señor,

que es la plegaria fundamental.

Tertuliano

¡Cuán grandes son las riquezas de la plegaria del Señor!

Están reunidas en pocas palabras de densidad inagotable,

a tal punto que, en este resumen de la doctrina celestial,

no falta nada de lo que debe constituir nuestra plegaria.

San Cipriano de Cartago

“Bienaventurados los pobres por el Espíritu”

Una sola expresión del Cristo reúne los cinco métodos: “Bienaventurados los pobres por el Espíritu”.

En realidad, el espectador que se mira, se despoja; el que hace el vacío, se despoja; el que se decide y el que confía en Dios, se despoja; sin hablar del último, que no reclama nada. Pobreza por el Espíritu.

No lo olvide nunca: la ley de progresión de la vida espiritual es no someter nunca el alma a los juicios abstractos, o a su propia utilidad. Me explico. Desde el punto de vista objetivo, es exacto concebir, por ejemplo, que habiendo trabajado toda la vida por la familia, es normal que ella esté agradecida. Sí, es exacto. Pero el alma se encontrará turbada. Mientras que si usted va más allá del pensamiento objetivo, será capaz de orar.

Logremos poco a poco no ser afectados por el mundo de las apreciaciones pasionales, metafísicas, filosóficas. Penetremos en el seno del mundo interior de equilibrio y de paz. Este mundo exige, por lo menos provisoriamente, el sacrificio del juicio llamado objetivo. Consideremos la paradoja de un santo, que habiendo llegado a la cima de la santidad, se considera muy sinceramente a sí mismo como “un aborto”. Conversando con un pecador que apesta a pecado, se juzga inferior a él. Es innegable que este plano espiritual exige la ausencia de todo juicio. El que haga la siguiente lista: “Yo soy joven, él no lo es; yo soy casto, él es libertino; yo he dado mi fortuna a los pobres, él explota a los miserables”, ése llegará automáticamente a la siguiente conclusión: “El es pecador, pero yo mucho menos que él”. Esto será verdad, pero acarrea una paralización inmediata de la vida espiritual.

¡Fecunda antinomia: el crecimiento espiritual nada tiene que ver con el juicio! ¿Es necesario entonces rechazar el juicio? ¡No! En el alma fortalecida, reaparecerá sobre un plano objetivo que no la turbará ya más. No discutamos el porqué metafísico, adoptemos la actitud que da la serenidad y la paz, a fin de que –de pronto– la oración haga estallar sus brotes y florezca. ¿Qué importa la conquista del mundo entero, si se pierde nuestra alma? En esto, nuestra alma es superior al universo.

¡Pero cuidado! Aquí llega el embustero, que preguntará astutamente: “¿La salvación de tu alma es superior?”. Responda: “No, la salvación de mi alma no es superior al mundo, pero el trabajo sobre mi alma sí lo es”. El sentido de la salvación del alma ha sido deformado. Nos imaginamos que el cumplimiento de ciertos actos conduce al “Paraíso”. No, lo que conduce al Paraíso es el deseo de sacrificar algunas cosas para reposar en la paz interior, y ello no puede ser egoísmo, pues sé que mi alma no me pertenece, que me ha sido dada y confiada, y que soy solamente un artesano.

Perseverancia

Todo llega a tener su plena realización por la perseverancia. El hombre lo sabe, consciente e inconscientemente, y una cantidad de novelas y películas lo ilustran. La moderna parábola del buscador de petróleo cuya obstinación es finalmente recompensada es una imagen de esto. Aún cuando la esperanza se aleje, debemos continuar o recomenzar. El desertor se va a las menos cinco. El Evangelio lo precisa: “El que persevere hasta el fin, será salvado”.

En efecto, estos métodos no darán resultado al comienzo, los resultados no son rápidos. Examinemos entonces lo que nos molesta. Como lo haría un ingeniero responsable, cada uno edifica su alma personalmente, los demás sólo pueden proveer consejos, dar algún empujón. Si bien los santos nos comunican una enseñanza universal, cada cual la realiza a su propio modo. No existe regla general. Es por eso que Nuestro Señor nos previene: “Vendré como un ladrón, nadie conoce la hora ni el día”. Todo es gratuito, puesto que Dios viene cuando El quiere; pero todo es, en cierto modo, merecido y conquistado, porque Dios da a aquél que ya ha tomado. Un último consejo: no abandone la oración aunque ella llegue a aburrirlo. Elija o reciba una fórmula simple según su conveniencia, y . . . ¡manténgase firme! La vida espiritual no irrumpe por medio de impresiones y emociones. ¡Oh, no! Avanza dentro de nosotros silenciosamente, como un elemento biológico y natural, y se hace sensible únicamente cuando se retira.

Estos diversos métodos están resumidos en una frase de Orígenes: “Antes de orar, distiéndete y reencuentra el silencio”. No son otra cosa que consejos propuestos, instrumentos más o menos adaptados a los distintos temperamentos.

La técnica de la oración esconde dos peligros, de los cuales se debe prever la superación: los resultados aparentemente demasiado rápidos, o los demasiado lentos. Algunas categorías de almas comienzan la oración perpetua, práctica, perseveran y sienten que no pasa nada; entonces se cansan y se apartan. Otras, por el contrario, obtienen resultados inmediatos, y las invaden fenómenos inesperados, calor en el corazón o exaltación. En realidad, las que padecen una gran dificultad no son menos privilegiadas que las otras. Ambas posibilidades tienen un doble aspecto. Si bien la lentitud conduce a un descorazonamiento, la facilidad puede llevar a un desequilibrio, porque se manifiesta antes de que el campo del alma se transforme interiormente. El vino espiritual necesita ser bautizado con un poco de agua.

La paz que prepara a la oración no es una paz absoluta, sino una tranquilidad provisoria deseable. Los métodos son simples terapias que ayudarán al alma a dominar sus movimientos. Se complementan y se verifican unos a otros.

Volvamos al método del “espectador”. Contiene el riesgo de caer en la teatralidad, porque observar sus propios sufrimientos es original y agradable. En el auto-espectáculo, somos escenógrafo y actor de nuestra alma; es imposible evitarlo. El único remedio consiste en buscar la simplicidad del corazón. San Gregorio el Teólogo dice, de manera dura y justa: “Tomarse por un gran pecador es tan placentero como considerarse un santo o un genio. Pero mirarse como uno es, ni más alto ni más bajo, parece mediocre”. Sin embargo, allí reside la fuerza del método del espectador.

Ser espectador

El alma que comienza a orar registra rápidamente las impresiones; la sensiblidad se afirma frente al mundo exterior y al mundo interior. Ante esa situación, los Padres de la Iglesia aconsejan el estado “apático”, el registro de las imágenes sin ninguna reacción. Hoy en el infierno, mañana delante del Cristo; hoy es un día fasto, mañana nefasto; poco importa, registre simplemente sin sacar conclusiones. Es un inmenso aprendizaje no juzgar su propio caso. Diré aún más: no apreciarlo, simplemente observarlo. Puede dirigirse a un padre espiritual, pero debe estar dispuesto a aceptar si él indica como trágico lo que a usted le parece banal, o califica como sin gravedad a lo que a usted le parece tremendo. En esto hay que renunciar a juzgarse.

El comienzo de la vida interior implica una multitud de impresiones, de signos, de voces propicias o funestas, que pueden precipitar el alma a la locura. ¡Tenga cuidado! El hombre que abandona su concepto carnal, burgués, habitual, se encuentra con paisajes desconocidos, sin marcos de referencia, sin lugares comunes: un mundo desprovisto de criterios sólidos. El peligro es el balanceo entre “lo fasto” y “lo nefasto”, entre Dios y el diablo, entre la tristeza y el gozo, lo verdadero y lo no verdadero. Y mucho más peligroso aún es el juicio sobre sí mismo: “Soy bueno”, o “soy malo”. ¡Tenga cuidado! Registre, registre únicamente. Fuera de la salud de la Tradición de la Iglesia, la entrada en la vida interior puede llevar al desequilibrio.

La revelación de los pensamientos

De ahí la excelencia de este principio de todos los “staretz”, desde San Juan Evangelista hasta nuestros días: la revelación de los pensamientos. Este principio no se aleja mucho del psicoanálisis, los psicoanalistas no han inventado nada nuevo; se trata de contar, de contarse, o de contar a Dios lo que en nosotros pasa, sin ningún comentario; decir objetivamente: “Tengo ganas . . . de matar, de morir, de rezar”. ¿Está bien, está mal? ¿Soy culpable o inocente? ¿Estoy en la verdad o en la falsedad? No me preocupa. Vuelvo a decirlo, en la vida espiritual lo que parece verdadero puede ser falso, y ello es natural. Vivimos con datos exteriores, ni verdaderos ni falsos, pero de los cuales hemos adquirido el hábito: obedecer a mamá, dar la mano a los que uno encuentra, ir a la iglesia, ganarse el sustento. Es así. La humanidad entera vive según condiciones y leyes que ha aceptado, condiciones y leyes más de una vez discutibles, a menudo relativas, y de ningún modo absolutas. Pero contribuyen a un equilibrio exterior. Concebidas a través de la experiencia, aunque imperfectas, se hallan impregnadas de estabilidad. Tenemos una imagen de esto en la actual reforma de la educación de los niños. Con la afirmación de los norteamericanos de que no se los debe contrariar en nada, los niños superan toda medida, y llegan a veces hasta el crimen. Es cierto que la aplicación del látigo, los azotes y las disciplinas demasiado duras de tiempos pasados, eran también objetables. El equilibrio no se logra fácilmente.

En la vida del espíritu somos aprendices, menos que aprendices, estamos librados a una nueva experiencia: el ritmo de la oración. Entonces, y como investigadores que llegan a una sociedad desconocida, escuchemos, asumiendo una prudencia extrema. El proceso de la comprensión de un pueblo, y el de la comprensión de nuestro mundo interior, son idénticos; tanto uno como otro exigen una larga paciencia. Primero, se observan las costumbres sin prejuicio alguno, como si se observara la vida de las mariposas, y solamente después de haber renunciado a una determinada tabla de valores, se puede bosquejar el primer juicio.

Debemos transformar un viejo supermercado en templo de oración. La diferencia entre el supermercado y la Iglesia es que el primero pone precio a la mercadería antes de venderla, mientras que la segunda acepta sin juzgar.

Cuando Nuestro Señor declara: “No juzguéis y no seréis juzgados”, se refiere –antes que nada– al juicio sobre nuestro hermano, pero nosotros somos también nuestro propio hermano. Esta es la razón por la cual una verdadera confesión es tan rara. La mayoría de los penitentes llegan a la confesión con su solución individual, y el presbítero no tiene nada que decir.

Las necesidades del hombre

El cuerpo, para no extinguirse, necesita comer y respirar; la salud se basa en el aire y en una buena alimentación. Se puede vivir sin ver –un ciego vive–; vive igualmente quien no puede percibir los perfumes o los sabores. Sucede lo mismo en la vida espiritual, que debe sustentarse con la oración-alimento y la oración-respiración. En cuanto a las visiones, audiciones, voces, sensaciones, todo eso cuenta poco. A menudo las almas que experimentan apariciones y fenómenos psíquicos quedan tan cautivadas con ello que olvidan la alimentación sana y la respiración del aire puro espiritual. Son quizás visionarias, pero enfermas y medio locas.

La oración-alimento y la oración-respiración nos descubren lo esencial de la antropología. El hombre está compuesto por tres elementos: el espíritu (pneuma), el alma (psyché) y el cuerpo (soma).

¿Cuál es el alimento del cuerpo? Sea carne, pescado o legumbres, es la comunión con el cosmos, con los animales y las plantas, el contacto con la naturaleza que nos penetra, la comunión con el universo. La necesidad de comer para vivir es también el misterio de la unidad de la naturaleza, casi me atrevería a decir “la misa natural”.

El alimento del alma se compone de las relaciones con los seres, las culturas, las artes. Nuestra época aprecia particularmente los regímenes sanos en cuanto a la alimentación; en todas partes se habla de naturismo, vegetalismo, vegetarianismo, ¡qué se yo! Pero nadie se preocupa de los regímenes psíquicos. Los libros son sin embargo un alimento: tragados sin discernimiento provocan el desorden, la angustia, lo que podríamos calificar de “falta de higiene”. No observamos para nada el ayuno psíquico. Hay una especie de ingenio para proveernos de una sobrealimentación irreflexiva: los Reader’s Digest de cualquier especie. Nuestro paladar no acepta cualquier cosa, ya que el gusto está muy desarrollado, pero en cuanto al alma, ella traga cualquier cosa: música, filmes, libros, televisión, relaciones. La higiene psíquica está ausente. Les citaré el ejemplo de un santo. La Virgen se le aparece, y él se da cuenta de que ella permanece en la puerta de su celda; entonces él le pregunta: “Reina de los cielos, ¿por qué no entras?, yo sé que soy indigno”. Y la Virgen le responde: “Hay demasiados libros inútiles en tu biblioteca; cuando los hayas quemado, entraré”.

Dios es el único alimento de nuestro espíritu, y El no se comunica sino por medio de la oración. Ni contactos, ni libros, ni pensamientos, ni sentimientos, ni lo que pertenece a la cultura, a la civilización, a la religión, nutre lo que es divino en nosotros. Unicamente lo Divino nutre lo divino.

A veces nos preguntamos por qué el Cristo, Dios-Hombre, pasaba noches enteras en oración. Porque El era espíritu, alma y cuerpo. Por los alimentos nutría su cuerpo; por la contemplación de las flores, la conversación con los apóstoles, la amistad, alimentaba su alma; por la oración, alimentaba su espíritu. El oraba, no porque necesitara pedir algo a su Padre, pues El todo conocía y podía, sino para nutrir su espíritu.

Sin oración, el espíritu se marchita y muere. El cuerpo vive, el alma se emociona, pero el espíritu está muerto. La oración es el alimento indispensable, vital. Debemos aprender a avanzar en la oración, a elegir nuestra propia forma de oración: perpetua, interior, litúrgica, con o sin palabras, etc.

Acción interior de la oración

Los diversos métodos que hemos expuesto nos ayudarán a llegar al estado de pre-oración. No es todavía la oración: es un estado, mientras que la oración es una “acción interior”.

Surge pues un gran equívoco. Algunos declaran: prefiero una oración que brote del corazón a esas plegarias mecánicas que contradicen mi naturaleza y mis sentimientos; entonces, ¿por qué he de rezar cuando tengo ganas de bailar?

El problema está allí. Un hombre se encuentra excepcionalmente en un estado de oración sincera –es un don directo o indirecto de Dios, que le da la posibilidad de orar– o bien las condiciones exteriores lo exaltan, el deseo ardiente de algo. La oración sincera no es entonces la naturaleza, el alimento de este hombre; no es un hombre de oración, sino un hombre que reza.

San Serafín de Sarov cita un ejemplo clásico extraído de un texto antiguo: Llevan el féretro de un niño (en esa época no se cerraba el ataúd hasta llegar al cementerio); detrás del féretro camina una viuda que llora. Pasa por el mismo camino una cortesana que, viendo este espectáculo, detiene el cortejo y exclama: “¡Señor, que yo sea castigada por mis malas acciones, lo comprendo, pero que Tú lleves al niño de esa viuda honesta . . . Te lo suplico, resucítalo!”. Y el niño vuelve a la vida.

Analicemos esta oración: es absoluta y sincera, ante todo porque esta mujer posee la fe y la humildad. Las cortesanas tienen a menudo más fe que los demás, porque su conducta las sumerge en la humildad, y se consideran indignas. Esta mujer hubiera podido indignarse frente a Dios: “¡Tú no tienes derecho . . .!”. Pero su humildad total suprime en ella toda exigencia. Además, la maternidad sofocada en ella libera simplemente una fuerza psíquica tal, que es escuchada. Es una oración-don, llena de amor maternal. Una serie de motivos han ayudado a esta mujer a engendrar una oración que hace que el niño resucite, aunque ella no sea una santa. Nosotros hablamos de oración sincera o no sincera, sin embargo esta mujer no cuestionó si su oración era o no sincera. Todo convirgió como en un punto geométrico: maternidad, humildad, fe, ardor. Su plegaria es sincera, porque todos los elementos de su alma concuerdan con ella; mientras que cuando rezamos, distinguimos en nosotros muchos impedimentos.

La palabra “sincero” es por lo general muy equívoca. ¡Cuántos dicen: “Yo soy sincero!”. ¿Y sin embargo, qué quieren decir? Ellos se imaginan que son sinceros. “Yo no oculto mi opinión, digo lo que pienso, soy sincero”. Si comenzamos a escarbar, descubrimos la superficialidad de este estado: es sólo un abandonarse a un sentimiento pasajero. ¿Qué “yo” es el que habla entonces? ¿La dignidad del señor tal, su amor propio lastimado, su arranque psíquico? El seguramente es sincero con respecto a ese “yo”, a uno de sus “yo”. Esta sinceridad no es la sinceridad (tampoco una hipocresía), sino un elemento inferior que domina nuestro ser.

El obstáculo esencial es nuestra inestabilidad. En la vida social echamos a los intrusos, cortamos toda relación con quienes nos molestan, pero no sabemos echar afuera a las impresiones penosas, los pensamientos saltarines, porque somos débiles, y tampoco hemos tomado conciencia de que debemos echarlos. Los teósofos enseñan que los buenos pensamientos generan los buenos sentimientos, y viceversa; yo digo que la Iglesia enseña que debemos eliminar tanto los buenos como los malos elementos, y no tomarlos en cuenta.

¿Oración corta u oración larga?

A primera vista, la Sagrada Escritura parece contradictoria: “No oréis como los paganos que multiplican las palabras” (Mateo 6,7). Y de pronto, las palabras de San Pablo, “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5,17), parecen invitarnos a largos oficios y a la oración perpetua. La oración dominical es larga y difícil, si queremos pronunciarla conscientemente, y si embargo es el Cristo mismo quien nos la dio.

¿Oración larga o corta? Nuestro Señor declara que no debemos imitar a los que oran largamente, y El mismo pasa la noche en oración. Su conducta es la de quienes rezan perpetuamente.

Veamos qué es la oración-pedido. Es cierto que la mejor fórmula de la oración-pedido es breve: “Dios, resucítalo, amén”. O bien: “Dios, sálvame, amén”. O simplemente una elevación del alma en el silencio. Las letanías son cortas, recuerdan simplemente, y no se instalan en el recuerdo. Entonces, ¿para qué rezar largamente?

Porque la oración breve, única, eficaz, brota difícilmente de nuestra alma; prolongamos las oraciones, no para alargarlas, sino para poder atrapar la oración corta. Todas las oraciones deben conducir a la oración del silencio, que es perfecta cuando el corazón ora sin palabras. San Juan de Cronstadt había llegado, después de torrentes de alabanzas a Dios, a sanar a los enfermos con una frase o un gesto. La breve oración eficaz se obtiene por medio de la larga oración.

San Macario el Grande dice que la oración es como un invitado. Se limpia la casa, se pone la mesa, y el invitado viene. Pero si ya está presente, no se repite: “¡Ven!”, no se invita otra vez al huésped ya presente. Cuando la oración produce su fruto, la oración-conquista se descarta. Ya no se mide en duración sino en calidad. Dos horas de oración no son necesariamente superiores a un segundo.

Jesús condena la oración del fariseo, y esto es porque éste, en realidad, se escucha a sí mismo y se admira, mientras que el publicano busca la misericordia divina. La grandilocuencia es el mayor peligro de la vida espiritual. Si el alma comienza a escucharse a sí misma –sea por sus virtudes o por sus vicios– automáticamente charlará con ella misma: buena, mala, alegre, trágica, sólo será una oración que se escucha a sí misma. Bendiciendo a Dios, el fariseo se miraba a él mismo; suplicando a Dios: “¡Señor, ten piedad de mí!”, el publicano se borraba, perdido en un rincón del templo.

El sentido de la oración perpetua es el mismo que el de las plegarias largas. Por una parte, retiene el pensamiento vagabundo, concentrando el espíritu, y por la otra, lleva hacia el instante en que los labios no pronuncian más palabras, pues la oración fluye sin interrupción. Todo esto no aparece sino una vez que se ha construido el castillo de la oración, que es serenidad y tranquilidad, cuyas puertas están cerradas a los pordioseros espirituales que pueden estar disfrazados de ideas magníficas, de visiones sublimes, así como de pensamientos carnales y de inquietudes mezquinas.

La oración-alimento

La oración es el alimento y la respiración del espíritu. No es únicamente alabanza a Dios, sino también alimento del espíritu que –sin ella– se adormece y pierde la vida.

La oración-alimento y la oración-respiración son claramente diferentes. El hombre no se alimenta sin cesar; come dos, tres veces por día. Come, luego digiere, y finalmente asimila. Hay pues una oración útil, que debe tomarse periódicamente, una dos, tres veces por día, y que debe ser digerida y asimilada para que dé resultados.

Mientras vivimos, respiramos, y la respiración no puede detenerse ni de día ni de noche. Una respiración normal es regulada y ritmada. El aire demasiado fuerte puede dañar los pulmones enfermos, una vida espiritual muy superior puede no ser conveniente.

Para que la oración-alimento nos nutra realmente, no debe ser únicamente pedido o alabanza, sino también meditación y confesión. Un pensamiento, un pasaje de la Escritura, una frase de adoración, captémoslo por la mente. Así, en “Señor, Tú eres grande”, que “grande” quede en nosotros. La frase no se dirige inevitablemente a “Ti”; el espíritu puede pensar “Dios es grande” tanto como “Tú eres grande”. Y cuando ella penetra en nosotros, no es necesario comprenderla inmediatamente, dislocándola y analizándola; dejémosla reposar hasta que se asimile a nuestro espíritu. Las respuestas vendrán a menudo mucho más tarde.

La oración se adapta a cada persona: puede tanto durar un cuarto de hora como seis horas ininterrumpidas. Ciertos monjes la retoman cada tres horas, otros la practican varias veces por hora.

La oración hace nacer la meditación.

Oración y meditación

¡Atención! El término “meditación” es equívoco. Frecuentemente empleado, exige algunas reservas. Se cree que la meditación es el hecho de especular sobre un tema elegido. La imaginación se pone a trabajar y crea pronto cierto clima. Si usted medita sobre la luz, todo se vuelve luminoso, la marcha es ligera, las alas se abren . . ., pero el más leve accidente en su vida destruirá lamentablemente ese mundo de apariencia paradisíaca. O bien usted es un intelectual, inclinado a lo racional; compone entonces una sabia jerarquía: la luz divina, la luz angélica, la luz profana, la luz sagrada; escribe esto en un libro, un hermoso libro . . . Eso será también artificial. Sin embargo, estas meditaciones son logradas, pero cuando caen en la banalidad –porque el alma no es siempre imaginativa o inteligente–, ¡cuántas cosas inútiles y discutibles se apoderan del alma!

En vez de “meditación” prefiero decir “aprehender por la mente”. No se apure en profundizar la fórmula, se explicará por sí sola y florecerá dentro de usted.

La oración-alimento necesita ciertos períodos, y una asimilación. Contiene el elemento meditativo en el sentido exacto de la palabra: escuchar con atención, registrar, estar presente, nada más. Su gran principio es la disciplina. Nutrirse regularmente –en la medida de lo posible– a la misma hora, en las mismas circunstancias, como lo hacemos con nuestro cuerpo. Régimen sano para el cuerpo, régimen sano para el espíritu.

Hay que evitar el error que confunde al mundo psíquico, emocional, con el espiritual. Se admite que la máquina necesita la técnica, que la medicina es saludable para el cuerpo, y se piensa que el espíritu escapa a todo esto. ¡No! El espíritu es una naturaleza que hay que organizar, vivificar, transformar, y el instrumento para su formación es la oración-alimento, que recupera las capacidades perdidas y procura la vida sana antes que la salud, y la salud espiritual antes que la santidad.

Una vez que se haya acostumbrado a concurrir regularmente a los servicios litúrgicos, después de unos meses, un año, dos años quizás, descubrirá de pronto que algo ha cambiado en usted. ¡Una fuente de ritmo y de equilibrio! Nuestra participación en la Iglesia es el único remedio capaz de salvarnos de las subidas y bajadas, es decir, de las enfermedades. Se pasa por la salud para ir hacia la santidad; si no, podríamos ser santos hoy y criminales mañana. Evidentemente, la creación artística, que llega a planos sublimes, se sirve a veces del desorden, de la iluminación, pero es un camino distinto, y ¿cuál es su fin . . .?

La oración-respiración

La tragedia del pecado original es que el mundo se dio vuelta. El espíritu debía nutrirse de Dios, y respirarlo; el alma nutrirse del espíritu, y respirarlo; el cuerpo nutrirse del alma, y respirarla; el cosmos nutrirse del cuerpo humano, y respirarlo. Apartado de Dios, habiendo invertido todos los valores, cortado el contacto con el Creador –esto es la muerte primera–, el espíritu humano ha perdido el alimento y la respiración. He dicho alimento y respiración. Usted adivina ya que por eso el Cristo dice: “Yo soy el Pan de Vida” (Juan 6,35), y el Espíritu Santo es nombrado Espíritu, Pneuma, Respiración, Soplo, Viento.

Habiendo detenido voluntariamente esta alimentación divina, el espíritu humano ha buscado otro alimento, otra respiración, y se ha dirigido hacia los planos psíquicos, dando así nacimiento a nuestras civilizaciones. Nuestras civilizaciones son un fenómeno enfermizo, lo mismo que nuestra cultura y nuestro arte: provienen del espíritu humano, que se alimenta de cosas inferiores a él. ¿Qué desea el espíritu –en realidad– en la amistad, el arte, la música, la sociología? ¡Desea a Dios! La exigencia del espíritu es absoluta: el amor, la amistad, el arte, no corresponden a su naturaleza. De allí surge la insatisfacción, el drama de los dolores y de los desequilibrios del hombre, que pasa de una ilusión a otra, porque este alimento carece de la sal divina.

El alma psíquica, debilitada ya por lo espiritual que, privado de la sal divina, la succiona, y desprovista de su alimento normal (el espíritu humano no la nutre más, sino que la explota), el alma psíquica, en consecuencia, se vuelve hacia lo que puede procurarle cierto complemento. Se refugia en la materia, y vemos entonces este extraño fenómeno de un mundo complejo, psíquico, aferrado a elementos que lo dejan hambriento, y que engendran las pasiones. Las enfermedades espirituales aparecen inevitablemente.

El espíritu, abrevado por el psiquismo, produce la angustia; y el alma, comiendo el cuerpo, produce las enfermedades. ¡Qué decir entonces del cuerpo, que, en vez de ser el sol, la irradiación, el alimento del cosmos, se vuelve hacia el cosmos y lo gasta progresivamente! La materia –al no encontrar algo inferior a ella para nutrirse– cae en la anemia, y frente a ella se abren las puertas de la destrucción y de la muerte: su único alimento es la nada.

Restablezca la oración, y el equilibrio será restablecido. ¿Es posible, acaso, restablecer el equilibrio entre el cuerpo y el alma cuando el alma se encuentra parasitada, y no alimentada por el que es superior, el espíritu humano?

Higiene del espíritu

Ante todo, curemos el espíritu, rodeándolo de la higiene conveniente. Esta higiene vital es Dios o –como dice el Génesis– el “Arbol de Vida”. El contacto con Dios es la oración. Vemos entonces por qué las dos formas de nutrir el espíritu son la oración-alimento y la oración-respiración.

La razón de la oración es, antes que transformar el mundo, restablecer en el hombre su equilibrio primero, el que le fue quitado por el pecado.

Dado que no sabemos vivir con este cambio de valores, que nos hemos acostumbrado a ver lo superior nutrirse de lo inferior, el retorno se hace penoso, y constatamos que la conquista de la oración no es fácil. Sin embargo, es por ella que debemos comenzar: después entrará en juego el equilibrio del espíritu y del alma, del alma y del cuerpo, del cuerpo y del cosmos. Pero para alcanzar estos equilibrios, hay que reorientar nuestro espíritu hacia la Fuente de Vida.

La vida diaria regula nuestra alimentación según las horas: comemos a horas fijas, según nuestras posibilidades. Dejamos al organismo el tiempo de digerir. El alimento está adaptado a nuestro temperamento y a nuestro estado de salud; además, deseamos que sea natural y de buena calidad. El mismo principio se aplica a la oración, o alimento divino. Un ser cuyo canto interior está tan bien regulado como sus comidas –según las horas– construye, poco a poco, su salud espiritual.

Oración perpetua

Por el contrario, la oración-respiración debe ser permanente; respiramos tanto durante el sueño como cuando estamos despiertos. La respiración es perpetua, ininterrumpida, estemos conscientes o inconscientes. La buena respiración no depende únicamente de los buenos pulmones, sino también del clima en que vivimos; una fábrica de productos químicos, una casa oscura, nos enferman. En el caso de la oración perpetua, se plantea la condición del clima espiritual.

La oración-alimento es, por excelencia, la plegaria litúrgica. La oración-respiración, la plegaria interior. Es inexacto decir que sólo la oración-respiración es necesaria, tanto como decir que sólo lo es la oración-alimento. Algunos siguen enteramente el ritmo litúrgico: comen espiritualmente; pero si no respiran a Dios, serán enfermos y asmáticos. Otros, que respiran a Dios, pueden vivir un cierto tiempo sin alimentarse, pero no respiran en la vida exterior.

El Cristo, siendo El mismo Dios, no tenía necesidad de invocar a Dios; sin embargo, pasaba seis horas en oración al anochecer. ¡Y los críticos del siglo XIX se preguntaban qué hacía . . .! El alimentaba su espíritu: si no hubiera orado, su espíritu humano hubiera sido imperfecto.

Algunos pretenden que la música, o la belleza de la naturaleza, reemplazan la oración; es una vez más la confusión del espíritu con el alma. Tienen la impresión de ser alimentados, pero no lo son realmente por Dios. La punta divina del espíritu se sumerge en Dios. La belleza cósmica o artística les comunica la ilusión de la salud, porque el psiquismo recibe un elemento de belleza; el espíritu está más allá, creado por Dios y sólo para Dios.

Estas dos formas de oración son indispensables: plegaria litúrgica regulada por las “Horas”, y liturgia interior y perpetua llevada por la oración-respiración. Oración-respiración no significa que haya que ritmarla obligatoriamente con la inspiración y la expiración físicas, de la misma manera que la oración-alimento no necesita siempre de la Eucaristía.

La alimentación física es bienhechora cuando –según la terminología moderna– contiene diferentes vitaminas, calorías, etc. Menúes calculados se elaboran de acuerdo con los distintos regímenes. Ocurre exactamente lo mismo con la alimentación espiritual: arte culinario y arte litúrgico. Las Horas litúrgicas previstas por las religiones son como menúes, preparaciones cuyo centro y único alimento es Dios.

Usted quiere orar . . . Admitamos que está solo; ora durante una hora, no mentalmente, sino con sus propias palabras, o con plegarias ya existentes (eso no tiene importancia). Como en el arte abstracto, no es el tema lo que importa, sino el arte. Implore y alabe a Dios por un tiempo, haga penitencia, mezcle los sentimientos y los pensamientos, profundice este o aquel misterio divino. El tema debe existir, pero lo que es esencial es que durante ese tiempo usted esté frente a Dios, para El y en El. No trate de obtener un resultado; practique una hora de oración para que su espíritu y su alma comiencen a comer, a reconstituirse después de la gran hambruna, y que después digieran. Retomarán fuerzas, aún si están adormecidos, como los apóstoles, incapaces de soportar la oración poderosa y larga del Cristo. A propósito de adormecimiento, y en caso que tome usted somníferos para distender su vida agitada, ore, y verá –al segundo o tercer salmo– que se dormirá en paz bajo la mirada de Dios. La oración, consciente o inconscientemente, nutre nuestro ser.

Atravesamos períodos de “indigestión”, en los cuales no tenemos sed de Dios. El instinto nos guía en el mundo material, pero en el seno del mundo espiritual olvidamos ese instinto. Cuando perdemos la salud espiritual, no sentimos más hambre de oración. Sin embargo, habituémonos a las liturgias, y volveremos a sentir el hambre de oración.

No debemos esperar una contemplación rápida. En algunas comidas se sirve champagne, en otras vino común, en otras agua mineral. Tomar champagne continuamente sería cansador . . .

La oración-alimento está ligada a la lectura, a la imagen, al canto, a la meditación. Depende siempre de muchos aspectos, porque si se concentrara únicamente en la lectura, por ejemplo, Dios se convertiría en un objeto intelectual; si se concentrara solamente en la imagen, no sería sino sentimental, y el Dios Viviente desaparecería.

Profundización de la oración

La oración-respiración debe tender a convertirse en oración perpetua. El hombre está medio muerto y medio vivo. Una condición de curación es el aire puro. Pero, ¡atención con el peligro! El Sermón de la Montaña nos enseña que la felicidad, la bienaventuranza, se asienta en la interiorización, en el desprendimiento de los condicionamientos exteriores. Pero a menudo he notado una falsa interiorización: el ser escrupuloso crea un mundo lúgubre y triste alrededor de su pequeño “yo”. A éste, el maestro espiritual le dirá: “Sal, ocúpate de los otros, porque no tienes acceso a Dios y a lo Divino en ti; no tienes acceso en ti sino precisamente a lo que te separa de Dios y de los otros”.

La oración-respiración vive al aire puro. Antes de entrar en ella, deje de lado todo pensamiento estrecho, “micro-psíquico”, como dicen los Padres de la Iglesia. Si su Dios es mezquino, su plegaria interior es peligrosa. Que su espíritu se ubique en un concepto de Dios amplio. Cuanto más inmenso, bueno y amplio sea su Dios, más sabrosos frutos traerá su oración perpetua. Uno de los peligros es observar solícitamente su propia iniquidad y su fracaso, cultivar en cierto modo, en vez del amor a Dios, su amor propio.

Después, cada uno a su manera (y para ayudar a buscarla están los padres espirituales) debe hallar el modo en que su alma permanezca en esta oración-respiración. Hay la repetición de los Nombres: Jesús, María; hay otro camino: ponerse perdurablemente delante de Dios. Es en sí muy accesible, y lo resumiré en dos expresiones: permanencia-respiración, permanencia en Dios.

Los buenos métodos ofrecen medios simples. Nuestra respiración tiene que ser regular, ni agitada ni ahogada. Del mismo modo, en la oración, los cambios son inútiles. Respire, ore, respire, ore, y eso se convertirá en su ser mismo.

La respiración en la oración

La respiración se efectúa por la inspiración –la retención del aire durante uno o varios segundos– y la expiración. Sería bueno que la oración adoptara el mismo ritmo. Se aspira el Nombre divino, se lo retiene, se lo da. Uno de los ejemplos clásicos es el hesicasmo, la “oración de Jesús”. Aspiración: “Señor JesuCristo”; retención; entrega, don: “Ten piedad de mí”. La experiencia demuestra que si no se hace más que el movimiento positivo, o el negativo, no se adquiere el ritmo normal de la oración. Es necesario, después de haber recibido los Nombres divinos, volver a darlos. En la vida monástica se agrega un ejercicio exterior: prosternarse, quedarse en la prosternación, levantarse. Un movimiento similar armoniza la plegaria litúrgica bienhechora: sobriedad, solemnidad, recepción, penitencia.

Algunos misales ofrecen para la mañana una categoría de oraciones, bajo el nombre de actos de adoración, de fe, de esperanza; y por la noche, actos de contrición. Algunos grupos protestantes, –y de instructores “scouts”– aconsejan tomar una decisión al levantarse, con el fin de pasar el día de tal o cual manera; es su B.A. (su “buena acción”). ¡Estas maneras de orar deben abandonarse completamente, y para siempre! Nada de resoluciones, ni de grandes esfuerzos interiores.

Evidentemente, cuando el hombre come, toma un cubierto, abre la boca, mastica, y después digiere. Mientras respira, inspira y expira el aire, y puede aprender a respirar convenientemente. Pero si estos movimientos físicos reclaman un esfuerzo, son nocivos o dañinos. Debemos recibir, asimilar, y no darnos; digo esto para la oración-alimento y la oración-respiración. Toda decisión voluntaria cierra la posibilidad de salud. Sin duda alguna, podemos luchar contra cierta distracción, lo mismo que podemos vigilar nuestra masticación si es mala; podemos esforzarnos en pronunciar las palabras lentamente; esto es una higiene, pero no un esfuerzo de voluntad.

Daré cuatro imágenes para tratar de representar el estado de alma durante la oración-alimento-respiración. Que el alma imite a una copa o recipiente, una vasija, como dicen los textos de la Edad Media (las iniciaciones están simbolizadas por una copa), una copa en que Dios vierte su vino, su gracia, su fuerza. Que el alma se asemeje a un loto, a un tulipán, que capta los rayos del sol, o el rocío de la mañana. Que el alma sea una rosa cuyo corazón es el sol.

Imagine que su corazón es Dios, que irradia en su ser abierto, o –como en ese cuadro que me gustaba en mi infancia– que es semejante a San Sebastián, que muestra su pecho para recibir las flechas. Cuando tuve la primera revelación del Espíritu Santo, El descendió sobre mí como un pájaro venido del cielo, y me picó el corazón, pero mi corazón estaba abierto para recibir esa herida, ese alimento. Copa, loto, tulipán, rosa: algo que se abra para acoger y alimentarse. Sus gestos, sus actitudes, no deben exigirle mayor esfuerzo que el de estar bien sentado a la mesa de un banquete. Acepte y guarde. La Virgen guardaba en su corazón las preciosas palabras de su Hijo.

He subrayado esta conducta porque muchos se inquietan. Creen que la oración-alimento se apoya en una actividad interior que consiste en ponerse en tensión, imaginar, querer, fijar, concentrarse, en vez de guardar, apartar lo que retiene, y formar el hueco de la copa interior donde Dios penetra. En cambio, la concentración y la concepción intelectual son cúpulas que se cierran, y la gracia no puede derramarse en ellas.

El equilibrio de una jornada

¿Cuál es el régimen clásico de la división de la jornada?, división cuya finalidad es el equilibrio físico, psíquico y espiritual. Los Padres de la Iglesia han respondido: ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, que comprenden el sueño, el alimento, la conversación, la distensión, y ocho horas de oración. Esto es lógico, y parece fácil.

Pero estamos todos por debajo de este ideal. El espíritu está disminuido, subalimentado. Padecemos todos de anemia espiritual.

Trabajo quiere decir ocho horas de esfuerzo; trabajo intelectual, manual, comercial, profesional. El trabajo únicamente intelectual no es saludable para el equilibrio; es preferible que sea manual e intelectual. De todos modos, el intelecto devora demasiado nuestros momentos libres. ¿Qué notamos en nuestra vida? Mucho más de ocho horas de trabajo intelectual. En cuanto a mí, paso entre doce y catorce horas con él; para la oración –salvo durante la liturgia– no me queda mucho tiempo, y tampoco para el descanso.

No lo olvidemos: la distensión es tan útil como la oración y el trabajo. No consiste en no hacer nada. Muchas veces nuestro sueño no es un descanso, porque estamos tan cansados que no podemos relajar nuestros músculos, ni nuestros pensamientos. Cuando San Antonio el Grande salió una vez del desierto, un príncipe quiso conocer a este hombre excepcional, cuya celda se llenaba de llamas; no encontró más que un monje jovial que discutía con un campesino sobre la caza, la lluvia y el tiempo. El noble señor quedó extremadamente desconcertado ante esta actitud tan simple en un monje eminente. Entonces San Antonio le dijo: “Amigo mío, si la cuerda está demasiado tensa, el arco se rompe. Nuestro Señor se permitía instantes de distensión”.

La mayoría de nosotros duerme ocho horas, pero esto se debe a que la vida está mal balanceada; seis horas de sueño y dos de verdadera distensión deberían ser suficientes. El trabajo es, pues, el esfuerzo; la distensión, la ausencia de esfuerzo.

Vigilancia

Y las ocho horas de oración, ¿son activas o pasivas? Un tercer término las define: vigilancia. Ni activas ni pasivas, ni esfuerzo ni distensión, ni descanso ni laxitud. “Vigilancia” es el término que usa el Cristo: “Velad y orad”. El espíritu no está retenido por un monólogo con su voluntad, su sentimiento o su inteligencia, imponiendo algo a sí mismo o a los otros: está en un estado simultáneamente pasivo (porque escucha, capta, para recibir) y activo (porque descarta las distracciones). De pie, presente, la cuerda justamente tensa para que la mano divina pueda tocar una nota.

Una preparación progresiva precede a la vigilancia: un tiempo durante el día para la actividad, maestra de nuestra inteligencia, voluntad y capacidad psíquica; un tiempo también para la distensión, y finalmente un espacio libre, un “diván” psicofísico, para que el tercer estado, de vigilancia, pueda obtenerse fácilmente, y situarse entre el trabajo y la distensión, síntesis de ambos. El hombre siempre pasivo no alcanzará la presencia activa, y el hombre siempre activo estará fuera de la posibilidad receptiva.

¿Cómo distribuir prácticamente estos ocho, ocho y ocho? Mi consejo es poner delante de nuestros ojos la norma universal y absoluta, compararla con nuestra propia existencia, y discernir en qué proporción estamos lejos de ella. No esperemos cumplir esta fórmula perfecta, pero podremos medir lo que nos separa del equilibrio, al que trataremos de acercarnos.

Aquéllos que no tienen ni oración ni descanso, que traten de introducirlos en sus vidas. Que la experiencia les indique sus falencias, y que se esfuercen después en llenar, tanto como les sea posible, el depósito vacío, disminuyendo el contenido del depósito demasiado lleno.

Repartir bien nuestra vida diaria, con la interrupción de dos horas al mediodía, no es nada fácil. Se impone un arreglo más complicado. Por otra parte tengamos en cuenta que en los monasterios la oración no se hace de un solo tirón. Hay horas más o menos propicias para la oración, para el trabajo y para el descanso. Nuestras ocupaciones modernas nos obligan a ocho horas de trabajo, que no podemos desplazar, pero además de estas ocho horas necesarias se superponen las horas de trabajo personal (trabajo sobre uno mismo). Creo imposible afirmar que la mayoría de los trabajadores se limiten a ocho horas por día. Sin embargo, para el equilibrio humano, no deberían sobrepasarse las cuarenta horas semanales (hablo de las fábricas y oficinas), porque hay que agregar el trabajo personal indispensable para la plenitud del hombre. Este fue el ideal socialista, aplicado en Francia entre las dos guerras, y suprimido después.

Distensión

Tres veces ocho horas es la proporción para los días de semana, ¿pero y el séptimo día (el domingo), los días de fiesta, los de vacaciones, pagas o no? A decir verdad, nuestra vida moderna no tiene suficientes fiestas. Cuando la Iglesia influía profundamente en la sociedad, se tenían días feriados mucho más frecuentemente, pero de otra manera. No había largas vacaciones continuas. Hasta la Revolución Francesa, los países cristianos reservaban dos semanas para Pascua, dos para Navidad, y uno o más días para diferentes fiestas. Las grandes fábricas no existían, y en esos días el trabajo se detenía –en la medida de lo posible– en los talleres.

Veamos ahora el problema del domingo (salvo para el presbítero, por supuesto). Evitemos ese día las costumbres puritanas, o demasiado católicas, muy piadosas y “religiosas”. ¿Cómo pasa el domingo un hombre, según esas costumbres? Por la mañana reza, luego come bien, lee la Biblia, se pasea, pero no muy lejos, se aburre de veras, escucha las Vísperas, y como está prohibido trabajar o distraerse en el día del Señor, se alivia diciendo cosas malas de los demás. San Agustín había observado que los domingos deben ser hábilmente distribuidos entre la distensión y la oración. Esta distensión empieza por los vasitos de vino, y las charlas después de la misa.

Me han planteado la cuestión: ¿por qué no quedarse en la iglesia, después de la misa, para entrar en recogimiento? Si alguno quiere concentrarse, que se concentre. Pero el que quiere “digerir” bien la liturgia, alimentarse con ella, debe saber entrar en el descanso bajo una multitud de formas: paisajes bellos, cine, reuniones. En la Iglesia primitiva, las reuniones después de la liturgia llegaron a tener una gran importancia, a tal punto que se hicieron bulliciosas, y los Padres tuvieron que tomar medidas. Los fieles, animados por el Espíritu Santo y la alegría pascual, franqueaban a veces las fronteras espirituales, útiles para el espíritu humano. Pero es cierto que la distensión dominical es indispensable.

Las vacaciones deben adoptar también dos características. Subalimentados espiritualmente durante el invierno, a causa de nuestra actividad, tenemos necesidad absoluta de relajación completa, y de retiro espiritual La mejor solución es pasar unos días de retiro: yéndose, quizás, a un monasterio, para escuchar simplemente los oficios, con lo menos posible de predicaciones. El mejor de los retiros es aquél en que el alma se nutre de oración, no como en esos retiros organizados, donde se soporta a predicadores a veces indigestos.

La oración “en espíritu y verdad”

Esfuerzo, distensión, vigilancia, he aquí las tres actitudes que deberían integrar nuestra jornada.

Todos sabemos qué es el esfuerzo, y que es necesario armonizarlo con nuestro ritmo (pues algunos esfuerzos se realizan en la rapidez, y otros en la lentitud), y que, además, el esfuerzo agitado es nocivo.

En cuanto a la distensión, ella es difícil en nuestros días, y reclama un atento aprendizaje.

Quisiéramos considerar particularmente la vigilancia, a la cual nuestra educación moderna da poca importancia, y que sin embargo está íntimamente ligada a la oración.

La medicina, y muchos círculos hinduistas, naturistas, hablan de distensión; existen muchas técnicas para adquirirla. Se escribió mucho también sobre la racionalización del trabajo. Tenemos píldoras para dormir, y hasta para despertarnos, pero todavía no tenemos píldoras para la vigilancia. Esto demuestra que la medicina no ha reconocido el lugar eminente y legítimo de la oración, inclinándose únicamente hacia el rendimiento del hombre, o su equilibrio, por la distensión.

La vigilancia, al igual que las otras categorías de oración, aparece a simple vista como una cualidad antinómica. ¿Qué significa pensar “antinómicamente”? Comprenderlo será un buen ejercicio.

Pensar antinómicamente es tomar los opuestos, no como elementos de lucha, sino como términos de los que hay que sobrepasar su oposición. El dogma de las dos naturalezas del Cristo es una antinomia, Dios-Hombre: el hombre, aunque inseparable de la divinidad, no se confunde con ella. El dogma de la Trinidad es antinómico: Tres y Uno. La técnica interior y espiritual realiza esta toma de conciencia de las antinomias.

La vigilancia, justamente, contiene ese elemento antinómico, activo y pasivo. Si no se escucha, no se puede recibir la gracia, y el alma está tensa; la distensión es pues indispensable. Mas en la vigilancia, los sentimientos y la inteligencia no están adormecidos. Entendamos el término vigilancia en su sentido más concreto: no dormir durante la noche, “velar”, es decir, salir del clima turbado del día, entrar en una zona de tranquilidad en que la naturaleza descansa, y en que al mismo tiempo uno se mantiene de pie y despierto.

La vigilancia contiene la distensión, el rechazo de toda tensión, de todo activismo, y la lucha contra el sueño. Podríamos casi decir que el elemento activo es negativo, ocupado en alejar el adormecimiento, y que el elemento pasivo es positivo, ocupado en crear y mantener un estado de presencia.

Los Padres de la Iglesia emplean una extraña palabra para expresar esta técnica: apatheia. Este vocablo no significa para nada apatía, indiferencia. La apatheia es uno de los instrumentos dados para la vigilancia. Rechaza las impresiones exteriores, al mismo tiempo que nos permite permanecer “presentes”. Es semejante a un hombre que escucha atentamente. Obviamente el que habla está en acción, pero el que escucha con atención, pese a que no esté activo –en el sentido estricto de la palabra–, de hecho sí lo está, ya que está atento.

Antes y durante la oración, el trabajo consiste en luchar para guardar ese estado vigilante: ausencia de sueño y ausencia de tensión. Esto se manifiesta de la siguiente manera: de pronto, una palabra de la plegaria sorprende, o una revelación se descubre, o el corazón arde de amor, o de penitencia. Se siente usted como una copa abierta a la gracia. ¡Atención! Acepte esa gracia sin instalarse en ella. Por el contrario, si está obstaculizado en la oración –por incapacidad, distracción o pesadez del alma– mantenga el esfuerzo, y siga orando. “Velad y orad para que no entréis en tentación” (Mateo 26,41). La tentación surge, precisamente, cuando no estamos vigilantes.

Esta vigilancia nos nutrirá espiritualmente, a condición de que la alternemos en nuestra vida con la distensión completa y con el trabajo: armonía de la distensión y del esfuerzo sobre nosotros mismos, y entre los demás. Que nuestro tiempo vaya tomando de la vigilancia su doble rostro.

Las técnicas

Profundicemos en la oración-respiración.

Junto a la oración-alimento, que es la oración litúrgica, vive la oración-respiración. Su naturaleza misma la hace permanente, porque el ser que no respira muere. La oración-alimento se hace, se detiene, recomienza, mientras que la oración-respiración no debería cesar. El espíritu adquiere la salud total cuando el hombre ora sin cesar, tal como respira.

El Cristo dice a la samaritana: “Se adorará al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4,23). La primera lección de esta frase es que se orará al Padre, en el Espíritu Santo, por el Hijo: “espíritu” designa al Espíritu Santo, y “verdad” al Hijo. Pero el sentido inmediato que surge es que la oración-respiración tiene dos caracteres: espíritu y verdad.

Se presenta bajo diversas formas: sin palabras, con palabras, sin palabras que precedan a las palabras, en silencio después de las palabras. Aclaro esto: la oración sin palabras previas es perpetua: “el hombre camina delante de Dios”, como dice la Biblia. Es actuar y vivir en la presencia de Dios. Pero constatamos que innumerables obstáculos nos impiden vivir perdurablemente en ese plano.

Utilizamos entonces la oración perpetua (llamada por los hindúes “mantra”). Sus fórmulas son múltiples: la enseñanza ortodoxa cita principalmente una: “Señor JesuCristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí”. Esta forma, la más frecuente, la más amada, la más practicada, no es la única. “Kirie eleison”, “Señor, ten piedad”, es también una oración perpetua que nos llega de la Iglesia primitiva. Puede haber muchas otras.

La brevedad, a semejanza de la respiración, es la característica de estas fórmulas. No se trata de un banquete. Observo al pasar: muchos dicen que los oficios ortodoxos son demasiado largos. Esto es una cuestión de costumbres. ¿Los banquetes nupciales no duran acaso cinco horas, o más? Nuestro estómago físico y nuestro estómago espirititual se han empequeñecido. El Oriente, por su parte, no ha podido acostumbrarse a celebrar los oficios con la misma prisa con que uno se come un sandwich, de pie en un bar. Ellos han conservado el ritmo de quienes saben celebrar y festejar. Las Iglesias francesas de la época merovingia tenían oficios larguísimos.

La brevedad corresponde a la respiración. La oración perpetua comenzará por la repetición de frases cortas, siempre las mismas. Esta frase prepara la oración sin palabras, en la cual nuestra naturaleza se convierte en oración, que mana de nuestro corazón y ritma su respiración.

La oración-respiración comienza por una actitud: caminar delante de Dios. Se realiza como oración perpetua, que transforma todo nuestro ser, para llegar a ser oración sin palabras, en la cual el hombre mismo es oración, y la respira a pulmón lleno. Viene por la tradición de Seth, el tercer hijo de Adán, que fue el primero en invocar el Nombre del Señor.

Ayer se me presentó un ejemplo impresionante. Se trataba de un no-cristiano, de tendencia hinduista, que vivía en oración, y en largas, muy largas, meditaciones, que alimentaban su sentimiento. Supuse que este hombre se daría cuenta de la insuficiencia de esta oración, sustentada únicamente en el sentimiento, y en oír la voluntad de Dios. Con simplicidad reconoció que se desvinculaba de la tierra, y perdía la capacidad de actuar por sí mismo, y que su irradiación, en vez de aportar soluciones a las dificultades de los otros, los hería, los molestaba. Muchas veces hablaba con verdad, por cierto, pero sus palabras carecían de un análisis tranquilo, y de discernimiento . . ., sin hablar de sus propios negocios, que andaban muy mal. A esto me contestará usted: ¿es que un hombre de oración no puede acaso vivir como un anacoreta? Amigos míos, hasta la vida de un anacoreta debe estar organizada. Este hombre había puesto el eje de su oración en el sentimiento, sin fortificar su inteligencia. Por suerte comprendió, pero me dijo tristemente: “¡Si cambio perderé esta oración intensa, esta presencia de Dios, esta unión!”. Sí, le respondí, la perderá temporalmente, para reencontrarla después.

Si buscamos el calor del corazón, la obediencia a Dios, la recepción de la gracia, es indispensable alejar el pensamiento que distingue y analiza. El único pensamiento que no contraría el corazón es el de la identificación con Dios, el de la unión. Todo lo que es dual, múltiple, matizado, impide la disponibilidad del corazón, su entrega en las manos de Dios, la receptividad de su luz. La concepción hindú: “Yo soy Dios”, en el sentido de que “yo” se confunde con “El”, que “yo” en realidad no existe, que todo es Dios, no es una verdad, sino un pensamiento al servicio de la experiencia del corazón, porque el corazón tiene como exigencia la unidad perfecta. Este pensamiento, instrumental, al servicio del corazón, acarrea la experiencia de una pérdida de contacto con lo real, con el mundo y consigo mismo. Por eso el Cristo enseña la plegaria “en espíritu y en verdad”.

Las fórmulas

Analicemos ahora un ejemplo de oración perpetua, el más clásico: “Señor JesuCristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí”. Está dividida en dos partes: “Señor JesuCristo, Hijo de Dios”, y “ten piedad de mí”. Estas dos partes son diferentes. La primera afirma, y se dirige a nuestra inteligencia; la “sentimos” difícilmente: es la verdad. “Ten piedad de mí”, en cambio, se dirige al corazón, nos hace comprender la necesidad de la misericordia de Dios.

La oración de Jesús, compuesta con el solo nombre de Jesús, no puede satisfacer la exigencia del Cristo: en espíritu y en verdad. La razón es psicológica: los últimos siglos han rodeado el Nombre de Jesús de un ambiente emotivo; quien lo pronuncie perpetuamente puede sentir rápidamente el calor del corazón, pero su inteligencia no estará sustentada (el Nombre JesuCristo está actualmente más distante del sentimiento espontáneo). Pues la característica del alimento de la inteligencia, por lo menos al comienzo, es que pertenece a algo que no tiene correspondencia inmediata y directa con nosotros –se podría usar el vocablo “objetivo”–, pero que a su vez es semejante a la piedra sobre la que se construye la Iglesia, una piedra estable, sólida, que adhiere el corazón a la inteligencia. Nuestro Señor desea que nuestra oración perpetua tome la vida divina como una pinza, pinza que tiene dos puntas.

La plegaria, que es capaz de desarrollar nuestros pulmones, y llenarlos de salud, contiene el elemento de verdad, de revelación, y también ese otro que conmueve nuestra alma “subjetivamente”. Toda oración, aún espontánea, debe tener estos dos aspectos para no resultar deficiente. De lo contrario, no respiramos el aire fresco de Dios.

Un principio de la oración perpetua que debemos apreciar es que nos ha sido dada por el cielo, o por un padre espiritual. Tenemos varias, entre ellas la oración admirable de San Joannic: “El Padre es mi esperanza, el Hijo mi protección, mi manto es el Espíritu Santo”. Vemos en ella que, mientras la acción se dirige al corazón, los Nombres divinos sorprenden nuestra inteligencia. Esta oración es trinitaria, en tres fases.

Para hacer corresponder la oración con la respiración, he aquí el procedimiento clásico: inspirando, confesamos el Nombre, y alimentamos nuestra inteligencia; expirando, rendimos tributo a nuestro corazón. ¿No decimos acaso, en el lenguaje corriente, “recibir la verdad”, y “entregar el espíritu”?

He conocido a muchas personas que provienen de los ambientes católico-romano o hinduista (no me estoy refiriendo a los hindúes, cuya situación es muy distinta), dos ambientes que se interesan en la oración perpetua, y me han confiado que “Señor JesuCristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí” era una oración que “no les decía nada”, les parecía insípida, no les procuraba ninguna experiencia rápida, en la que el corazón se enciende, o la inteligencia se siente invadida por la luz. ¿Qué significa esto? Que nuestra inteligencia no está ya alimentada por la verdad cristiana. Los hindúes nutren abundantemente su inteligencia con su metafísica, mientras que los cristianos se quedan con hambre, porque la revelación cristiana ya no forma parte de su comida espiritual.

La oración perpetua

Una verdad confesada no resuena inmediatamente en el alma, y nos resulta más fácil captar el ritmo cósmico que el Pensamiento divino. Es indispensble, como lo indican los Padres de la Iglesia, prever etapas que permitan llegar a la oración perpetua:

la etapa mecánica,

la etapa mental,

la etapa cordial.

Durante la etapa mecánica, el que ora se esfuerza en pronunciar la oración regularmente (cien, mil veces . . ., un cuarto de hora, media hora, una hora por día). Puede reservar para esta oración instantes determinados, o momentos disponibles: trabajos manuales, viajes que realiza durante el día, etc. Esta oración se realiza sin que el espíritu contemple las palabras. La única preocupación del que ora es no faltar a la decisión tomada, sea tantas veces, o tanto tiempo por día.

En la oración mental, el que ora asimila las palabras de la oración. Las enuncia conscientemente para que no estén junto a su pensamiento, sino que sean su pensamiento. Esta segunda etapa es ya tan eficaz que el alma comienza a eliminar completamente al enemigo número uno de la salud espiritual: el aire envenenado de los pensamientos inútiles, ese clima –en parte inconsciente– en el cual el hombre es pensado por sus pensamientos.

Existen, además de la oración perpetua, métodos excelentes para llegar a pensar las palabras. El vocablo elegido se articula, luego es introducido en la mente. Antes de que naciera el psicoanálisis, este método era aplicado por los antiguos para aliviar a hombres violentamente atormentados por problemas graves. Los obligaban a trazar, con una escritura grande y siguiendo un ritmo muy lento, el nombre de un objeto colocado delante de ellos: lámpara, por ejemplo. Si al cabo de cierto tiempo los pacientes llegaban a identificarse, aunque fuera por espacio de un segundo, con el pensamiento de la lámpara, podían sanar, salir de esa enfermedad en la que una multitud de pensamientos (geniales o estúpidos) se empujan y los ahogan, como la muchedumbre del subterráneo en las horas pico. Este método, tan viejo como el mundo, esta cultura tradicional, se apoya en la repetición.

La tercera etapa es la definitiva. El que ora hace descender su oración al corazón, para que ella se encienda, y fluya sin palabras: “El que cree en Mí, ríos de agua viva (la oración perpetua) correrán de su seno” (Juan 7,38).

Una persona que había aceptado –bajo el consejo de su padre espiritual y a pesar de sus ocupaciones prácticas– la oración de Jesús durante media hora cada día, me comentó que, a pesar de la distracción y del vagabundeo de sus pensamientos, la práctica mecánica de la oración que penetraba en su alma le había traído tranquilidad, había pacificado las inquietudes y los excesos de nerviosidad, de tal modo que la presión tiránica de su psiquismo enfermo había perdido su fuerza. Sin haber adquirido todavía la paz profunda, había constatado que no estaba más a la deriva, y que un punto estable se había formado en su alma. Esta experiencia puede ser hecha por todos. Es suficiente anclarse en la práctica regular e ininterrumpida. La etapa “mecánica”, por supuesto, no opera la transformación del hombre interior, porque se mantiene exterior a la conciencia. Su carácter secundario no se halla, sin embargo, desprovisto de cualidades: la buena voluntad de orar (valor moral) y la influencia poderosa y objetiva de las palabras sagradas y de los Nombres divinos (valor divino).

El hecho de calificar a esta etapa como “mecánica” no significa que se pueda encerrar la energía del Nombre de Jesús de manera automática. Esta energía terrible no se entrega al hombre sino en la medida en que el hombre puede soportarla. Podríamos llamar a esta etapa “volitiva”, en lugar de “mecánica”, pero preferimos este último término para evitar el argumento de los méritos.

La buena voluntad del que se esfuerza en repetir la oración puede, en efecto, engendrar el sentimiento de los méritos y de la recompensa. Por cierto que Dios aprecia el esfuerzo humano, ya que no es ingrato, “por un centavo, El se apresura a devolver miles de pesos”, decía un monje. El sacrificio más mínimo por El, es acogido en el cielo con alegría. Pero si bien El tiene en cuenta hasta el más mínimo gesto de buena voluntad, y lo recibe como un regalo de gran precio, ello no nos otorga el derecho a reclamar nada, ni a tener la impresión de no deber nada a Dios. Seremos perdurablemente sus deudores, cien por ciento.

El concepto de “méritos” endurece el alma, e inmoviliza su progreso. Nuestro corazón deja de estar hambriento de salvación, nuestro “yo” se hincha, y el “Yo” divino es expulsado de nuestro espíritu. La “Philocalia” (amor de lo bello), enciclopedia de los maestros de vida espiritual de los siglos I al XVIII, libro precioso por excelencia para la técnica de la oración, ignora el concepto de “mérito”.

No queremos suprimir esa palabra de nuestro vocabulario, su lugar es legítimo, pero queremos subrayar que en el trabajo interior, y para la eficacia de la oración, debemos anularla. Cuando decimos, de un ser que ha sufrido mucho en la tierra, que “merece el cielo”, no cometemos una falta; pero si afirmamos “He merecido el cielo y la Gracia”, entonces sí que cometemos una falta hacia nuestra alma, que nos ha sido confiada. Aquí se devela una ley poco comprendida, que parece injusta e ilógica: adornarnos con méritos es nocivo, distribuirlos sobre los demás es excelente. La buena voluntad y el esfuerzo personal tienen un valor moral incontestable, pero no pueden ser usados como moneda de cambio.

La ley espiritual difiere, sin contradecirla, de la ley moral; la sobrepasa, y desplaza sus problemas. De ello resulta que acciones y estados moralmente indiferentes –o neutros– son a veces mortales espiritualmente.

El inconsciente, el subconsciente, provocan actos involuntarios, de los que el hombre no es responsable en el plano moral (lo mismo sucede con el superconsciente, o estado de gracia), pero debemos tenerlos en cuenta en el plano espiritual. Es necesario descubrir, purificar, el inconsciente o el subconsciente, que pueden socavarnos secretamente. Sin superconsciente, o estado de gracia (conciencia esclarecida por Dios), no hay evolución espiritual.

Algo más sobre la oración mental

La segunda etapa, la de la oración mental, exige algunas precisiones. Ya he indicado lo esencial, pero como el hombre moderno ha perdido el conocimiento directo –y ha complicado al extremo los reflejos intelectuales y sentimentales– es bueno intentar definir esta etapa.

No basta comprender, comentar, meditar, sentir la oración, se trata de articular conscientemente las palabras que la componen, y “verlas” a través de la inteligencia. La sabiduría Zen se difunde en Occidente en nuestra época; los que la conocen nos comprenderán más fácilmente. En el plano práctico, esta sabiduría asiática nos enseña a considerar las cosas tal como son: un bastón es un bastón.

Algunos la emplean para restablecer el equilibrio mental y psíquico: obligan al paciente que lo acepta a no aislarse en su mundo cerrado, y –por medio de sensaciones simples– a salir hacia los objetos (escuchar el sonido, simplemente, tal cual es; mirar los colores, simplemente, tal como son, etc.). Todos, más o menos, estamos enfermos espiritualmente, en un estado clínico; somos todos pecadores.

Tomemos como ejemplo esas pocas palabras de la oración de Jesús: “Señor JesuCristo, ten piedad de mí”. San Pablo dice: “Es preferible decir conscientemente cinco palabras, que diez mil distraídamente” (1 Corintios 14,19). Cuando decimos “Señor”, tenemos que darnos cuenta de que hemos dicho “Señor”, y no “Jesús”, o “Cristo”, o “ten piedad”, o “de mí”. Y cuando articulamos “Jesús”, que no hemos pronunciado “Señor”, o “Cristo”, etc. Cuando continuamos, “Ten piedad”, tener conciencia de que no pedimos “ámame”, o “purifícame”, y cuando terminamos “de mí”, distinguir que no es “de ti”, o “de nosotros”.

Martillar la palabra con la mente de manera tal que se establezca un contacto directo entre el pensamiento y la palabra, sin parásitos en la ruta, o ideas análogas. Estar atento a la oración. La Virgen estaba plenamente atenta, y “guardaba las palabras en su corazón”, despojada de reflejos y de reflexiones: ella era íntegra.

Ese período de oración mental ilumina nuestro ser, nos hace pasar del exterior al interior, nos guía hacia el umbral del templo del Espíritu Santo construido en nosotros. Nuestra mirada sobre el mundo exterior –y sobre nosotros mismos– se profundiza, y se hace exacta.

Nuestra relación con los que practican la oración mental es siempre saludable. Ellos exhalan inteligencia y prudencia, ya no juzgan más al prójimo, porque su pensamiento está lleno del Nombre divino, y su alma cultivada por la súplica: “Ten piedad de mí”. La medida, la lucidez, la magnanimidad, germinan en su corazón. Mas los que se precipitan en la oración de Jesús con el deseo de dirigir a los otros, en vez de huir del comercio humano para estar únicamente con Jesús, van al encuentro de un peligro espiritual. El que piensa sólo en que él tiene necesidad de ser salvado, está en el camino espiritual, pero el que cree poder salvar a los otros, toma el camino de las ilusiones, y está cerca de la locura espiritual.

Si se presenta mucha dificultad para entrar en la oración mental, propondré enseguida dos ejercicios que pueden ayudar:

Repetir cada palabra varias veces, durante cierto tiempo: Señor, Señor, Señor, . . ., Jesús, Jesús, Jesús, . . ., ten piedad, ten piedad, ten piedad, . . ., de mí, de mí, de mí, . . . Imprimir, confirmar, empujar, enclavar el vocablo en nuestro cerebro.

Profundizar también el valor teológico de cada una de las palabras repetidas. Por ejemplo, “Señor” es el Nombre que afirma la divinidad del Cristo; “Jesús” afirma su humanidad. El Nombre de Jesús es una fuerza temible para las potencias infernales, y es la suave delectación de las almas justas (ver los textos esenciales para la fiesta del Nombre de Jesús, el 1º de enero).

Estos dos ejercicios, repetir y profundizar, no pueden reemplazar la oración, sino sostenerla.

La oración mental no es más que la puerta real del santuario-corazón, pues es el corazón puro –y no la inteligencia– el que ve a Dios en su Luz: “Bienaventurados los puros de corazón, ellos verán a Dios” (Mateo 5,8).

Algo más sobre la oración del corazón

La tercera etapa debe considerarse como la sinergía, es decir la colaboración del esfuerzo humano con la acción de la energía increada de la Trinidad. Ella siembra la oración mental en nuestro corazón. El monje se inclina y busca el corazón. El Cristo, tal como lo comentan los escritores de la Iglesia primitiva, tenía a menudo la cabeza inclinada sobre su pecho, no por tristeza o por abatimiento, sino por interiorización de su naturaleza humana, siempre unida –a través de su cuerpo humano– a su naturaleza divina. En El, el hombre obedecía y escuchaba a Dios, el Hijo obedecía y escuchaba al Padre.

Sería necesario atender a la anatomía del cuerpo humano. Sin entrar en ello, constatemos simplemente que el centro, el núcleo de nuestro cuerpo, el pecho-corazón, es la parte corporal menos “sentida” por nosotros. Nuestra cabeza está trabajando continuamente, nuestros órganos inferiores

se inflaman con facilidad. En cambio, el órgano del corazón permanece casi olvidado. Cuando las pasiones se levantan en él, acuérdense de las palabras del Cristo: “Del corazón vienen los malos pensamientos, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, calumnias” (Mateo 15,19). Esto se propaga como una tibia humedad a lo largo de nuestros tejidos en ambas direcciones, hacia abajo y hacia arriba. En las antípodas del corazón puro, esto es la mueca de la Semejanza divina asentada en nuestro corazón. El corazón puro se adquiere y conquista por la purificación ascética de lo inferior, y el descenso de lo superior al corazón.

El que ora, inclinándose sobre su corazón, establecerá progresivamente la oración en ese centro sagrado, enterrará en él “el verbo” de la oración, y esconderá allí su tesoro, entrará espiritualmente en la cámara íntima, hasta el día en que Dios –por su gracia y su energía increada– resucite y haga florecer la oración perpetua, sin palabras, sin ruptura, que correrá como un río, arderá como una lámpara del santuario, refrescando, calentando, perfumando, iluminando nuestro ser.

“Dios, ámate a Ti mismo en mí”

Hemos hablado de la oración breve, repetida sin cesar. ¿Podemos lograrla siempre? Podemos orar en el subterráneo, en el colectivo, lavando las verduras, quizás aún discutiendo. Pero cuando se trata de resolver un problema material, práctico, intelectual o metafísico, el espíritu se pone tenso; en algunos momentos el alma ora con dificultad, y –para dar un ejemplo– no nos resulta cómodo orar cuando dormimos . . .

Sin embargo, sin oración perpetua, a pesar de estar alimentado, el espíritu no respira. Los cristianos que desconocen este modo de orar están medio muertos.

No nos desalentemos, aceptemos que el estado actual de nuestro espíritu es el de un semiviviente, de un somnoliento. Más allá de la oración perpetua, se perfila un reino de “presencia” unida a la respiración-Dios, donde las palabras callan . . . ¿Cómo penetrar allí?

Nos vemos frente a una paradoja. Por una parte Dios sabe lo que El quiere: por ejemplo, quiere nuestra santidad. Y por otra parte, nos ayuda poco a realizar lo que El quiere. Tomemos una imagen: un patrón ordena a su empleado que escriba y lleve una carta al correo, y éste le responde: “Te suplico, por tu pensamiento y por tu fuerza. ayúdame a despachar esta carta”. Parece ridículo, pero eso se cumple exactamente así en la vida espiritual. Implorar a Dios: “Hazme querer lo que Tú quieres; socórreme en la ejecución de tu Voluntad”.

Entonces aparece otra posibilidad, susceptible de reemplazar la oración perpetua, que se puede adquirir rápidamente, y que se convierte en la oración perpetua de nuestra vida. Consiste en despertar en nosotros el ardiente deseo filial de Dios. No tenemos ese deseo, o lo tenemos demasiado poco. Nuestro corazón indiferente vive de otra cosa. ¿Cómo hacer surgir ese deseo ferviente, ese grito? Puede ser creado en un segundo para toda la vida, o elevarse después de largo tiempo de oración, o develarse en un retiro: cada caso es individual. Este deseo es hambre y sed de Dios.

El Apóstol Pablo dice que el Espíritu Santo grita en nuestras almas: “¡Abba, Padre!. Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó al Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu, que habita en vosotros. Así, hermanos míos, no somos deudores de la carne, para vivir según la carne; pues si vivís según la carne, moriréis. Pero si en el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. No recibisteis un espíritu de esclavos, para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos del Cristo, ya que sufrimos con El, para ser glorificados con El” (Romanos 8,11-17).

Experimentalmente –no ontológicamente– somos uno con el Espíritu. Nos ha hecho hijos de Dios; es El quien grita en nosotros, con nuestro espíritu. “¡Abba, Padre!”. Además, San Pablo agrega que sufrimos con el Cristo para ser glorificados con El, lo que nos identifica interiormente con el Cristo: “No vivo yo, sino que es el Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20). Esto es la gracia, o adquisición, del Espíritu Santo.

Si no podemos llegar a la meta por medio de una técnica definida, o de cualquier método de oración, podemos alcanzarlo por la gracia. Pongámonos en oración de manera tal que el Espíritu descienda palpablemente en nosotros, Se mezcle a nuestro espíritu, Se confunda con él, haciéndose de cierto modo uno con nosotros (1 Corintios 6,17), que El mismo ore en nosotros. Si no tenemos la fuerza de respirar a Dios, dejemos al Espíritu de Dios respirar a Dios en nosotros. Que el Espíritu lleve a nuestro espíritu.

¿Cómo proceder para que el Espíritu venga, sensiblemente, en nosotros? ¿Qué hacer para que nuestro espíritu, atrapado por el Espíritu, grite: “¡Abba, Padre!”, para que la adquisición del Espíritu Santo no se manifieste entonces como luz, sino como oración? Si tenemos el don, la cuestión está resuelta, pero ¿qué hacer para poseerlo? El Apóstol Pablo afirma: “Sois hijos de Dios, y el Espíritu grita en vostros: ¡Abba, Padre!”. Es como hijos suyos que gritamos: “¡Abba, Padre!”.

¿Podemos comenzar pidiendo a Dios: “Haz que Te amemos”? No pienso que esta súplica sea suficiente, porque nuestro corazón no está aún abierto. Esta oración es buena; sin embargo, no puede, aún siendo ardiente, prepararnos a la idea de que no amamos verdaderamente. Examinemos nuestra alma para descubrir si amamos o no; nuestro amor a Dios no es quizás más que una proyección, una imaginación, un concepto mental, voluntario, sentimental. Gritamos: “¡Te amo!”, y nuestro corazón permanece indiferente.

Al suspiro de nuestro Corazón: “¡Haz que Te amemos, oh Dios!”, agreguemos. “Señor, como no Te amo, ámate a Ti mismo en mí”. Esta nueva instancia será la punta de nuestra alma, la más difícil de captar, semejante a una aguja introducida en el Fuego divino, y portadora de la chispa divina.

La tarea de la vida espiritual, según San Gregorio el Teólogo, es tocar ese punto geométrico alimentado por Dios, esa punta, como la denomina el Maestro Eckhart, célebre místico alemán. Esta fórmula de oración: “¡Amate a Ti mismo en mí!” arrebata nuestro “yo” esencial. Intelectualmente roza la herejía, porque Dios reclama nuestro amor, y no tiene ninguna necesidad de ser amado por El mismo. Pero es de una eficacia experimental absoluta. El Apóstol Pablo nos enseña que el Espíritu, presente en nosotros, es uno con nuestro espíritu. Si el Espíritu Santo es la mano derecha que se eleva al Padre, y nuestro espíritu la mano izquierda, juntemos las manos una con otra: la derecha llevará, y la izquierda seguirá.

Esta oración de amor doble, hecha con vigilancia, transforma, enciende el corazón de tal manera que le permite –sin oración repetida– ocuparse de las tareas más absorbentes sin dejar de respirar a Dios. Trae resultados casi similares; y digo “casi” porque el cuerpo no está todavía armonizado con el corazón. Ella salva a nuestro espíritu, pero la psiquis y el cuerpo buscarán algo, se demorarán todavía alrededor de la punta de nuestro “yo”, alrededor de la chispa divina. El hombre total no estará aún salvado; pero su punto central se sentirá atraído, aspirado por Dios.

El tesoro y el corazón

He empleado frecuentemente el término “deseo”. ¡Gran problema! El Evangelio del Miércoles de Ceniza nos dice: “Donde está tu tesoro, está tu corazón” (Mateo 6,21). Ahora bien, deseamos el tesoro. ¿Sabemos que un método espiritual muy antiguo consiste en no exterminar el deseo, aún siendo malo? Todo deseo es movido por una vibración de vida; si es malo, desviémoslo por otra vía distinta.

Nunca insistiremos demasiado sobre esto: el hombre contempla, el hombre ama, está bien; sin embargo, no adelantará sino en la medida en que su deseo sea trabajado, plasmado; si no lo modela, otros deseos lo sorprenderán.

El hombre sin deseo está adormecido. San Dionisio el Areopagita enseña que Dios ha introducido en el caos primordial el deseo, que podríamos llamar la humedad del mundo, la aspiración hacia el ser, el ímpetu hacia Dios. En verdad, la profundidad del amor no es goce, sino llamado de presencia. No menospreciemos el deseo, orientémoslo hacia Dios.

El Cristo cura a los enfermos por el poder divino, y por la compasión hacia ellos. La compasión hacia el enfermo provoca en éste el deseo de salvación, y el poder divino se la otorga. Sin compasión no iremos al encuentro del deseo, y sin deseo, aunque fuésemos todopoderosos, no actuaremos.

Aquí se tocan el mundo superior (“Dios, ámate a Ti mismo en mí”) y el mundo humano, el cultivo del deseo: “Yo gimo por Ti”. El corazón late de esperanza, de dolor, de necesidad interior, de clamor, “gime por Dios”. El alma sufre, y entonces la oración, “Amate a Ti mismo en mí, actúa Tú”, no rebota como sobre una piedra, sino que penetra en la carne. Exclamamos con el profeta Ezequiel: “El corazón de piedra se ha hecho corazón de carne”. Y en este corazón de carne, ninguna circunstancia exterior podrá detener su gemido hacia Dios.

Después de haber propuesto varios caminos, de haber indicado senderos estrechos que –por medio de la oración– llevan a la unión con Dios, y a través de la purificación de nuestro ser restablecen en el hombre la hermosura primera, aconsejamos a nuestros lectores que se apliquen a ellos mismos, sin prisa y sin pausa, las “recetas” que hemos dado.

La asimilación de una frase de las Escrituras, o de los Padres espirituales, practicada cada día, fortificará y enriquecerá el corazón espiritual.

Hemos dado nuestros consejos, no bajo una forma literaria, sino como una conversación, para evitar el peligro de las estructuras racionales, y para obligar a “palpar” existencialmente, a “comer”, a “respirar” a Dios. Estos consejos ayudarán en los primeros pasos –así lo esperamos– a los que quieren vivir el Cristo, y no ser cristianos únicamente de nombre.

La concepción moderna del mundo está falseada en su base. El aprendiz de la oración deberá renunciar enérgicamente a la herejía de nuestro siglo, si quiere que el yugo de la oración le sea armonioso, y el peso de la vigilancia liviano.

En efecto, tenemos la costumbre de considerar como objetivo lo que está fuera de nosotros, y a considerar nuestra vida interior como algo subjetivo. Esta manera de pensar se ha convertido en evidencia, en certeza indiscutible. De ese modo, quienes se oponen al progreso científico y técnico sienten la obligación de defender desesperadamente la subjetividad de la vida interior, haciéndose eco –paradójicamente– de un Lenín, para quien la religión es “cosa privada”. El hombre del siglo XX cree que la ciencia, la naturaleza, la materia, la vida social, son objetivas, y que la religión y la vida interior son subjetivas. Entonces, por reacción, muchos proclaman que la objetividad es un mal aplastante para el hombre.

Falso dualismo

¿Estamos frente a un dualismo sin salida? ¿Espíritu, vida interior, subjetividad, constituyen el bien; materia, exterior, objetividad, constituyen el mal?

El dogma cristiano afirma que la realidad divina –Dios en nosotros– es objetiva, y que ello no es, de ninguna manera, el producto de nuestra convicción, de nuestra elección, de nuestra imaginación, de nuestra fe, de nuestro pensamiento, o de nuestro esfuerzo. No, la realidad divina es objetiva, trascendente a toda subjetividad, y también presente en nosotros. Si el Dios que buscamos es el resultado de nuestro “yo”, nos volvemos idealistas, espiritualistas, no somos cristianos.

Dios en nosotros debe ser conquistado como la cima de una alta montaña. La técnica de oración es un aparejo de alpinismo, de montañismo. Las cuerdas, los ganchos, los zapatos con clavos, los ejercicios de escalamiento, la resistencia a la pureza del aire, a la fatiga, al frío, al hambre, son indispensables para llegar al pico más alto, que sigue siendo objetivo para todo eso. El pico alto era, es y será, estuvo, está y estará allí, aún cuando ningún alpinista intente alcanzarlo. Así es Dios, “objetivo” para nosotros, y en nosotros.

Debemos imprimir en nuestra cabeza que Dios es más, mucho más, incomparablemente más objetivo que el mundo visible. La objetividad del mundo exterior es relativa, podemos modificarla; en cambio, nada puede modificar a Dios.

Por cierto, Dios no es un objeto, una cosa, una energía impersonal, ni siquiera un “ser”. El es El que Es, El es Sujeto Tri-Hipostático, Tri-Personal. De allí la necesidad de la oración, del diálogo. Pero ser Sujeto no significa que El se confunda con nuestra individualidad. Trascendente por su naturaleza, es inmanente con su energía. Así como no podemos imponer nuestra ley a la naturaleza creada, sino solamente escrutarla, y aplicar sus propias leyes a nuestras necesidades, igualmente, y de manera inconmensurablemente absoluta, no podemos imponer nuestra ley a Dios. Palpablemente, esta evidencia no es evidente para la lógica del hombre moderno, que pasa su tiempo construyendo a su dios.

Rechacemos el dualismo falso: espíritu-subjetividad y materia-objetividad. Postulemos el axioma de que Dios –en Sí y en nosotros– constituye una objetividad total. Pongamos nuestro ser psico-espiritual, variable, inestable y tan complejo, frente a esta cima objetiva: Dios en nosotros. Contemplémosla con el ojo de nuestro corazón, sin renunciar por ello a mirar, con los ojos exteriores, la naturaleza.

Obtendremos el siguiente esquema

Dios: objetividad absoluta.

yo: subjetividad.

mundo exterior: objetividad relativa.

En consecuencia, y bajo otro ángulo:

Dios: el centro.

mundo exterior: la periferia.

yo: el movimiento de los rayos.

El desequilibrio actual resulta de que la objetividad absoluta –fuera de nosotros y en nosotros– ha desaparecido de la conciencia. Entonces algunos, maravillados por el éxito técnico, se dan cuenta de que los valores humanos son pisoteados; mientras que los otros, defensores de la vida espiritual, no poseen ya más la capacidad para combatir al robot. Dios, objetividad absoluta, ha desaparecido.

Segunda Parte

LA ORACION DEL SEÑOR

“Padre Nuestro”

El “Padre Nuestro” es la plegaria de plegarias, la más próxima y la más difícil. Orígenes define con agudeza el doble carácter de la Sagrada Escritura: por una parte, es simple y directa; y, por otra parte, escapa a nuestro entendimiento. Nos recuerda al león, o a esa pequeña fiera que es el gato; con aire indiferente, mirada lejana, se vuelven bruscamente y atrapan a la presa. De repente, una palabra nos impresiona en los libros sagrados, una palabra simple y directa; una imagen nos llama la atención –como la del padre que recibe al hijo pródigo– y, dos líneas más adelante, nos hiere el impacto de la imagen opuesta. El sentido de una palabra, de una frase, de una imagen, se nos escapa totalmente, y llega hasta a irritarnos; algunos pasajes están mudos, y pueden quedar así durante siglos. Método divino-espiritual.

Admitamos por un instante que la Sagrada Escritura, o la enseñanza espiritual de una plegaria como el Padre Nuestro, sean plenamente descubiertas, que todo sea fácil, sin materia de discusión. ¿Qué le pasaría al alma humana? Se instalaría en esa comprensión como en un sillón . . ., y la muerte sobreviene precisamente cuando el hombre ha encontrado la comodidad.

Hay una diferencia profunda entre la serenidad interior y la pseudo-paz del que sabe todo, que tiene la llave de los misterios en el bolsillo. Al ser humano le esperan dos muertes; una que se conoce, que se constata: la separación del cuerpo y del alma; la otra que se sitúa, para gran número de seres, entre los veinticinco y los treinta años. Antes de esa edad se está inquieto, aislado; se busca, se vibra, con la mirada cargada de vida. Llega el casamiento; aquélla o aquél con quien uno se casa es encantador, o desagradable; se posee cierto bagaje de conocimientos, bastante cansancio como para no pensar, bastante negligencia religiosa como para no rezar, y –hacia los treinta años– la mirada se apaga, uno se convierte en un hombre o en una mujer cumplidos, alguien “bien”, con sus tarjetas de visita. Uno se instala. Ha encontrado su “sillón” psíquico. En realidad, es la muerte. Lo enigmático, lo confuso de la vida, queda guardado en un cajón, “al lado” de la existencia. ¿La metafísica? Es cosa de teólogos, ellos tienen que resolverla. ¿La vida interior? Es cosa de psiquiatras y presbíteros. San Isaac el Sirio llama a ese estado “tibieza”, o muerte del alma.

¿Qué sucede entonces? El cuerpo continúa funcionando; tiene reacciones psíquicas mecánicas, del tipo de las célebres experiencias de Pavlov. A veces sobreviene una catástrofe, que quizás podría despertar a ese ser, pero, en general, éste se detiene y acepta resignarse “como se debe”. Lo desconocido, lo inesperado, lo penoso, se alejan. Y al descartar ese elemento que nos obliga en todo momento a evolucionar simultáneamente en el conocimiento y la ignorancia, en la búsqueda y en lo adquirido –¿el frío y el calor no son acaso necesarios para que una locomotora funcione?–, al neutralizar esos dos polos, nos detenemos. Aunque los cristianos puedan estar siempre “despiertos”, son numerosos –después de los treinta años– los ineptos para la vida espiritual, en quienes sólo el organismo psico-físico continúa funcionando.

La vida, el progreso y la evolución del alma son, precisamente, la meta de la Sagrada Escritura y de la enseñanza espiritual. Por esa razón, ellas adoptan un doble aspecto: los elementos directos, que nos sorprenden de tal manera que se identifican con nuestro ser, y los elementos incomprensibles, que nos desorientan. Algunos pasajes de la Sagrada Escritura provocan reacciones violentas, no sólo en el curso de la existencia de un hombre, sino a lo largo de los siglos. La parábola es un medio popular para enseñar; sin embargo, la parábola del administrador infiel, cuya conducta está más o menos justificada –compra la amistad con la mentira– nos sumerge en el asombro; lo mismo que las palabras del Cristo cuando dice: “No he venido a traer la paz sobre la tierra; Yo no he venido a traer la paz sino la espada. Porque he venido a oponer al hombre con su padre, a la hija con su madre, y a la nuera con su suegra; los enemigos serán las personas de la familia”, o “El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí” (Mateo 10,34-37); y aún más: “Ama a tus enemigos” (Mateo 5,44).

La oración del Señor tiene este rostro doble, directo y simple, y, a la vez, profundamente enigmático. ¡La vulgarización no es característica del Verbo encarnado! La religión para las masas no dio nunca resultados buenos, porque adormece y mata, y mata –y duerme– mucho menos a las masas que a la misma religión.

En el Padre Nuestro, todo es simple y enigmático. Enigmático: “Santificado sea tu Nombre”. ¿Cómo podemos pedir eso? “No nos dejes entrar en la tentación . . .”. Sin embargo, y según canta el salmista, las pruebas son necesarias para nuestra purificación. Cada frase tiene un sentido polarizado. El Padre Nuestro –plegaria de plegarias– es el modelo de nuestra oración, tal como el Cristo quiere que sea (El es Quien la enseña). El quiere que sea polarizada, es decir: directa, sincera, conforme a nuestra naturaleza y, al mismo tiempo, que supere todo nuestro estado de espíritu en ese momento, nuestra capacidad, y nuestro horizonte estrecho.

La tradición de la Iglesia dice que es bueno que los cristianos conscientes recen el Padre Nuestro, no sólo por obediencia, o por un sentimiento vago, sino como lo dice San Cirilo de Jerusalén, comprendiendo tanto como sea posible el valor de las palabras que han sido enseñadas por el Cristo.

La Oración del Señor contiene tres tríadas. La primera: los tres primeros versículos. “Padre Nuestro que estás en los cielos”. Paternidad. “Santificado sea tu Nombre”. Hijo y Verbo; el mundo se salva por el Nombre del Cristo, El es el Nombre, el Manifestado del Padre inmanifestado. “Venga tu Reino”, o “llegue tu Reino” (en el antiguo Evangelio según San Lucas se dice: “Que Tu Santo Espíritu llegue”). En la enseñanza del Cristo, El Reino y el Espíritu se confunden; tenemos aquí, entonces, al Espíritu Santo.

De esta manera, los tres primeros versículos confiesan la Trinidad divina; forman la primera tríada. “Hágase tu Voluntad, como en los cielos, así en la tierra”, expresa la Voluntad única, la Energía divina, y también la aceptación de la Virgen –la Iglesia– de esa divina Voluntad (“Hágase en mí según tu Palabra”); es la obediencia, la Iglesia espiritual. “El pan nuestro substancial dánosle hoy” es la comunicación con el Cuerpo y la Sangre preciosos del Cristo: la Iglesia sacramental. “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” es la paz, la comunidad, la fraternidad, la Iglesia, la “Ecclesia”, la reunión y la concordia entre hermanos. “Hágase tu Voluntad . . .” nos introduce en el Misterio de la Iglesia, templo del Espíritu Santo; “El pan nuestro . . .” en el de la unión con el Cristo; “Perdona nuestras deudas . . .” en la unión entre los miembros de la Iglesia, Esta es la segunda tríada.

Los dos últimos versículos se refieren al estado “fuera de la Iglesia”. “No nos dejes entrar en la tentación” (“no nos sometas a la tentación”): el cisma. Pedimos que las pruebas no nos separen de la comunidad. “Más líbranos del Maligno”: la herejía. Que el Maligno no nos arranque la Verdad revelada.

Se puede distinguir una tercera tríada en la Plegaria del Señor: desde “Padre Nuestro” hasta “así en la tierra”: confesión de nuestra filiación, por gracia de nuestro Padre celestial; desde “el Pan nuestro” hasta “a nuestros deudores”: confesión del Cristo encarnado, Fundador de la Iglesia; desde “y no nos dejes entrar” hasta “del Maligno”: confesión de la destrucción del reino de Satanás, y del establecimiento del Reino del Espíritu Santo. El Cristo dirá: “El Reino de los cielos está cerca de vosotros” si los demonios son expulsados por el “Dedo de Dios”. Los Padres explican que “El Dedo de Dios representa al Espíritu Santo, porque el Espíritu de Vida y de Verdad se opone al espíritu de muerte y de mentira”.

Por lo tanto, proclamamos la Paternidad, la fundación de la Iglesia por el Hijo encarnado y, por último, la victoria sobre el Maligno por la adquisición del Espíritu.

En francés decimos “Nuestro Padre”; en latín, en alemán antiguo, en griego y en castellano se dice “Padre Nuestro”; en francés antiguo se decía “Pere Nostre”. La diferencia es otra: “nuestro Padre” se aplica al padre por naturaleza; “Padre Nuestro” significa que el Padre celestial, Padre del Hijo, se ha convertido también en nuestro Padre, el Nuestro. Podemos encontrarnos en un estado espiritual en el cual El no es “Padre” para nosotros; El es “Padre Nuestro” cuando algo ha cambiado en nosotros. Por eso el Señor en su último discurso dice: “Yo he revelado tu Nombre, Padre” (Juan 17,6).

Sin embargo, “Padre” ya era usado en el Antiguo Testamento, y también por los estoicos y los griegos. Zeus es el padre de la humanidad. La noción de paternidad divina, cierta clase de providencia, inclinada hacia sus criaturas como artista que mira y cuida de su obra, ese hijo que ha engendrado, esa noción está repleta de sabiduría y de bondad, pero no se acerca para nada al sentido fuerte de la “Paternidad divina”. “Padre Nuestro” expresa en primer lugar que el Padre de un HIjo único se ha convertido en nuestro Padre; en segundo lugar, una vez establecido esto, se deduce que esta paternidad nos comunica la filiación divina. El Apóstol Juan lo resume inefablemente: “Aquéllos que no han nacido ni de la carne, ni de la sangre, ni de la voluntad de hombre, sino de Dios mismo” (Juan 1,13).

Si pensamos “padre” en el sentido de “nuestro Padre”, no designamos a Aquél que Se descubre de pronto. Y para una gran cantidad de gente, Dios parece entonces cruel. Parece como si abandonara sus creaturas a la miseria; este Ser absoluto se convierte en algo muy incómodo. Otras veces, aparece como un protector cuya ternura se inclina sobre su creación, un Dios desconocido y atento, paradoja consoladora. Este segundo caso nos ofrece una revelación emocionante: podemos vivirlo espiritualmente, pero sigue siendo incomprensible.

“Padre Nuestro” abre el camino para otra profundidad, insigne. Dios es Padre, y es nuestro porque nacimos de la gracia del Espíritu Santo. ”El Espíritu Santo grita en nosotros: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8,15). “Padre Nuestro” nos hace sentir el sentido espiritual del hombre; nos afirma que no somos hijos de la tierra ni del diablo (como el Cristo dirá a algunos: “vuestro padre es el diablo”), ni de la materia, ni del espíritu, sino que místicamente, espiritualmente, realmente somos hijos de Dios.

En una palabra, “Padre Nuestro” es la conciencia de nuestro origen divino.

Precisamente, esta conciencia de nuestro origen divino vuelve a colocar todas las cosas en su lugar, desde la alegría hasta la penitencia y las pruebas. Se nos propone otra medida: no somos dioses por naturaleza, nos convertimos en dioses por la gracia; por la comunión y la unión con ella llevamos la simiente divina, somos hijos por adopción, pero hijos de Dios, “co-herederos del Cristo”. Y Pablo agrega: “Llevad a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6,19), es decir: reconoced que, siendo sus hijos, Lo lleváis no solamente en vuestro espíritu, sino también en vuestro cuerpo.

“Padre Nuestro” brinda otro planteo. Orígenes lo nota, y San Máximo el Confesor lo subraya. Cuando decimos “Padre” notamos implícitamente que sólo existe un Padre, Dios, y que las otras paternidades son relativas, imágenes, signos, símbolos, reflejos de la Paternidad única. Estamos frente a una elección. En cierta manera, la Oración del Señor es una elección, el compromiso de un ser que comprende cuál es su nueva vocación –nueva, aunque primordial, pero olvidada–. Al decir “Padre Nuestro” soy yo quien decide; elijo un padre que es mi Padre, que es nuestro Padre, y yo no reconozco a ningún otro Padre más que a El. Las raíces de mi existencia no se van a sumergir más en la naturaleza, o en otras paternidades, familiar, psíquica, cultural, espiritual. Afirmo: “Tengo un solo Padre, que está en los cielos”. Elijo –si se puede decir así– la Tradición, cuya fuente está fuera del tiempo, en Dios mismo. “Padre Nuestro” reafirma la elección.

El Señor enseña: “El que no deja a su padre y a su madre, no es digno de Mí” (Mateo 10,37). ¿No debemos por eso honrar a nuestros padres? Las paternidades –cultural, familiar y otras– son dignas de ser honradas, como iconos, reflejos de la verdadera Paternidad. Escuchemos a los otros padres con respeto, libremente, pero el único Padre al que debemos obedecer es al Padre celestial. Cuando María y José, angustiados, volvieron para buscar al niño Jesús que se había quedado en el Templo, El les contestó: “¿No sabíais que yo me debo a los asuntos de mi Padre?” (Lucas 2,49). Tengamos seriamente en cuenta esta actitud, porque la mayor parte de los inconvenientes del mundo vienen porque buscamos la fuente, o la paternidad, fuera del Padre único. La tragedia comienza en la familia, y aumenta y se propaga a otros planos: nacional, cultural, espiritual.

¡O somos hijos de Dios por la gracia, o no lo somos! Si lo somos, solamente tenemos un Padre. Nuestro padre Abraham es sólo un reflejo del Padre eterno. Y he aquí que el Padre Nuestro reinvierte totalmente los valores. La Oración del Señor es teológica. No asienta nuestra existencia sobre algo creado, que se eleva poco a poco hacia lo divino; ella la vuelca de golpe, colocando los pies arriba y la cabeza abajo, diciendo: “Tu suelo es Dios Padre”. El primer comentario hebraico de la Biblia habla de un árbol cuyas raíces se hunden hacia arriba, y cuyas hojas y frutos descienden hacia abajo. El Padre Nuestro es este árbol de vida, cuyas raíces están plantadas en el cielo. Oración de conversión, de bautismo, oración de penitencia o metanoia (metanoia=conversión).

En un instante, sin nostalgia, ni deseo lejano de Dios, ella enraíza al hombre en lo alto, haciéndolo proclamar: “Padre de los cielos, Tú eres mi único Padre, yo soy tu hijo”.

¿Por qué decimos Padre Nuestro, y no Padre mío?

El Cristo dice: “Mi Padre y Yo somos uno, Yo en el Padre, y el Padre en Mí” (Juan 17,21), porque El es el Hijo del Padre, mientras que nosotros somos los hijos del Padre.

Nadie puede llegar a conocer y confesar su origen, porque no somos individuos aislados, somos la Humanidad. Lo divino se manifiesta en nosotros a través de nuestras relaciones recíprocas, pues somos hermanos de la caridad. ¿Cómo se puede amar a un Dios invisible si no amamos a nuestro hermano? “El que dice que ama a Dios, y no ama a su hermano, es un mentiroso”, dice San Juan; no somos “yo” frente al Padre, somos “nosotros”. De allí la noción de comunidad, de comunión, unidad-colaboración, solidaridad entre los hombres que componen la humanidad, la Iglesia.

Cada uno de nosotros es hijo de Dios como co-heredero, co-hijo con los otros; en cada uno está la simiente de la divinidad, pero esta divinidad se da al miembro del Cuerpo del Cristo.

Nuestra oración será, por tanto, “¡Padre!”, una constatación desinteresada; y al mismo tiempo: “Padre Nuestro”, oración para mí y para todos. La plegaria puramente personal no tiene eco; por eso el Cristo insiste: “Allí donde están reunidos dos o tres en mi Nombre, Yo estoy entre ellos”. Esto lleva necesariamente a la pacificación; allí donde la paz está ausente del círculo fraternal, la oración no sube. La filiación se da a cada uno en la unidad de todos.

Dios es nuestro Padre, no vuestro Padre. Orígenes descubre el sentido temible de esta palabra: hay por lo tanto quienes Lo reconocen como Padre, y otros que no Lo reconocen. El Cristo llamará a estos últimos “hijos del diablo”.

El hombre tiene la libertad de reconocer a Dios como nuestro Padre, o de no reconocerlo. ¿Habrá notado usted esa categoría de seres que parecen inocentes, simpáticos, de apariencia humilde?; ellos declaran: “¡Qué quiere usted!, todo eso es para los grandes de espíritu, es una religión para místicos, nosotros somos simplemente gente sencilla, hacemos lo que podemos . . .”. ¡Argumentos del diablo! Antes de excitar al orgullo, excita a la humildad hipócrita, ahogando en el hombre la conciencia de su origen y de su vocación divinos; sugiriéndole, bajo el pretexto de que la ambición es orgullo, que sólo es polvo.

Si nos comprometemos verdaderamente a ser hijos de Dios, nuestra actitud cambia, la penitencia se hace real. Implorar: “Perdóname, Señor, porque yo, hijo de Dios, he cometido actos innobles” es comprensible; en cambio, si no soy más que polvo, ¿por qué no he de robar? Reclamar penitencia a quien no es nada no tiene sentido. Es una táctica muy sutil del diablo; él susurra: “Sois poca cosa, Dios está lejos, sed simples, humildes”. Emplea las palabras sagradas: simplicidad y humildad. El fin de su demagogia es impedirnos decir “Padre Nuestro”, y transformarlo a El en “Padre de los otros”.

“Que estás en los cielos”

Desde su comienzo, la Oración del Señor nos conmueve el corazón, y comprendemos por qué se la ha llamado siempre “el Sacramento de los sacramentos”, y aún más, el verdadero Credo. En efecto, el Credo está destinado más bien a la gente de afuera, a los catecúmenos. El Padre Nuestro es el credo de los cristianos. Cuando el catecúmeno está “iluminado”, según los términos antiguos, recién entonces se lo inicia en la Oración dominical. La Iglesia romana ha guardado la costumbre hasta hoy: en todos los servicios públicos, la oración dominical se dice en voz baja. Hasta el siglo V, el cristiano no tenía derecho a comunicar esta oración a los no bautizados; no podía ser conocida por aquéllos que no podían todavía pronunciar las palabras “Padre Nuestro”, porque todavía no poseían la libertad de la elección.

Actualmente la cantamos en voz alta, y la razón es simple: antes, se cerraban las puertas de la iglesia al comenzar la segunda parte de la Liturgia, o “Misa de los Fieles” (a la primera se la denominaba “Misa de los Catecúmenos”); solamente quedaban dentro de la iglesia los bautizados, y durante esta segunda parte se cantaba la oración del Señor. Por liberalidad, la Iglesia cristiana permitió poco a poco que todos entraran en cualquier momento. Normalmente, en cuanto se pronunciaban las primeras palabras del Canon eucarístico, las puertas se cerraban, y solamente los miembros plenos de la Iglesia seguían participando de la Liturgia. El diácono exclamaba: “¡Las puertas!, ¡cerrad las puertas!, ¡que salgan los catecúmenos!”. Actualmente, cerramos simbólicamente las puertas reales en ese momento, más bien como una advertencia para los que llegan tarde. ¿No sería bueno, quizás, restablecer la antigua costumbre, y cerrar realmente las puertas antes de la misa de los fieles, y la pronunciación del Padre Nuestro?

Aunque el examen de la expresión “Padre Nuestro” está lejos de estar terminado, pasaremos al estudio de la frase “que estás en los cielos”. Nuestro Señor dice muchas veces en el Evangelio, especialmente en el de San Mateo: “Vuestro Padre celestial”, o “mi Padre celestial”. ¿Por qué razón “los cielos” están ligados al Padre? ¿Por qué el Cristo une la calidad de celestial a la divinidad, a Dios Padre?

“Celestial” tiene varios sentidos. El sentido directo es éste: Dios Tri-Unico, trascendente, no está solo, sino rodeado –tal como lo anuncia el profeta Daniel– de miríadas de ángeles. Es imposible entrar en relación con El como su servidor, o como su hijo, sin tener en cuenta esa innumerable falange espiritual y celestial. Y he aquí de pronto la visión de un Dios que, aunque trascendente, permanece unido a su creatura, a su cosmos, en el sentido absoluto. El Apóstol Pablo exclamará: “Su Nombre está más allá de todo nombre”, más allá de los Principados, de las Potencias, de todos los ejércitos celestiales.

Esta frase breve: “Padre Nuestro que estás en los cielos”, nos revela que –además de la oveja perdida, la humanidad– existen noventa y nueve ovejas espirituales no perdidas: el mundo angélico. La Iglesia enseña que el mundo visible, el que nosotros nombramos así, es decir el sistema solar con nuestra tierra, y sobre esa tierra la humanidad, representa simbólicamente el 1%, y que el vasto mundo invisible, el mundo angélico, representa el 99%. Por otra parte, también se habla de los nueve círculos angélicos (y tanto en uno como en otro caso, el 9 o el 99 se utilizan en el sentido de “mucho”, o “muchísimo”, o “infinitamente grande”). Así, cuando pronunciamos las palabras “Padre Nuestro que estás en los cielos”, o “nuestro Padre celestial”, hablamos antes que nada de nuestro Padre que está rodeado de incontables mundos espirituales.

En el siglo XIX tomamos el hábito de pensar: Dios y yo. Sin embargo, desde hace ya muchos siglos el Padre Nuestro nos enseñó a decir “Dios y nosotros”, el Padre y la humanidad; pero “que estás en los cielos” nos lleva a un mundo donde Aquél que es nuestro Padre está rodeado por seres superiores e incorpóreos.

Una palabra basta para situarnos en lo que se llama “Angelología”. El Génesis indica ya al “Creador del cielo y de la tierra”, y el Credo confiesa al “Creador de todo lo visible y lo invisible”. Luego, en la Biblia, el término “cielo” designa al mundo espiritual, invisible, y el término “tierra” al mundo material y psico-material, visible. Cuando San Esteban, el diácono, exclama: “Bendito sea mi Dios, que es Creador del cielo y de la tierra”, bendice a un Dios que no está colocado en cierto lugar, entre las nubes, sino al Autor del mundo inmenso e invisible. De la misma manera, en las visiones divinas –ya sea la de Moisés, la de Daniel, la de Ezequiel, o la del Apocalipsis– “El que Es”, el Innombrable, está rodeado por una multitud de Querubines, de Serafines, y de ejércitos celestiales. Este es el sentido directo de “que estás en los cielos”.

Acerquémonos ahora a otro sentido: el sentido antropológico. Todos hemos leído en la Escritura –y hemos oído en los sermones– que nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo. El Cristo nos ha prevenido: “Vendremos y habitaremos en vosotros” (Juan 14,23); es decir que la Santísima Trinidad no está solamente en las alturas espirituales, sino que Ella está también en nosotros. De esta manera, nosotros podríamos decir, de un modo un poco simplista, que tenemos dentro de nuestro cuerpo humano –y más profundamente aún, dentro de nuestra alma humana– un mundo espiritual humano, con la morada de Dios en su centro. Tres círculos. Pero en la morada divina establecida en el centro de nuestro ser la Trinidad no está sola: está rodeada por su cielo, todo el mundo angélico está en nosotros.

Recuerden este adagio: lo que es superior es interior, y lo que es exterior es inferior. La interiorización eleva, la exteriorización precipita hacia las tinieblas y la caída. Caída y exteriorización son dos nociones de valor espiritual idéntico; y lo mismo sucede con elevación e interiorización. ¿Cómo verificar un estado de alma? Si su elevación se produce sin interiorización, será un éxtasis negativo, una forma de ilusión; si su impulso hacia lo alto no está sostenido por un movimiento hacia lo interior, está usted desequilibrado. Por otra parte, si entra en la profundidad de usted mismo sin elevarse hacia Dios, cae en otro desequilibrio. Estos dos misticismos pueden ser controlados. Los jóvenes se precipitan muy a menudo hacia lo alto, y por eso caen; y las almas envejecidas se repliegan hacia lo interior sin Dios, y por eso también caen. Toda mística que invoque la interiorización sin elevación, conducirá a un mundo psíquico y exterior. El criterio de la vida espiritual es siempre doble: elevación e interiorización.

En los seres humanos hay cuerpo y alma: pero en ellos viven también los Querubines, los Serafines, Los Tronos, la muchedumbre de círculos angélicos. Si Dios habita en usted, las miríadas de ángeles son polvo, comparadas con El. Es lógico. Conciba –por un segundo– que usted es el templo del Espíritu Santo, comprenda la profundidad y la complejidad del ser humano, y verá hasta dónde ha caído nuestra conciencia.

Nos parece (es la opinión general, pero yo no sé si se aplica a cada individuo en particular) que hay algo grande, delimitable: nuestro cuerpo; y luego un pequeño punto en nosotros, un pequeño punto comparable a la más minúscula de esas muñecas rusas que se meten unas dentro de otras: Dios. Siendo niño hice una experiencia de ateo, al estilo Renacimiento. Yo sabía que en las huertas hay coliflores, cuya flor está recubierta de hojas. Un día descubrí una coliflor maravillosa. La agarré rápidamente, separé las hojas para liberar el alma florida . . ., ¡nada!; arranqué las hojas . . ., ¡nada!: el vacío. ¡No era una coliflor, era un repollo! Entonces pensé: “Señor, desde hoy amaré a los ateos, porque actué como ellos: confundí los repollos con las coliflores”. Ellos cortan el cuerpo del hombre buscando encontrar el alma, y sólo llegan al vacío.

El espíritu es la energía interior, la fuerza vital, un punto geométrico que no se puede definir espacialmente. Dios, los ángeles, no ocupan espacio, pero aceptemos al menos una comparación sacada de categorías espaciales. El ser humano normal (no caído, como nosotros) debe ser considerado de esta manera: un vasto círculo, que es Dios; luego nuestro espíritu (aspecto angélico), después nuestra alma psíquica, y –por último– una punta que se balancea en el infinito, semejante a un satélite: nuestro cuerpo.

El universo cósmico visible no es más que una mota de polvo –si se puede decir así– en el océano ilimitado del mundo angélico, y éste último no es más que el filo de una punta de lanza hacia la Inmensidad divina. ¿Nota usted el cambio de visión? Desde la infancia, nuestro frágil espíritu se acostumbró a mirar al mundo diferente de lo que es.

Y he aquí otra de mis experiencias . . ., muy curiosa: un día de Pentecostés, durante mi sermón sobre el Espíritu Santo que vivifica todo, dejé de pronto de discernir el mundo, ya no lo sentía más . . . Se había hecho maravillosamente fino y delgado, sin hablar de mí mismo y de la Iglesia: el Espíritu Santo había tomado todo su lugar.

Entonces, cuando cantamos “Padre Nuestro que estás en los cielos”, queremos decir que más allá de nosotros está el cosmos angélico infinito, espiritual, del cual somos una ínfima parcela; que Dios no está solo, que está rodeado de santos, de ángeles; y que “los cielos” no son solamente las alturas espirituales que engloban el universo, sino que están en nosotros.

¿Cuál es el tercer sentido? El Cristo dice: “Padre Nuestro que estás en los cielos”, y no “Padre Nuestro que es Padre de los cielos”.

La Biblia llama a los ángeles “hijos de Dios”, pero la filiación de la humanidad –y a través de ella la del mundo visible– con Dios, esa filiación mística por el Espíritu Santo de la que habla el Apóstol Juan (“Han nacido no de la sangre ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”), es un don especial atribuido a la humanidad. Los ángeles son muy superiores a nosotros en un sentido, e inferiores en otro. Actualmente el espíritu es superior a la tierra, el cielo a la tierra, y nosotros pedimos: “Hágase tu Voluntad, como en los cielos, así en la tierra”; pero en el plano profundo de la creación divina, gracias al hombre, la tierra será superior al cielo. Porque lo que está arriba estará abajo, y lo que está abajo subirá hacia arriba; el primero será el último, y el último será el primero.

Debemos hacer todo lo posible para restituir al cielo –que hemos aplastado y disminuido en nosotros– su lugar superior al de la tierra. Sin embargo, no es más que una etapa provisoria. Porque la jerarquía debe ser restaurada: el espíritu está actualmente sometido a la materia y a la psiquis, y lo alto invadido por lo bajo (y ahí residen el pecado y la caída). Si Nuestro Señor pide que su Voluntad realizada en los cielos se cumpla en la tierra, o sea en la materia; si pide que lo que se cumple en los ángeles se realice en el hombre, ese espíritu-materia, el pensamiento final de Dios es que la materia esté más alta que el espíritu. ¿Cómo es posible? El ritmo extraño de la creación nos permite esta constatación. El primero se convierte en el último, el último en el primero; el pequeño se convierte en el grande, el grande en el pequeño, etc. La Fiesta de la Ascensión nos lo explica: el Cristo eleva la materia humana por encima de los planos angélicos. El Credo lo precisa: “a la derecha del Padre”. ¿En qué se convertirán la carne transfigurada, el mundo transfigurado y resucitado? En general, creemos que el cuerpo contiene el alma; en el mundo transfigurado, el alma llevará el cuerpo, como los ángeles llevan a la Virgen María en los iconos.

Abordamos así otra ley del mundo transfigurado: lo interior será exterior, y viceversa, el mundo visible será invisible, y lo invisible visible.

Este tercer sentido consiste en que la paternidad, la fecundidad espiritual, son otorgadas al hombre. No quiero decir que el cosmos angélico esté desprovisto de evolución, de revolución, de cambio de vida, pero la creación pertenece a los hombres, y ahí reside la dignidad humana. Por eso el Padre celestial quiere que –por su Hijo Pre-Eterno y Unigénito– el hombre se convierta en su hijo, en el hijo del Padre Celestial.

El cuarto sentido estipula que los cielos están repletos de divinidades que viven por Dios. La humanidad, la materia, la tierra, se han alejado de El. Por lo tanto, se estableció una oposición celeste-terrestre, espiritual-material, imperecedera-perecedera, invisible-visible, interior-exterior. Mirándolo desde otro ángulo, las palabras “Padre que estás en los cielos” significan que el Padre es espiritual, celestial, divino, opuesto al padre carnal o psíquico, y a todos los padres terrestres, y que todas las paternidades verdaderas, que se originan en el Padre celestial, deben ser transparentes, reflejos del Padre único que está en los cielos.

“Santificado sea tu Nombre”

Examinemos estas tres frases tomándolas, al principio en su conjunto, y después separadamente.

Después de decir: “Padre Nuestro que estás en los cielos”, el Cristo prosigue: “Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu Voluntad”, y agrega: “como en los cielos, así en la tierra”.

Los Padres de la Iglesia insisten en que la frase “como en los cielos, así en la tierra” no está referida solamente a la Voluntad, sino también a las dos frases anteriores: “Que tu Nombre sea santificado como lo es en los cielos, así también en la tierra; que tu Reino venga a la tierra, como en los cielos; que tu Voluntad sea hecha en la tierra, como lo es en los cielos”. Es decir: Tu Nombre ya está santificado en los cielos, tu Reino ya está en los cielos, tu Voluntad ya está hecha en los cielos; pero tu Nombre todavía no está santificado en la tierra; tu Reino todavía no ha venido a la tierra; tu Voluntad no está hecha en la tierra.

El Nombre ya está santificado en el mundo angélico, que se mantuvo fiel; el Espíritu Santo –el Reino de Dios– ya vino, y la Voluntad de Dios ya se hizo entre los ángeles, porque ellos hacen su Voluntad sin murmurar.

Nuestra oración suplica que esa Voluntad ya realizada, ese Reino que ya ha venido, ese Nombre ya santificado en el mundo angélico, se hagan (se realicen) también en nuestro cosmos visible, y en nosotros; nuestra plegaria suplica –permitidme esta expresión un poco bárbara– que “se actualicen” corporalmente.

Sabemos que el Nombre es santificado –el Reino y la Voluntad están realizados– por y para los ángeles; los Arcángeles Miguel y Gabriel nos lo han manifestado. Un admirable icono bizantino lo representa: los ángeles tienen el Logos. Pero así como los ángeles están en nosotros, el Nombre ya está santificado donde Dios habita, el Reino ya vino donde habita el Espíritu, y la Voluntad ya se ha cumplido en el interior de ese plano espiritual, es decir, en nosotros. Por una parte, pedimos así que se realice sobre la tierra lo que ya está realizado en el mundo angélico; y por otra parte, que lo que ya está realizado en lo profundo del ser humano –nacido de Dios en el misterio del Bautismo y de su engendramiento del Cristo– se manifieste en el exterior de ese ser humano.

Hay que entrever el desarrollo de esa oración: “Padre” celestial, “que tu Nombre” (su Nombre es el Cristo), “que tu Reino” (Reino y Espíritu se confunden en el Evangelio, y San Lucas dice en la plegaria dominical: “que venga tu Espíritu”), “que tu Voluntad” (¿cuál es esta “voluntad”, sino la Voluntad única de las Tres Personas?). Esta palabra encierra lo profundo de la teología: Padre, Hijo, Espíritu, Voluntad única; Padre, Nombre, Reino, Voluntad única.

Contaré una anécdota. Una noche, mientras rezaba ante la estatua de la Virgen que está en nuestra iglesia, le pedí largamente: “¿qué oración tengo que repetir?”. Una voz me respondió: “El Padre Nuestro”. Muy a menudo las voces que vienen del cielo no nos parecen muy apropiadas. Yo pensé: “¿no podría agregar una oración para ti, oh Virgen María, Madre de Dios?”. Y la voz me dijo: “Yo estoy en el Padre Nuestro”, “¿dónde?”, pregunté yo. Y la Virgen continuó: “Hágase tu Voluntad”. ¡Sí! Esas palabras, “Hágase tu Voluntad”, contienen la unidad de la Voluntad divina, y también nuestra Mariología; son la respuesta de la Virgen, son el dogma de los santos y de la Iglesia.

Poco a poco hay que comprender que nuestro Credo, nuestra confesión de fe, es sólo una sombra junto a la Oración del Señor, una sombra acordada a los catecúmenos. Por eso la Iglesia primitiva sólo develaba el Padre Nuestro a los iniciados recibidos en la Iglesia, y nunca lo pronunciaba en voz alta delante de los no bautizados.

Como ya dije antes, la frase: “como en los cielos, así en la tierra” se relaciona gramaticalmente con las tres frases anteriores, con las tres etapas. Ya lo había indicado: el Nombre designa la obra del Hijo, el Reino la del Espíritu, y la Voluntad la comunión de los Santos, pues la Virgen María respondió al Arcángel Gabriel: “Hágase su Voluntad”.

“Santificado sea tu Nombre, como en los cielos, así en la tierra”: el Nombre –el HIjo–, por consiguiente, ya está santificado en los cielos. Ya expliqué de qué manera debíamos entender la palabra “cielos”; lo voy a repetir, porque deseo subrayarlo. Los cielos son lo que está arriba de nosotros, las esferas angélicas, opuestas al mundo de aquí abajo; pero, al mismo tiempo, son los cielos interiores, lo que está en la profundidad de nuestro ser, opuesto a lo exterior, a lo psíquico, a lo corporal.

No tengamos temor de volver a decirlo: dos son las tendencias que dominan la religiosidad humana. Una, concibe a la religión espacialmente: Dios está arriba, nosotros abajo, y al orar nos elevamos hacia El. La otra concibe la religión en el interior: Dios está en nosotros, contrario a todo lo que es exterior. Estas dos tendencias son imperfectas, porque lo que está arriba es interior, lo que está abajo es exterior. El infierno es el subsuelo, el mundo inferior, lo bajo, la caída, y, según la palabra del Cristo, “las tinieblas exteriores”. Exterior, inferior, “inferis”, bajo, son palabras idénticas en la visión del mundo espiritual. Si permanecéis –como los místicos– únicamente en la concepción interiorizante, o si no dejáis la visión exterior de las alturas, caeréis en una mística incompleta, o en una piedad exterior. La mística, y el hombre piadoso, son imperfectos. El verdadero camino no está dividido. Aquél que realmente reza se interioriza, y al interiorizarse se eleva. La actitud cristiana que preside la plegaria consiste –ciertamente– en colocarse ante Dios, pero también en abandonar el mundo exterior, y entrar en sí mismo. Esos dos movimientos coexisten, y constituyen el acto cristiano. No nos dejemos arrastrar a la superficialidad, o a un misticismo incapaz de comprender el sentido cósmico y universal de nuestra religión. Despojándonos de las capas inferiores de nuestro ser interior, encontramos los cielos y, al mismo tiempo, nuestra alma sube hacia las alturas.

“Santificado sea tu Nombre”. El Cristo emplea dos palabras: santificación y Nombre. Si no se las comprende exactamente, uno se condena a no poder sumergirse con todo su ser en la enseñanza del Señor. Las palabras, los “verbos”, son claves preciosas, gracias a las cuales se abren las puertas de los misterios, y de las realidades espirituales. Definir exactamente las palabras es salvar el mundo, y reconstruirlo.

Nombre y santificación. “Nombre” se encuentra sin cesar en el curso de las Escrituras, y por excelencia en la Plegaria sacerdotal: “Yo manifesté tu Nombre a los hombres . . . Guarda en tu Nombre a aquéllos que Tú me diste . . . Yo les he revelado tu Nombre . . .” (Juan 17, 6, 11, 12, 26).

¡El Nombre, nombrar, dominio ilimitado! Las cosas innominadas –para el pensamiento cristiano–no existen; las cosas nombradas falsamente están corrompidas; y las cosas verídicamente nombradas son transformadas. El nombre atraviesa el conocimiento y la esencia de los cosas, sobrepasa todo razonamiento discursivo, analítico o sintético, nos pone en contacto con lo que nosotros nombramos. El nombre articulado conscientemente, puramente, proyecta tal fuerza que el Apóstol Pedro sana a un enfermo por el Nombre de Jesús. Es una fortaleza, un carro de asalto. El Nombre divino no se escribía jamás, ni se pronunciaba, salvo una vez al año, y lo hacía el gran sacerdote, en el Santo de los Santos, detrás de la cortina. Hasta que apareció la imprenta nadie se atrevía a escribir el Nombre divino en los libros, y se lo indicaba con una abreviatura. Existe una analogía de presencia entre la comunión –el Cuerpo y la Sangre que recibimos– y el Nombre, vehículo de la Divinidad.

Dios reside en su Nombre, como cada ser en el suyo. Por esta razón los grandes actos de la vida, bautismo, monaquismo, están acompañados por un cambio de nombre. Desde el Génesis, donde el Todopoderoso cambia el nombre de Abram en Abraham, y el de Jacob en Israel.

Dios se manifiesta por sus Energías –que nos atraviesan con sus rayos– y por sus Nombres. Leamos atentamente el Antiguo Testamento, que descubre progresivamente esos Nombres. Nosotros los celebramos en las siete Grandes Antífonas pre-navideñas; comenzamos por “Sabiduría”, y terminamos por “Emmanuel”, y el octavo es “Jesús”; el Cristo se llama a Sí mismo “Hijo del hombre”; al nombrarse así, El se identifica, se convierte en la humanidad.

Nombrar falsamente a una creatura es un riesgo que puede aniquilarla; nombrarla con justeza ayuda a su deificación, porque el nombre es simultáneamente imagen, definición y pensamiento. Por lo tanto, “Verbo” será por excelencia el Nombre de Aquél que nombra. Y cuando el Cristo dice: “Pedid al Padre en mi Nombre”. se apresura y agrega: “Y recibiréis”. Llegamos así al umbral del misterio innombrable, indefinible, incognoscible; Dios Se da, se nombra con una serie de Nombres, cada uno de los cuales abre un nuevo horizonte; pero el Nombre de Nombres es “Logos”, y el Nombre de Nombres del Encarnado, “Jesús”.

Este último Nombre posee el poder supremo, porque en El se opera el encuentro de la divinidad y la humanidad. “Tú le das el nombre de Jesús” (Lucas 1,13). Es el Nombre del Verbo hecho carne, de la salvación, de la realización. El diablo lo teme, porque por El el cristiano se hace invencible.

Por otra parte, con una transparencia inmaculada, ese Nombre ilumina al que lo pronuncia, y a Aquél que nombra. El Nombre es la Revelación. Dios Se nombra antes de dar las leyes a Moisés: “Yo soy El que Es”. “Ontos” es un Nombre divino que Dios Se da a Sí mismo, para esclarecer las leyes que Moisés debe promulgar. El Nuevo Testamento revela el Nombre de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En el plano exterior, humano –llamémoslo horizontal–, constataremos que el Nombre encierra toda la enseñanza del Cristo. La Antigua Alianza dice ya: “Mi Nombre estaba manchado por las naciones”, “Se os odiará a causa de mi Nombre”. Seremos odiados por el mundo porque pronunciamos el Nombre del Verbo, es decir, porque anunciamos su doctrina. Cuando el Profeta dice que el Nombre de Dios está manchado por las naciones, las acusa de haber deformado las leyes de Dios. Aquí, el Nombre se levanta como un estandarte, como un portavoz.

Esto me recuerda la historia hindú de aquel rey que estaba demasiado ocupado como para estudiar, y pidió a sus sabios que le resumieran todo el conocimiento humano. Después de diez años, diez sabios le trajeron diez volúmenes. El rey, demasiado ocupado, les dijo: “Oh sabios, ¡abreviad!”. Diez años después, los tres sabios que quedaban vivos volvieron con un volumen. El rey, demasiado ocupado, les dijo: “Oh sabios, ¡abreviad!”. Pasaron diez años más, y el único sabio que quedaba volvió a ver al rey. El gran rey se moría. El sabio se inclinó entonces sobre el moribundo, y le dijo en voz baja el Nombre que resumía todos los volúmenes. El gran rey agradeció, y se fue hacia ese Nombre. Y aquí encontramos la íntima ligadura entre la plegaria perpetua y los “mantras” hindúes.

Y me acuerdo de otra leyenda, esta vez una leyenda bretona. Es la historia de un hombre simple, iletrado, y muy devoto de la Virgen. Solamente sabía decir: “Ave”. Cuando murió, brotó una planta sobre su tumba, y siempre estaba llena de flores. Se abrió su tumba, y todos vieron que la planta tenía sus raíces en su corazón. ¡Poder del Nombre! Cada uno de nosotros tiene –conscientemente o inconscientemente– su palabra, su nombre.

Gracias al Nombre del Señor, las palabras tienen la eficacia de la lluvia,

y pueden llevar fruto al alma de los oyentes, y consuelan como el rocío,

fortifican a los oyentes como la lluvia bienhechora o la gota de agua que fecunda.

Orígenes

“Venga tu Reino”

“Santificado sea tu Nombre”. ¿En qué Nombre piensa el Cristo? Gramaticalmente, “tu Nombre” se refiere al Padre, pero, ¿a qué Padre? ¿Al de los estoicos, que se inclinan sobre la humanidad como una providencia? El Cristo habla del Padre de un Hijo Unigénito, Padre de la divinidad, y no de la providencia.

“Santificado sea tu Nombre” se refiere al Padre del Hijo único, y, en realidad, a la presencia de ese Hijo eterno, del Verbo mismo.

¿Y “santificado”? Examinemos primero el calificativo “santo” –”Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Sabaoth”–, que nosotros tomamos tantas veces a la ligera. Dios es Santo, y si calificamos de santos a algunos seres –la Santa Virgen, San Juan, San Dionisio– no es que aludamos implícitamente a su virtud heroica, perseverante o excepcional, sino a su “colaboración” con el Santo, con la Santidad de Dios. Los objetos y los lugares pueden ser santos (el santo Cáliz, el Santo de los Santos), porque están en relación con el único Santo, santificados por su presencia impalpable. La Santidad es el aspecto resplandeciente de la majestad del Creador, y la santificación, el blanqueamiento de toda mancha, de toda sombra, por la comunicación misteriosa de la luz inaccesible del Tri-Unico, la develación de la Gloria del Creador en lo que está santificado.

Para comprender mejor la santificación, coloquémosla en paralelo con otro término: la gracia. Yo he hablado muchas veces de gracia –y de verdad– en la exégesis del prólogo de Juan, tratando de definir la gracia como una alegría espiritual, un calor increado, que nos invade profundamente, un aleteo de alegría. La gracia se parece al soplo sutil, un solaz que nos colma de regocijo.

La santidad, otra forma de manifestación divina, difiere de la gracia. Puede tener un rostro que brilla terriblemente, y los que la ven se llenan de temor y temblor sagrado. “Descálzate”, dice Dios a Moisés. Y cuando el presbítero proclama en la Divina Liturgia: “Los Dones Santos a los santos”, contestamos enseguida: “Uno solo es Santo, uno solo Señor, JesuCristo, en la gloria de Dios Padre”, porque sabemos que nosotros no somos santos; y sin embargo, la Iglesia llama a los fieles “santos”, por participación.

En nosotros se crea entonces un doble sentimiento: temor y alegría; como en las mujeres que en la mañana de la Pascua llevaban los perfumes, cuando el Angel les preguntó: “¿Por qué buscáis al Cristo entre los muertos?”. Ellas corren a anunciar la buena nueva a los Apóstoles, con temor y alegría. La Resurrección irradia santidad. De ahí nuestro temor y nuestra alegría en el momento de la comunión: “Acercaos con fe, temor de Dios y amor”. Los ángeles, en su transparencia a la santidad y su participación, claman con temor y temblor: “¡Santo!, ¡Santo!, ¡Santo, es el Señor, Dios Sabaoth!”. La santificación es la comunicación de esa santidad. Santificamos los Dones, santificamos nuestra vida.

Cuando imploramos a Dios que nuestra vida sea santificada, formulamos el pedido más audaz que sea posible imaginar. Tenemos la audacia de desear que la santidad –contemplada con estupor por los ejércitos angelicales–, la pureza, el esplendor de Dios, se manifiesten en nuestro universo, y se comuniquen a nosotros.

“Santificado sea tu Nombre, como en los cielos, así en la tierra”, pide –por lo tanto– que la majestad de Dios se transmita, transforme, transfigure al mundo, así como transfiguró hasta la ropa de Nuestro Señor en el monte Thabor, haciéndola más blanca que la nieve; nos permitimos esperar –con Isaías– que cada creatura brille como siete soles. Desde ese punto de vista, nosotros podemos afirmar sin error que el segundo versículo de la Oración del Señor lleva la noción teológica cristiana de la Belleza divina, que debe santificar todas las cosas.

Esta fórmula evangélica es la “perla de gran precio” de los misioneros: Que tu Evangelio, Señor, sea tan brillante entre nuestras manos que las almas vengan hacia Ti, cautivadas por tu belleza temible. Por eso la santidad debe estar en nosotros.

Nuestra “misión” fracasa, a menudo, porque tememos pedir sinceramente: “Santificado sea tu Nombre”. Preferimos adquirir un “ersatz” –un sucedáneo, una pequeña santidad tranquila– en lugar de recibir la que Dios quiere ofrecernos, la Santidad de la Triple Unidad de Luz.

Uno de los Nombres de esa Santidad, develado por el Verbo, es el de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

“Venga tu Reino” se reemplaza en los textos antiguos, como en el Evangelio de San Lucas, por “Venga tu Espíritu”. De hecho, si se considera profundamente el Reino de Dios, ¿acaso no es el Espíritu Santo? Hay que insistir sobre este pensamiento, porque la literatura del siglo XX abusó de la palabra “reino”.

Algunos imaginan que el “reino” de Dios es una cierta organización de la sociedad en los campos social y humano; y de este “Cristo Rey”, de este reino, hacen un estado. Otros verán el Reino como una familia, no en sentido estricto de organización o de administración, sino de comportamiento social entre hermanos. Por cierto, se puede aplicar este sentido, ¡pero no es el verdadero!

El Reino, “Buscad ante todo el Reino de los Cielos y su justicia, y el resto le será subordinado”, significa otra cosa. El Evangelio de Lucas lo explica: es la búsqueda del Espíritu Santo en la vida, en nosotros, porque el Cristo dice: “El Reino de los Cielos está en vosotros, y entre vosotros”; no como una organización o actitud social, sino como “soplo de vida” en la sociedad y en nosotros. Para simplificar, vamos a usar palabras modernas, teológicamente inexactas, pero cercanas a nuestra comprensión. Digamos “mentalidad”, “ambiente”, “clima”, . . . ¿Acaso no se dice: “¡Qué ambiente agradable!”. El ambiente no tiene nada de social, es impalpable, aún cuando esté provocado por la música o la luz, por ejemplo. ¿Acaso no se dice: “El clima de esta sociedad es puro”; o “Estas personas tienen una mentalidad simpática”? Estas imágenes psíquicas nos facilitan la comprensión de lo que el Señor llama “Reino”.

Entonces, cuando enunciamos: “Venga tu Reino”, comencemos por pensar que su clima, el clima divino, nos rodee, que el ambiente divino (el Espíritu Santo) penetre en nosotros.

Por otra parte, no olvidemos jamás que la oración sin nuestra acción, así como la acción sin oración, no pueden existir. A imagen de la súplica que viene después: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, roguemos: “Que venga tu Reino, como nosotros lo construiremos para que venga; que tu Nombre sea santificado en nosotros, como nosotros hacemos todo para santificarlo”, etc. La oración es eficaz si el hombre va a su encuentro; es una de las formas de la sinergía. Aquél que cree llegar a la perfección mediante la artimaña de métodos –de meditaciones desprovistas de oraciones– se ilusiona en vano; y aquél que ora sin conformarse a lo que pide, es censurable: “Vosotros decís ¡Señor, Señor!, y no cumplís mis mandamientos”.

¿Cuál es la acción que conduce al Reino? Podemos cumplir los mandamientos divinos, y sin embargo estar fuera del Reino. Podemos dar la vida por nuestro prójimo, morir, convertirnos en pobres por él, soportar las pruebas, y no poseer el Reino en nosotros, ni expandirlo alrededor de nosotros. Entonces, ¿cuál es esa acción?

Podemos cumplir con los mandamientos porque amamos, respetamos, obedecemos al Cristo, con espíritu de sujeción: doy mi último centavo a un indigente porque el Cristo lo quiere. La acción es loable, el cristianismo está confesado, el Nombre de Dios santificado, pero por un esfuerzo realizado en el Nombre del Cristo.

El Reino nacerá cuando nosotros actuemos así, pero sin sujeción, “por naturaleza”. Considerad a un hombre deshonesto, que se obliga a ser honesto porque se convirtió al Cristo; por cierto, merece ser alabado, es justo que comience de esa manera: glorifica a Dios por el hecho de que, siendo deshonesto por naturaleza, actúa honestamente . . . ¡Pero el Reino no está todavía allí! Se levantará cuando este hombre sea naturalmente honesto, incapaz de ser de otra manera. Si nuestra acción supera a nuestra naturaleza es porque todavía estamos en “Santificado sea tu Nombre”; si está orgánicamente ligada a nosotros, es que el Reino ha venido. Imaginemos un ser nervioso, excitado, irritable, sumergido en un medio tranquilo; poco a poco, paulatinamente, naturalmente, se calmará, y la etapa de la sujeción será superada. “Respiremos la caridad”, no solamente en el Nombre del Cristo, sino por necesidad personal. ¡No desecho el primer estado! Digo solamente que no es todavía el del Reino.

“Santificado sea tu Nombre” implora del Padre la fuerza para obligarnos a hacer el bien en el Nombre del Cristo, para que ese Nombre sea santificado. “Venga tu Reino” en mí, sobre la tierra, en todos, implora de Dios la gracia de ser oración y bondad. Paradójicamente, las virtudes nos pertenecen tanto como los vicios.

Busquemos el trabajo, o la ausencia del Espíritu en el hombre. ¿Es este hombre un cristiano “teóforo”, es decir, capaz de heroísmo, de amor ferviente por ese Cristo que murió por nosotros? ¿O es un cristiano “neumatóforo”? Es decir, liberado de toda sujeción, en quien todo se convierte en sobrenatural, o más bien verdaderamente natural, porque lo que nosotros consideramos “natural” es contra-natura, y lo que definimos como “sobrenatural” es lo verdaderamente natural. Una vez atravesada la primera etapa, constatamos que lo que nos parece “sobrenatural” es –con ayuda de Dios– “natural”, pues hemos recuperado nuestra naturaleza. Los profetas lo traducirán por un grito: “Haré de vuestros corazones de piedra corazones de carne”.

A principios del siglo XX, cierto señor Coué lanzó un método de auto-sugestión. Obtuvo un éxito muy grande, sobre todo en casos de histeria; luego su método fue puesto en duda, y el descrédito cayó sobre los que hablan de auto-sugestión. Aquí voy a plantear una verdad muy simple: si la auto-sugestión consiste en declarar: “No estoy enfermo, no estoy enfermo . . .” cuando se está enfermo, ¿es acaso (en la mayoría de los casos) tan perjudicial?

Pero hay otro método que parece ser auto-sugestión, pero no lo es en absoluto. Queremos orar, queremos ser buenos, y prácticamente no lo logramos, todo nos lo impide. ¿Es por una contradicción propia del hombre? No lo sé. En todo caso, es un estado de alma clásico. Usted está decidido firmemente a rezar todos los días, y se encuentra en el café, hablando con cualquiera, con tal de alejarse de la oración. A otro lo invitan a una fiesta, y he aquí que una plegaria fácil sube a sus labios. Entonces interviene ese método análogo a la auto-sugestión, con la diferencia esencial de que no encierra ninguna contradicción (contradicción como la del método de Coué, que hace afirmar a un enfermo que no está enfermo). ¿Cuál es su proceso? ¿Cómo anula este método la costra exterior que encarcela a la oración?

Imaginemos a un hombre agitado, pero hambriento sin embargo de paz interior. ¿Deberá sumergirse en su alma? Cuanto más se hunda en su alma convulsionada, más aumentará su turbación, privándolo de la posibilidad de paz. No: primero debe aplicarse pacientemente –muy pacientemente– a no expresar su nerviosismo. Si quiere el silencio interior, que no hable. Si hierve, que domine ese hervor conduciéndose exteriormente como quisiera sentirse interiormente. ¿Aspira a sentir alegría cuando su alma está triste?: que adopte actitudes de alegría, que pronuncie palabras de alegría. Cuando este primer esfuerzo exterior –actividad casi teatral– está realizado, sobreviene la lucha contra los pensamientos, que van de lo exterior hacia lo interior; el rechazo –cueste lo que cueste– de los pensamientos; la detención de los pensamientos tristes.

No es auto-sugestión: el alma quiere estar alegre, o quiere orar, y simplemente quita el polvo del camino. Muy a menudo cuento la historia de ese monje irritable: el abad lo puso un día en la puerta del convento, dándole la orden de recibir a todo monje, o a todo visitante del monasterio, con esta frase: “¡Estoy muy feliz de verlo!”. Al principio, el monje hervía. “¡Es hipocresía!”, diréis. ¡Oh, no! El hipócrita es el que disimula su juego; sin ningún deseo de cambiar su corazón quiere parecer bueno; mientras que el monje actuaba conscientemente, queriendo ser bueno. Y al cabo de algunos meses, nuestro portero ya estaba transformado. Esa es la virtud del trabajo desde lo exterior hacia lo interior, trabajo unido a la plegaria.

Persista, soporte, y la plegaria hará florecer en verdad su deseo de paz, de amor, de alegría. Vea cómo esta táctica es excelente: la oración introduce una quinta columna, espías, paracaidistas, que se infiltran en el núcleo de nuestro corazón. Desde lo interior, hacemos saltar los puentes de nuestro adversario, y simultáneamente lo cercamos con nuestras actitudes exteriores. Orar es bombardear las centrales de energía interiores, atacar al enemigo por detrás. Se lo aplasta atacándolo de ambos lados. Y de pronto, nuestros gestos exteriores –ese teatro y ese deseo– alcanzan la oración paciente. Se han reunido, la sujeción ha desaparecido, el Reino de paz está bajo nuestros pasos, vivimos en el reino de la alegría. Aunque los contragolpes nos ataquen, serán accidentales. El invasor ha sido echado fuera, el Espíritu reina.

Otra observación nos llevará más adelante. Frecuentemente, los que quieren hacer todo perfecto, rezar más y más fácilmente, sienten una decepción violenta cuando no lo consiguen. Vemos gentes activas, enérgicas en los negocios, llenas de buena voluntad para entrar en la vida espiritual, y que no obtienen ningún resultado. Y exclaman: “¡Si no hago nada!, ¿cómo puedo merecer el cielo? No adelanto, no me muevo”. Constatar así, repentinamente, nuestra deficiente voluntad, la ausencia de ese “algo” que empuja hacia la meta, puede hacer nacer en nosotros la idea de que no tenemos la gracia, y hacernos caer en una gris negligencia espiritual. El Padre Nuestro nos advierte: mi “voluntad”, el solo hecho de poder establecer la cuestión de la voluntad, de la obediencia a la voluntad divina, sólo puede ser considerado después de haber recorrido las tres etapas del alma:

Padre Nuestro que estás en los cielos,

Santificado sea tu Nombre,

Venga tu Reino.

Sólo se puede obedecer a Dios después de haber vivido estos tres períodos; antes, nuestras tentativas fracasarán, una y otra vez; o bien estarán alimentadas por la ambición, o bien no serán espirituales, y manifestarán nuestra extrema debilidad: ¡no quiero, y no puedo!

Oramos para que la Voluntad de Dios se haga en la tierra como en los cielos,

es decir, en el espíritu y en el cuerpo.

San Cipriano de Cartago

“Hágase tu Voluntad”

“Hágase tu Voluntad” sigue a los tres primeros versículos de la Oración sel Señor, y establece el problema de nuestra obediencia a la voluntad divina.

Descendemos juntos hasta el plano psicológico, muy cerca de nuestra alma, porque si sobre ese plano discernimos claramente lo que significan las primeras frases, el hecho de que vivimos mucho más en nuestra psiquis que en nuestro espíritu nos confiere una posibilidad para realizar la Oración del Señor en su profundidad, prácticamente, y no solamente en un plano intelectual. Por lo tanto, ¿cuál es su sentido psicológico?

Nuestro Padre está en los cielos, es celestial, y nosotros somos sus hijos. Psicológicamente, es la elevación del alma. La primera actitud consistirá –por consiguiente– en ser idealista, en desear algo grande. ¡Hijos de un Padre celestial, no podemos ser gusanos atados al suelo! Se suprime todo lo que rebaja y disminuye al ser humano, toda la falsa humildad. Nombraré el primer impulso psicológico: elevación del alma, grandeza, idealismo, noción de la filiación divina del hombre, por la gracia. Es decir: ¡ver que la vida, y hasta el enemigo, son grandes! El menor “aplastamiento” es un obstáculo para esta actitud. ¿Cómo cumplir con la voluntad de Dios prestando atención a las cosas pequeñas? Los que ven “en grande” no son todavía hijos de Dios, pero casi.

Una vez que el alma está abierta a la grandeza, al espacio, “que tu Nombre sea santificado” nos pide aceptar un estilo de vida conforme a esa elevación. Lo vulgar –no me refiero para nada a lo pobre– queda desechado.

Por fin, “Venga tu Reino” corresponde al ambiente. Aún grandes, importantes, con estilo noble, si a pesar de ello no creamos el clima espiritual alrededor nuestro, no estaremos preparados.

Avancemos más. Los tres primeros versículos reflejan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. “Hágase tu Voluntad” confiesa –dogmáticamente– la voluntad creadora de Dios, y refleja al mismo tiempo a María la Virgen –y en ella a toda la humanidad–, que llega por su aceptación de la voluntad divina al segundo nacimiento. En realidad, a través de la Madre humana de Dios está la respuesta de este mundo al llamado del Señor, y a su encarnación.

Deseo atraer vuestra atención sobre el sentido de los dos términos: “tierra” y “cielo”. “Hágase tu Voluntad, como en los cielos, así en la tierra”. En principio, se puede comprender que la voluntad divina se debe realizar en la tierra, es decir, en el mundo visible, como ya está hecha en el cielo, es decir, en el mundo invisible y angélico. Pero también se puede considerar de otra manera, y algunos Padres lo explican así: que sea hecha sobre la tierra y en el cielo. Desde esta óptica, es interesante notar que esa realización empieza por la actitud exterior, y no interior. Aquél que piensa poder comenzar por la obediencia interior, se equivoca. La obediencia en la conducta exterior, la aceptación de tal o cual prueba, de tal o cual condición, lleva progresivamente a la obediencia interior.

Es evidente que este pedido nos introduce en el campo de la obediencia, la paradoja de no implorar para recibir aquello que necesitamos, porque si decimos: “Hágase tu Voluntad”, ¿para qué rezar? Al remitirnos a la voluntad divina, nuestro estado es un estado de pasividad. Sin embargo, el Cristo declara: “Pedid y se os dará”, “Golpead y se os abrirá”, y si me dirijo a Dios es para que El acepte mi voluntad.

Este versículo del Padre Nuestro, ¿no contiene, aparentemente, una contradicción?

Sí, para inclinarse ante El y obedecerle es necesario un gran esfuerzo de voluntad, y una violenta lucha consigo mismo. Es más, la Iglesia nos enseña que casi es preciso arrancar a Dios lo que deseamos. Por una parte, nuestra plegaria ardiente exige, por otra se doblega. Al menos, ¡tu Voluntad, y no la mía! La antinomia surge en nuestra conciencia.

En general, la obediencia es mal comprendida. Filológicamente, el término obediencia –en griego, en latín, en eslavo– significa “escuchar”. Hunde su raíz en la audición. La obediencia abre el oído interior. Está en estado particularmente atento, no pasivo.

A menudo, aparece aquí el contrasentido creado por las autoridades, que pretenden confundir la obediencia al Espíritu con la obediencia administrativa. “Obedece, ¡tienes que obedecer!”. Esta disciplina así impuesta, en lugar de disponer el oído interior, lo tapona más que la rebelión. Toda autoridad que aplasta –cualquiera que sea, de la ciencia, del Estado o de la Iglesia– mata la posibilidad de escuchar. Se ha jugado con las palabras. Por cierto, es normal obedecer en el ejército, cuando se trata de ganar una batalla; hay que obedecer cuando se trata de llevar a buen término un trabajo colectivo, pero esto siempre en vista de un resultado, de algo concreto. El engaño comienza en el momento en que la religión –y los curas– utilizan la palabra obediencia “militarmente”. Destruyen lo esencial, que es desarrollar el oído interior, siempre listo para escuchar. La obediencia nos libera, dándonos la posibilidad de ser ese recipiente en el que puede ser vertida la voluntad de Dios, aunque la disciplina exterior cierre la abertura del mismo.

De esta manera, un monje obedecerá a su abad aunque éste le diga que tiene que dar ochenta vueltas alrededor de una mesa. Primero, se libra de las preocupaciones inútiles, será una obediencia positiva-negativa; luego, se libera exteriormente, y eso le permite pensar en otra cosa. Por último, dando vueltas alrededor de la mesa –acción absurda– se va a deshacer de sus prejuicios y de sus juicios, abriéndose a la audición, porque . . . como antes jamás había dado vueltas alrededor de una mesa, el hecho de estar sentado le parecía un “dogma” absoluto, y he aquí que el dogma se quiebra en su alma, y se prepara para la disponibilidad. Pero cuando la autoridad religiosa nos ordena: “No os ocupéis de eso, obedeced, los teólogos están para ocuparse de los dogmas, haced esto y seréis salvos”, ¿de qué nos liberan? ¿De las preocupaciones de este mundo? ¡Para nada! Nos “liberan” de Dios . . ., y hasta de la experiencia espiritual . . . Precisamente lo que tendrían que darnos.

Si un médico –que está curando nuestro cuerpo– no nos describe nuestra enfermedad, ¡sea!, porque lo importante es nuestra curación. Pero la obediencia es apartar todo lo que puede impedirnos escuchar. ¡Cuántas veces la palabra “obediencia” se explota deshonestamente! ¿Qué queréis? Cuando un Karl Marx proclama que la religión es “el opio de los pueblos”, su palabra encierra cierta dosis de verdad. Con el pretexto de la revelación, con el pretexto de que la verdad llegó desde lo alto, se nos manda obedecer a nuestros padres, a los curas, al Estado, a éste y a aquél; y que esperemos la recompensa después de la muerte. Debo afirmarlo: uno de los crímenes más grandes es –seguramente– haber deformado gran número de palabras cristianas. Se empieza por darles un pequeño tinte inexacto y de pronto uno se apercibe de que su sentido ha cambiado por completo.

La obediencia cristiana no es adquirir un desinterés; uno se libera de todo aquello de lo que es posible liberarse, para “escuchar” mejor –y más, y más– al Verbo.

¿Por qué, actualmente, la Iglesia de Occidente se ocupa tanto de obras sociales? ¿Teme que comencemos a pensar, y que caigamos en la herejía? ¡Ah!, si la admirable organización romana lograse suprimir las preocupaciones materiales, como por ejemplo los impuestos, yo sería el primero en decirle “Bendita seas”, porque entonces –sin problemas de ese tipo– podríamos dedicarnos a obedecer verdaderamente, como en el monasterio, cuyo fin es dar al hombre la libertad del espíritu y del alma.

Personalmente, nunca disfruté tanto de mi libertad como detrás de las alambradas de púas de mi cautiverio en Alemania durante la guerra. Como un Arcángel San Miguel, Hitler había organizado esos pequeños paraísos. Teníamos casa, alimento (si bien mal alojados y mal nutridos), y aunque despojados de todo, teníamos no obstante un gran espacio de cielo sobre nuestras cabezas. Y para preservarnos del mundo malo, había tendido alambres de púa, y había apostado a sus ángeles, los centinelas. Era notable . . .

¡Ay! En el sentido religioso, la palabra “obediencia” (palabra admirable) se ha vuelto a-religiosa, una trampa espiritual. Es urgente restituirle su poderoso significado inicial y cristiano.

Tratemos de explicar la aparente paradoja que hemos vislumbrado: la unión de nuestra resignación a la Voluntad divina, con la persistencia de nuestras demandas, enseñada por el Cristo.

Suplicamos, insistimos: “Golpead, y se os abrirá”. Pedimos por los enfermos, pedimos para detener las pruebas, pedimos para obtener alegrías, y por otra parte decimos, con cierto fatalismo: “Hágase tu Voluntad”. ¿Estamos frente a una contradicción?

Hay tres fases: TU voluntad, mi voluntad, y “hágase tu Voluntad”. Dios es tan poderoso, que yo –frente a El– no puedo nada. Su voluntad sobrepasa todas mis posibilidades. Pero entonces entra en juego mi voluntad (mi deseo de que la Voluntad divina se cumpla), porque ella no se cumplirá si yo no se lo pido. Ya no es más el abandono a la Voluntad divina, es nuestra voluntad que llega a quererla, y a reclamarla.

Las palabras “Hágase tu Voluntad” significan el reconocimiento existencial en nuestra alma, en todo nuestro ser, de que Dios es mucho más inteligente y mejor que nosotros. Usted me contestará: “Evidentemente”. ¡No! No es tan evidente como lo piensa. Esta evidencia se revela en el intelecto, pero en el psiquismo humano no es evidente. Hagamos una curiosa y leal experiencia: entreguémonos a la Voluntad divina. Inmediatamente surge un temor, y pensamos: “¿Y si la mano de Dios fuese pesada? ¿Y si El nos pidiese algo por encima de nuestras fuerzas? ¿Y si esto, y si lo otro . . .?”. Tememos que El no tenga en cuenta nuestros pequeños deseos, nuestras pequeñas voluntades, nuestras pequeñas imposibilidades. Reconocer su omnipotencia y nuestra incapacidad nos parece fatalismo, la consecuencia de un corazón deshecho.

“Hágase tu Voluntad” es, precisamente, lo opuesto a la resignación; encierra el movimiento de una voluntad humana activa, que quiere y elige la Voluntad de Dios como lo mejor para ella.

Tratemos de ir hasta el fondo de esta contradicción aparente, porque el proceso del alma humana presenta una dificultad inmensa. ¡Cuántas veces en mi vida evité decir totalmente: “Hágase tu Voluntad” por el temor de que Dios me ordenara una acción penosa, un esfuerzo psíquico desagradable! ¿Acaso no llamó a Abraham para que sacrificara a su hijo único . . .?

Y he aquí, en el instante en que se acepta voluntariamente –no por pasividad ante su poder, sino por confianza en su bondad–, en el instante en que efectivamente estamos listos para dar a nuestro hijo (es decir, lo más querido), cuando se está listo para responder al Señor: “Todo lo que me suceda lo tomo sin sacrificio, me abandono a Ti, porque sé que no soy un servidor sometido a un amo caprichoso; mi voluntad reencuentra tu Voluntad”, en ese instante, en el último minuto, aparece –tal como con Abraham– la mano que detiene el cuchillo. Y recibimos un don superior a todo lo que podríamos esperar.

Sepamos, por lo tanto, distinguir la resignación del reconocimiento que hace nuestra psiquis, de la muy buena Voluntad de nuestro “Padre que está en los cielos”. Insistamos: el hombre puede gritar: “¡Dios es bueno!”. Pero en cuanto el hombre entra en contacto consciente con El, se presentan las dudas, la grandeza divina toma un rostro trascendente y temible junto a nuestra debilidad.

Diría que la actitud de “Hágase tu Voluntad” no es ni siquiera la actitud de un hijo hacia su padre (frecuentemente, el padre humano es un maestro para su hijo), sino la de un pequeño frente a su madre. Todavía más: frente a una abuela, que mima y perdona todo. Los “mimos” de nuestro Dios están al final del pasaje estrecho, la superabundancia de la gracia sigue al sacrificio de Isaac. Sin reservas para El, El no tendrá ninguna reserva para con nosotros.

En definitiva, mi voluntad y “tu Voluntad” no son más que una voluntad, una sinergía: una.

¿Qué es lo que generalmente se pide a Dios? Mil cosas: dinero, amor, la oración, el poder, la inteligencia, . . . Comenzamos exigiendo: “Danos, danos”. Luego, al acercarnos a El, llegamos a murmurar: “¡Al menos tu Voluntad!”. Y se produce un fenómeno inesperado. El alma siente que realiza la Voluntad divina, y ora más y más ardientemente; las dos voluntades se hacen vasos comunicantes, la mezcla inefable se establece, porque nosotros lo queremos. Esta corriente de agua, esta circulación de una llama, se hacen nuestras progresivamente, y la nuestra –nuestra voluntad– la de Dios. Lo expresamos, por ejemplo, en la Eucaristía: “Te ofrecemos lo que es tuyo, por quienes son tuyos”. Ofrecemos a Dios lo que es de Dios –Dios mismo–, ¡pero somos nosotros quienes ofrecemos!

¿Cuál es el sentido de la oración no acordada, la que no tiene respuesta?

¡Admirable, amigos míos! Porque es siempre el principio de algo mucho más grande. Una plegaria acordada, por condescendencia divina, aún estando fuera del plan divino, no es siempre la mejor solución, y puede acarrear dificultades insospechadas. He conocido gente que, orando sin cesar durante años, obtenía al final el objeto de sus deseos; lo pagaban, a veces, muy duramente . . . Por lo contrario, la plegaria no acordada es, en principio, un paso hacia un florecimiento. En una época de mi vida casi perdí la vista; durante tres o cuatro días me encontré en estado de ceguera. Un amigo me aconsejó que me hiciera curar con una unción del aceite santo del Arcángel Miguel. No lo hice, porque sentía claramente que esa prueba de la pérdida de la vista podía darme algo nuevo, una distancia entre el mundo y mi pensamiento, una separación de una multitud de cosas inútiles, un argumento para la mirada interior, una visión dulce y perpetua de lo invisible, etc. . . . Hay que comprender que todo pedido no acordado (dinero, salud, afecto) esconde una riqueza superior, al alcance de nuestra mano.

Recapitulemos bajo otra forma la Oración del Señor.

“Padre Nuestro que estás en los cielos”: entramos en la realidad, existimos, no por nosotros mismos, sino como hijos del Padre.

“Santificado sea tu Nombre”: somos conocidos por Dios.

“Venga tu Reino”: amados por Dios, estamos vivos.

“Hágase tu Voluntad”: somos queridos por Dios, deseados por El. ¡Ser deseados por Dios!

“Hágase tu Voluntad, como en los cielos, así en la tierra”: hénos aquí, objeto del querer y del deseo divinos.

Y también:

“Padre Nuestro que estás en los cielos”: nuestra filiación celeste, prenda de nuestra inmortalidad; no podemos desaparecer, porque somos inmortales. Podríamos haber desaparecido, pero siendo hijos del Padre, nombrándolo “Padre” a El, el eterno Viviente, enraizados en El, somos eternamente, vivimos eternamente, no por la inmortalidad del alma, sino por El mismo.

“Santificado sea tu Nombre”: nuestra inmortalidad es consciente, tenemos conciencia de ella.

“Venga tu Reino”: Reino del Espíritu Santo, nuestra inmortalidad consciente es cada vez más viviente.

“Hágase tu Voluntad, como en los cielos, así en la tierra”: nuestra inmortalidad consciente, viviente, será creadora, porque si la rebelión y la desobediencia engendraron la esterilidad en el hombre, la aceptación y el deseo de la voluntad de Dios abren de nuevo el campo de la creación.

Esto justifica el pensamiento del Archimandrita Sofronio, cuando dice que si Dios está en nosotros, seremos creadores en el siglo venidero.

“Nuestro pan substancial, dánosle hoy”: nuestra inmortalidad consciente, viviente, creadora, se dilata en el Pan substancial, la comunión.

“Perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”: nuestra inmortalidad consciente, viviente, creadora, dilatada, será común, en participación con nuestros deudores.

“No nos dejes entrar en la tentación” (no nos sometas a la tentación): nuestra inmortalidad consciente, viviente, creadora, dilatada, común (fraternal), no presentará ninguna fisura debida a alguna hesitación.

“Más líbranos del Maligno”: ninguna posibilidad de caída.

“El Pan nuestro substancial dánosle hoy”

Llegamos al quinto pedido, el corazón de la oración dominical: “El Pan nuestro substancial dánosle hoy” (substancial, o supra-esencial).

Hijos de Dios, nos identificamos con el Hijo por la santificación del Nombre divino en nosotros, nos convertimos en templo del Espíritu al pedir la venida del Reino, realizamos la sinergía al entrar voluntariamente en el mundo de divinización de nuestro ser. Se podría pensar que todo está dicho. Pero no, hemos llegado al campo del sacramento: Dios-alimento.

El alimento se da al hombre para nutrir su vida, el organismo que no come se muere. Pero sólo después del pecado original el alimento se convirtió en salvaguardia. Su función, en el mundo anterior al pecado –o mundo transfigurado– es la de desarrollo, y no la de conservación. Alimentarse es, por consiguiente, desarrollarse, expandirse, hasta en la eternidad. “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene la vida eterna, y Yo lo resucitaré el último día” (Juan 6,54). Es una comunión con progreso perdurable, un enriquecimiento sin fin de todo lo que es en nosotros.

Dios nos nutre, nutre su creación. Comprender el sentido de todos los misterios (empleo la palabra “misterio” con el sentido que le dan los griegos, es decir, “sacramento”) es siempre reencontrar el misterio del alimento.

El misterio-alimento, el misterio-comunión, se revela bajo dos formas. Dios no puede alimentarse, porque es Fuente, Ser; por otro lado, la creación –el no-ser en sí– no puede ser sino por la comunión en Dios. Todos los misterios antiguos, tanto africanos como hindúes, tienen como base el banquete. Existe una segunda manifestación muy divulgada del misterio, ésa en que el hombre se esfuerza en nutrir a la divinidad, sea por una ofrenda de arroz, de miel, de harina, de leche, sea por la inmolación de bestias, toros, bueyes, carneros, y aún de vírgenes u hombres jóvenes. Este alimento, que se dice es presentado a la divinidad, es –en realidad– el alimento del diablo. Sépalo, los sacrificios a las divinidades no se ofrecen –en realidad– al Todopoderoso, que no tiene ninguna necesidad de ellos, sino a aquél que está siempre hambriento.

¿Por qué el diablo? Porque el diablo es espíritu puro, cuyo poder sobre el mundo está privado de una cosa. ¿Habéis notado que todo aquello que no se tiene parece, en general, lo más valioso? Ese sentimiento es llevado al extremo por el padre de la mentira, que está torturado por unos celos continuos: no puede ser hombre, ni materia. Su furor es tan agudo que trata, por una parte, de convencer al hombre, con todos los medios posibles, de que la materia es despreciable, y, por otra parte, goza devorando con la mirada las golosinas carnales de las cuales no puede participar. Su odio hacia la Encarnación es tal, que brega para probar que el Cristo no es realmente hombre. Su sed de sangre –de esa sangre que él no tiene– atraviesa la historia de la humanidad; tiene hambre, porque habiendo rehusado la Gracia divina, alimento de los ángeles, está ávido por absorber el mundo. Y en el mundo, está ávido –sobre todo– del décimo ángel, que es la humanidad. El diablo, ese ser extraño que no es ni carne ni espíritu, un poco bestia, un poco vegetal, un poco Dios, que ni él mismo sabe quién ni qué es.

Además, el Cristo vino también para él, para el diablo, para semejante ser: pensamiento totalmente insoportable para Satanás; de ahí su necesidad patológicamente vital de obtener sacrificios sangrientos. Sin duda, es nutrido sólo espiritualmente, porque –desprovisto de carne– no puede comer, pero se nutre tanto de substancia psíquica como espiritual.

Este estado es comparable con la alegría que se tiene al ver el pecado cometido por otro, pecado-visión mucho más grave que la mala acción propia. Desde ese ángulo, la imaginación mal orientada es más destructiva que el acto de pecar. La eucaristía satánica es el fundamento del alimento diabólico, y forma la base de todas las religiones deseosas de calmar, de dulcificar, el principio de iniquidad que reina sobre los hombres.

Dios tuvo en cuenta la flaqueza humana, y substituyó progresivamente al adversario. Cuando acepta, en el Antiguo Testamento, toros, carneros y bueyes sobre su altar, significa que: “Antes, oh hombres, los llevabais para el diablo; ofrecedlos al menos a mi ira”. Y cuando los hombres comenzaron a inmolar para el verdadero Dios, y se acostumbraron a volver sus corazones hacia El, Dios envía entonces a sus profetas para clamar: “¡Vuestros sacrificios sangrientos me horrorizan!”.

Por fin, el Cristo los suprime, se encarna, y reemplaza lo anterior –el alimento llevado por el hombre a la divinidad– por el alimento divino dado al hombre por Dios.

Esta breve introducción nos conduce a los Sacramentos, y al Sacramento por excelencia: la Eucaristía. El Verbo nos enseña: “Nuestro Pan substancial (o supra-esencial) dánosle hoy”.

El pan, al menos para Occidente, es el elemento esencial (en Oriente se debería decir “el arroz”). Pedir pan no es un lujo, sino una necesidad sin la cual no podemos vivir. Ultimamente, se han tomado estas palabras en sentido literal –lo cual no es necesariamente un error–: danos hoy lo que mantiene la vida, de tal manera que los problemas materiales no nos inquieten en demasía. Dicho de otra manera: líbranos de las preocupaciones inútiles de este mundo. Debemos tomar en consideración esta actitud. Frecuentemente oímos decir que es más fácil vivir en un monasterio que en nuestro mundo de todos los días: allí no hay impuestos, no hay chicos a que atender, no hay temor por el futuro, etc. Los monjes son quizás perezosos, liberados en definitiva de preocupaciones . . . Responderé, sin detenerme en las dificultades espirituales que los monjes encuentran, que uno de los objetivos de la vida monástica es, justamente, liberarse de las preocupaciones, porque los sacrificios difíciles a-priori no tienen ningún valor. Un hombre que logra que su vida sea especialmente penosa, es insoportable para los demás, y hasta para él mismo. Las reformas sociales, los socialismos cristianos, consisten, no en procurar ante todo la justicia o el confort, sino en facilitar la vida; el resto es un falso romanticismo. Si un shock puede hacer estallar el gusto por la vida espiritual, es beneficioso; pero la vida cristiana no puede apoyarse sobre “electroshock” cotidiano. Es indispensable dominar los obstáculos, pero debemos siempre aplaudir y colaborar, lo más posible, con los esfuerzos que aligeran la vida. El peligro moderno está en el hecho de crear y agregar necesidades inútiles, confundiendo entre lo que aliviana la existencia y lo que la excita. De tal manera que –por dar un ejemplo– la venta a crédito es discutible, no es tan beneficiosa como parece, porque a menudo engendra nuevas exigencias, que se unen a la necesidad que en principio cubrió.

El pensamiento divino es: “Señor, danos hoy lo esencial”. Este quinto pedido es indispensable. Encierra, así, otra realidad: en ella la Iglesia ve la comunión en Dios. Esta comunión se manifiesta de una manera doble. El Cristo dice al diablo: “No sólo de Pan vive el hombre, sino de la Palabra que sale de la boca de Dios”. La comunión se expresa, por lo tanto, por la Palabra y por la Eucaristía.

En Occidente encontramos un fenómeno curioso: los protestantes no quieren alimentarse más que de la Palabra. Los católicos romanos casi no la tienen en cuenta. Sí, ellos predican, leen el Evangelio, pero se mantienen fijados en la Hostia, olvidando que la enseñanza es doble: Palabra y Comunión. La Escritura es para muchos un texto que, tan pronto se lo lee, se lo comenta, permite tomar de inmediato una actitud. Las palabras –la Palabra– no tiene tiempo para entrar en el corazón, de ser comida, bebida, asimilada. La Escritura Santa ya no es un alimento espiritual, sino más bien una directiva, un maestro que enseña desde el exterior.

¡No! No tenemos por qué entender de inmediato; debemos recibir el Verbo como si comiésemos un alimento. El trabajará dentro de nosotros, y esclarecerá nuestra inteligencia. Ante la lectura del Evangelio, escuchémoslo un 90%, y reflexionemos el otro 10%. Esa es la proporción adecuada. Y que nuestra reflexión no sea conforme a nuestra comprensión de un momento. Estamos en el umbral de un Reino misterioso: el alimento dado por la Santa Escritura. Este es el sentido de los Libros canónicos. Si se los lee como libros de leyes exteriores, se corre el riesgo de hacer nacer toda clase de herejías, porque inevitablemente se subrayará aquello que más nos guste, o que más nos impresione. En su alma va a registrar tal o cual aspecto psicológico. El alimento de la Escritura Santa debe formar –imperceptiblemente– la inteligencia, y liberar las antenas que van a captar la “verdadera gnosis”.

El alimento eucarístico está velado por el símbolo, y nosotros comulgamos con Dios, y con el mundo transfigurado. La experiencia lo prueba: cuanto más se comulga, más se fortifica el hombre, orgánicamente, en la vida espiritual. La mejor actitud ante la Comunión es considerarla como el pan cotidiano, pero divino; una necesidad diaria y simple. Sus efectos no son inmediatos. Diré mas bien que se parece a la homeopatía, o a las vitaminas. En los grupos humanos, las consecuencias de la Comunión se observan a lo largo de una vida entera, y es interesante constatar cómo el sentido espiritual disminuye durante aquellos períodos de la historia de la Iglesia en los que la Comunión casi no existe. Este fenómeno es tan concreto, que se puede hasta demostrar estadísticamente.

En cuanto al término “hoy”, los Padres de la Iglesia concuerdan al decir que designa la Comunión diaria. La Comunión con Dios no debe ser nunca un proyecto, sino un acto de “hoy”, de cada día.

“El Pan nuestro substancial, dánosle hoy”.

Si recibes el Pan cada día, cada día es “hoy” para ti.

Si el Cristo es tuyo hoy, cada día resucita para ti.”

San Ambrosio de Milán

El Pan substancial es llamado en la Escritura con otro nombre: Arbol de Vida.”

Orígenes

Los tres últimos pedidos

“Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Si yo soy fuerte y justo, Dios será fuerte y justo conmigo . . . Yo desconfío de esa categoría de virtudes, a causa de mi debilidad. Ellas me dan cierto poder, ¡pero ante las virtudes divinas . . .! El Cristo dice: “No juzguéis, y no seréis juzgados, perdonad, y seréis perdonados”. Yo prefiero tratar con misericordia y humildad, para ser tratado de la misma manera.

Un hombre me engañó durante dos años: hasta ahora quiero ignorarlo, y hacer como si no hubiese abusado de mí, esperando que Nuestro Señor adopte una conducta similar con respecto a mí. Porque si las leyes desaparecen un día, una sola permanecerá: como vosotros hayáis perdonado, Dios os perdonará. Este es el nudo de la revelación evangélica, inmensa, temible, grandiosa; esta revelación está ligada, atada, a “los otros”, es social. No olvidemos que cuando se nos compromete a ser buenos con nuestros hermanos, no es de ninguna manera porque ellos lo necesiten, sino para invocar sobre nosotros la bondad divina. Dios se identifica con cada hombre, y El es nuestro prójimo.

Puedo dejar, entonces, que los grandes y los virtuosos juzguen a su prójimo, ya que son capaces de enfrentar el juicio de Dios. ¡Yo no puedo, no puedo hacerlo! Tendré lástima de mí, seré débil. No crea que me sería imposible conocer –por ejemplo– el instinto de Iván el Terrible (tal vez podría matar). Pero durante un naufragio sólo es posible agarrarse a una tabla, y obstinarse en no hundirse. Yo me aferro a una única certeza: tener indulgencia extrema hacia mi hermano, para encontrar esa indulgencia en las manos de nuestro Padre. Sé que me va a replicar: “¡Se arriesga usted a perder almas!”. Yo le contestaré que no soy bastante fuerte, ni bastante grande, como para salvar almas. ¡Que me baste con no perder completamente la mía, la que Dios me confió! Nuestra alma no es nuestra propiedad, es un vaso precioso que hay que transportar.

Esto es una confesión. Pero fuera de mi actitud personal, que no es generalizable (se puede ser grande y no perdonar), la mayoría de la gente considera que tiene el derecho de no perdonar las deudas . . . ¡Falso! Esta súplica, “Perdona nuestras deudas”, es la base de la Iglesia como sociedad, y por eso están todas las recomendaciones del Evangelio. Indica también que el Segundo Advenimiento ya se está realizando.

Si la Segunda Venida del Cristo estuviese realmente presente en nuestro espíritu jamás podríamos juzgar a nuestro prójimo, porque ¿quiénes serán los jueces en ese tribunal último? Nuestra conciencia, es decir, nuestra conducta con respecto a nuestros semejantes, y Dios, con respecto a nuestra conducta hacia ellos. Además, todo será visible: nuestras virtudes y nuestros pecados. No hay que avergonzarse de los pecados descubiertos, sino hacer penitencia. El juicio final, por otra parte, no se sitúa en el fin de los tiempos, sino que se manifiesta ahora, condicionado por nosotros mismos.

Nuestros actos entretejen teologías. ¿Somos justos? ¡Armamos con ello la teología de un Dios justo! ¿Somos seres de sacrificio, un poco trágicos? Nuestro Dios toma el rostro del sacrificio. ¿Somos indiferentes? Dios será indiferente. La verdadera comunidad crece allí donde cada uno de los fieles progresa en el perdón, y cada vez que progresamos en la no-reclamación de deudas, aumentamos la Iglesia, la construimos. Construir sin perdonar las deudas, es invocar el juicio de Dios.

“Y no nos dejes entrar en la tentación” (o lo que es lo mismo, “No nos sometas a la prueba”).

Establezcamos antes que nada un principio: el mal. Las tentaciones no pueden surgir si Dios no lo permite. El Señor entregó a Nabucodonosor la ciudad de Jerusalén (2 Reyes), “¿Quién entregó a Jacob al pillaje, e Israel a los pillos? Hemos pecado contra El”, leemos en Isaías 42,24. Todos recordamos, en el Libro de Job, el pasaje en el cual Satanás se presenta ante el Trono del Señor y le pide que le entregue a Job, a lo que Dios responde: “Esto es todo lo que le pertenece, te lo entrego; pero no vayas a extender tu mano contra él” (Job 1,12). Cuando Jesús comparece ante Pilatos, le declara: “No tendrías ningún poder sobre Mí si no te hubiera sido dado de lo alto” (Juan 19,11). Así, las tentaciones dependen del permiso de Dios.

Entonces, ¿por qué esa frase en la Oración del Señor? Las pruebas purifican. Y aquél que no conoció la tentación, dice el Eclesiástico, no ha sido probado. Por cierto que podemos evolucionar sin sufrimientos, hablando teóricamente, pero prácticamente constatamos que aunque nos parezca estar pasando entre rodillos que tratan de triturarnos –como si se tratara de la prensa de un lagar– uno se fortifica. Cometiendo cien errores en un cuadro, igual se puede llegar a una obra de arte. Y San Santiago, en su Epístola católica, dice: “Hermanos, mirad como un motivo de alegría completa las diversas pruebas a las que podéis ser sometidos”. Por último, en los Salmos, Dios “sonda los corazones y los riñones”, y nos sumerge en el crisol, en el fuego y en el agua, para sacarnos luego y darnos la felicidad. ¿Qué santo, qué hombre en la Iglesia, atraviesa la vida sin pruebas?

“No nos dejes entrar en la tentación”. Algunos practican una falsa doctrina: desear las pruebas. No, no debemos buscarlas. San Cirilo de Jerusalén explica que “dejar caer” (otra forma de decir “dejar entrar”) en la tentación, en la prueba, significa en realidad “sumergir”. Haz, Señor, que no estemos sumergidos por la prueba. Pedimos ser buenos nadadores, que saben nadar a través de las olas hasta llegar a la playa. ¡No nos dejes zozobrar, no nos dejes hundir!

Sin embargo, aquí se presenta otra cuestión: si bien Dios permite las pruebas, no nos tienta jamás por encima de nuestras fuerzas. ¿Entonces, por qué pedir que no nos deje hundir? Esta es una lógica exterior y superficial. No podemos ser buenos nadadores sin la condición expresa de reclamar el auxilio divino.

De la misma manera en la Liturgia: el Verbo quiere la consagración del pan y del vino; sin embargo, sólo obedecemos a su mandato: “Haced esto en memoria mía”, y suplicamos además: “Envía tu Espíritu”. ¡Sí! Dios nos reserva las pruebas, porque El sabe que sabemos nadar, y sin embargo debemos suplicarle que nos ayude. Dios, no como un fin, no como causa, Dios siempre nuestro socorro, nuestro colaborador. El Cristo subraya: “Velad y orad para que no entréis en tentación”.

El Apóstol Pedro, que caminó sobre las aguas (las aguas son las pruebas), comenzó a hundirse, y si el Cristo no le hubiese tendido la mano, hubiese sido definitivamente tragado por el agua. Pedro está animado por un enorme deseo de ir hacia Dios, Pedro tenía una fe muy grande, pero le faltaba la oración. Le faltó, en ese minuto, ese estado de oración en el que tenemos necesidad del socorro divino, aún para la cosa más pequeña, esa ayuda que hace que nuestra alma marche sobre las aguas de la gracia.

La fórmula de Calvino, y de San Ignacio de Loyola, “para la mayor gloria de Dios”, es inexacta, en el sentido de que el motivo de la gloria de Dios es insuficiente; ella no nos necesita. Dios ama que nosotros trabajemos con El, en El. Diré casi que El aprecia un trabajo, cuyo fin no es siempre excepcional, pero ejecutado con esta oración: “Ayúdame, no me sometas a la prueba, soy débil”. Les propongo una imagen: Dios posa sus Labios inmaculados sobre los labios de nuestra alma. Es por eso que hay que orar siempre; y cuando comprendemos su Voluntad, lo único que hay que hacer es inclinarse; seguro que tendremos la fuerza necesaria para realizarla.

Es evidente que pidiendo a Dios que nos libere de las pruebas, le pedimos sobre todo que nos libere de aquéllas que podrían alejarnos de El. Invisiblemente, el Cristo pone en la balanza dos pesas: el amor de Dios, y nuestra perfección. Para la perfección, vale más pasar por el crisol, y vencerse a sí mismo; para el amor de Dios, es mejor no ser perfectos. Es preferible estar con El que componer la propia perfección. He visto almas que retardaron su elevación espiritual porque querían ser perfectas. La construcción del templo maravilloso alrededor de ellas, impedía que el Verbo penetrase. Para ser santo, se debe renunciar al gusto de la santidad.

“Mas líbranos del Maligno”.

El mal no existe. Lo que existe no es el mal, sino diferentes aspectos del ser. El mal es un estado de conciencia personal. El Maligno es; los actos malos son; el mal en sí, no es.

Cuando el Maligno actúa, se sirve de una multitud de verdades amañadas falsamente. El diablo anuncia la verdad, malignamente: “Vosotros seréis como Dios” (Gen 3,5). Es verdad. Vosotros tendréis el conocimiento: es verdad, él no mintió. Pone de relieve esas verdades, a fin de que Adán y Eva se vuelvan contra Dios, y hacerles perder su amistad. ¿Nos hace resbalar o caer en las trampas, mintiendo? No. El Maligno lo logra mediante verdades arregladas de tal manera que se hacen funestas; por eso se llama el Maligno. Las cosas falsas se destruyen por sí solas. Así, él quiere convencernos, como trató de convencer al Dios vivo con las palabras de la Escritura; el rebuscamiento de esas verdades es tal que nos desligan de nuestra filiación divina. Se esfuerza por hacer de nosotros sus hijos. El Cristo, en un momento de cólera, truena: “¡Vosotros no sois hijos de Abraham, sois hijos de Satanás!”.

Para alcanzar su fin, el Maligno infecta todas las verdades . . ., ya sea con una pequeña fisura, o con un virus violento; insensiblemente nos hace volver contra el Padre que está en los cielos. Nos comunica la impresión de que nosotros somos divinidades, a través del truco de la desesperación, o del orgullo.

“Líbranos del Maligno” llega al final, cuando ya estamos de lleno con la perspectiva luminosa de hijos de Dios. No olviden jamás que nuestra vida tiene roturas. Llenos de alegría interior, liberados de toda traba, vibrantes de gracia, a la puerta de la vida eterna, unidos a Dios, no olvidemos nunca que habrá siempre –hasta el fin de los tiempos– una pendiente posible por la cual puede filtrarse la seducción del Maligno.

Lo notable en la Oración del Señor es que nuestro Señor nos enseña a no empezar por “Líbranos del Maligno”, o “Perdónanos nuestras deudas”, sino por lo más positivo: “Padre Nuestro”, es decir, una confesión total de nuestra filiación divina; luego, cuando estamos sumergidos en esa adopción, cuando hemos santificado el nombre del Verbo, y vivido esa santificación que nos transforma, cuando hemos implorado al Espíritu que llene hasta el más pequeño átomo de nuestro ser, cuando hemos aceptado –con la Virgen– toda la Voluntad de Dios, pedimos entonces la Eucaristía, el Pan cotidiano; nuestra actitud hacia el prójimo sólo viene después. Cuánto más fácil es perdonar las deudas cuando se ha vivido plenamente todo lo que antecede. Y sólo cuando estamos empapados, armados, protegidos, agregamos: “Mas líbranos del Maligno”.

Al pronunciar la Oración del Señor, insistamos mil veces sobre “Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino”; setecientas veces sobre “Hágase tu Voluntad. como en los cielos, así en la tierra”; quinientas sobre “El Pan nuestro substancial dánosle hoy”; cien veces sobre “Perdona nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”; cincuenta sobre “No nos dejes entrar en la tentación”, y sólo diez veces sobre “Mas líbranos del Maligno”.

Con esto quiero decir que las distintas súplicas de esta plegaria no se deben vivir del mismo modo. ¡Que el primer versículo los dilate, los inunde! Porque la Oración del Señor está construida de arriba hacia abajo (también podríamos decir de mayor a menor).

“Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores” nos hace vivir ya el Juicio final. En sentido escatológico, “No nos dejes entrar en la tentación” significa: cuando la prueba de fuego venga, haz que yo no sea consumido (Dios nos probará por el fuego de su amor), haz que la llama de tu misericordia no me queme, sino que me dé calor. Porque detrás de los sufrimientos (ése es el misterio sublime) está la prueba de fuego del Amor de la Trinidad por nosotros. “Mas líbranos del Maligno” nos hace aceptar, sin reservas, ser deificados por Dios, invadidos por El, llenos de El, nada fuera de El. Es para nosotros librarnos de la malicia del demonio: el último peligro de ser devorados, y con ello borrados por el Poder y el Amor divinos.

Hay que desaparecer, no desear nada más que “Dios, Todo en todos”, para escuchar sus Palabras. Es lo que se llama la “segunda muerte”. Entonces estallará el mundo transfigurado, y Dios nos dirá: “No sois solamente Yo, sois mis amigos”.

La “Tradición” litúrgica del Padre Nuestro

Al final del período del catecumenado (período que en la Iglesia primitiva se extendía por varios años), el catecúmeno que se prepara para el Bautismo recibe de la Iglesia la “Tradición”, o transmisión, de la Oración del Señor, durante el transcurso de la siguiente ceremonia.

Durante la Liturgia, después de las Letanías, y antes del Prefacio del Ofertorio, el obispo (o el presbítero oficiante) se dirige hacia las Puertas Reales, mientras el diácono se instala en la tribuna del Evangelio. Los catecúmenos (o “elegidos”) avanzan cuando el diácono los llama, y se quedan frente al obispo (o el presbítero), en el medio de la nave.

Diácono: ¡Catecúmenos, acercaos!

Obispo (o presbítero): Nuestro Señor y Salvador, JesuCristo, entre otras instrucciones para la salvación, dejó a sus discípulos –que le preguntaban cómo debían orar– esta fórmula de plegaria que la lectura del diácono os hará conocer mejor.

Sin anuncio previo, en recto tono, el diácono lee Mateo 6,5-15.

Obispo (o presbítero): Escuchad, amados míos, escuchad ahora cómo Nuestro Señor JesuCristo enseña a sus discípulos a orar a Dios Padre Todopoderoso: “Cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta, y ora a tu Padre, que está en lo secreto”. Esta palabra “habitación”, que El emplea, no designa un lugar oculto o retirado, mas recuerda que los secretos de nuestro corazón son accesibles sólo para El. Debemos adorar a Dios “a puertas cerradas”, es decir, cerrando el corazón con una llave mística, y hablando a Dios con un alma pura. Que por la llave de la fe, nuestro corazón –que es el templo de Dios– esté abierto sólo a Dios, de modo que al habitar El en nuestro corazón, nos asista en nuestras plegarias. El Cristo, Nuestro Señor, Verbo de Dios, nos enseñó esta Oración, para que oremos de esta manera.

Después de esta exhortación, el diácono proclama, una por una, las fórmulas de la Oración del Señor, y el obispo (o el presbítero) las comenta.

Diácono: “¡Padre nuestro que estás en los cielos!”

Obispo (o presbítero): Amados míos, he aquí un grito de libertad, de esperanza. Un grito de libertad porque vuestra vida se arraiga desde ahora en el uno y único Padre que es plenamente Padre, es decir, generoso, cuya generación paterna es un don gratuito y puro. Pues El es el único Padre que, al no tener padre ni madre, no puede proyectar sobre vosotros, sus hijos, la sombra de una herencia mezclada de luz y de tiniebla, de mal y de bien. El es el Padre luminoso y bien amante, y os libera de todo apego fatal a la cadena de condicionamientos, hereditarios o sociales. “Padre nuestro” es también un grito de esperanza, pues una vida nueva comienza para vosotros, que os convertís realmente en sus hijos, una vida que os permitirá cumplir en plenitud vuestra naturaleza, curar y transformar todo lo que habéis recibido de la naturaleza. Uníos a El, creed en El, juntaos a El en todo, pues está escrito: “A todos los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Juan 1,12).

Diácono: “¡Santificado sea tu Nombre!”

Obispo (o presbítero): El Nombre designa la realidad íntima y fecunda de un ser. El Nombre de Dios Padre es Dios Hijo, pues El sólo es Padre por su Hijo, a Quien da la divinidad, toda la vida divina. “Santificado sea tu Nombre”: esto no quiere decir que Dios se va a hacer santo por vuestra plegaria, pues El es siempre santo, y el único Santo. Pedimos que su Nombre sea santificado, es decir, que su Presencia inmensa, su Luz inaccesible, su Majestad infinita, se manifieste, se transmita, nos transforme a nosotros, pecadores, y transfigure la tierra, así como brilla en los cielos en los ejércitos innumerables de los Angeles. Santificados por el Bautismo, transformados, en el Nombre tres veces Santo de la Trinidad, perseveraréis en lo que habéis comenzado a ser: hijos nombrados por el Padre, hijos del Padre, y no huérfanos, “no extranjeros, sino conciudadanos de los santos, pues sois de la Casa de Dios” (Efesios 2,19).

Diácono: “¡Venga tu Reino!”

Obispo (o presbítero): El Reino de Dios es la irradiación del Espíritu Santo y de las Energías divinas, es la respiración vivificante de Dios en nosotros. Que su Reino venga a vosotros, y sobre vosotros, hombres de la tierra, tan plenamente y naturalmente como su Reino vino –y viene sin cesar– a los cielos, en los Angeles y los santos, pues San Pablo nos dice: “El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14,17).

Diácono: “¡Hágase tu Voluntad!”

Obispo (o presbítero): La Voluntad de Dios es el logro pleno de la creación, la deificación del hombre, la transfiguración del mundo. Su Voluntad puede realizarse sólo con la colaboración consciente y libre de vuestra voluntad de hombres. “Hágase tu Voluntad” significa: Que vuestra voluntad, limitada y cambiante, se una fuertemente a la Voluntad bien amante de Dios, que cultivéis en la tierra el Arbol del Conocimiento y de Vida, como los santos lo hacen fructificar en el Paraíso celestial al unirse a Dios para crear el mundo nuevo. Pues el salmista canta: “El Señor está cerca de los que lo invocan con verdad, cumple la voluntad de los que vibran en El, escucha su clamor, y los salva” (Salmos 145,18-20).

Diácono: “¡El Pan nuestro substancial dánosle hoy!”

Obispo (o presbítero): Nuestro Señor JesuCristo dijo: “El hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mat 4,4; Deut 8,3). Nos revela cuál es este alimento esencial cuando dice: “Yo soy el Pan vivo bajado de los Cielos . . ., Vengo para que tengáis la Vida en Abundancia . . ., Vengo pronto: si alguien escucha mi voz, y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él Conmigo” (Juan 6,1; 10,10; Apoc 3,11.20). Por esta plegaria, todos los días pedís que venga a vosotros el Pan de la Palabra de Dios, y el Pan de Vida, es decir, el Hijo del Padre que se hizo hombre, el Cristo que se da en alimento por su Evangelio, y por su Cuerpo y Sangre en los Misterios eucarísticos. Tened hambre de este Alimento substancial, el Alimento del Mundo venidero, que viene ya hoy a nutrir en vosotros la Vida eterna, la Vida de Dios.

Diácono: “¡Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores!”

Obispo (o presbítero): Por esta regla de vida, el Cristo nos ofrece el camino del progreso espiritual, gracias al Sacramento del Perdón. De mil maneras nos repite en su Evangelio: “Lo que hacéis, o no hacéis, al más pequeño de mis hermanos, a Mí lo hacéis, o no lo hacéis” (Mat 25,40.45). Pues se identificó con cada hombre, es nuestro prójimo, y puede decirnos: “Si no perdonáis a los hombres sus faltas, vuestro Padre tampoco perdonará vuestras faltas” (Mat 6,15). El perdón de los pecados, y de las deudas, construye la Iglesia, y salva al mundo, mientras que la maledicencia, la calumnia y el rencor los destruyen.

Diácono: “¡Y no nos dejes entrar en la tentación!”

Obispo (o presbítero): Santiago escribe: “Que nadie, cuando sea probado, diga: Es Dios quien me prueba; porque Dios ni es probado por el mal, ni prueba a nadie” (1,13). Y sin embargo, la experiencia de la prueba, de la tentación, es buena para nuestro progreso y nuestra transformación, de modo que probemos nuestra fidelidad y fortifiquemos nuestra vida. Pero pedimos atravesar la tentación como buenos nadadores, sin ser sumergidos por las aguas de la muerte, ni ahogados en la desesperación. Para esto, la oración será un arma poderosa, y el Cristo os dice: “Velad y orad, para no entrar en tentación” (Marcos 14,18) . . ., sin ser liberados del Maligno, pues el Señor dijo: “Padre, no Te ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Juan 17,15).

Diácono: “¡Mas líbranos del Maligno!”

Obispo (o presbítero): Que no entréis en el fuego de las pruebas y las tentaciones, ni en el Fuego mismo del Amor divino, que vendrá a probar todo, sin haber sido liberados del Maligno, que deforma la tentativa divina en tentación maligna y diabólica. No nos hagas entrar en la prueba sin estar provistos de fuerza contra el espíritu maligno, sin estar armados con la fuerza del Nombre de tu Hijo, la fuerza del Reino de tu Espíritu, la fuerza de tu Voluntad divina y amante, la fuerza de tu Pan substancial, la fuerza del Perdón fraternal, pues a Ti, Padre, pertenecen el Reino, el Poder y la Gloria, ahora y en el mundo venidero.

Todos: ¡Amén!

Diácono: ¡Estemos atentos! ¡En silencio!

Obispo (o presbítero): Habéis escuchado, amados hermanos, el Misterio santísimo de la Oración del Señor. Ahora –cada día– guardad y renovad este Misterio en vuestros corazones, para que podáis crecer por el Cristo, y recibir así el amor de Dios en el Espíritu Santo. El Señor nuestro Dios tiene poder de conduciros a vosotros –que camináis y corréis en la fe– hasta el nuevo nacimiento, por la inmersión en las aguas y la insuflación del Espíritu. Y con vosotros nos hará alcanzar la plenitud de su Reino a nosotros, que os hemos transmitido el Misterio de la fe católica, y hoy el Misterio de la esperanza cristiana, el gran Sacramento de la Oración de Nuestro Señor JesuCristo, que vive y reina, y triunfa, con el Padre, en el Espíritu Santo, en los siglos de los siglos.

Todos: ¡Amén!

Los catecúmenos se retiran al fondo de la iglesia, y la Liturgia continúa.